Seducción de Dios y praxis compasiva

1 septiembre 1997

Xavier Quinzá es profesor de la Universidad Ponti­ficia Comillas (Madrid).
 

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

El artículo encara la relación entre el mundo de los deseos y la evangelización, pro­poniendo tres itinerarios educativos: A/ De la cultura del deseo a la cultura del corazón; B/ De la manía del ídolo a la seducción del Icono; C/ De la praxis de los «derechos» a las prácticas compasivas. La «verificación» de la «seducción de Dios» a través de una: «praxis compasiva», de ese modo, queda articulada en una dinámica progresiva: primeros pasos perdidos y los pasos hacia los otros
 

  1. Tres itinerarios de integración

Estas notas pretenden ser orientadoras para la necesaria integración de los muchos elementos que inciden en el mundo de los de­seos y en su evangelización. Todos coincidi­mos en señalar la emergencia de una cultura del deseo, que dentro de los múltiples meca­nismos del consumo generalizado, cultiva ca­da vez más unas determinadas formas de de­sear. Dicha cultura del deseo no debe ser de­monizada desde las posturas creyentes como un competente desleal que busca rivalizar con la oferta religiosa, sino que, partiendo de ella como realidad inevitable, debe y puede ser desenmascarada para descubrir sus propósi­tos y, valorando lo positivo, poner en cuestión también su negatividad. Creo que sólo par­tiendo de esta postura de aceptación cultural, podremos orientar certeramente la evangeli­zación del deseo y de su cultura y diseñar unas prácticas acordes con el Evangelio para los jóvenes de nuestro tiempo.
Tres itinerarios se proponen para integrar de un modo más eficaz la fe y la vida. En el primero (A) se pretende recorrer los meandros de los deseos, como una realidad múltiple y compleja que nos atraviesa y nos desorienta. Y descubrir ahí una fuerza importante de inte­gración. Sólo desde el fondo de los deseos y aceptando el dinamismo ciego de los mis­mos, podemos orientamos de una forma ade­cuada y radical hacia el corazón. No hay ata­jos. Y demasiadas veces, por obviar este con­fuso mundo, nos hemos encontrado con una evangelización superficial que no ha arraiga­do en el núcleo de los sujetos como seres culturales. En el segundo (B) se pretende de­senmascarar el aguijón del deseo como lugar del pecado y el mal. Deshacerse de los ídolos no es una tarea fácil y exige creatividad y mu­cho coraje. Para dejarnos seducir el corazón por Dios tenemos que atrevernos a mirar «el salón de los pasos perdidos». Y sólo el que vuelve, como el hijo pequeño en la parábola lucana, puede cambiar de Dios. En el tercero (C) de estos recorridos de integración nos proponemos entrar en el mundo de las prác­ticas del Reino. Quizá nos hemos apoyado demasiado en la ética, en el mundo de los de­rechos como campo exclusivo de la transfor­mación evangélica. Y es posible que haya­mos olvidado el lugar privilegiado desde el que nace toda conversión: la sensibilidad in­terior. No se trata, como veremos, de renun­ciar al cambio para aceptarnos en una priva­cidad culpable, se trata de alcanzar el núcleo personal y desarmar la pretensión autojustificadora de las obras de la ley. Recibir el Reino de Dios es un imperativo íntimo para colabo­rar en su realización, y sabernos «del Reino» es salir del propio amor.
 
 
 

