Sacerdote, al servicio de los jóvenes

1 octubre 1999

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Hace unos meses y para un encuentro de «sacerdotes jóvenes», me pidieron que relatara mi experiencia ministerial a lo largo de 15 años de sacerdocio… Es cuanto sigue[1]. Entonces accedí a regañadientes y, ahora, con iguales reparos (sinceramente, no creo que tenga nada especial que contar). Por eso quiero, ante todo, dejar clara cuál fue y es mi intención.
En primer lugar, no trato de hacer una síntesis teológica sobre el sacerdocio; tampoco de «llevar razón» con mi forma de vivir, lo mismo que ni tan siquiera pretendo influir en nada ni nadie. Sólo quiero narrar, directa y coloquialmente, algunos rasgos de una experiencia. Erraría quien pretendiera leer estas notas exclusivamente desde un punto de vista analítico y crítico; son apuntes parciales, simples trozos de existencia. Además, quiero excusarme desde el principio porque no sé cuál fue ni es la razón por la que me piden esto. Ni soy estudioso del tema, ni he tenido muchos momentos para reflexionar sobre ello.
 
 

  1. Hace quince años: una opción particular

 
Empiezo. Llevo quince años dedicado a convivir con los jóvenes, como salesiano y sacerdote, y entiendo que mi experiencia es de lo más normal. Es decir, no creo que haya que tener demasiadas luces, cualidades u otras grandezas para experimentar lo que os voy a tratar de transmitir.
A lo largo de estos años, lo único que he hecho no ha sido otra cosa que intentar ser fiel a Dios y a mí mismo, algo que está al alcance de cualquiera. En tanto en cuanto he sido fiel, en la misma medida he sido y me he sentido sacerdote. Pero conste que también albergo mucha experiencia de infidelidad que me ha impedido ser lo que tendría ser; ahora bien de este asunto no comunicaré nada, no porque no sea importante hacerlo, sino porque me han pedido que hable de lo que soy, no de lo que no soy (sólo espero que estas reflexiones os ayuden y no caigan en manos de autoridades, porque quizá no les parezcan muy ortodoxas).
 
Cuando era estudiante de teología y daba vueltas al tratado sobre el sacerdocio, había algunas cosas que no acababan de llenarme. Lo recuerdo muy bien, sobre todo, porque era algo que afectaba a mi vida, y entendía mi felicidad estrechamente relacionada con todo aquello.
¡Tantas frases, conceptos y discursos sobre el «ser» del sacerdote me dejaban francamente insatisfecho! Recuerdo que se dibujaba al sacerdote como un ser separado y como alguien que lo es por una consagración sacramental particular, resultando que así uno terminaba siendo sacerdote hiciera lo que hiciera. No trato de contradecir nada —¡Dios me libre de querer discutir o llevar la contraria a nadie con todo esto!—. Pero no podía menos de preguntarme: ¿qué es un sacerdote si no ejerce su ministerio? Dentro, en mi interior, algo me decía que de este modo no podían ser las cosas.
 
