Salud y salvación

1 noviembre 2003

El evangelio, un modo saludable de vivir

Francisco Álvarez
 
 
Francisco Alvarez es religioso camilo, profesor del “Camillianum” (Instituto Internacional de Teología Pastoral Sanitaria) de Roma.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El objetivo de este artículo es, principalmente, fijar la relación entre salud y salvación. El autor hace, primero, una aproximación al amplio sentido de la salud para mostrar su significado global: no solo consiste en estar bien, sino también en sentirse bien y ser bien. Después se detiene en la relación de Cristo con la salud y, pensando especialmente en los jóvenes, señala algunas aportaciones del evangelio vivido a la salud. La fe proclamada, celebrada y vivida ha de ser saludable
 

  1. Más allá de tópicos y eslóganes.

 
La relación entre salud y religión – es decir, entre salud y salvación – está adquiriendo en estos tiempos una nueva actualidad. Salta de los laboratorios de investigación sociológica a los medios de comunicación, de las aulas de teología a la calle. Titulares de corte periodístico traducen los “nuevos” hallazgos en afirmaciones como éstas: “Los que van a Misa viven más años”, “rezar hace bien a la salud”… Por el lado opuesto siguen teniendo mucha audiencia las proclamas de otros tiempos: “La religión es el opio del pueblo”, “la moral católica aliena y coarta la libertad”…
Posiciones tan dispares son, de entrada, una prueba de la complejidad de ese emparejamiento. En mi aportación trataré de entrar en la espesura de ese bosque, haciendo lo posible para que el árbol no impida ver el conjunto. Más allá de tópicos y eslóganes podremos saborear alguna verdad saludable para nuestra vida. Para ello os propongo el siguiente itinerario.
En primer lugar, haremos una incursión en el variopinto mosaico de la salud. Por ahí andan dos preguntas claves: Cuando decimos salud ¿de qué salud estamos hablando? Y, sobre todo: ¿Qué salud puede ofrecer el Evangelio vivido?
En un segundo momento, nos asomaremos al modelo de salud que propuso Jesús a los hombres y mujeres de su tiempo. Es ésta una etapa fundamental, de la que ciertamente surgirán sugerencias para la vida y para la misión de anunciar hoy una salvación creíble y saludable, cosa que haremos en la última parte.
 

  1. Como un inmenso mosaico.

 
En 1946 la OMS definió la salud como un «estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente ausencia de enfermedad o dolencia«. A partir de entonces las definiciones se han multiplicado de forma desbordante. Ahora bien, quien salga a la calle preguntando al ciudadano/a sobre su particular concepción de salud se encontrará ciertamente con unas coincidencias llamativas. Con unos acentos que marcan determinados rostros, y descuidan o ignoran olímpicamente otros, como si se trata de un inmenso mosaico.
 

  •  Ante todo “estar bien”.

 
Es la salud centrada en el cuerpo, en sus órganos, tejidos y funciones. Una salud muy objetiva, mensurable, comprobable: la que sale en placas y papeles. Popularmente se la identifica con el vigor, la vitalidad y la prestancia física. Ahí apunta el ojo clínico de cualquier observador cuando sentencia que alguien tiene «buen aspecto«, «buena cara«, o que «está en forma«. La cultura actual va más lejos todavía, al acentuar el valor de ese criterio. Hoy se rinde culto al cuerpo, a la imagen, a la belleza, a la juventud… El «footing», los gimnasios y saunas, las dietas «ligth» son algunas de las vías aconsejadas para acercarse al nuevo ideal de salud. Éste ya no apela, como en otros tiempos, a la medicina que satisface necesidades, sino a la “medicina del deseo”. No basta con curar el cuerpo, hay que perfeccionarlo (no basta corregirlo) mejorar sus prestaciones laborales, lúdicas, sexuales… Es la medicina convertida en “happiness business” (negocio de felicidad).
Pero no es sano todo lo que reluce. Una salud así vista y buscada es todavía excesivamente “veterinaria”. El cuerpo no es sólo objeto y exterioridad. Es también intimidad. No basta poseer un cuerpo vigoroso para ser o sentirse sanos. Entre otras razones porque el cuerpo no es «algo» que se tiene, sino más bien algo que se es. Vivir significa convivir con él. ¿De qué sirve la apariencia si uno está en guerra dentro de él? Un cuerpo es sano también cuando es libre y no esclavo; cuando vive en armonía, a pesar del límite; cuando es «lugar» de encuentro y no de reclusión. Vistas así las cosas, no resulta difícil entender que haya, a menudo, tanta riqueza escondida tras las apariencias de la debilidad; y tanta vaciedad patológica camuflada tras sobredosis de vigor. Y es que ni es sano todo lo que reluce, ni enfermo todo lo débil…
 

