Reino de Dios, fe y justicia

1 junio 2001

PIE AUTOR:
José Ignacio González Faus es profesor de Teología Sistemática en la Facultad de Teología de Barcelona.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO:
«Jesús no anunció a Dios, sino el reinado de Dios». La centralidad del reino impulsa al cristianismo a ser «menos religioso» y más atento a la historia. Por ahí discurre la praxis de Jesús de Nazaret, vinculando estrechamente el reino con los pobres y la justicia y, al mismo tiempo, jugando en ese terreno el que adoremos al verdadero Dios o a los ídolos. Así, la justicia que brota de la fe es una de las claves fundamentales para verificar el sentido de dicha fe, la misión de la Iglesia y la espiritualidad cristiana.
 
 
 
 
Toda verdad cristiana encuentra su verificabilidad en el hecho de que es de alguna manera «factible». Pero factible en unas determinadas condiciones: la verdad cristiana necesita ser «hecha en el amor» (Ef 4,5).
Las reflexiones que siguen engarzan los tres términos del título para dejar claro que la verdad cristiana, en definitiva, se acredita en la praxis de justicia que es capaz de generar. La «lucha por la justicia» o «dignidad preeminente del pobre», según nos recordaba Juan Pablo II en la Laborem exercens (n. 8), son reválidas de la fidelidad a Cristo de la comunidad creyente.
 
 

  1. Cristianismo y reinado de Dios

 
Atendiendo a su génesis, bien podemos definir al cristianismo como «reinado de Dios contra la religión», donde el primer miembro de la frase trata de encerrar el sentido teologal o revelador del hecho cristiano; mientras que el segundo muestra la incidencia de esa revelación de Dios en el mundo y la historiade los hombres.
Una de las frases más indiscutidas de Jesús de Nazaret es aquella que manifiesta la voluntad de Dios como «misericordia quiero y no sacrificio« (Mt 9,13 y 12,7). Se insinúa aquí una primera «crítica de la religión» (el «sacrificio», o el culto) que presenta a ésta como «excusa» para evitarse la solidaridad y el amor a los hombres (sobre todo a los más necesitados). En otra síntesis antitética, el Nuevo Testamento afirma con frecuencia que la «verdadera religión» (o el verdadero sacrificio) es precisamente la misericordia.
 
 
        1.1. Reinado de Dios contra religión
 
Jesús es el anunciador de esta revolución, pero también el anuncio de ella. Proclama que Dios no quiere «religión» sino misericordia. Pero él es a la vez la misericordia de Dios encarnada y, por eso, puede convertirse de Mensajero en Mensaje, pero sin que este cambio pueda servir nunca de excusa para volver a olvidar lo que Jesús anunció y él mismo encarna.
En este contexto, se ha vuelto un tópico, tanto en la teología como en la investigación crítica actual, el señalar que Jesús no anunció a Dios, sino el reinado de Dios. Lo hizo así porque ésta es la única manera posible de anunciar a un Dios de quien el Nuevo Testamento acabará diciendo, no simplemente que tiene misericordia sino que es Solidariad y Amor (1Jn 4,8).
 
El reinado de Dios que Jesús anunciaba como de algún modo «inminente» es una situación humana, en la que el hombre no está sometido a ningún otro poder que no sea el poder del amor: por eso es un reinado de libertad, de vida, de fraternidad, de gratuidad, de justicia y de paz.
Y porque Dios es Misericordia, la fe en Jesús como Dios encarnado en esta historia cruel implicará una especie de «autonegación» de Dios (Flp 2,7) que hará que Jesús «aunque sea el Hijo» no disponga de ventajas para escapar del «dolor y las lágrimas», sino que ha de aprender «en sus propios sufrimientos» lo que la Misericordia pide.
Éste es el contenido teológico de la frase «reinado de Dios contra religión», en la que —provocativamente— resumimos al cristianismo, y que convirtió la vida de Jesús en una especie de polémica sobre Dios, con sus representantes «oficiales».
 
