Retrato de un joven cristiano

1 mayo 1999

Pie de autor:
Riccardo Tonelli es profesor en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma y Director de la revista «Note di Pastorale Giovanile».
 
Síntesis del artículo:
La Encarnación de Jesús nos impulsa y permite recrear la fe según las diferentes culturas y épocas. A la hora de realizar un retrato del joven cristiano, sin embargo, comprobamos que en muchas ocasiones hemos querido afirmar con igual firmeza tanto el «acontecimiento» como sus «expresiones históricas». La fidelidad al acontecimiento supone la libertad y creatividad de sus realizaciones a lo largo de la historia. En el caso de los jóvenes cristianos, el autor sitúa su retrato en el marco de la identidad y con el horizonte de la vida cual don de Dios. De ahí los rasgos más señalados de dicho retrato: aceptación del regalo y compromiso a favor de la vida, identidad sostenida por la confianza y vocación de servidores.
 
 
 
Pensar o imaginar un «retrato del joven cristiano» significa verificar si podemos edificar –y hasta qué punto– sobre Jesús de Nazaret nuestra existencia y nuestros deseos de felicidad. Sin embargo, para hacer esto no podemos proceder sólo con bonitas palabras o con depuradas teorías. Para dar razones de vida y consolidar la esperanza, el único camino practicable es el que nos lleva a entrelazar lo que «nuestras manos han tocado y nuestros ojos han contemplado» con los fragmentos de nuestra historia y la de nuestros interlocutores.
Con muchos jóvenes y educadores, he vivido en estos años la fascinante aventura de encontrar un modelo de vida cristiana que sea verdaderamente una buena noticia. Narro unas páginas de esta historia con la esperanza de que también pueda continuarse, feliz y contagiosa, en otros amigos.
 
 

  1. ¿Un cristiano para todas las épocas?

 
Como título de este apartado he formulado una pregunta. En nuestra historia la hemos transformado enseguida en una afirmación: no podemos imaginar una vida cristiana, llena del Espíritu de Jesús, que pueda servir para todas las épocas y estaciones.
La razón es clara. En el centro de la experiencia creyente está el acontecimiento de la Encarnación. Dios, misterio santo e inaccesible, se ha hecho rostro y ha llegado a ser palabra en la gracia de la humanidad de Jesús. Por esto, para hablarnos de sí mismo y de nuestra esperanza, ha hablado con lenguaje humano. Se ha hecho cercano, acogedor, en la aventura terrena de Jesús de Nazaret (cf. DV 13). La historia de Jesús es precisa y concreta, situada en un tiempo y dentro de una cultura. Esta «forma», pobre y limitada, es el lugar de la cercanía de Dios en nuestra vida.
 
Con frecuencia, no tenemos el coraje de tomar esta realidad de una manera seria y consciente. Quizás nos parece demasiado exigente y comprometida. Hemos sostenido con la misma fuerza decisiva el acontecimiento y las expresiones con las que se hace presente. De ese modo, hemos desencadenado una doble y peligrosa tentación: la de sacralizar todo, como si todo, en la aventura histórica de Dios, fuera acontecimiento; o por el contrario, nos hemos dejado aprisionar en la perspectiva opuesta, que nos lleva a rechazar todo, en nombre de los tiempos nuevos y del torbellino de la historia.
 
Una reinterpretación y comprensión más profunda de la Encarnación nos lleva hacia lo concreto: existimos y vivimos en el Espíritu, afirmamos para nosotros mismos y para los demás la fidelidad a este regalo que nos hace existir, cuando conseguimos expresar el acontecimiento que permanece y que nos constituye, con las palabras frágiles y siempre  nuevas de la cultura o culturas.
De este modo, la fidelidad es, al mismo tiempo, algo que echa raíces y algo nuevo que se proyecta hacia el futuro. Por el contrario, la simple repetición es siempre una infidelidad.
 
He recordado todo esto con rápidos trazos, porque estoy convencido de que imaginar un «retrato de joven cristiano» exige, por una parte, el coraje de confrontarse con la experiencia de quienes han vivido antes que nosotros, en fidelidad al Espíritu de Jesús, y, por otra, la atención al hoy para inventar el camino hacia el futuro.
De este modo conseguimos dar cabida a la diversidad y a la concreción, a esa fantasía del Espíritu que sopla donde quiere y no puede ser atrapado en ninguna dirección.
 