A.\ Los primeros pasos: de la cultura del deseo a la cultura del corazón

2. Reconciliarnos con el mundo del deseo

Todo el mundo de los deseos es un mun­do inestable y confuso. Desear es estar con el motor de arranque en marcha. Hay una expe­riencia de dinamismo interior que nos catapul­ta hacia el objeto de nuestro deseo de una ma­nera ardiente y compulsiva. Y se hace necesa­rio aceptar esta marcha interior de nuestros deseos, este perpetuo movimiento del ánimo que nos dinamiza y nos arranca de la parálisis y el estancamiento. Debemos perder el miedo a nuestros deseos. Afrontarlos, mirarles a la cara, atrevernos a dejarlos emerger de nuestro interior es el punto de partida inevitable. La erostenia, es decir, el debilitamiento y la ane­mia de nuestro desear, es una enfermedad del corazón y de nuestra cultura. Los jóvenes sien­ten de una forma muy clara este tumulto de los deseos y no se arredran ante él. Buscan, an­helan, desean con todo su ser. Y esto no es malo; más aún, podríamos afirmar que ellos son la reserva del deseo de nuestra sociedad. La inestabilidad de los deseos no debe ser tra­tada con desconsideración porque esconde dentro una energía muy importante de dina­mismo y de salida de uno mismo.
 
Somos seres de deseo y nos configuramos desde ahí como personas capaces de amar y de proyectamos más allá de lo que somos. Ca­da uno y cada una de nosotros llevamos dentro una aspiración fundamental, y si la dejamos mo­rir perdemos la misma fuerza de la vida. La cul­tura del deseo no es mala porque nos incite a desear sino porque nos cultiva una forma de vi­vir los deseos egoísta que, en realidad, nos de­sorienta y nos resta la verdadera energía interior. La evangelización del deseo comienza por el reconocimiento y la aceptación de lo que somos y debe constituirse como un cultivo evangélico del desear. Toda la predicación de Jesús estaba destinada a potenciar y rehabilitar el deseo en el corazón de la gente. Y buena prueba de ello son las Bienaventuranzas y su esfuerzo constante por despertar los anhelos del corazón exigiendo una fe en la ilimitada capacidad del deseo como fuerza de curación corporal y como potencia­ción de las expectativas humanas para desple­gar la energía del Reino de Dios. Sólo si somos hombres y mujeres de grandes deseos pode­mos recibir el Evangelio y abrazarnos con los pequeños y los pobres, que nos indican el ca­mino hacia una insensata manera de desear lo que los grandes y poderosos les tienen vedado. El que no desea ardientemente el amor y la jus­ticia no puede entrar en el Reino de Dios.
 

  1. Discernir el deseo para descubrir la deseabilidad

Reconciliamos con los deseos es una ta­rea ardua. Que nadie piense que nos podemos internar en ese laberinto confiando en la ingenuidad. El deseo es el motor de arranque, pero el coche no funciona bien si el encendido no se co­necta con el motor y lo pone en marcha. Intentar el viaje haciendo funcionar solamente el motor de arranque nos llevará seguramente a quemar­lo. Los deseos no son solamente la atracción del objeto deseado, no se acaban en la mera satis­facción de lo que anhelamos. O, en todo caso, son una energía de doble dirección: nos ponen en contacto con lo deseado, pero también nos conectan con nuestra capacidad misma de de­sear. Cuando deseamos algo no solamente es­tamos expresando una carencia, sino también y sobre todo, una capacidad. Puesto que desea­mos esto o aquello, caemos en la cuenta de que somos seres de deseo, y descubrimos nuestra propia capacidad de desear. Los deseos nos co­nectan con la deseabilidad personal, que es el verdadero motor de nuestra vida. Nos están lla­mando la atención hacia una fuerza primordial y única que Dios ha puesto en nuestro interior co­mo creaturas amadas, bendecidas y elegidas por él a ser sus dioses.
El verdadero acompañamiento en la evange­lización del deseo no se preocupa solamente en que elijamos bien nuestros objetos de deseo, como nos hemos limitado a hacer la mayoría de las veces, sino que se ocupa en que nos des­cubramos personas que no se identifican tanto con lo que desean como con su propio ser ca­paz de desear. Y orientan el discernimiento ha­cia esa llama doble que, por un lado arde ali­mentándose del oxígeno del aire y, por otro, de la cera original de la que está hecha. Y más aún cuando se trata del deseo hacia las otras per­sonas que nos fascinan. No deseamos origina­riamente al otro o la otra para que llene el vacío de nuestro corazón, sino para poder compartir con él o con ella todo el rico mundo de entrega y sentimientos que ha despertado en nuestro in­terior. En realidad lo que deseamos es ser dese­ados, es decir compartir con él o con ella ese fuego interior que su mera presencia nos en­ciende, pero que se alimenta de la rica cera con la que hemos construido nuestra vida, que aho­ra, y por su acción sorprendente, nos ilumina el mundo y la vida de una forma inaudita. No hay forma más alta de felicidad que esta comunión de deseos que nos hace realmente dioses en presencia de la única Fuente del Deseo que es Dios mismo. Y también eso que llamamos amor al prójimo participa de este mismo principio eró­tico (eros=deseo), aunque su mundo de senti­mientos se oriente hacia la amistad, el cuidado o la responsabilidad. No hay verdadero amor sin potenciación íntima del deseo.

