Sacerdotes de película: algunas notas

1 julio 2010

Jesús Villegas
 
¿Cómo aparece representada la figura del sacerdote en el cine? Vamos a dedicar a responder esa pregunta unas cuantas páginas en nuestra revista. Pero, en lugar de proponeros un texto bien armado, que se va construyendo de forma progresiva, hemos preferido, en esta ocasión, ordenar nuestras apreciaciones en forma de notas sueltas, de intuiciones y apuntes. La razón es simple: la escasez de espacio para un tema tan jugoso se subsana así por esta vía de la impresión y el esbozo. Nos mueve, pues, el decir lo más posible en unas pocas líneas. No perdamos más tiempo.
 
Ni verdad ni mentira, sino todo lo contrario
Siempre que se aborda la cuestión de la representación de la realidad en el cine surge el mismo problema: hasta qué punto una imagen ficticia revela, ilumina, reproduce, retrata de alguna manera un fragmento de vida. Tomarse por cierto el perfil psicológico, el comportamiento o la identidad de un personaje de película resulta exagerado, pero menospreciar como mera figuración o fantasía una creación que ancla su verosimilitud en sucesos o modelos humanos del mundo real tampoco es del todo pertinente. Un joven, un político, un terrorista o un cura de película aparecen sobre la pantalla como entes ficticios, meros constructos dramáticos que, sin embargo, remiten al espectador, lo pretendan o no sus creadores, a ciertas parcelas de la experiencia. Deberíamos, pues, situarnos a una justa distancia entre la absoluta aceptación de lo que la imagen propone como cierto y la tendencia a relegarlo al arcón de la pura impostura: un cura de película no se identifica con un cura de verdad ni con un cura de mentira, sino todo lo contrario.
 
Un personaje no es una persona
Hecha esta primera apreciación, debemos descartar algunas maneras de leer la imagen como reflejo de la realidad que pecan de falaces. Por ejemplo, la tendencia a creer que un personaje dado en una película determinada pretende retratar a todas las personas reales pertenecientes a su misma tipología. El error de generalizar el caso particular convierte el caso individual en personaje tipo y, por ese camino, simplificamos una de las mayores virtudes de las formas artísticas basadas en el relato: su capacidad para indagar en las innumerables formas y matices de la conciencia y del acontecer humano. Resumiendo: el cura de tal película no son todos los curas ni todos los curas son como el que aparece en la película tal.
 
Enunciar y denunciar
Tan arriesgado como tender a extraer conclusiones globales de las andanzas de un personaje concreto es atribuir a los discursos cinematográficos voluntad siempre imperativa. En el lenguaje verbal distinguimos la función enunciativa (una palabra o un mensaje refieren un hecho de la realidad: “Hoy está lloviendo”) de otra funciones, entre las que incluimos la llamada función apelativa (el mensaje pretende influir, repercutir en las acciones del receptor: “Dame eso”, “Pórtate bien”). El cine, no obstante, controla en menor medida esta doble faceta. Es verdad que siempre ha existido cine con pretensiones propagandísticas (el cine ruso de los años 20, que pretendía difundir entre el pueblo las bondades de la Revolución Soviética; o el cine franquista, por citar solo dos tradiciones), es decir, cine con descarada función apelativa, pero en el cine narrativo convencional la frontera entre la mera referencia (“esto te cuento”) y el intento de convicción (“juzga esto como yo lo juzgo y actúa en consecuencia”) no es tan nítido como en los usos verbales. Por tanto, me parece peligrosa la tendencia a buscar continuamente denuncia en lo que, en principio, solo enuncia. Es más, cuando una película se construye sobre una batería indiscutible de motivos y estrategias con voluntad de reprobación o, a la inversa, de ensalzamiento (satanización o santificación son, en cine, fórmulas paralelas que usan recursos simétricos), suele perder fuerza dramática y lograr en el espectador bien formado el efecto contrario, es decir, el rechazo de las tesis postuladas con machacona demagogia. Digámoslo claramente: cuando en una película sale un “mal cura” no se nos quiere decir (o a veces se quiere, pero no se logra) “juzga qué malos son todos los curas y repruébalos”; pero es que, además, cuando una película funciona al revés y presenta sin matices ni recovecos a un cura impecable y de una pieza sucede que la “suspensión de la incredulidad” necesaria para sumergirse en un relato se quiebra y el escepticismo nos impide aceptar como verosímil lo narrado, por muy mal o bien intencionada que, según el caso, sea la operación.
 