 

  1. El problema de fondo de la existencia cristiana

 
La historia que voy a contar comenzó con una de esas preguntas que permanecen, abrasadoras e inquietantes, aunque consideremos haber encontrado finalmente la respuesta justa: «Dios, ¿quién eres tú? ¿Y quién soy yo?». Son quizás preguntas comprometedoras porque hay siempre debajo una fórmula que sirve casi de firma en blanco: «Dios, ¿quién eres tú para mí? Y yo, ¿quién soy para ti?».
 
 
2.1          Las respuestas tradicionales
 
Los modelos tradicionales de espiritualidad han sugerido una serie de indicaciones, seguras y precisas, para definir la elección de fondo de la vida cristiana.
Los santos, en su vida esforzada, han propuesto respuestas firmes y concretas; lo que nos ha dejado perplejos y nos ha hecho aún más conscientes. Si los tomábamos en serio, teníamos la impresión de encontrarnos con que nuestra existencia aparecía rota por dentro, marcada por una división feroz, precisamente en aquel espacio donde sentíamos más necesaria la exigencia de reconciliación.
 
En el modelo de espiritualidad de los santos, de hecho, la historia, la vida, el mundo, quedan colocados en un espacio que, dicho con una expresión que es ya un juicio de valor, es llamado «lo profano». Se considera profano todo lo que es “extraño o contrario a cuanto se relaciona  con el ámbito de la religión”, según cierta definición del diccionario. Lo profano se refiere, según un modo de hablar, a algo lejano de la salvación de Dios.
Las cosas no eran precisamente así en el proyecto original de Dios. Pero el orgullo presuntuoso del hombre lo estropeó todo.
Dios no se resignó a constatar la destrucción de su obra de arte. Decidió darnos un extraordinario remedio. El hombre es llamado a la salvación: Jesucristo es el signo concreto de la renovación radical que Dios quiere llevar a cabo.
 
Desgraciadamente, la historia, personal y colectiva, se halla todavía lejana de esta renovación radical. Existen dos realidades que se limitan y se excluyen mutuamente. Por una parte, está el mundo de la salvación; y por otra, el del pecado. El mundo del pecado es nuestro mundo cotidiano. El mundo de la salvación es el que Dios realiza a través de intervenciones progresivas.
El hombre debe escoger, decidiendo claramente de qué parte quiere estar. El «buen» cristiano hace una elección valiente. Abandona el mundo profano, que lo distrae en su vida espiritual y lo mantiene alejado de la salvación, y se introduce decididamente en el espacio de lo sagrado.
 
Los mejores cristianos son los que tienen el coraje de dar resueltamente este salto. Los verdaderos cristianos son, por tanto, los monjes, que hacen ese paso en forma institucional y pública: viven en un lugar diverso al de los demás hombres; tienen ritmo de vida y ocupaciones originales.
Muchos cristianos, sin embargo, no pueden permitirse una decisión tan radical. Su casa está junto a la de los demás hombres. Tienen compromisos y responsabilidades comunes; de ningún modo, les es posible huir del mundo profano.
Si no lo pueden hacer físicamente, deben, al menos, conseguir afectivamente esa separación. Por eso, escapan y vencen la influencia de lo profano en algunos momentos fuertes y a través de gestos especiales. Oración, prácticas religiosas, tiempos de recogimiento, celebraciones litúrgicas, funcionan como momentos de recuperación, frente al resto de los perdidos por profanos.
Los «intervalos» felices se alargan, hasta buscar que progresivamente se reproduzcan el mayor tiempo posible en el ritmo de la existencia cotidiana.
 
 
2.2          Alguna cosa que no podemos perder de ningún modo
 
Podemos no compartir el tipo de respuesta ofrecido por estos grandes cristianos. Sin embargo, no podemos dejar de admirar la pasión con la que la han expresado y el esfuerzo valiente con que la han transformado en vida cotidiana.
No han huido de lo cotidiano por un gusto sádico y triste. Tampoco lo han hecho por miedo a mancharse las manos. Su misma vida manifiesta lo contrario.
 