4. El corazón como reino del deseo rehabilitado

El deseo en nuestra cultura es siempre triangular. Quiero decir que siempre necesita de un tercero que medie entre nosotros y lo que deseamos. Esta sencilla verdad es la que ha descubierto la cultura del deseo, cuando en la publicidad, por ejemplo, nos alerta sobre la necesidad de buenos mediadores para lograr lo que deseamos. Todo su esfuerzo se orienta a que nos dejemos iluminar por otros que son los que verdaderamente se convierten en mo­delos del deseo. Así, en muchos casos se nos orienta más que a consumir este o aquel obje­to, a desear como esta o aquella persona que se nos presenta envuelta en una capacidad de fascinar muy grande. Así es como cultiva un mundo de tipos ideales para nuestro desear a los que somos invitados a imitar. Desear lo que otros desean y desear como ellos lo desean es el objetivo primordial de nuestra cultura. Los deseos se convierten así en cultura y configu­ran un imaginario rico en formas y modos de conseguir la realización de lo que anhelamos. Igualmente el mundo de la novela, del cine y hasta de las revistas del corazón, tipifican esa estructura triangular del deseo y nos ponen delante a verdaderos mediadores para nues­tros deseos siempre inciertos e inseguros.
Esta función cultural de la mediación del de­seo debe ser atendida cuidadosamente en nuestra evangelización. Toda la actividad edu­cadora de Jesús del mundo del deseo de sus discípulos y amigas tuvo en cuenta esta ley uni­versal. Y no solamente les propuso un mundo de objetos nuevos para desear, que sería el Rei­no de Dios, sino que les introdujo en una diná­mica de transformación de su corazón, es de­cir, los fue llevando a aprender a desear de otra manera y no simplemente a cambiar unos ob­jetos por otros. El seguimiento, como catego­ría evangélica fundamental, adquiere aquí todo su sentido. Seguirle a él era desear como él, aprender a dejarse cambiar el corazón desde su amistad y cercanía. La llamada a estar con él y a predicar con él adquiere así una calidad nueva y supone todo un aprendizaje del mun­do de los deseos. Es el corazón el que debe ser evangelizado desde la insólita aventura de sentirse llamados por Jesús, es decir, desea­dos y atraídos por él para la causa del Reino. Y esa cercanía amorosa de Jesús es la fuerza por la que acceden a la rehabilitación de sus deseos, y se convierte en verdadera entrada en la vida de Dios. Por eso ellos y ellas descu­bren que están viviendo la ocasión de su vida. Y que la amistad del Profeta les incluye de una forma misteriosa en el conocimiento de Dios como Abbá, como Fuente de todo amor y ca­pacitación para un nuevo mundo de vivencias y de tareas de servicio humilde.
 