Ni hagiografías ni demonizaciones
Por tanto, las mejores aproximaciones a la figura del sacerdote no se producen ni en aquellos ejemplos en los que se pinta en colorines de estampita el ministerio eclesial ni en aquellos en los que, al contrario, se acumulan sobre un presbítero todos los vicios, dobleces, maldades y pecados que la Iglesia ha podido cometer a lo largo de la historia. Porque, insistimos, las películas se construyen con personajes, y el alma del personaje, su riqueza, pivota sobre su complejidad. Y la complejidad exige tensión, agonía, lucha, dilema, conflicto, evolución. Luces y sombras. El cine, pues, asentado sobre el a priori de la ortodoxia a ultranza (“solo los buenos curas, los que encarnan a la perfección el carisma de su función y vocación, son tolerables como personajes de película”) o sobre el anticlericalismo más furioso (“no hay cura bueno y todos son hombres demediados”) pecan de un mismo defecto fatal en términos artísticos: un maniqueísmo de base que niega la posibilidad de construcción de un personaje fecundo.
Cervantes creó la narración moderna en el momento en que descubrió que al héroe idealista (el “supercura”, en el caso que nos ocupa; el caballero andante, en su caso) y al antihéroe canalla o burlesco (el “anticura”; el don Quijote risible y ridículo de los primeros capítulos de su genial novela) les superaba en valía y significación el héroe cotidiano, aquel que llega a ser grande porque doblega a su rival más íntimo: el que se fortifica con sus propios miedos y limitaciones. En esta misma línea se configuran las películas más sugerentes sobre sacerdotes, aquellas en las que un ser humano se vence a sí mismo y logra, con la ayuda de Dios, llevar adelante su misión en el mundo.
 
Una de conflictos
Todo ser humano debe enfrentarse, al menos, a dos tipos esenciales de conflicto: los que se fraguan en su propia conciencia y aquellos que genera su papel en el entorno vital e histórico que le toca vivir. Dominar los deseos y pulsiones, decidir entre una serie de valores que se contraponen. Aceptar, integrar o superar carencias, optar por uno u otro camino en el itinerario vital serían ejemplos de conflicto íntimo. En el otro nivel, las diferentes formas de enfrentamiento a las estructuras establecidas, la reacción ante las provocaciones de la realidad, las dificultades para encajar el propio proyecto en el rumbo del mundo o el choque con otros individuos constituyen maneras de conflictividad externa. Es verdad que unas y otras formas están estrechamente unidas, pues el conflicto personal se aviva ante determinadas circunstancias existenciales y viceversa, pero nos parece útil distinguir estos dos tipos de proceso a título didáctico.
En el caso del sacerdote, hay que sumar a estas formas profanas y universales de dialéctica las propias de su estrecha relación con lo Trascendente. No queremos decir con esto que ese encararse de la persona con lo sagrado no se produzca en otros personajes, pero es indudable, y el análisis de películas lo corrobora, que constituye una fecunda vía dramática, tanto en su versión más sensacionalista (el tema de los exorcismos, por ejemplo) como en otras propuestas mucho menos extremas.
 
Motivos esenciales
Decía Roger Ebert, y lo recoge Greg Garrett en su magnífico libro “El Evangelio según Hollywood”, que las personas religiosas solo interesan a los narradores de historias cuando fracasan, flaquean o se apartan de sus valores centrales. Ya hemos dicho que esto ocurre así, no solo por un propósito de denuncia, por mala intención o por ganas de “poner en solfa” a la Iglesia (aunque a veces sí), sino por una tendencia natural en el negocio del cine a buscar la rentabilidad dramática y económica máxima de un argumento. A este respecto, no es de extrañar que, por ejemplo, en términos de interés, un asunto como el choque entre el voto de castidad y la emergencia del amor o del deseo constituya una fuente fecunda de motivación para justificar la presencia del sacerdote como protagonista de una narración.
Repasemos a continuación algunas de las líneas de conflicto que más interesan como motivo dramático en las películas protagonizadas por curas.
 