Cuando llegó el momento de tomar decisiones personales, comprendía así las cosas y con semejante intencionalidad decidí: un sacerdote es un cristiano con una función dentro de la Iglesia, que puede resumirse como “cuidar la fe de los hermanos”. Evidentemente que detrás, encima, debajo, al principio y al final de esta decisión está Dios. Pero para alcanzar esta conclusión había que «hacer» (=ser) de sacerdote; de lo contrario, ¿cómo se puede experimentar el sacerdocio? Esto es, ser fiel a una misión que intuía como venida de Dios, me ha hecho ir viendo más claro este mandato de Dios.
Vamos a ver si logro ser un poco más claro. Cuando, tras la teología, salí a las casas, a los colegios, y me puse delante de los jóvenes, vi personas a las que se podía querer y a las que dedicarse hasta caer de cansancio. Los chavales no saben muy bien lo que quieren pedir, pero tienen claro que quieren ser felices. Guiarlos en la fe, para mí, ha constituido el único trabajo, mi única tarea.
Se pueden tener muchas cosas —carreras, posición económica, novia/o…—, pero tiene que haber una razón última que dé sentido a la existencia. Es necesario encontrar la verdadera «sabiduría», es decir, saber en qué consiste la vida; a la par que dicha sabiduría coordina y da sentido a todas las actividades, quehaceres, tareas… en las que nos encontramos metidos.
En fin, me he encontrado jóvenes que constantemente —en muchas ocasiones sin lograrlo decir expresamente— pedían y buscaban «el sentido de su vida», pedían encontrar la fe. Y la fe es adhesión a una forma de vida; fe es aceptar el amor de Dios, fe es querer ser feliz.
Los jóvenes, a veces, tienden a separar su fe de su vida, lo que les causa verdaderos quebraderos de cabeza, dado que se trata de una fe que no es fe y no les sirve para nada. La fe procede de Dios, pero se va adquiriendo desde una vida entregada a los demás, con la firme decisión de vivir en generosidad. La fe se experimenta en el servicio al hermano, y este servicio conduce a la experiencia de Dios.
Yo a los chicos y chicas les he dicho muchas veces: Si tienes problemas con tu oración, revisa tu generosidad; y si tienes problemas con el servicio, revisa tu vida de oración. Creo que me entendéis de sobra.
 
 

  1. Los jóvenes «me hicieron» sacerdote

 
Estaba hablando o pretendía hablar del sacerdocio y, de pronto, me he puesto a hablar de los jóvenes. Es muy sencillo. No puedo hablar en abstracto del sacerdote; sólo puedo hablar de mi sacerdocio desde mi experiencia de servicio a los jóvenes.
Durante este tiempo me he empeñado, obedeciendo a algo que estaba dentro de mí, en provocar en los chavales una experiencia que les llevara a sentirse creyentes. Y esto es lo que ha hecho de mí un sacerdote. Sólo entiendo mi vida dedicándola a servir a la fe de los jóvenes; es lo único que he hecho y lo que «me hace» ser sacerdote. Ahora bien, también es cierto que, sin pretenderlo —sin comerme el coco— me he sentido enviado por Dios. Sé que estoy ante una tarea de Dios y que yo soy un enviado.
Es Dios el que me ha hecho sacerdote para los jóvenes —he ahí la raíz que me parece clara—, pero esta certeza la he adquirido progresivamente haciendo (=siendo) de sacerdote entre los jóvenes. No quiero entrar en discusiones acerca del ser o el hacer; para mí es una cuestión que no tiene ningún interés, porque no ha ocupado ni ocupa ningún segundo de mi vida. En definitiva: me di cuenta que los jóvenes buscan la fe, y me puse a su servicio. En este trabajo, he descubierto a un Dios que me ha hecho sacerdote. Es muy sencillo, repito.
 
Por supuesto que en la vida hay muchas vocaciones —menos mal que no todos somos curas pues, entre otras cosas, me quedaría cojo toda la vida— y cada uno tenemos la nuestra. Al respecto y en el fondo, estamos ante una cuestión de fidelidad, de respuesta a cuanto sabes que llevas dentro; y las cosas importantes se saben, algo distinto es que no querer darnos por enterados. Igualmente creo que, al final, todos coincidimos en una vocación común y universal, la del servicio a los demás. Personalmente, dentro de lo amplio que puede resultar el tema del servicio, siempre me he sentido atraído por servir a los jóvenes en lo que considero fundamental: encontrar el sentido de la vida, llegar a la fe.
Por todo esto, creía que tenía que ser sacerdote —y sigo siéndolo—. Probablemente con ello no estoy más que respondiendo a una necesidad personal de dar sentido a mi propia vida; no obstante así son las cosas. Habiéndome dedicado quince años a cuidar la fe de los jóvenes, he de confesar que me encuentro ahora un poco más creyente. Podría decir que el catequista acaba catequizado.
 