B.\ Los pasos perdidos: de la manía del ídolo a la seducción del Icono

5. La manía del ídolo nos vampiriza

 
La manía del ídolo es una locura. En el con­fuso mundo de nuestros deseos se alzan ídolos poderosos que nos fascinan. Y la fascinación es la primera y principal figura del deseo. Esta­mos en el mercado y muy variadas ofertas se nos presentan para ganar nuestro corazón. Además, como el mundo de los deseos no es precisamente el mundo de las razones, sino el de las atracciones, los diferentes objetos de de­seo se nos presentan en una dinámica que no nos permite elegir. Se trata de conquistar, de seducir, de incitar, de atraer, verbos todos ellos que indican una imantación de la voluntad, una cierta manipulación de lo que deseamos. Vivi­mos en una sociedad falta de discernimiento, porque de lo que se trata es de calentar los mensajes al máximo para que conquisten a las mayorías. Y aquí todo vale, no hay normas. Los objetos de deseo se convierten en ídolos por­que se presentan como la realización de todos los anhelos, como quien favorece la realización inmediata de todos los sueños, como quien puede traernos la felicidad con tal que nos rin­damos a su acción todopoderosa.
Y aún peor. Se convierten en ídolos porque, ofreciéndonos el colmo de la felicidad, escon­den una cláusula en letra pequeña: les hemos de entregar también el colmo de nuestro cora­zón. No se contentan con menos, porque la fuerza del ídolo está precisamente en que vive de la sangre de sus víctimas. Por eso decimos que nos vampiriza, que nos chupa la vida, que nos ata en una dependencia que nos imposi­bilita liberar nuestra libertad para vivir autóno­mo nuestro deseo. En la cultura del deseo no hay lugar para el ateísmo, porque todo el es­pacio está ocupado por la competencia entre los diferentes dioses de este nuevo politeísmo. Por eso se ha definido el neoliberalismo con­temporáneo como una cultura de la violencia sacrificial. Así la nueva idolatría aparece como una fuerza espiritual que el sistema dominante se asigna identificándose con lo trascendente y oprimiendo en su nombre. Al ir invadiendo el mundo de nuestros deseos, el sistema consu­mista tiende a reemplazar todo sistema de eva­luación y transformarse en una atracción ciega. Tiene un carácter insidioso, muy sutil, capaz de infiltrarse en el corazón de nuestras percepcio­nes, para borrar nuestros puntos de referencia y producir una sumisión casi total, una obe­diencia ciega a sus imperativos. Cuando las personas se hacen productos, el ídolo las sa­crifica a sus propios intereses.
 

  1. Deshacerse del mal amor

El ídolo juega sobre un engaño fundamen­tal: lo que nos hará felices es seguir ciegamen­te al amor propio. Y aquí podemos caer fácil­mente, porque sentimos que los deseos nacen en lo más central de nosotros y se identifican con lo más nuestro, con nuestro propio amor. Y esto es verdad. Pero no es toda la verdad.
Salir del amor propio no es renunciar a lo me­jor que somos cada uno de nosotros. La base positiva de lo que somos, la propia deseabili­dad personal, es algo a lo que no podemos re­nunciar sin arriesgar el núcleo de la felicidad. Y, sin embargo, su principal enemigo es preci­samente ese mal amor que nos cierra sobre nosotros mismos. La consigna ascética del agere contra, del hacer contra uno mismo, se ha convertido a veces en un prometeísmo de la voluntad que pretendería alcanzar el miste­rio del amor a base de puños, como si se pu­diera desvelar recurriendo a golpes y arañazos contra las propias tendencias naturales.
Pero no es así. Al salir del mal amor propio no se presiona sobre ninguna inclinación na­tural, sino sobre ese mecanismo psicológico tan conocido mediante el cual convertimos en bueno lo que simplemente nos gusta y demo­nizamos sin criterio lo que nos disgusta. La propia sensualidad es la tendencia natural a huir del dolor físico, de la soledad, el decai­miento y la tristeza, y es tender a la satisfac­ción que provoca la facilidad del buen uso de los sentidos tanto internos como externos. Y el amor de sí no es sino huir de fatigas, traba­jos y sufrimientos, y abrazarnos con el bienes­tar corporal, lo que sigue siendo una inclina­ción natural propia de todo ser vivo. Y eso tam­poco es, de ninguna manera, malo en sí.
Entonces, ¿qué es lo malo de todo ello? Lo malo es la orientación hacia uno mismo que, curvándonos sobre nosotros, nos refuerza esas tendencias naturales y nos hace pensar que sólo siguiéndolas vamos a encontrar la felici­dad. La felicidad del reino de los amigos del «Rey» no es la facilidad de las tendencias na­turales, sino la cercanía y la amistad de Jesús que Él mismo nos brinda. Estar con él, vivir co­mo él, gozar y sufrir con él y por él, en eso es­tá la alegría del Reino. Y es contra el mal amor, así entendido, contra el que debemos luchar. Salir al amor-amor. Hacer el éxodo del propio gusto e inclinación natural, afrontar el malestar que las contradicciones y sufrimientos nos su­ponen, estar decididos a soportar la soledad del corazón y el descrédito de los demás precisa­mente para aprender a amarnos rectamente a nosotros mismos y a los demás. Deshacernos de un proyecto egoísta que nos hace depen­der del objeto de nuestro deseo y no de la ca­pacidad amorosa de nuestro corazón.

