REGALO DE NAVIDAD

1 diciembre 2004

Cuando era niño, mi padre me preparaba para las celebraciones navideñas y epifánicas con una serie de inteligentes discursos sobre los pobres que nos rodeaban en aquella Palma de Mallorca burguesa y franquista de los años cincuenta. Solía tomar como punto de partida el ambiente que vivía yo mismo en las visitas dominicales a un barrio marginal como catequista: esos chicos, me decía muy serio, son iguales que tú, tienen los mismos derechos que tú, pero seguramente viven peor no van a un colegio como el tuyo, y lo que es más serio, tampoco tendrán un futuro como el que espero que tengas tú. Y me lo repetía varias veces a lo largo del mes de diciembre, sobre todo cuando los domingos iba toda la familia a misa: solía recordármelo en la acción de gracias tras la comunión, en voz bajita, que hacia la comunicación todavía más intensa.
Pero había algo más. Cuando faltaban pocos días para Navidad, primero me tomaba de la mano e íbamos a ver juguetes hasta que elegíamos el mejor, el que yo más deseaba, y más tarde, ya adolescente, me indicaba que eligiera yo mismo algo especialmente oportuno y bonito para el regalo que ya conocía. Se trataba de que el día de reyes, cuando la Epifanía del Niño Dios, íbamos mi padre y yo a recoger a uno de los niños o muchachos del barrio marginal en que desempeñaba las tareas catequéticas, lo montábamos en el coche con discreción para evitar humillaciones, y pasaba el día con nosotros, hasta que después de la comida le entregaba yo mismo el regalo que los reyes le habían dejado en casa. Tanto mi hermana como yo nunca tuvimos un regalo de tanta calidad y tanto coste, nunca, porque formaba parte de la educación impartida por mi padre. El mejor regalo era para él. Merendábamos juntos en algún lugar de la ciudad, y al final del día lo acompañábamos a su casa, y mi padre se enteraba de las preocupaciones y necesidades de aquella familia. Todo el año estaba pendiente de ellas y procuraba encontrarles solución. Era, me decía, el compromiso adquirido con Dios en Navidad. Y yo lo comprendía perfectamente.
Un día, cuando trabajaba en la Universidad de San Salvador, la célebre UCA donde mataron a los jesuitas hace años, estaba contemplando sus tumbas en la capilla universitaria y de pronto, comprendí que si yo estaba allí dejándome la piel era porque años atrás, en Palma de Mallorca, antes de ingresar en la Compañía de Jesús y de conocer a Ellacuría, mucho antes de incorporarme a la Teología de la Liberación y a la lucha contra la injusticia en el Tercer Mundo, un hombre, mi padre, me había enseñado lo que era la pobreza y cómo los pobres se merecían lo mejor de nosotros mismos. Está claro que me lo enseñaba como era frecuente en los años cincuenta, puede que con cierto paternalismo social, puede que hasta con una falta última de conciencia política, pero con una limpieza de corazón y con una seriedad que nunca pude olvidar: si yo estaba allí, ante las tumbas, era porque previamente había tenido un padre como el mío. El Tercer Mundo se aprende en este nuestro. Pero necesitamos pedagogos en marginalidad cercana, para poder, un día, comprender esa otra tan lejana y tan urgente. Todo empezó con un juguete navideño. Y acabó lejos, donde dejé parte de mi alma.

Norberto Alcover, jesuita

Reinado Social, 861 diciembre de 2003

Para hacer

  1. ¿Cómo eran nuestras navidades de niño? ¿Qué es lo que más y mejor recordamos?

También nosotros podemos hacer algún gesto significativo estas Navidades. Lo pensamos, los preparamos… y lo realizamos.

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