  •  Algo más que utilidad.

 
Se admite fácilmente que es sano quien puede trabajar, mientras que el enfermo está legítimamente exento de esa responsabilidad y de ese derecho. Es el criterio de utilidad. Según el mismo, la salud consiste en aquel estado de eficiencia que permite al individuo desarrollar los roles y tareas para los cuales ha sido socializado (A. Pearsons).
También en este caso es preciso afinar la mirada en busca de otros rostros. Y no sólo por la parcialidad de dicho criterio, sino sobre todo por las connotaciones culturales que conlleva. No en balde vivimos en una sociedad hecha por los sanos para los sanos, que acentúa la competitividad, la agresividad, el poder y la imagen, y que tiene dificultad en considerar sanos a los “diferentes”, excluyéndolos así fácilmente del derecho al trabajo.
Es bueno, pues, recordar aquí que ni todos los enfermos se sienten inútiles, ni el hecho de estar sano vacuna contra la inutilidad. Esto es así porque, entre otras razones, lo que caracteriza al ser humano no es el hacer sino el actuar, imposible al animal. Por otro lado, no existe actividad laboral que agote todas las posibilidades de la misión. La utilidad, de hecho, no consiste tanto en el trabajo (aunque normalmente lo requiera), cuanto en el cumplimiento de la misión que todo hombre ha descubrir primero y saborear, después.
Es cierto que toda enfermedad física lleva en sí el aguijón del sentimiento de inutilidad. Pero no lo es menos que la historia está llena de personas que, viviendo el límite de la enfermedad física, han sobresalido en el cumplimiento de misiones nobles y difíciles e, incluso, en el desarrollo de múltiples actividades.
Estos «enfermos» constituyen, sobre todo hoy, una memoria viva de ese rostro oculto del mosaico salud. Nadie es verdaderamente sano hasta que no responde al interrogante: Salud ¿para qué? (Dr. Siebeck); es decir, hasta que no aprende a sacarle partida a su vida (sean cuales fueren sus limitaciones), a descubrir nuevas posibilidades partiendo de su situación concreta, a encontrar «su» lugar en el mundo, a gustar el valor de la gratuidad, el alcance de las cosas pequeñas, el valor de cuanto el dinero es incapaz de comprar.
 

  •  La medicina no tiene la única palabra.

 
Todavía no existen certificados de salud expedidos por los sociólogos, los antropólogos, moralistas o directores espirituales. Tradicionalmente ha sido el médico o el psiquiatra quienes, con sus propios criterios, determinan cuándo una persona está sana o enferma.
Muy pocos ponen en duda el papel primordial de la medicina. Sin embargo esa concentración (que alguien llama «secuestro») de la suerte de la salud en sus manos y la consiguiente medicalización de la misma ha sido y es una peligrosa reducción. El criterio médico, a pesar de todas las apariencias, también es relativo. No tiene la única palabra. La salud sólo puede ser promovida, atendida y entendida a partir de una alianza; es decir, del concurso de criterios y esfuerzos complementarios, interdisciplinares. Nadie posee todas las piezas del mosaico. Nadie, por tanto, puede hacer un diagnóstico integral ni conducir un proceso terapéutico que abarque a toda la persona.
Podríamos ilustrar estas afirmaciones poniendo algunos ejemplos: El médico puede diagnosticar la ausencia de enfermedad física, pero no puede imponer a su paciente que se sienta bien; puede curar una úlcera de estómago, pero no modificar el estilo insano de vida del paciente y, menos aun, darle nuevas razones para vivir; puede suprimir o aliviar el sufrimiento físico, pero normalmente se siente impotente ante su sufrimiento moral; puede dar el alta médica a una persona a la que, fuera del hospital, nadie espera…
 

  •  Yo estoy bien, tú estás bien.