El voto de castidad
Si la temática amorosa sostiene la mayoría de las narraciones desde el principio de los tiempos, no podemos imaginar fuente dramática más jugosa que aquella que brota del enfrentamiento entre una voluntad decidida de renuncia a una determinada forma de amor (el amor erótico a otro ser humano) y la emergencia de una fuerte atracción hacia un semejante. Una de las obras emblemáticas en este sentido, que sentó cátedra sentimental para toda una generación, fue la novela El pájaro espino, después convertida en exitosa serie de televisión. Pero aún hoy productos de gran éxito popular, como la serie española La señora, insisten en depositar buena parte de su atractivo en este motivo de la “tentación de la carne” para un hombre célibe, tan del gusto de las masas.
La lucha entre voluntad y atracción sensual suele decantarse, cuanto más nos acercamos al cine actual, por una victoria de la ley del deseo, a veces en formas aberrantes que incluyen la violencia, el abuso, incluso el delito. Cito, a vuela pluma, películas como El crimen del Padre Amaro, La mala educación o Los girasoles ciegos, en las que, con diferentes formas, matices e intensidades, un cura debe vérselas con sus apetencias sexuales y se ve doblegado por ellas. Como ha ocurrido con el cine en general, en todas estas obras se vive un progresivo recrudecimiento de las situaciones: lo que en principio, en las películas de hace años, era un amor sentimental y blanco que tentaba a menudo sin motivar la caída, con el tiempo se ha ido convirtiendo en puro y duro instinto básico indomeñable.
 
El choque entre individuo y estructura
La pugna entre el ser humano y las instituciones sociales ha sido otro de los grandes motores de los relatos a lo largo de la historia de la cultura narrativa. Comprobar cómo un sujeto se rebela o se hunde ante las imposiciones de un sistema y unas formas de organización que ahogan o al menos atemperan sus afanes personales de realización ha impresionado siempre a espectadores de toda edad y condición. Desde la magistral Y el mundo marcha, de 1927, hasta hoy, los afanes por escapar de la dictadura de la multitud o de las formas de articulación de la vida social suponen una interesante fuente creativa.
Es en este contexto donde hemos de situar un motivo dramático explorado en múltiples ocasiones: el que se basa en oponer al sacerdote fiel a los principios evangélicos, coherente, honesto y legal, con una Iglesia que, por su propia y compleja naturaleza, se manifiesta como una maquinaria fría e impersonal, decidida a contradecir las bases elementales del cristianismo. Una frase tantas veces escuchada como “Yo creo en Jesús, pero no en la Iglesia” encuentra en esta línea temática una fácil corroboración. Amén, La misión,  La buena vida o El padrino IIIcoinciden en situar a un hombre de iglesia íntegro en el contexto de una superestructura eclesial deshumanizada, a veces incluso aliada al poder mundano, a la riqueza y a la corrupción.
 
El escándalo de la injusticia
El retrato de curas que entregan su vida por asimilación, identificación y amor a una comunidad sufriente, además de ser una fecunda vía narrativa, quizás constituya la forma de aproximación cinematográfica al sacerdocio más acorde con la realidad de este ministerio. Dice José I. González Faus que “el presbítero es ministro del único culto espiritual que reconoce el Nuevo Testamento, que es la entrega de la propia vida”. El martirio, pues, como consecuencia de una apuesta incondicional por los pobres constituye la perfecta alianza, por una vez y sin que sirva de precedente,  entre lo que interesa dramáticamente hablando y lo que resulta iluminador en clave pastoral. Roma, ciudad abierta, Voces inocentes, La misión, Romero, Daens o Disparando a perros son algunas de las películas que mejor saben explorar esta línea temática.
 