Amén de su contenido, la centralidad del reino en el anuncio de Jesús evoca un contexto que puede calificarse de menos religioso y más «a-teo» o, al menos, más atento a la historia. El hombre religioso suele suponer que Dios reina ya en el hecho de su propia religiosidad. Por el contrario, mucha gente no religiosa no puede creer porque en este mundo inhumano no parece reinar Dios.
Jesús anuncia a Dios partiendo más bien de ese segundo presupuesto. Por eso: a/ anuncia la venida del reino (lo cual supone su ausencia); pero b/ recuerda a los hombres que sin su cambio de rumbo («conversión») Dios no podrá reinar. Y la oposición que encuentra ese anuncio revela no sólo que este mundo está en algún sentido «dejado de la mano de Dios», sino también que está «en otras manos»: en manos de esas potestades que, a la vez, «quitan la libertad y se hacen llamar bienhechores» (Lc 22,25) y que son el dinero, los poderes políticos y religiosos y, en la cima del triángulo, esa figura misteriosa de «el príncipe de este mundo» que es una forma claramente antitética a la del reinado de Dios.
 
 
        1.2. Vuelta de la religiosidad humana a la historia
 
A la luz de lo anterior, en primer lugar, hay que decir que no son verdaderamente cristianos todos los movimientos de corte «espiritualista» que quieren hacer del cristianismo una especie de refugio, y del nombre de Dios una excusa para desentenderse de la difícil historia humana.
En segundo lugar, también nos obliga a decir una palabra rápida sobre ese conjunto de «prácticas religiosas» típicas de todas las religiones y que, también en el cristianismo, suelen llamarse malamente «culto».
 
Telegráficamente: lo que llamamos culto no es una necesidad de Dios, sino necesidad nuestra; y no aporta nada a Dios sino que debería aportarlo al hombre. El cristianismo se mueve en una difícil dialéctica en virtud de la cual la máxima cercanía de Dios no disminuye nada de la absoluta trascendencia, de la total inaprensibilidad e inmanipulabilidad de Dios.
La radical pobreza humana no puede aportar nada a Dios, y el cristianismo empalma aquí con la clásica línea veterotestamentaria que se conoce como «crítica del culto»: odio vuestros sacrificios y me aburren vuestras ofrendas; si necesitara algo, ¿creéis que tendría que pedirlo a vosotros? (cf. Is 1,11ss; Jer 6,20; Am 5,21ss).
El culto cristiano no debería, por tanto, apartar al hombre de la historia, sino devolverle cambiado a ella, dado que la historia es el campo de ejercicio de la misericordia: de esa misericordia de la que brota la lucha por la justicia, como de la justicia que brota la paz.
 
En tercer lugar, y de acuerdo con lo dicho, el cristianismo puede definirse como una «vuelta de la religiosidad humana a la historia». El campo de la historia humana no es «uno de tantos campos» (junto al culto, la naturaleza y otros) en los que puede haber unas obligaciones derivadas del hecho religioso. Es más bien el campo de la voluntad creadora de Dios a la que el hombre está asociado. La naturaleza, por ejemplo, puede ser «sugerencia» de Dios, pero la «revelación» de Dios está en la historia. Y el hombre no debe servir a Dios como a él le gustaría, sino como Dios quiere ser servido.
 
 
        1.3. Amor comprometido con la historia
 
Por todo lo anterior, el compromiso con la historia deja de ser lo que la tradición cristiana condenó siempre como fariseísmo o «justificación por las obras»: un camino en el que el hombre busca su propia realización, su propia honorabilidad y su superioridad sobre los demás. Es cierto que todo hombre lleva dentro esa necesidad de buscar la propia «justificación». Pero la fe cristiana aviva que no sólo el camino del deseo (que erige la propia avidez en ley de la realidad), sino también el de la moral, son caminos equivocados.
La única salida del hombre la ve el cristianismo en «la fe» de Jesús (Gál 2,20): la fe en el amor de Dios a este mundo y a mí mismo, la cual inserta al hombre en esa corriente de amor creativo, liberándole de la preocupación por el propio valer y la propia justificación (como suele ocurrir, por lo demás, en toda auténtica experiencia amorosa. Pero con la diferencia de que ahora el hombre no es amado por Dios porque valga y obre bien, sino que vale y obra porque es amado por Dios).
 