Han reaccionado así para gritar con fuerza que sólo Dios es el Señor, y que no podemos permitirnos el lujo de doblar nuestras rodillas ante los ídolos.
Para ellos, afirmar el señorío absoluto de Dios suponía inmediatamente un gran respeto por el hombre. Sabían –y lo manifestaban con fuerza– que nuestro Dios no es el señorón presuntuoso, que quiere que todos estén tendidos a sus pies y atentos a cualquier gesto suyo. Al contrario, quien lo adora es elevado o se le restituye la plenitud de vida, de libertad, de felicidad.
 
En la existencia de estos grandes cristianos vibraba la misma pasión que inquieta nuestra vida: poseer la vida en plenitud. Se tomaban tan en serio el testimonio inquietante de Jesús, como para mostrar que sólo perdiendo la propia vida, renunciando físicamente a ella, la podemos poseer totalmente.
Hoy es demasiado fácil volver rápidamente al revés esa lógica. Queremos hacer del hombre el único señor, plegando hasta el misterio de Dios a su voluntad.
 
Hemos aprendido a jugar con la naturaleza, como si fuera sólo un juguete en nuestras manos. La hemos desmontado y reconstruido como el niño curioso hace con sus juguetes, para divertirse más; y de cuando en cuando nos explota en las manos. No conseguimos controlar la potencia energética producida. No sabemos ni siquiera adónde echar las basuras que nos quedan después de nuestros experimentos. Hacemos cálculos de lo que podemos todavía consumir y nos consolamos si podemos afirmar que nuestra generación está segura de tener energía suficiente. Hemos dividido violentamente a los hombres en ricos y pobres, abriendo un foso que se ahonda cada vez más; y nosotros, los ricos, tranquilizamos nuestra conciencia, entregando algunas veces las migajas de lo que nos sobra.
 
El hombre sabiondo y presuntuoso se ha colocado en el centro del universo. Cuando busca a Dios, lo hace con la cabeza levantada, alzándose sobre el trono de su arrogancia.
Los cristianos no tenemos ciertamente las manos limpias en este asunto. No podemos gritar molestos contra este modo de actuar, como si nosotros no tuviéramos nada que ver con ello.
Demasiadas veces hemos reducido a Dios al rango de un rival celoso de las ganas de vivir del hombre. Hasta lo hemos invocado alguna vez para justificar violencias e injusticias. Hemos hablado del misterio de Dios y del hombre, como quien lo sabe todo y es capaz de explicarlo todo. Hemos levantado la sospecha de tener la llave de los secretos: bastaba escuchar lo que nosotros decíamos para poseer toda la verdad.
 
Con esa actitud, hemos empujado a hombres sabios y reflexivos a combatir con este nuestro Dios, injusto y vengativo, que está siempre de parte de los poderosos y que revela sus secretos sólo a algún privilegiado. Con su grito de rebelión, han intentado librar al hombre de Dios para que volviera a ser dueño de sí mismo y de sus responsabilidades.
 
 
2.3 Un camino alternativo
 
Frente a estas constataciones, nos hemos sentido inquietados. Hemos advertido la urgencia dramática de imaginar y pensar otros modelos de vida cristiana.
Sé muy bien que semejante pretensión supone no poca presunción. Sin embargo, nos ha parecido que dicha afirmación se refiere al mundo de los prejuicios. Un buen proyecto de pastoral juvenil necesita claridad también acerca del horizonte y resultados últimos, para no actuar a la sombra de las improvisaciones. A quien nos preguntaba: «¿Qué va a pasar en mi vida si me comprometo a vivir en el Espíritu de Jesús?», no podíamos, de ningún modo, responderle: «¡Bah!, apáñate como puedas y compruébalo por ti mismo». No podíamos relanzar los modelos tradicionales, pero nos quedábamos sin saber qué decir cuando tratábamos de presentar alguna propuesta diversa.
Así que nos pusimos a estudiar, a pensar y a rezar. Poco a poco, fragmentos de experiencias y sueños valientes nos han ayudado a trazar un retrato ideal de joven cristiano para el momento cultural actual.
 
 

  1. La cuestión de la identidad

 
En el corazón de la existencia cristiana hay que colocar precisamente el proceso que la cultura actual parece amenazar más violentamente: la reinterpretación o nueva comprensión y la construcción de la identidad personal.
Como sabemos, la estructuración de la identidad representa un punto central en la maduración de una persona. Caracteriza su futuro como hombre libre y responsable, dentro de los procesos de socialización y de educación. A través de la propia identidad, la persona se «distingue» de lo que es diverso de ella, y «se considera» un ser irrepetible en las relaciones que establece.
 