El ejercicio sacramental
De la doble faceta del presbítero, su consagración al culto y su misión de propagar la Buena Nueva de Jesús, la segunda función, como acabamos de comentar, proporciona innumerables argumentos dramáticos para el cine que, además, tienen la virtud, decíamos, de aunar la intensidad emocional y la fidelidad básica al sentido último del sacramento del Orden Sacerdotal. Pero, ¿qué ocurre con el papel del sacerdote como celebrante? Como advertíamos al principio de esta nota, el que unos acontecimientos parezcan más o menos cinematográficos y, por tanto, animen a crear películas que los contengan no depende, en el cine comercial al uso, de la fidelidad a la realidad, sino del interés dramático de esos hechos. Desde este punto de vista, la celebración de la Unción de Enfermos o la Confirmación, por ejemplo, proporcionan menos juego ficcional que la implicación y el compromiso de un sacerdote por un pueblo oprimido.
Así, si bien aparecen  episodios puntuales en incontables películas que aluden a este mundo de lo celebrativo (por citar uno emblemático: el bautismo con el que concluye la primera parte de El padrino), es el sacramento del perdón el que, sin duda, resulta más cinematográfico: recordemos la archiconocida Yo confieso, en la que Alfred Hitchcock aprovecha el secreto de confesión para construir una trama de suspense apasionante. Por su propia naturaleza, el sacramento de la Penitencia se ha utilizado en numerosas películas para dar entrada al consabidoflashback de recapitulación mediante el que un personaje reconstruye su vida. Entre las películas que se sirven de esta estrategia, hay una que recrea de forma perfecta el sentido último de este sacramento. Me refiero a la obra maestra de Lubitsch Remordimiento, que arranca precisamente con una confesión (ante el sacerdote un hombre recuerda cómo mató en la guerra a otro) y se desarrolla como un ejercicio completo de penitencia, pues el protagonista, para sobrellevar la culpa, decide presentarse en busca de expiación a la familia de la víctima.
También sobre el sentido profundo de la comunión se articulan obras interesantes como Hijos de un mismo Dios o la ya mencionada Disparando a perros, que, más allá de poner en escena el acto de comulgar, aciertan a desplegar la significación última de este sacramento, al vincular lo ritual con lo vital y redimensionar lo celebrativo en experiencia compartida.
El matrimonio también ha sido puesto con frecuencia en escena. Cuando se presta cierta atención al sacerdote en este sacramento suele enfocarse de forma amable su magisterio. Películas como la clásica El padre de la noviasentaron cátedra sobre este particular y obras recientes como  Hasta que el cura nos separe están concebidas como  comedias sentimentales, en las que el cura actúa como una especie de garante del buen amor, desde una perspectiva provocadora con las convenciones en la apariencia, pero profundamente correcta y hasta tópica en los trasfondos.
 
Curas que no curan
Quien se hace pasar por otro,  el disfrazado, el que miente; el que, en realidad, aparenta ser quien no es: aquí tenemos otro de los grandes motivos de la historia del cine. Trasladada esta figura, la del fingidor, al ámbito de los hombres de Iglesia, nos vamos a encontrar con una doble posibilidad. Por un lado están aquellos personajes que se visten de sacerdote o que se ordenan con un propósito ajeno a la verdadera naturaleza de esa función. Aunque se trate de predicadores y no de curas católicos, dos películas como La noche del cazador o El fuego y la palabraacertaron a crear dos figuras memorables de la contradicción (una, un peligroso villano; otra, un charlatán cautivador y falaz), que utilizaban su supuesta condición como mera tapadera. Asesinos, fugitivos, ladrones, pícaros y pistoleros se han vestido los hábitos para burlar la ley o para reconducirla en su propio beneficio.
Por otro lado, y esta opción nos interesa más, están los sacerdotes que se desvían, a conciencia o por error, de las obligaciones y las encomiendas propias de su estado. Abusan de su poder; se muestran intolerantes, cerriles o bárbaros; medran, aprovechan la posición alcanzada para manipular o causar traumas inaceptables en los otros… Todos esos casos de malos sacerdotes suelen escocer bastante a ciertos sectores cristianos, cuando, en el fondo, operan como casos particulares (más allá de que los creadores del producto pretendan esa inducción, nosotros no debemos caer en la falacia que invita a tomar por general lo concreto) o se presentan  como evidencias de que a cualquier cargo (podría tratarse de un padre o una madre, un maestro o un político) pueden alzarse sujetos que malversen, tuerzan o traicionen sus verdaderas obligaciones. En La pasión de Juana de Arco, Solo un beso, Los niños de San Judas, Líbranos del mal, Ángeles y demonios o Las cenizas de Ángela, por citar algunos ejemplos, a los que habría que añadir buena parte del cine español contemporáneo con sacerdote incluido (Mar adentro, Los girasoles ciegos, Camino, La lengua de las mariposas…) se insiste una y otra vez en dibujar religiosos que fracasan en el ejercicio de su ministerio porque han interpretado de forma errónea las encomiendas que conlleva la correcta conjugación de fe, esperanza y caridad.
 