 
Curiosamente, las vivencias más personales son las que tienen una mayor proyección relacional y social. Así, el amor y el odio, la libertad, la muerte. Sucede lo mismo con la salud. Ésta es, a la vez, algo íntimo y compartido. Existir saludablemente equivale a coexistir sanamente; del mismo modo que vivir significa convivir y desvivirse por alguien, y trabajar comporta participar.
Hoy en día la sociedad se muestra cada vez más sensible a estas dos dimensiones de la salud: la dimensión psicológica y la social. No es fácil determinar cuándo uno es sano desde el punto de vista psicológico. Si bien han aumentado las posibilidades de diagnóstico por un mejor conocimiento de la persona, también es cierto que se conoce mejor la complejidad de la misma. Sabemos, sin embargo, que en la práctica totalidad de las patologías se comprueba una carencia común: la falta de una adecuada colocación o ubicación frente a sí mismo, frente al mundo, o a los demás; un problema relacional, por tanto. Y es que una relación sana es tan importante como un órgano sano. Es éste uno de los rostros más preciados de la salud. Sólo quienes lo viven pueden, a su vez, irradiarla, «contagiarla».
Surgen espontáneamente algunas preguntas: ¿En qué hospitales se curan las relaciones enfermas? ¿En qué escuela se aprende a relacionarse sanamente con… todo? ¿Qué medicina reclama en este sentido la sociedad de hoy?
La salud no es un asunto puramente individual y aislable. Cada pieza del mosaico forma parte del conjunto. Así, cada uno es deudor y acreedor de un determinado entorno, cada vez más amplio. Dentro del mismo no sólo se contagian enfermedades, sino que también se promueve una cultura que favorece una vida más sana o más enferma; cultura que, obviamente, se traduce en estilos de vida, en modos concretos de plantearse la existencia, con sus valores y contravalores. Cada uno «fabrica» la propia salud dentro de un habitat sano o insano, participando en un tejido de relaciones sociales saludables o patógenas, viviendo unas determinadas condiciones de trabajo, e inmerso en una cultura de solidaridad o de competitividad…
 

  •  Cuando hablamos de salud.

           
Las preguntas acerca de la salud son preguntas acerca de la persona, de lo más nuclear dentro de ella. Así concluía una encuesta hecha en Francia allá por los años 70. No en vano se trata de una de las experiencias más fundamentales y complejas. Tiene su sede en el cuerpo, pero de un cuerpo vivido por un sujeto. No es sólo, por tanto, cuestión de estar bien, sino también de sentirse bien y, más aún, de “ser bien”, es decir, de que la persona (el sujeto) “funcione” bien en todo aquello que la constituye como tal. No sólo enferma el estómago, también pueden enfermar las relaciones con los demás, con las cosas; no basta con tener sanos los ojos, es preciso aprender a mirar; no es suficiente manejar bien el propio cuerpo, hay que vivir a gusto dentro de él. Las esclavitudes de la libertad, atenazada por las drogodependencias, son tan patológicas como las enfermedades que pueden generar. La ausencia de un sentido para la vida no tiene una localización precisa dentro del cuerpo, pero puede conducir a la patología comúnmente conocida como “vacío existencial”.
Sólo partiendo de esta visión integral (u holística) tiene sentido plantearse hoy la relación entre el Evangelio y la salud humana. De entrada hay que decir que Cristo no vino para curar cuerpos y/o competir con la ciencia o los curanderos de entonces. Su aportación hubiera sido un fracaso. Tampoco hizo tan largo viaje, desde su condición divina a la condición de siervo, para que los hombres y mujeres de su tiempo se “sintieran bien”. Este “sentirse bien” nunca podrá ser, visto desde el Evangelio, un objetivo; será sólo el resultado – no garantizado – de un modo de vivir, y, en todo caso, relativo: el Evangelio no es sedante ni euforizante, ni opio. Sí vino, en cambio, para sanar a la persona, es decir, para que cada hombre y cada mujer puedan vivir saludablemente, y “funcionar” bien en todo aquello que las distingue del resto de la creación. Más aún, vino para potenciar lo humano, para que en la aventura de vivir todos puedan desarrollar al máximo sus propias potencialidades. Y, como la persona no es fragmentable ni divisible, y puesto que su amor la abarcaba por entero, su oferta de salud era total. Comenzaba por el cuerpo, pero no se detenía ahí. Veamos todo esto un poco más de cerca.
 