Es muy importante dejar claro que la vuelta solidaria hacia la historia sólo será plenamente cristiana cuando libera al hombre de esa sobreexigencia, tan típica de todo ser humano, de actuar siempre «ante sí mismo» o ante el propio superego, para probarse a sí mismo a ver si «da la talla», y en definitiva quedarse justificado. Esto suele formularse también diciendo que es el reinado «de Dios», y no el del propio proyecto, lo que el hombre busca en su vuelta a la historia.
Por último: si el compromiso con la historia no tiene garantizado un éxito intrahistórico, sino que está avisado de que puede acabar en la cruz, porque la historia está en manos de libertades empecatadas, se comprende por qué las fuentes cristianas —por así decir— comienzan con la buena noticia («evangelio») y acaban con el Apocalipsis. La apocalíptica sería un intento de leer creyentemente la historia en los momentos de persecución y de fracaso, e intenta decir, en definitiva, que la historia está a pesar de todo en manos de Dios.
 
Más o menos, pues, esto es el cristianismo: el amor al hermano que deja de ser un mandamiento moral para convertirse en experiencia teologal y, por eso, con dimensiones universales y como realizador de todos los mandamientos morales.
 
 

       2. La praxis teofánica de Jesús

 
Hemos de limitarnos aquí a enumerar, simplemente, algunos campos de la praxis de Jesús que nos permitan entender un poco mejor todo lo precedente. Como mínimo, hay que citar los cuatro siguientes.
 
a/ El anuncio del reino. Ya lo hemos apuntado. Un «logion» del evangelista Mateo resume perfectamente el tenor de la predicación de Jesús al respecto: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). En esta frase, el posesivo «su» se refiere tanto a la justicia de Dios como a la del Reino. Ambas son la misma.
b/ La conducta de Jesús ante el Templo. Si los hombres quieren llamar «templo» a todo espacio acotado para una santificación, donde Dios mora y recibe lo que se le debe, Jesús interviene polémicamente aquí para decirnos que la morada de Dios es la comunidad de hermanos, «no obra de manos humanas» (Mc 14,58) y el culto debido a Dios es la justicia.
c/ La opción de Jesús por los pobres y marginados, junto con su conducta polémica y provocadora para con los ricos. Y en ambos casos hay que atender, además, a la fundamentación teológica que Jesús aduce para este comportamiento conflictivo.
d/ La actitud «exorcista» de Jesús, junto con la interpretación que el propio Jesús parece hacer de su victoria sobre los demonios.
 
Estos creo que son los campos más importantes de la actividad de Jesús que nos permiten ahora una reflexión conjunta. Hay dos aspectos que llaman la atención en toda esta praxis de Jesús: el primero es la estrecha vinculación entre el tema de la justicia (puntos a y b) y el tema de los pobres y marginados (cd). El segundo es el carácter teofánico que el propio Jesús parece atribuir a esta praxis suya y que le acarreará la acusación de blasfemia.
 
 
 
        2.1. Vinculación entre pobres y justicia
 
El primero de esos dos puntos se comprende perfectamente desde el contexto veterotestamentario en que Jesús se inserta, aunque lo trascienda. Pues, para la Biblia, «pobre» no es sólo el que no tiene, sino, sobre todo, el que es víctima del hecho de que otros tengan: el mal tratado y que no tiene defensa. Y precisamente al revelarse como el defensor de esta clase de hombres, como el que les «hace justicia», es cuando Dios se manifiesta como Misericordia. Cuando Dios «se pone en pie para juzgar», esto significa que va a «salvar a los humildes de la tierra» (Sal 75,10).
En la Biblia, el tema de la justicia se vincula principalmente a tres palabras. Dos de ellas son ya muy conocidas y estamos acostumbrados a oírlas citar juntas: se trata de la Sedaqah (justicia en sentido más genérico) y el Mishpat (o derecho, en cuanto positivización de la justicia). Pero, además de estos dos vocablos, es muy frecuente en la Biblia la palabra Din (que suele traducirse como vindicación) y que significa la justicia ejercida ante aquel que es no sólo pobre, sino empobrecido o maltratado por otros, es decir, indefenso.
 