Cuerpo a cuerpo con lo ultraterreno
Otra fecunda vía dramática es aquella que opta por situar al cura en la estela del chamán, el mago o el iluminado. Se presupone, en estos casos, que el hombre religioso tiene abierta línea directa con entes angelicales o diabólicos. Ya nos referimos al subgénero de los exorcistas, quizás el más fecundo. Solo concluir que esta preferencia, de nuevo, está motivada por la comercialidad y supuesta eficacia ficcional del producto, nunca por motivos relacionados con la búsqueda de fidelidad a la realidad.
 
En el Olimpo
Puestos a seleccionar algunas películas significativas en el tratamiento de esta figura a lo largo de la historia del cine, yo elegiría los diez títulos que a continuación comento. He intentado conjugar una serie de variables, como son la importancia de la película en su momento (premios, repercusión pública), la riqueza del personaje presentado, su significación histórica y, a ser posible, la calidad estética y la validez del personaje como referente. Por orden cronológico:
 
Siguiendo mi camino (1944)
Durante los años 30 y 40 en el cine norteamericano, en virtud del Código Hays, se prohíbe la representación denigrante del sacerdote. Esta moralidad impuesta, sumada al carácter ultraconservador y religioso de este pueblo, motivará que hasta bien entrada la década de los cincuenta la integridad, la impermeabilidad a los conflictos profundos y una ética indiscutible caractericen a los personajes religiosos. Tal combinación de elementos, que motivan la ubicación de estas criaturas en la estela de los héroes clásicos de una pieza, provoca que hoy, desde nuestro relativismo posmoderno, nos parezcan creaciones de una ingenuidad poco digerible. En este marco idealista destacan con luz propia las dos películas que Leo McCarey consagró al padre O´Malley, encarnado por el actor y cantante Bing Crosby. Me refiero a Siguiendo mi camino y Las campanas de Santa María. Su personaje es un sacerdote activo, sensible y moderno, que cree que la religión no ha de ser una experiencia solemne y fúnebre, sino todo lo contrario, una vivencia caracterizada por el optimismo, la alegría, la sencillez y la complicidad. Con estas premisas de partida, estas películas, sin salirse jamás del ámbito de la corrección, abogan por un modelo de sacerdote implicado más en su misión que en la práctica religiosa celebrativa o catequética, siempre pendiente de los que le rodean, que comprende, ayuda, escucha y pone la guinda de una canción a todo lo que hace. Humano, conciliador, comprensivo, tendente al humor afable, ha aceptado su vocación sin titubeos tras haber vivido, se insinúa, una juventud laica. Como aproximación a un “estado edénico”, previo a las crisis de identidad, a los atormentados debates de conciencia y al dolor que sus seguidores deberán padecer con el avance del siglo XX, el padre O´Malley constituye un buen punto de partida para entender cómo ha ido evolucionando este personaje a lo largo del tiempo.
 