  1. Cristo, el Salvador saludable.

 
Parece fuera de duda que Jesús, en los años de su ministerio, realizó curaciones de diferentes patologías y dolencias. Los relatos evangélicos refieren una realidad de base, aunque el lenguaje usado y el contexto catequético de su difusión es el propio del mundo de los signos. Dicho de forma muy sencilla: en los tiempos de Jesús abundaban las personas que poseían facultades (no ciertamente científicas) para curar enfermos, incluso de forma espectacular: eran magos y curanderos. Jesús no vino a competir con ellos ni a sustituirse a la ciencia. Creer en sus curaciones era relativamente fácil. No lo era tanto adherirse a su significado. Sus milagros –así lo dicen los evangelistas, especialmente Juan – eran signos, señales. Tan importante o más que la materialidad de los hechos era la intención, la pedagogía, la dirección con que Jesús los realizaba. Eran, como dice René Latourelle, parábolas (mensaje de salvación) puestas en obra.
El primer significado: Cristo no desdeña el título de terapeuta/sanador (pues él mismo se presenta así, por ejemplo en la sinagoga de Nazaret: Lc 4, 18ss); sin embargo viene fundamentalmente como salvador. Como salvador único y… atípico. No tiene igual. Ambas características se reflejan de diferentes modos. La salvación que ofrece viene de arriba. Trae por tanto impresas las señales de Dios: es la encarnación de su misericordia infinita y de su pasión por el hombre, de la biofilia (del amor por la vida). Porque viene de Él, trae también sus “medidas”, es decir, supera todas las previsiones humanas y va más allá de lo que el hombre pueda esperar; es, por tanto, sorprendente (“ni el ojo vio, ni el oído oyó…”), y única.
Al mismo tiempo, la salvación “baja”, alcanza al hombre tal como es y allí donde está, asume la “medida del hombre”, se hace historia y camina con ella, se vuelve concreta como el pan, grandiosa y sencilla; se traduce en vaso de agua y en agua que sacia la sed hasta la vida eterna; se expresa en vista para el ciego de nacimiento y en liberación de la ceguera interior, en perdón de los pecados y en confianza en la divina Providencia… La salvación toma cuerpo en el cuerpo. Es ofrecida también bajo forma de salud.
Un segundo significado: la relación de Cristo con la salud no se limita a las curaciones, por tanto, a sus acciones a favor de los enfermos oficiales de su tiempo. La salud que ofrece va dirigida a todos: también a los sanos. Veamos algunas de sus características.
 

  •  Abarca a toda la persona.

           
Jesús en ningún momento idolatra la salud, sobre todo la física. Nos invita a gastarla e incluso perderla (“el que no pierde su vida”, dar la vida por los demás…), y él mismo sacrificó la suya propia en la cruz. Sin embargo su sensibilidad no despreció nada de lo humano. Fue sensible a una fiebre banal, a las enfermedades crónicas, a las exclusiones de la comunidad por motivo de la estigmatización de la enfermedad. Habiendo asumido plenamente la condición humana, nada de lo humano le era extraño e indiferente. Tan es así que se puede decir que vino ante todo a enseñarnos a ser hombres y mujeres, a acertar en la aventura de serlo, a recuperar el entusiasmo de serlo. Con su sensibilidad exquisita y con su magistral pedagogía invitó a todos a despertar del sueño, a tomar conciencia de la dignidad de la condición humana, a convivir saludablemente con la propia corporalidad. Ninguna dimensión de la persona quedó al desamparo, pues no vino a curar una parte sino al hombre entero.
 

  •  Salud personal y relacional.