Uno de los ejemplos más claros de este significado de la palabra Din lo tenemos en Isaías 10,2, gracias al clásico paralelismo hebreo: «¡Ay de los que dan leyes para impedir la defensa (din) del débil y niegan el derecho (mishpat) a los pobres de mi pueblo!”. La justicia (din) es la defensa del pobre indefenso. Y otra prueba clara de que din se refiere no sólo al pobre en general, sino al oprimido, es que muchas veces es traducido por venganza. Por eso es el verbo que suele tener como complemento esa terna bíblica tan clásica: «el huérfano, la viuda y el extranjero». Huérfano y viuda son, en aquella formación social, los absolutamente indefensos ante los malos tratos. Y en esta situación vital escribirá Jeremías (5,28): “No vindicaron (din) a la viuda, ni defendieron (din) al huérfano, ni hicieron justicia (mishpat) al pobre».
 
Este breve comentario nos sirve para establecer una doble conclusión sobre el contexto cultural de Jesús. Nos resulta cercano el binomio mishpat/sedaqah (justicia y derecho). Pero en el pensamiento bíblico no existe sólo este binomio, sino también este otro: mishpat/din (justicia y vindicación del oprimido): “El Señor da su derecho al desvalido y su justicia a los pobres” (Sal 139,13).
Tan importante es, en segundo lugar, el din que el texto tantas veces citado de Jeremías 22,16 (conocer a Yahvé es practicar la justicia) suena en realidad así: conocer a Yahvé es defender la indefensión (din) del humillado y del pobre; es vindicar al oprimido.
Ahí está la razón de por qué en la praxis de Jesús (que además es teofánica) el tema de la justicia del reino va tan unido a su conducta concreta y provocativa para con los pobres y marginados. No se trata sólo del genérico «dar a cada uno lo suyo», sino, aún más, de dar lo suyo a aquel a quien se le ha arrebatado. O dicho de otra forma: la célebre «justicia de Dios» que su reino aporta no es la sola justicia, sino —por así decir— «la abogacía de Dios».
 
 
        2.2. Carácter teofánico de la praxis de Jesús
 
Además de tener ese contexto, la praxis de Jesús era teofánica; y este punto es tan claro como importante. Para Jesús, su propia praxis y el seguimiento de él ponen en juego el que adoremos al verdadero Dios o a los ídolos. También aquí se sitúa Jesús en la línea de los profetas de Israel y en la línea de la polémica Baal/Yahvé, que era una polémica entre un dios de los poderosos y un dios de los oprimidos y que se prolonga en el Magníficat. El lugar privilegiado de experiencia del Abba es allí donde el que se ve impedido de ser hombre, llega a ser hombre. Este es el Dios que se revela en la vida de Jesús.
Y bien: es esta conducta, junto con la pretensión de que Dios se manifiesta en ella, lo que atrae sobre Jesús la acusación de blasfemia. Esta praxis es lo que suena a blasfemo, mucho más que cualquier declaración teórica sobre su filiación divina (que los acusadores no habían obtenido cuando se sientan a juzgar a Jesús).
La acusación de blasfemia es histórica e importantísima. Es el reverso y la consecuencia del carácter teofánico que da Jesús a su propia praxis. Y esta praxis teofánica incluye, como su elemento más saliente y uno de los más escandalosos, la vindicación de los injustamente tratados y el ataque a un templo y un establecimiento religiosos que marginan esta vindicación.
 