Roma, ciudad abierta (1945)
De las placidez doméstica de la anterior película a las sobrecogedoras imágenes de una ciudad ocupada; del cristianismo tranquilo y cotidiano al ejercicio de esa misma religión en una situación límite, cuando la vida está en juego; de la práctica de la vocación sacerdotal en las calles de la gran ciudad a la misma apuesta cuando el invasor nazi y la resistencia oponen sus fuerzas desiguales. Entre la santidad silbante del padre O´Malley y la entrega sufriente a la tortura y la muerte del padre Pietro media un océano y el desgarro de una Guerra Mundial. Debo advertir que la Segunda Guerra Mundial está presente en ambas cintas, pero mientras en la película estadounidense es una tenue amenaza, un rumor con sordina que no logra enturbiar los buenos sentimientos y la sensación de armonía que presiden el relato, en este soberbio y descarnado manifiesto del Neorrealismo es sangre palpitante y tragedia. Ambos sacerdotes, no obstante, desde sus diferentes posiciones, aciertan a entender que ser cura es, antes que nada, una misión, más que un privilegio, una distinción o un asunto que se dirima en exclusiva en los altares. Como recuerda José María Castillo, parafraseando la Carta a los Hebreos, “a partir de Cristo, el sacerdote no es el hombre que se separa de los demás, sino el que comparte, en solidaridad, la vida y el sufrimiento de aquellos con quienes convive”. Y esto lo han entendido perfectamente tanto un religioso como el otro, lo cual los convierte en excepcionales ejemplos de integridad.
 
Diario de un cura rural (1950)
Tanto esta película como otra que comentaremos (Bajo el sol de Satán) están inspiradas en sendas novelas de Bernanos. El conflicto exterior que llevaba a la muerte a don Pietro ahora se transforma en extremo combate interior. En medio del contexto filosófico existencialista de mediados de siglo, asistimos al nacimiento de figuras sacerdotales apasionadas y febriles, que viven en continua agonía la tensión entre la necesidad de creer y los tormentosos claroscuros de un alma ultrasensible. El protagonista de esta película impecable de Robert Bresson llega a la parroquia de Ambricourt. Pronto descubrirá las dificultades para cumplir su misión: prejuicios, rechazos y desesperanza se suman a su propia enfermedad física, que lo irá corroyendo poco a poco. En medio de este tremendo y desolador yermo, nuestro protagonista padece atroces dolores de cuerpo y alma y comprende que toda existencia es un Gólgota, que el silencio de Dios escuece, interpela y exige y, en definitiva, que, al final, todo es Gracia en este nuestro mundo para el hombre religioso.
Del optimismo (McCarey) al desgarro (Bresson); de la evidencia del enemigo (Rossellini) a su sutil presencia en el alma y en el mundo (Bresson); de la incuestionabilidad de una fe que impulsa y fortalece (McCarey y Rossellini) a la duda y la desazón, que a veces vuelve indistinguible la fe del acto de renegar en secreto de Dios (Bresson).
Estamos a mediados del siglo XX. La bomba atómica, el Holocausto, la evolución del pensamiento filosófico y científico, la puesta en tela de juicio de los grandes sistemas de creencia no pueden dejar a nadie indiferente y el cine asume ese nuevo estado de las cosas. Ya no es posible el clasicismo como maquinaria homogénea de creación de sentido. Los nuevos cines se están fraguando y este cambio de estética conlleva también un cambio ético y dramático: los personajes se complican, la transparencia de las representaciones se vuelve opacidad. Ser hombre religioso en esta época consiste en batallar, en estar abierto a los embates del misterio y la tentación del nihilismo, en soportar la presión de los interrogantes. Ha pasado el tiempo de la fe incuestionable y limpia: ha llegado la hora del parto doloroso, del alma en erupción, del desgarro. La Edad Dorada cede el paso a la Modernidad. Cerca están el silencio de Dios de Bergman, la apoteosis católica y anticlerical de las fantasías de Fellini, la revolución transgresora de la Nouvelle Vague… En este contexto se sitúan los curas en agonía que esta perturbadora y despojada película anticipa.
 