 
Una característica muy importante. La salud de la que Cristo es eficaz portador para todos, está íntimamente ligada a su persona. Algo de esto se revela en aquel texto que dice: “De él salía una fuerza que curaba a todos”. Parafraseándola podríamos añadir: La salud habitaba en su interior, de tal manera que él mismo era la salud, y era saludable. Por eso lo era también cuanto decía y hacía: su palabra, sus gestos, su presencia física, su relación con los demás, su actitud ante las cosas. Por él circulaba la salvación saludable y dejaba tras de sí una especie de rastro benéfico, accesible sobre todo a los hombres y mujeres de buena voluntad y, entre éstos, a los más pobres.
De hecho, la salud que él ofrece no es “algo”, no se sitúa en el orden de los objetos, sino en la orden de los valores: entre él y los curados la salud es fruto de una relación (animada por la fe, por la confianza: “tu fe te ha salvado”) y tiene la finalidad de establecer una nueva relación saludable en quien acepta su oferta.
Podríamos decir que la nota más distintiva de su salud es la capacidad de generar un salto de calidad relacional: nueva relación con el cuerpo, con la enfermedad, con las cosas, con los demás, con Dios. La salud será siempre la experiencia de una múltiple y compleja relación. Pues, a eso vino el Señor.
 

  •  Orientada hacia la plenitud.

 
Puesto que Cristo viene como Salvador, todo cuanto dice o hace a favor de los hombres está ordenado a ese bien esencial: la salvación, es decir, la plenitud de lo humano en Dios. La verdadera salud no termina con la curación de la enfermedad corporal (ceguera, parálisis etc.) ni siquiera con la expulsión de espíritus inmundos. Comienza más bien a partir de ahí. El regalo se convierte en nueva posibilidad, en tarea y misión para el curado. Éste es invitado por Jesús a recorrer un nuevo itinerario. De hecho, esto es visible en el conjunto de los milagros. Éstos apuntan en una dirección de profundización e interiorización de la salud, es decir, de camino hacia la salvación. Veamos algunos ejemplos de este itinerario.
          – De la salud física a la salud psico-espiritual. Esta transición es palpable sobre todo en ciertos milagros. El ciego de nacimiento, según el relato del cap. 9 de S. Juan, en su relación con Jesús pasa de la curación de los ojos de su cuerpo al hallazgo de una nueva visión: llega a postrarse ante el Jesús reconocido como Mesías. En otros casos el dinamismo saludable lleva al curado/ a recuperar la dignidad perdida o usurpada, como en el caso de la hemorroísa, puesta al descubierto para dignificarla: “tu fe te ha salvado”. Con frecuencia los curados son invitados a cambiar, a reemprender una nueva vida, a insertarse de nuevo en la comunidad, a comenzar de nuevo. Otros exteriorizan su “nueva salud” siguiendo o pretendiendo seguir al Maestro, y casi siempre brota de ellos la acción de gracias y la difusión irreprimible del favor recibido. Finalmente, la invitación a no pecar más ratifica la intención de Jesús de transformar al hombre desde dentro, desde sus esclavitudes internas, desde la raíz ultima de muchos males.
          – De los oficialmente enfermos a los supuestamente sanos. La oferta salvífica y terapéutica de Jesús es tan honda y universal que alcanza a todos. Quienes se dejaron diagnosticar en profundidad por él, no sólo se sintieron salvados (perdonados, acogidos) sino también interiormente sanados: de sus prejuicios y tabúes, de la ceguera interior, de esclavitudes, de una mala relación con los bienes de este mundo… Cuando Jesús cura a los “enfermos”, su mirada está apuntando siempre también a los “sanos”. Es como si les dijera: “¿Veis lo que estoy haciendo con éste? Pues eso mismo quiero hacer con vosotros: con las telarañas de vuestro corazón, con las muletas de vuestro cerebro, con vuestras resistencias al cambio, con vuestro rechazo a despertar…”.
          – Del individuo a la comunidad. Consciente de que la sociedad es generadora de salud y de enfermedad, de inclusión y de exclusión, Jesús no se limitó a sanar individuos sino que puso las mejores bases para la salud comunitaria. En la comunidad no deberá haber más excluidores ni excluidos, marginadores ni marginados, opresores ni oprimidos. Sólo una comunidad fraterna y solidaria es una comunidad sana. Más aún, el pacto sellado por él con su sangre es también una “nueva alianza por la salud”. Ésta es encomendada como misión a la comunidad y, además, se ofrece a todos la posibilidad de vivir saludablemente. La salud no es un mandato; sí lo es vivir saludablemente y promover la salud integral propia y ajena. La comunidad que nace de la Pascua resulta ser, de hecho, la comunidad de los salvados y de los sanados. Así fue la experiencia que hicieron los discípulos.
          – Desde el límite (y las posibilidades) a una nueva calidad de vida. Nunca alguien podrá decir que Cristo invita a los creyentes a un falso triunfalismo, a rendir culto al propio cuerpo, a buscar obsesivamente la salud. Partiendo de una valoración positiva y estupenda de todo lo humano (incluido el cuerpo) nos enseñó que el camino de la salud hacia la plenitud comienza de “abajo”, desde la fragilidad que nos habitará siempre, desde la aceptación de la propia corporalidad. Para vivir saludablemente es preciso acoger ciertas paradojas humanas y cristianas: para vivir es preciso reconciliarse con la muerte, para subir es necesario bajar, para vivir creciendo hemos de desvivirnos por alguien y por algo, para dar vida es preciso entregar la propia en el fuego lento de cada día, para crecer y avanzar es preciso que algo vaya muriendo en nosotros (no sólo quedando atrás…). Su salud, por tanto, es compatible no sólo con el límite sino también con las enfermedades y, por supuesto, con la muerte. Más aún ,como la libertad misma, también ella se fragua y se forja en la resistencia.
En el horizonte, sin embargo, todo apunta hacia la plenitud. El creyente tiene muchas posibilidades de alcanzar en su existencia una nueva calidad de vida. Es la que nace no sólo de la curación/sanación de las dimensiones “enfermas” o enfermizas de la persona, sino sobre todo de los dinamismos que introduce en ella la fe, la adhesión a Cristo, la escucha de la Palabra, la integración en la comunidad de creyentes. Dicho de una manera gráfica, según expresión de B. Tyrrell: Jesús no se limita, tampoco hoy, a arrojar de nosotros “espíritus malignos”, sino que introduce en nosotros el Espíritu. Es el Espíritu de la salud y de la sanidad, el que “santifica y da vida”, según confiesa nuestra fe.
 