Pero, el escándalo más radical y la clave tanto de la fe cristiana como de la reflexión cristológica residen en conocer al Crucificado como Hijo de Dios (Mt 15,39).
Y he aquí la curiosa situación en que nos encontramos en el primer mundo frente a ese escándalo: el inevitable polvo de los años, junto con la resistencia pecadora del hombre, que —como Pedro antaño— «no piensa de Dios como hay que pensar» (Mc 8,33), y junto con el innegable y doloroso pecado de la Iglesia institucional, van haciendo cada vez más inviable ese escándalo. Y lo van haciendo inviable a base de bajar silenciosamente de la cruz al Crucificado.
En el primer mundo, Jesucristo lo es casi todo, menos el Crucificado. Puede ser el «Rey» —que hasta tiene guerrilleros y todo—; «el Hombre» —que quizá condensa la proyección de todas nuestras humanidades frustradas—; el argumento de una libertad que aún no está claro que no sea la libertad para producir paro, miseria y «tercer mundo»; o puede ser, en fin, el «Dios a disposición propia» —un poco en plan del «make it yourself» de las revistas americanas—. La cruz, por otra parte, pasa a ser un amuleto o un objeto decorativo, y todos contentos.
 
En el mundo desarrollado, Jesús puede ser todas esas y otras muchas cosas más. Pero lo ocurrido es que Jesús parece que puede serlo todo, menos precisamente El Crucificado. Como si su cruz perteneciese al pasado como un episodio definitivamente cancelado. Y como si su Resurrección, en vez de iluminar su cruz, sirviera más bien para eliminarla.
Y sin embargo, el Crucificado continúa hoy bien presente entre nosotros, en el rostro de todos los crucificados de la tierra (Mt 25,31ss), de todos aquellos ante los cuales «se vuelve el rostro» como ante el Siervo de Yahvé (Is 53,34).
La cruz de Jesús, por otro lado, es la cruz de quien ha vivido de una determinada manera y ha sido condenado de una determinada manera. No otra.
 
 

  1. La justicia que brota de la fe

 
Para un planteamiento serio del hecho cristiano, el tema de la justicia es hoy absolutamente prioritario como prueba crucial en la que se revela y se decide algo que es decisivo para el cristianismo.
Tratamos de mostrarlo, revisando dos aspectos en los que la promoción de la justicia interpreta a la opción de fe: el sentido mismo de la fe y la misión actual de la Iglesia. Añadiremos, por último, una aplicación conclusiva de todo ello a la espiritualidad.
 
 
        3.1. Sentido de la fe
 
Una opción creyente que merezca el nombre de cristiana en un mundo tan pluralista en sus cosmovisiones religiosas, debe atender con preocupación al «lugar» cristiano de la experiencia de Dios. Y, aunque muy resumidamente, cabe decir que ese locus teofánico no es ni la experiencia metafísica del ser (que marca la tradición occidental), ni la experiencia nacionalista (que marca a las religiones judía e islámica), ni la experiencia interior, intimista (de la que arrancan las religiones orientales).
Es cierto que la tradición cristiana ha podido hablar de Dios como «el Ser Subsistente», como el Dios «de un pueblo», o como «más íntimamente yo que yo mismo». Pero lo que el Nuevo Testamento manifiesta como «revelación» de Dios no privilegia ninguno de estos tres ámbitos, sino más bien el campo de la relación con los otros; y no sólo al otro individual, sino a los «otros» cuyo amor no aparece a primera vista como gratificante.
Para el cristiano hay ahí, no sólo un imperativo moral, sino su lugar privilegiado de la experiencia de Dios: el Dios de la Biblia aparece necesariamente mediado por una exigencia de amor incondicionado que se expresa en categorías como el reino (Jesús mismo), el ágape (Juan) o la justicia (Jeremías).
 