El eje de la identidad son los valores que la persona hace propios. Organizados en un sistema coherente de significado, determinan el sentido de su vida y la referencia a través de la cual los estímulos que empujan a la acción, internos y externos, son tomados, seleccionados y elaborados.
         Es difícil y poco practicable imaginar un control selectivo sobre los valores alrededor de los cuales construir y dar estabilidad a la propia identidad. El contexto de complejidad obstaculiza precisamente esta posibilidad.
La intervención formativa posible es otra. Hay que colocarla no sobre el plano «externo», el que lanza las propuestas, sino sobre el de su adquisición.
La persona está formada cuando ha llegado a construir un «filtro» a través del cual verificar y valorar lo que acoge y lo que rechaza. De ese modo, no busca mundos protegidos y ni siquiera «teme» el pluralismo de las propuestas. Antes bien, las sabe acoger o rechazar a partir de algo que reconoce como determinante en la propia estructura de su personalidad.
 
De esa manera, la identidad misma crece y se consolida, como fruto del intercambio entre la historia personal y las aportaciones recibidas del exterior, que escriben esa misma historia.
Los valores en torno a los cuales se unifica y estabiliza la personalidad «formada» no son elementos que se yuxtaponen unos a otros, provocando esa peligrosa desintegración de la personalidad que descubre claramente la ausencia de formación o la fragilidad de su realización. Al contrario, todo esto representa el punto de referencia normativo de las valoraciones y de las actuaciones cotidianas. Ese filtro unificador crece y se estabiliza con el ritmo y el estilo de la vida: se consolida entre incertidumbres y nuevos comienzos, orientándose hacia una meta que está más allá de los mismos pasos más adelantados.
 
 

  1. Valores para una identidad cristiana

 
Quizás, algún lector comienza ya a sentir cierta dificultad con lo dicho hasta ahora. Es fácil imaginarlo, porque también nosotros hemos sentido dificultades semejantes en la historia que estoy contando.
He comenzado buscando una figura de joven cristiano, comprometido en vivir hoy las dimensiones de la existencia que han construido los grandes creyentes en el camino de la historia…, y he terminado hablando de una cuestión tan normal y corriente como parece ser la identidad personal.
Pero tengo una respuesta en la que creo profundamente. Vivir hoy la experiencia del Espíritu significa vivir la vida de todos, compartiendo verdaderamente angustias y esperanzas con todos, con un estilo y un radicalismo que llegue a mostrar con hechos la novedad de vida en la que, por puro don, hemos sido constituidos.
 
Este desafío no se refiere sólo a los momentos formales de la vida cristiana. Puede también ser vivido de igual modo, aunque los fundamentos de la esperanza y las razones de la propia existencia caminen en direcciones que tengan verdaderamente poco sabor evangélico. La provocación está en la vida, en su ritmo ordinario y en la trama de experiencias en las que viene escrita concretamente: allí se mide y se verifica la disponibilidad al Espíritu y la capacidad de vivir en la confesión gozosa de que sólo Jesús es el Señor.
Por eso, en nuestra historia hemos elegido el núcleo de la identidad para elaborar un retrato de joven cristiano. Las notas que siguen sugieren algunas orientaciones existenciales sobre las que nos hemos sentido movidos a construirla: o sea, aquellos valores unificadores que señalan quiénes somos, cómo nos situamos en la historia de todos y, en último término, quién es para nosotros el Dios de Jesús.
 
 
4.1. Al servicio de la vida de todos
 
La definición de la identidad funciona como indicativo, para mí y para los demás, de quién soy yo, sobre qué valores apoyo mi existencia, cómo me distingo y diferencio de los demás.
La cultura en la que vivimos lo hace en la dimensión más externa y formal posible: las cosas que poseo, los títulos de los que puedo estar satisfecho, las cualidades más llamativas que dicen quién soy. Los discípulos del que se ha autodefinido como comprometido para que todos tengan vida en abundancia, no comparten de ninguna manera ese modo de actuar. Lo rechazan y lo contestan con la fuerza de su fe.
Nos identificamos a través de la pasión con la que hacemos nuestra la causa que ha llenado toda la existencia de Jesús y que lo ha arrastrado hasta la cruz.
 