  1. Para una vivencia (y transmisión) saludable de la fe.

 
Inicio esta parte conclusiva con dos testimonios, el primero más personal que el segundo. El citado B. Tyrrell, al comienzo de su interesante libro “Cristoterapia: La curación por medio de la iluminación”, refiere que, encontrándose en un momento “psicológicamente angustioso y turbulento de su vida”, recurre al gran psiquiatra Thomas Hora. Éste, sorprendido, le dice: “¿No le parece cómico que usted, sacerdote, jesuita y teólogo, acuda a mí para hacerse curar por un psiquiatra? Si una religión es realmente auténtica y si usted busca sinceramente vida y luz por medio de ella, ella debería ser la fuente de curación y de integridad a todos los niveles de su ser, tanto el psíquico y el somático como el moral y espiritual”. Por su lado, I. Baumgartner en su voluminosa obra “Psicología pastoral”, se pregunta si los “ciegos”, cojos”, “encorvados”… de hoy no estarán buscando “inconscientemente una Iglesia terapéutica”
, y una convicción bien demostrada recorre todo el libro: la Iglesia de Cristo, para serlo, ha da ser inseparablemente salvífica y saludable/terapéutica.
La historia de veinte siglos de cristianismo no es especialmente generosa con esas afirmaciones. Lamentablemente, la transmisión del mensaje ha descuidado en exceso esa doble dimensión. Hoy se está recuperando, pues no en vano esa recuperación forma parte de una corriente teológico-pastoral más global: la salvación se realiza ya en la historia, y no sólo después de ella.
Cuanto diré en la brevedad de las líneas que restan, parte de la convicción que vengo profundizando desde hace años: Creer es muy saludable. Y aunque el Evangelio no sea ni mucho menos como una aspirina, sin embargo vivir de acuerdo con él es lo mejor que nos puede suceder. No sólo no está reñido con la plenitud, sino que es el mejor camino hacia ella. Pensando especialmente en los jóvenes, de forma muy selectiva (por tanto parcial) voy a señalar cuatro aportaciones a la salud del Evangelio vivido, aportaciones de las que ellos están hoy particularmente necesitados.
 