La fe cristiana incluye un compromiso a la vez de seguimiento del Jesús terreno —el Crucificado— y de fe en el Cristo resucitado. Esta bipolaridad cristológica de seguimiento y fe, de opción por el Cristo confesado como Hijo de Dios en el Jesús concreto de Nazaret, tiene —pese a todos los saltos y rupturas que la pascua impone— un esquema que permanece intocado en ambos polos: por un lado, el Jesús de la historia fue un hombre cercano a los pobres para anunciarles el reino de Dios y su justicia (Mt 6,33); y todo esto desde una particularísima experiencia de la paternidad de Dios (Abba).
Por el otro lado, el Cristo que la fe confiesa es el Cristo «hecho pobre» (2Cor 8,9), empobrecido o anonadado (Flp 2,7), empecatado «para que nosotros nos hagamos justicia de Dios con él» (2Cor 5,21); y sólo desde aquí lo confiesa la fe como el hijo enviado (Gál 4,4).
 
Igualmente hay que resaltar —como bien han señalado otros— que el lugar hermenéutico para comprender la resurrección de Jesús, no es simplemente la muerte y la pregunta por un más allá, sino la experiencia de la opresión y la pregunta por la justicia.
Por eso se puede decir con absoluta verdad que el tema de la promoción y la práctica de la justicia es exigencia absoluta que brota de la fe, o mejor, brota del «servicio de la fe». Por ello, igualmente, se puede decir con absoluta verdad que sin opción por la justicia no hay conversión a Dios (J. Sobrino) o, al menos, que dicha opción actúa como un test negativo de toda conversión.
 
 
        3.2. La misión actual de la Iglesia
 
La Iglesia, que en el Vaticano II se autodefinió como «sacramento de salvación», sabe que esa definición quedará reducida a puro verbalismo sin significado, a menos que su sacramentum (su elemento visible y significativo) implique la lucha histórica por la reconciliación y la justicia entre los hombres.
No hay en este punto ninguna novedad teológica, ni se puede argüir en absoluto que el moderno interés por el tema de la justicia obedece al «espíritu de los tiempos» más que al de los evangelios (aunque sí convendrá insistir en que una Iglesia servidora de la justicia y la fraternidad debería estar estructurada mucho más de acuerdo con un modelo neotestamentario de «comunión» que con el modelo clásico de «sociedad»).
En cambio sí que se da en nuestro tema una asombrosa novedad cultural, la cual no reside en la importancia teológica de la acción de la justicia, sino en las posibilidades históricas que la nueva conciencia de los hombres le abre a la acción por la justicia. El Documento de Puebla lo ha expresado de forma muy clara: “El avance económico significativo que ha experimentado el continente demuestra que sería posible desarraigar la extrema pobreza y mejorar la calidad de vida de nuestro pueblo. Y, si es posible, es entonces una obligación” (n. 21).
 
La transmisión de la fe debe tener muy claro que esta posibilidad y la conciencia de ella constituyen la novedad que interpela hoy a la misión de la Iglesia. Pero que la teología que asume y afronta hoy el reto de esa posibilidad nueva es tan antigua como la Iglesia misma.
«Poseer hombres es comprar la imagen de Dios», decía Gregorio de Nisa a propósito de la esclavitud. Y la tradición espiritual cristiana ha tratado el tema de la pobreza no como una simple cuestión ascético-estoica de «desprendimiento» sino como una «identificación con Cristo pobre». Ese Cristo pobre, después de la resurrección de Jesús, no es otro que el que se identifica con todos los condenados de la tierra (Mt 25,31ss).
Para los primeros padres de la Iglesia, la limosna no era una obra caritativa de supererogación, sino un acto de estricta justicia; y esta afirmación deriva de otra que los santos padres repiten con frecuencia en sus sermones: lo que dais al pobre «no es de lo vuestro, sino de lo suyo».
 
Por lo demás, en un mundo que está caracterizado no sólo por la pluralidad de cosmovisiones aludida, sino también por las pavorosas diferencias sociales y la clamorosa situación de necesidad de grandes masas de hombres (la cual engendra necesariamente desesperación y violencia), el cristianismo falsifica de raíz su «visibilidad» y su forma de presencia en el mundo, si su acción apunta exclusiva o primariamente a ganar sus pequeños espacios o a defender sus concretas batallas particulares (enseñanza de la religión, reconocimiento social…), en lugar de convertirse en un servicio total a la reconciliación y a la igualdad fraterna entre los hombres, única señal creíble de la paternidad de Dios.
 