Somos –esto es, existimos y podemos ser reconocidos– en la medida en que, en el nombre y con la fuerza del Dios de Jesús, sabemos acoger el grito que el otro nos lanza y ponemos toda nuestra existencia al servicio de la vida de quien sufre alguna necesidad.
Construimos nuestra existencia sólo cuando aceptamos «salir» de nosotros mismos, descentrándonos hacia el otro. La existencia, según la concepción evangélica, es un éxodo hacia la alteridad, reconocida como normativa para la propia vida. Una vida descentrada en el compromiso no es, por consiguiente, el banco de prueba donde «aplicamos» lo que hemos aprendido, mereciendo así el regalo de la vida nueva. Ésta, por el contrario, es la explosión de toda nuestra vida cotidiana, porque existimos gracias al amor y estamos comprometidos a construir vida a través de gestos de amor.
 
 
4.2 Un modo original para servir la vida de todos
 
El servicio a la vida es duro y exigente: porque es grande la causa que hay que servir. A Jesús, el servicio a la vida lo llevó hasta la cruz.
Es importante no olvidarlo. No hay proporción entre muerte y vida. La muerte –aun la aceptada por amor al otro– queda siempre derrotada. Quien asesinó a Jesús, el amigo de la vida, lo hizo porque prefería su propia lógica e ideas –políticas o religiosas–. Por esto, festejó el triunfo de la muerte sobre la vida, convencido de haber derrotado definitivamente a un interlocutor demasiado incómodo.
Aparentemente todo parecía dar razón a esa visión realista. Jesús había sido alejado de su causa, eliminado. Los discípulos, temerosos y desilusionados, habían vuelto a sus antiguas costumbres. La muchedumbre, que antes lo había seguido entusiasmada, buscaba ahora un nuevo ídolo en torno al cual agruparse.
 
El proyecto de Dios era muy diverso: el Crucificado es el Resucitado, el Señor de la vida y de la historia. Todas las vicisitudes revelan el estilo de Dios para promover la vida. La vida es un don tan suyo, que explota con toda la fuerza cuando, precisamente, parece que todo se ha acabado.
La cruz no es el impuesto que hay que pagar a un patrón avaro, para recuperar el derecho a la vida. Así lo consideraban los buenos hebreos que pagaban el tributo al templo para recobrar a sus hijos varones, que Dios les había dado (cf. Lc 2,24). El gesto estaba cargado de devota religiosidad. Sin embargo, expresaba una imagen falsa de Dios (cf. Mt 21,12).
La cruz es sólo locura en relación con la vida (cf. 1Cor 1). Aquí, como signo de la potencia de Dios que sabe hacer que nazcan hijos de Abrahán hasta de las piedras, surge la vida. Surge como regalo que viene de lo alto, cuando existe la misma disponibilidad de entrar en esta extraña perspectiva. Y surge imprevista e impensable, precisamente porque es un regalo.
 
 
4.3 «Siervos» de la fiesta de la vida
 
En las raíces de toda existencia cristiana, no está el afán presuntuoso de quien se siente rodeado por gritos de terror y de muerte y se consume en el intento desesperado de hacer algo para solucionar el problema. Esta actitud conduce al frenesí de la acción y está siempre amenazada por el riesgo de terminar tristemente en el desaliento. En el fondo, resulta hasta una actitud un poco atea.
La actitud característica del cristiano es la descrita por Jesús en la invitación a reconocerse «solamente siervos»: “Cuando hayáis hecho todo lo que os han mandado, decid: Somos solamente siervos; hemos hecho lo que debíamos hacer” (Lc 17,10).
 
El siervo mantiene ordenada la casa, prepara la mesa, organiza las fiestas, se preocupa de que todo esté a punto para que la vida y la alegría puedan explotar con toda su fuerza. Ciertamente, el servir es duro y requiere esfuerzo y disponibilidad. Exige la capacidad de concentrarse en buscar el bien de los demás, estando atentos a sus necesidades y a sus exigencias.
El primer gran servidor es Jesús de Nazaret. Con el esfuerzo de la cruz ha preparado la fiesta de la vida, para que todos –y especialmente los más pobres– puedan «vivir en fiesta». Su vida estuvo totalmente al servicio de la fiesta de todos.
Quien quiere la vida se pone, como él, al servicio de la vida, consciente de que la vida es el gran regalo de Dios. En la fiesta de la vida, por consiguiente, todos son «únicamente siervos».
Con Jesús compartimos el servicio a la vida; por esto somos «amigos» suyos: amigos de Jesús y siervos de la vida.
 