Nazarín (1958)
Advertíamos en la anterior nota que la limpieza y claridad en el retrato de sus personajes religiosos que traslucían obras como Siguiendo mi camino o Roma, ciudad abierta se difuminan hasta convertirse en esbozos de criaturas ambiguas, tensionadas y dolientes a medida que nos acercamos a los años 60. Pues bien: Luis Buñuel, en esta misma línea, se atreve a regalarnos, bajo la apariencia de un relato con visos evangélicos, una descorazonadora relectura de los principios cristianos. Nazarín, su protagonista sirve a Buñuel, según Louis Seguin, para demostrar que “un cura, porque cree en Dios y quiere actuar como dispensador de lo sagrado, como mediador entre los hombres y una supuesta divinidad, es tanto  más perjudicial cuanto más desea ser honesto”. Así, sobre la matriz de un personaje a medio camino entre don Quijote y Jesús, con un contrapunteado de episodios que remiten a la pasión de Cristo, Buñuel, ateo confeso y anticlerical irredento, insinúa paso a paso que el ejercicio de la caridad incondicional, las buenas intenciones, el amor universal o la fe están condenados en un mundo como el nuestro a la controversia, la frustración y el sinsentido. El itinerario de Nazarín lo conduce a una crisis de conciencia absoluta al comprobar que sus buenas acciones no desembocan en nada, incluso a veces empeoran situaciones; que las gentes se mueven por deseos primarios y ancestrales; que su calvario ha carecido de sentido y que, en última instancia, sin Dios el hombre puede apurar la aventura de ser él y solo él mismo. En la escena final, cuando acepta de una mujer el regalo de una piña, tras su empeño constante en dar y darse incondicionalmente, las lágrimas de sus ojos certifican el paso de lo divino a lo profano, la renuncia a actuar en nombre de Dios para aceptar como única energía los impulsos, las pasiones y las zozobras de los hombres. Antes del Concilio y en manos de un Surrealista a ultranza aún el principio de Encarnación y la necesidad de integrar lo divino y lo humano estaban todavía lejos de imponerse como perspectivas teológicas. Quizás por eso, hoy, Concilio mediante,  Nazarín sea percibida como una obra mesiánica y no como lo que una lectura atenta revela que fue y quiso ser: una de las más descarnadas y agresivas presuposiciones de la inutilidad de la religión que ha producido la Historia del Cine.
 
El cardenal (1963)
En los márgenes de Hollywood también se detecta en esta época la tendencia a presentar figuras en crisis continua. Sin la acritud y la intensidad que los nuevos cines promueven, se ilustran también en el cine americano las dolorosas contradicciones humanas que supuestamente acarrea la profesión religiosa. Esta monumental película de Otto Preminger peca de pretenciosa al arriesgarse a vincular la trayectoria de un hombre desde el sacerdocio al cardenalato con los principales episodios de la historia del siglo XX. Guerra, nazismo, segregación racial, aborto, moralidad, tensión entre jerarquía y carisma son otros tantos jalones en el itinerario del protagonista. En este marco sus opciones, sus titubeos, la lucha que en él se dirime entre la ambición  de hacer “carrera” eclesiástica y la fidelidad a la humildad evangélica consiguen al menos una creación de múltiples perspectivas, que todavía se resuelve sin rupturas ni heterodoxias, pero que anticipa las caídas en la tentación, los renuncios y las iniquidades que, en unos años, el cine desplegará como patrimonio de algunos hombres de Iglesia.
 