  •  Valor saludable y terapéutico del sentido

 
Una de las peores patologías actuales consiste en el así llamado “vacío asistencial”. Vivimos en la que alguien ha llamado “la era del vacío”. Como ha explicado hasta la saciedad el psiquiatra humanista Viktor Frankl, éste se debe básicamente a la ausencia o pérdida de un significado para la vida, y genera a su vez otras patologías y desviaciones, sin excluir el suicidio. Nunca como hoy se ha puesto de relieve la necesidad de un sentido, en la triple acepción de significado, orientación y valor. No sólo sentidos parciales, sino – cosa mucho más difícil – sentido de totalidad.
¿Cómo conseguir que el cristianismo sea realmente aportador de sentido? He aquí una cuestión básica para la pastoral. La experiencia de siglos está mostrando que eso no se consigue mediante la “moralización” de la fe, ni de su reducción a la praxis cultual. Tampoco a través de una transmisión que rinde culto a las respuestas y desdeña las preguntas. El sentido es una cuestión más afectiva que teórica, apela más a los símbolos y al corazón que a los discursos y a la mente (Jesús predicó en parábolas…), surge y se alimenta más en el contacto/experiencia con la persona de Cristo que en el aprendizaje de su doctrina. Dicho de forma muy breve: el sentido apela a la dimensión cordial de la fe.
          – La salud es un valor y requiere valores. La estimativa de la salud, sobre todo en ciertas dimensiones, se ha disparado en estos tiempos. Nunca había sido tan apreciada, hasta convertirse en una especie de nueva diosa, justamente la diosa “hghieia”. Sin embargo, tal vez nunca ha sido tan maltratada, expuesta múltiples desviaciones y excesos. El consumismo, la patología de la abundancia, las variadas dependencias (humo, alcohol, droga, trabajo, dinero, comida, sexo…), los ritmos desenfrenados de vida, las contaminaciones de todo tipo… conviven con esa especie de “culto”. De la mano del “camino triunfal de la medicina”, se ha pretendido convertir la salud en una cuestión técnica (la resuelve la ciencia) y económica (se soluciona con recursos). Se ha olvidado la dimensión biográfica, personal y comunitaria, de la salud. La salud no es un objeto de consumo, es un valor que, a su vez, depende de valores y creencias, en definitiva de la libertad. Educar cristianamente equivale obviamente a formar en valores; significa enseñar a vivir sana y saludablemente. ¿Cuándo se ha tenido esto presente en la catequesis, en la predicación? Formar así en la fe ha de comportar necesariamente una serie de contenidos. Por ejemplo: Proponer alternativas a los actuales estilos insanos y patógenos de vida, descubrir la bondad y la belleza de los valores (en definitiva de la moral cristiana), descubrir la solidaridad como condición saludable de convivencia…
 