 

  1. Una identidad apoyada en la confianza

 
He propuesto repensar la vida espiritual del joven cristiano a través del compromiso por reconstruir una identidad orientada sobre la gran experiencia de muerte y vida que ha vivido Jesús.
La atención a la identidad me lleva a subrayar otra preocupación. Está consolidándose en la historia que he comenzado a narrar.
El tema de la identidad nos remite enseguida a la exigencia de estabilidad. De hecho, la maduración de la persona comporta la urgencia de construir identidades estables, coherentes y seguras.
 
Recordamos la vida de tantos santos, tal como se narra habitualmente en la hagiografía. Ellos fueron personas valerosas, hechas de una sola pieza, dispuestas a todo con tal de no traicionar la orientación de su vida. De alguna de ellas se narra que, ya desde la infancia, ofrecía manifestaciones claras de esta orientación de vida. En ellos realmente la identidad era muy estable.
Hoy todo esto nos plantea problemas no pequeños en el plano del significado y de la actuación.
La situación cultural actual se caracteriza por la complejidad y el pluralismo. Esto influye notablemente en la construcción de la identidad y en su consolidación. Está surgiendo en la práctica, y con una insistente justificación también teórica, un nuevo modo de comprender y vivir la identidad. Tenemos más dudas que certezas, más signos de interrogación que de admiración. En general, no usamos palabras firmes y solemnes; preferimos expresarnos en términos relativos, inciertos y frágiles.
 
Esta identidad «débil» parece que es la apropiada para un tiempo de crisis. Alguno dice, jugando con las palabras, que ésta no es una identidad en crisis, sino la identidad necesaria para sobrevivir en una situación de crisis.
Debemos encontrar cuanto antes una alternativa. Si la construcción de la identidad es el centro de la experiencia cristiana, quien descuida este elemento crucial corre el riesgo de perder lo que quiere consolidar.
La alternativa a los «modelos fuertes» o firmes y a los débiles la ofrece la capacidad de confianza.
No hay que buscar la identidad ni en la capacidad de reaccionar frente a lo existente ni en la seguridad que proviene de principios firmes y estables sobre los que se quiere construir la propia existencia. Tampoco ha de rechazarse como alienante e imposible en una situación de complejidad y de exceso incontrolado de propuestas. Por el contrario, se encuentra en el valor de apoyarse en un fundamento, que es sobre todo esperado, que está más allá de lo que uno puede construir y experimentar. Quien vive, se comprende y se define cotidianamente en una real experiencia de confianza, acepta la debilidad de la propia existencia como limitación infranqueable de la propia humanidad.
 
El fundamento esperado es la vida, progresivamente comprendida dentro del misterio de Dios: nos entregamos, nos confiamos a la vida y a su Señor. El gesto, frágil y arriesgado, de su acogida es una decisión jugada en la aventura personal y totalmente orientada hacia un proyecto ya donado, que supera, juzga y orienta los inciertos pasos de la existencia.
Reconstruir personas capaces de confianza significa, por consiguiente, reconstruir un tejido de humanidad. Pero significa también echar los cimientos de la condición irrenunciable para vivir una madura experiencia cristiana.
En esto consiste realmente la vida cristiana: en un abandono en los brazos de Dios, con la actitud del niño que se fía del amor de su madre. Parece extraño: para llegar a ser adultos, descubrimos la necesidad de llegar a ser «niños». Lo recomendó Jesús: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3). Del adulto queremos poseer la lucidez, la responsabilidad y la libertad, al mismo tiempo que nos sumergimos en una esperanza que sabe «creer sin ver». Del niño, a su vez, deseamos tener el valor del riesgo, la libertad de mirar hacia delante, la confianza incondicional en quien sabemos que nos ama, la disponibilidad ilimitada a compartir: en el fondo, las ganas de jugar hasta con las cosas más serias. n
 

Riccardo Tonelli