A propósito de lo último quisiera apuntar una palabra más. Se trata de una gran y misteriosa experiencia de acción de gracias a Dios y a los jóvenes. He pretendido guiar la fe de chicos y chicas, lo que me ha exigido constantemente coherencia y búsqueda personal. Podía decir que he ido recorriendo mi propio camino de fe al mismo tiempo que los jóvenes que estaban conmigo hacían el suyo. Lo que les decía a ellos, me valía a mí. Cuanto les exigía a ellos, me lo tenía que exigir a mí mismo.
En estos años, no he estado muy por delante de los jóvenes que he guiado. La experiencia de sentirse y saberse creyente, en suma, es una experiencia de amor a los demás. Y, en este servicio, verse respondiendo a un Dios que te ama en primer lugar.
La experiencia de Dios está unida a la experiencia del amor al hermano. Son dos cosas que no se pueden separar. Aquí no valen edades, ni cargos, ni «consagraciones», ni historias…: o quieres, y tu vida es para los demás, o no tienes ni idea de Dios; o rezas, y buscas a Dios en tu vida, o no sirves absolutamente a nadie.
Este es el servicio que he querido prestar a los jóvenes y que me ha hecho sacerdote; también es el servicio que los jóvenes me han prestado a mí. Por tanto, podría decir que, en un principio, me hice sacerdote para los jóvenes y, al final, los jóvenes me han hecho sacerdote. Quiero subrayar y dejar claro que no son simples expresiones o sólo palabras. Es experiencia. Podréis estar o no de acuerdo, pero cuanto os estoy refiriendo es verdad en mí. No sé si es la forma más ortodoxa de ser y ejercer el sacerdocio, pero es la única que conozco y me está de verdad orientando la vida.
 
 

  1. Sentido y felicidad para compartir y animar la fe

 
Dirigidas como están estas palabras a sacerdotes jóvenes y aunque sé que no valen consejos ni recomendaciones, sí que os puedo animar a ser fieles a lo que Dios os tiene preparado. Es muy sencillo, no existen complicaciones. Basta ser fiel a lo que llevas dentro de ti. De hecho, creo que siempre he actuado por intuición y la experiencia, después, me ha dado posibilidad de reflexionar; algo necesario puesto que muy a menudo te ves obligado a expresar tu fe, tu vida, como un servicio que tienes que ofrecer, a los jóvenes en mi caso.
Vamos, para que me entendáis mejor, a ser padre se aprende teniendo un hijo, no yendo a la facultad. Después, ejercitando la paternidad uno puede reflexionar sobre cuanto se está viviendo. Si no se vive, no se transmite nada. Las palabras, las teorías, los conceptos… no valen para nada; por lo menos en la vida de los jóvenes y —por qué no decirlo— en mi propia vida. No me llena nada que no me haga sentirme vivo —me atrevería a decir que tampoco a ninguno de vosotros—.
¿A quién le pueden llenar los conceptos abstractos sobre el sacerdocio? Llena el ser (=hacer) sacerdote. Y no es tan complicado intentar hacer de cada uno de los jóvenes que Dios pone a nuestro alcance, una persona feliz, una persona que conozca a Dios al plantearse la vida con una opción de generosidad hacia los demás. Es intentando ser sacerdote para los jóvenes como Dios te hace de verdad sacerdote.
 
Esto es lo importante: sentir que tu vida tiene sentido, que estás viviendo, que eres creyente, que conoces de qué va la vida. Cuando uno siente que su vida le importa cada vez menos, a la par que se percibe la imperiosa necesidad de dar todo, de no tener nada, de estar desprotegido, sin seguridades personales, poniéndose en las manos de Dios, queriendo depender de Él… las cosas van bien. Entonces vales para los chicos y tu vida te vale a ti.
Por otro lado, es muy cierto el sentimiento de agradecimiento después del servicio. El servicio es un regalo, no una obligación. Dios nos pone cada día la suficiente comida en el plato para alimentar nuestra felicidad. Esa comida son las circunstancias y las personas. Siempre podemos entregarnos y responder con amor, o nos podemos buscar en lo que hacemos. Cierta es esta experiencia: cuando uno sirve, surge una acción de gracias por el servicio realizado.
En todo este asunto me parece fundamental la vida de oración. Hemos de estar muy atentos a las intenciones, al corazón, porque lo importante no es cuanto hacemos sino la intención, lo que llevamos dentro. Rezar no es distinto de trabajar. Son actividades distintas, pero lo mismo en el fondo. ¿Qué es trabajar por los jóvenes sino, en el fondo, quererles? ¿Y qué es rezar, en el fondo, sino amar? Por tanto, rezar y servir son la misma cosa.
 