  •  El cuerpo es la clave

 
No se trata del cuerpo sin más, es decir en cuanto objeto; sino del cuerpo vivido. Ese es el quicio en torno al cual gira la salud vivida. De nuestra relación, compleja, rica o pobre, pero siempre misteriosa con nuestro cuerpo depende en buena medida la salud. En la transmisión de la fe, tal vez haya que poner el acento sobre todo ahí. De hecho, en el misterio de la Encarnación, prolongado luego en el tiempo en la persona de Cristo, se fundamenta la vivencia salvífica y sana de nuestra corporalidad. Haciéndose hombre vino a enseñarnos a serlo. Asumiendo un cuerpo nos reveló cómo vivirlo, no sólo en clave de santidad, sino también de sanidad.
Vivirlo como Él quiere decir, por ejemplo, acogerlo de lleno y hasta las últimas consecuencias, reconciliarse con sus límites y desarrollar sus posibilidades, lograr la unión entre lo biológico y lo biográfico, convertirlo en epifanía coherente de la persona, aceptarlo y desarrollarlo como lugar de encuentro (y no como simple objeto retenido en propiedad), gastarlo y entregarlo a favor de los demás, “multiplicarlo” como vehículo y generador de vida… En estos frentes se juega hoy, sobre todo en el mundo juvenil, la suerte de la salud integral. Fenómenos como la anorexia, el rechazo implícito o manifiesto del propio cuerpo, la servidumbre y esclavitud de las modas y de las dietas, los excesos de todo tipo, el divorcio constante entre sexo y amor… hacen urgente una nueva pedagogía cristiana sobre la corporeidad/corporalidad. Entre el escepticismo (e incluso desprecio) de otros tiempos en torno al cuerpo (propios de una espiritualidad que duró en exceso) y el culto idólatra y narcisista de ciertas culturas de hoy, el mensaje cristiano ha de ayudar a los jóvenes a descubrir la bondad y belleza del propio cuerpo, a respetar (incluso venerar) su dignidad, a vivirlo en actitud de homenaje a Dios, a adquirir una mayor familiaridad con él, a desarrollar todas sus potencialidades.
 

  •  Para que creer sea saludable

 
Deberá pasar todavía alguna generación hasta que en la Iglesia la recuperación de la dimensión terapéutica y saludable del Evangelio sea realidad. Caminamos en esa dirección, pero con lastres y rémoras inveterados, con resistencias de ayer y de hoy. Quienes se apoyan básicamente en experiencias fallidas (creer no sirve de nada) o apelan a razonamientos teológicos (la salvación es otra cosa, el Evangelio no tiene nada que ver con la salud), difícilmente podrán abrirse a esta nueva perspectiva reconfortante.
En el recorrido, sin perder la esperanza, hay requisitos indispensable para avanzar. Por ejemplo, ahondar en el hecho, bíblicamente relevante, de que Dios es el Dios de la vida, el gran aliado del hombre. No es freno ni límite, sino estímulo y horizonte. No aguafiestas, sino fuente alegría y de paz. Tampoco es tapagujeros ni pretexto fácil para débiles y perezosos, sino Aquel que toma en serio al hombre y que, en Cristo, vino a despertarnos de sueños y letargos, a hacernos conscientes del “peso de la realidad” y, al mismo tiempo, de su dirección hacia la plenitud.
No será fácil deshacerse de tópicos ni de posturas arraigados que nos remiten, a nuestro pesar, al rostro desfigurado de Dios y a una imagen poco o nada atractiva de la Iglesia. En la calle, en el ambiente, en el clima que se respira, más que en razones razonadas, está extendida la idea de que a las religiones oficiales les llegará la hora de pasar el relevo a las espiritualidades, de que aquéllas no contribuyen al bienestar y a la paz; y habrán de reducirse al ámbito de la intimidad o de la vida privada.
Para que nuestra fe proclamada, celebrada y vivida sea saludable será preciso que lleguemos a ser testimonios de que a nosotros, sea cual sea nuestra edad, creer en Cristo, compartir la fe, vivir la Iglesia y en la Iglesia… nos humaniza, nos ayuda a vivir gozosa y constructivamente la aventura humana, nos abre a nuevas dimensiones, nos centra la vida, nos estimula en la solidaridad. Nos enseña el complejo “arte de vivir”.
 
Bibliografía de referencia
 
ÁLVAREZ F., El Evangelio de la salud, San Pablo, Madrid 1999.
ID., El Evangelio, un modo saludable de vivir, en UNIV. PONT. DE SALAMANCA (..), Misión sanante de la comunidad cristiana, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2002, págs 113-142.
DOMÍNGUEZ C., URIARTE J.M., NAVARRO M., La fe, ¿fuente de salud o de enfermedad?, Idatz, San Sebastián 2001.
PAGOLA J.A., Es bueno creer. Para una teología de la esperanza, San Pablo, Madrid 1996. Especialmente págs. 113-172.
TYRRELL B.J., Cristoterapia. Guarire per mezzo dell’illuminazione, Paoline, Milano 1987, p. 9.
BAUMGARTNER I., Psicología Pastoral. Introducción a la praxis de la pastoral curativa, D.Brouwer, Bilbao 1997, p. 8.