La misión (1986)
Me interesa esta película (la primera posterior al Concilio Vaticano II que comento) porque ilustra la preferencia de los años 80 por las historias que presentan en clave positiva al sacerdote, subrayando, en todos lo casos, la apuesta de este por los oprimidos, aquí el pueblo guaraní. Escarlata y negro, Romero, Adiós, muchachos y La misión coinciden en inspirarse en hechos reales para difundir esa imagen del cura militante, comprometido y fiel hasta la muerte, enfrentado incluso con la jerarquía por el bien de sus inocentes feligreses. Hay mucho, pues, de efecto postconciliar en estas formulaciones. En La misión, además, se contraponen dos modelos de sacerdote, uno partidario del amor y la no violencia, el otro, apasionado y decidido a combatir incluso con las armas por los derechos de los indígenas: estos dos jesuitas remiten de forma nada sutil a la Teología de la Liberación, en pleno apogeo en aquellos años. La película, finalmente, habla del surgimiento de la vocación, del choque entre autoridad y conciencia, del poder eclesial que se alía al poder político y pierde su norte, de los límites entre misión, evangelización y colonialismo, de eucaristía vital… Con esta película, que admite múltiples y apasionantes lecturas, se inicia una reinterpretación del personaje del sacerdote en diferentes direcciones que luego se explorarán en años venideros.
 
Bajo el sol de Satán (1987)
De nuevo Bernanos, ahora llevado al cine por Pialat. Las tortuosas vivencias del párroco de Ambricourt se agudizan en el padre Dossignan hasta el exceso y la confusión. Mortificado, con una espiritualidad esquizoide y una fe furiosa, sobre él se asienta la duda permanente. Angustiado por dilucidar si sobre su alma habita Dios o el Diablo, se descubre preso de visiones, dotado para los milagros y las más atroces renunciaciones… El despojamiento y la sequedad de Bresson evolucionan hasta el paroxismo. Nos acercamos a la posmodernidad y locura e iluminación, santidad y  posesión diabólica,  bondad extrema y  pecado atroz, el bien y el mal se mezclan, se confunden, se despliegan ante nosotros sin repelerse. Película de diálogos densos y literarios, apasionante o aborrecible según sensibilidades, de preguntas sin respuesta, de austeridad cortante, rota por arrebatos de violencia sorprendentes…: podemos considerarla tanto culminación del desgarro que arranca en los años 50 como un callejón sin salida de ensimismamiento e introspección. A partir de esta obra fronteriza debe nacer una nueva concepción de la figura del cura en el cine, tal y como demuestra el enfoque del personaje religioso en el resto de la producción de los ochenta a la que aludíamos en el anterior comentario.
 
El noveno día (2004), Disparando a perros (2005), La duda (2008)
Ya sin espacio, al menos quiero citar estas tres películas como magníficos ejemplos de tratamiento complejo y apasionante del personaje del sacerdote en el siglo XXI, superados los límites de tremendismo y angustia en los que Pialat situó a su criatura en la película sobre la novela de Bernanos. La primera y la segunda son magistrales variaciones sobre el tema del religioso que asume sus opciones, aceptando que su ministerio le lleva a identificarse con los que sufren hasta sus últimas consecuencias, bien en el contexto de los campos de concentración nazi, bien en una situación tan brutal como el genocidio de Ruanda (de nuevo la misión en el mundo como verdadera y última celebración del único sacerdocio posible después de Cristo). Esta asunción de responsabilidades se lleva ahora tras un proceso lúcido de autoanálisis, no exento de indecisiones y sufrimiento, lo que supone la perfecta integración entre la vía clásica (McCarey, Rossellini: camino de la acción y el compromiso) y la vía moderna (Bresson, Buñuel, Preminger: camino de la reflexión y la interiorización) de aproximación cinematográfica al sacerdocio. La última película, de candente actualidad, se desarrolla en torno a un caso de supuestos abusos, en el que las apariencias, los prejuicios y un estado de sospecha permanente sobre un sacerdote nos advierte sobre la complejidad de la verdad y logra algo admirable: que un tema tan delicado como este pueda ser abordado con finura, fuerza dramática y capacidad de interpelación.
 
Final: dos páginas de interés
En http//blogs.periodistadigital.com/cine-espiritual.php Peio Sanchez ha dedicado un monográfico al tema del sacerdocio en el cine. Se trata de 14 capítulos que constituyen un completo recorrido por la presencia de este personaje en la historia del cine. Como complemento de este amplio estudio, recomiendo visitar también la páginawww.cineyvocacion.org, que dedica una sección al tema del sacerdocio en el cine, con propuestas para trabajar una serie de películas.
 

Jesús Villegas