Algo así son los pasos dados al querer ser sacerdote para los jóvenes; a través de esas pisadas os transmito el deseo de que seáis sinceros con vosotros mismos. Al joven hay que presentarle una experiencia de creyente. ¿Que no te sientes un gran creyente? No importa. Lo fundamental es que quieres ser sacerdote. Del resto se encarga Dios. Vuelvo a repetirme para ir acabando: quise ser sacerdote para cuidar la fe de los jóvenes y los jóvenes me han hecho creyente y sacerdote. Puede ser que hasta ahora no haya dicho nada de lo que es un sacerdote. Puede ser.
Me parece, sin embargo, que a lo largo de estas líneas he estado haciendo (=siendo) sacerdote: es lo único que he hecho durante estos años.
 
Cerraría mal la narración si no apuntara una palabra sobre la presidencia de la Eucaristía, realidad que para mí ha sido siempre muy especial. Todos los domingos, en la parroquia, he tenido la suerte de presidir la misa animada por los jóvenes.
Mi forma de presidir, mi forma de predicar ha ido evolucionando. Al principio, mis «sermones» eran más teológicos, más elaborados. Poco a poco ha ido surgiendo la necesidad de celebrar (=vivir) la Eucaristía personalmente. La homilía se ha ido transformando en un momento de sinceridad, de querer vivir la Palabra que Dios me dirigía este o aquel domingo.
Me explico. La obligación de ser sacerdote en esos momentos ha ido transformando mi vida, porque me he visto obligado a vivir la Eucaristía. De nuevo el servicio que he tenido que prestar ha resultado una ayuda, un guiño recibido de parte de Dios y de la comunidad que se reunía en la Eucaristía.
No sería la misma persona sin haber tenido esta experiencia de servicio a la comunidad y —mezclados con los adultos— a los jóvenes que pertenecía a ella. Llega un momento en que uno habla de lo que sabe (=vive) o no tiene nada que decir. Las palabras no significan nada y no se transmite nada si no se vive lo que se dice. No todas las Eucaristías que he presidido me han significado lo mismo. Reconozco que hubo algunas que simplemente «despaché», pero —gracias a Dios— han sido las menos.
Actualmente, cuando tengo que presidir una Eucaristía, después de estudiar un poco el texto de la Palabra de Dios, siempre hago un rato de oración, unos treinta minutos más o menos. Y con esta disposición, la Eucaristía se convierte en algo fundamental, algo que me llena y ayuda a seguir llenando de sentido la vida.
 
Termino con lo mismo: ser sacerdote es ser creyente con una función de animar la fe de los demás. Pero hay que ser creyente y el mismo servicio te va haciendo creyente y sacerdote. Lo entiendo como la única forma de ser sacerdote. Los jóvenes son el mayor regalo que Dios me ha hecho. Por ellos me hice sacerdote, pero gracias a ellos he llegado a serlo de verdad, porque siempre me he preocupado de que encuentren a Dios en su vida. Además, todo esto hay que hacerlo apasionadamente, enamorado; no puede hacerse de otra manera. Después de todo, te das cuenta de que Dios te ha hecho sacerdote para tu propia felicidad (=salvación) y, siendo feliz, ayudas a que las chicas y chicos vayan siendo felices (=de Dios). n
[1] NOTA DE LA REDACCIÓN: Hemos pedido a su autor un texto que, como él mismo señala, preparó para un encuentro de jóvenes sacerdotes, ante la imposibilidad de desplazarse y narrar directamente su experiencia como sacerdote. Mantenemos las peculiaridades coloquiales y los objetivos del escrito conforme a la particularidad de los destinatarios. Evidentemente y como una de las peculiaridades del contexto, se habla siempre del Sacerdocio y sacerdotes refiriéndolo no al Sacerdocio común de los fieles, sino al Presbiterado o Sacerdocio ministerial.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]