Como conclusión: si son válidas estas breves consideraciones sobre el carácter sacramental de la Iglesia, se comprende fácilmente que la mediación de la lucha por la justicia resulte absolutamente imprescindible para que la Iglesia anuncie al Dios verdadero y no a otro (frente a la pluralidad de las imágenes idólatras de Dios que coinciden todas ellas en consagrar y legitimar la permanencia de estructuras injustas), y para que confiese a Jesucristo como Hijo del Dios vivo (Mt 16,16) y no a dioses muertos.
Pero, a la vez, todo esto exigirá a la Iglesia lo que la 32 Congregación General de la Compañía de Jesús definió como renuncia a «ciertas estructuras de evangelización que se perciben como ligadas a un orden social repudiado» (n. 26). De lo contrario, la misma acción pastoral de la Iglesia quedaría esterilizada a la larga por una contradicción de base.
 
Es sabido que este tipo de contradicciones actúa siempre a largo plazo y, por tanto, cuando se presentan sus efectos, no cabe buscar las causas en los factores contemporáneamente más inmediatos. Por eso, toda la acción pastoral de la Iglesia ha de afrontar con honradez la pregunta de si la moderna apostasía de las masas, la descristianización de países tradicionalmente cristianos, el notable descenso de las vocaciones… que han caracterizado los últimos años de la Iglesia, son síntomas que obedecen únicamente al reciente esfuerzo de conversión de la Iglesia a la lucha por la justicia, o son más bien la cosecha tardía de una anterior tibieza y de un retraso en esa conversión que la historia estaba reclamando de la Iglesia desde hace ya más de un siglo.
 
 
 
        3.3. Justicia y espiritualidad cristiana
 
Hay que subrayar, antes de nada, que lo específicamente cristiano nunca significa exclusivamente cristiano. Quien confiesa a Jesús de Nazaret como «Cristo» e «Hijo de hombre» está afirmando que lo específicamente cristiano es sólo aquello de más profunda calidad humana y nunca un espacio ajeno a lo humano.
Esto significa que lo específicamente cristiano nunca será algo que no puede encontrarse en otros hombres (pues semejante modo de concebir implicaría una negación de la universalidad de Cristo), sino simplemente algo que se debe exigir decididamente a aquellos que se llaman cristianos.
Hecha esta aclaración, ciframos a continuación algunas de las tonalidades de lo específicamente cristiano en la justicia.
 
El tema de la justicia no puede ser abordado por el cristiano —ni debe tampoco ser predicado— como si se tratase simplemente de una obligación de orden moral. Más bien debe ser reconocido y descubierto por el cristiano como una fuente de experiencia religiosa o de lo que en el lenguaje teológico suele llamarse «experiencia de gracia».
Es importante subrayar que, en los evangelios, aparece este tema —y por dos veces— vinculado a los «himnos de júbilo» tanto de Jesús (Lc 10,21) como de María en el Magníficat (Lc 1,46ss). Por consiguiente, el cristiano se distingue aquí tanto del judío que es esclavo de la ley, como del pagano que se desentiende de ella (cf. Rm 1-2).
 
En la medida en que la opción por la justicia bebe su importancia de la centralidad teológica del amor en el cristianismo, se hace necesario recordar que el amor cristiano (o mejor: todo amor auténticamente humano), no es amor a una simple abstracción, sino que «toca» realmente a las personas. Existe una forma de optar por la justicia que, de tan absoluta como pretende ser, caería en la crítica mordaz dirigida a algunos celibatos eclesiásticos: «Se imaginan que aman a Dios porque no aman a nadie».
Hay un último capítulo que resulta muy difícil no sólo de formular con precisión sino, sobre todo, de traducir a la práctica en la complejidad de la lucha cotidiana. Para facilitar un primer acercamiento a él, cabría formularlo así: la práctica cristiana de la justicia ha de acercarse más al perdón que a la venganza.
El complicado inconsciente del hombre tiende muchas veces a confundir el hambre de justicia con la sed de venganza, y ello convierte en injustas a muchas luchas por la justicia que, en sus comienzos, fueron al menos justificadas. Pero, más allá incluso de los peligros de degradación tantas veces confirmados por la historia, lo que hace que este último punto sea irrenunciablemente cristiano, es el carácter que hemos dicho que tenía la praxis de justicia como manifestación del ser de Dios. Ahora bien: el Dios cristiano es justo, no destruyendo al hombre pecador, sino transformándolo, haciéndole justo o justificándole.
 
De esto deriva una serie de consecuencias fundamentales para toda praxis cristiana: en primer lugar, el amor a los enemigos, que halla aquí su última raíz teológica, y que debe hacerse presente también en la lucha por la justicia.
En segundo lugar, la palabra cristiana sobre el difícil problema de la violencia; palabra que no se sitúa al nivel de la casuística moral o de la negativa radical, sino a otro nivel mucho más hondo: que allá donde la violencia sea quizá inevitable, pueda ser ejercida con ánimo perdonador más que con ánimo vengativo.
En tercer lugar, esa meta que se señala con razón típicamente cristiana: que la acción del hombre sobre la historia no ha de apuntar sólo al cambio de las estructuras sino, principalmente y a través de éste, también al cambio de las personas.
 
Finalmente, una referencia rápida a la espiritualidad.
El Dios cristiano es un Dios de la historia. Y es curioso que, mientras en la teología sistemática se acepta ya el carácter teofánico de la historia como un rasgo específicamente judeo-cristiano, sin embargo esto no se ha traducido en una elaboración de las relaciones entre historia, justicia y espiritualidad. Ésta última parece relegada a lo a-histórico, intimista, en una palabra «espiritualista». Y la historia es vista como una mera mentira de la que conviene huir, o como una entidad autónoma, no sólo en sus funcionamientos sino en su relación con todo lo referente a Dios. Ello da lugar —paro-diando a Lutero— a una especie de «espiritualidad de los dos reinos».
Frente a esto, una espiritualidad de la historia no tiene por qué ser una espiritualidad milenarista, del triunfo cercano y fácil. Basta que sea una espiritualidad «de ojos abiertos». Y —por supuesto— abiertos no sólo frente a nuestra injusta realidad externa, sino abiertos frente al propio corazón y sus engaños, que tantas veces nos hacen falsear, modificar o reconstruir los datos que recibimos, instalándonos en una especie de «realidad virtual». Hace ya años, en un famoso artículo sobre la espiritualidad, Jon Sobrino hablaba de «honradez con lo real», como punto de partida de toda verdadera espiritualidad. n
 

José Ignacio González Faus

estudios@misionjoven.org
 NOTA DE LA REDACCIÓN: Hemos pedido al autor, muy específicamente, una reflexión concreta sobre el tema tal como ya lo había abordado en La justicia que brota de la fe, Sal Terrae, Santander 1982 (obra en colaboración); Fe en Dios y construcción de la historia, Trotta, Madrid 1998 y Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993 (obra en colaboración). A todas ellas remitimos tanto para situar, con las oportunas referencias que allí se indican, como entender mejor la síntesis concentrada que presenta este artículo.
 Otras palabras en la misma dirección, que quizá han quedado cuidadosamente olvidadas: “El hombre puede hoy día hacer un mundo más justo, pero no lo quiere de verdad. Su nuevo señorío sobre el mundo y sobre él mismo sirve frecuentemente más, de hecho, para la explotación de los individuos y las colectividades y los pueblos que para un reparto equitativo de los recursos del planeta, desencadena más rupturas y divisiones que comunión y comunicación; más opresión y dominación que respeto de los derechos individuales y colectivos en una real fraternidad. Las desigualdades e injusticias no pueden ya ser percibidas como resultado de cierta fatalidad ; se las reconoce más bien como obra del hombre y de su egoísmo” (CONGREGACIÓN GENERAL 32 DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS, decreto 4, n. 27).