Dejarnos seducir el corazón

Para dejamos seducir el corazón debemos mudar de afectos. Y quizá el secreto de la muda estribe en que debemos despedimos de los amores para vivir el amor. Pero no un amor in­temporal, trascendente, sino concreto y tempo­ral pero más intransitivo. El amor que nace y muere en todos los amores y que pervive siem­pre y es eterno precisamente a base de saberse caudal pero no fuente de la vida. El amor que co­nocemos sólo podemos nombrarlo así, sin des­naturalizarlo, porque lo identificamos brotando en nosotros en cada pálpito del corazón enamo­rado, pero no como algo nuestro, sino como al­go que está siempre naciendo en nosotros. Ese secreto del amor fontal sólo se nos revela por el hecho de no ser nosotros los que amamos, sino el amor en nosotros el que ama y por el que so­mos amados y capaces también de amar.
Dejarnos seducir el corazón es despertar los sentidos interiores para conocer el verdadero objeto de nuestro deseo. De eso se trata. De mover los afectos para afinar el deseo y sentir los labios resecos por la sed. Como la cierva herida que jadea por un hilillo de agua entre los montes. Estamos junto al pozo, pero el manan­tial es hondo y no tenemos con qué sacarlo. Y es el deseo el que se hace manos, cuerda, po­zal… Conocer el don -¡si lo conociéramos!- es un misterio que se revela en la sed, o en la no­che. La sed y la herida. Y sólo en el lenguaje de la intimidad se puede revelar lo que la luz de los ojos jamás comprendería. Nosotros hemos vis­to, nuestros ojos se han abierto para percibirlo, nuestras manos lo han tocado y hemos podido oír con nuestros oídos de carne el misterio de su cercanía. Esta noticia que se ha revelado en la intimidad se abre a otros corazones que la desean. Y se hace gozo de comunión y de ex­periencia compartida. Cae la atadura del temor, y surge una libertad despojada que vive en el deseo y se recrea una y otra vez en él.
Conocer el don es desearlo, es abrir el oído del corazón y dejar que sus sonidos alegren el silencio y ahuyenten las sombras de nuestra vida. Conocer el don es saber de su ternura, dejarse suavemente en sus manos, ofrecido a sus caricias, llamado a un desvelamiento pro­gresivo de su persona hasta una intimidad que ya es franca ocupación de nuestro ser. Nuestro corazón quiere vivir en el Amor. Y la seducción del corazón es un entrenamiento del deseo. Y Jesús es el mejor entrenador del deseo que nos libera del amor egoísta y nos abre a la aventura de dejarnos llevar por él por los caminos del Reino. La evangelización de la cultura del deseo pasa por el enamoramiento total de Jesucristo, por la entera ocupación de nuestro corazón para desear tanto como él.
 
C:\ Los pasos hacia los otros: de la praxis de los derechos las prácticas compasivas
La experiencia del amores una práctica
Someter la propia experiencia del amor al primado de la práctica es un imperativo de hoy y de siempre. Amamos no porque sentimos más o menos intensamente, sino porque transforma­mos y nos dejamos transformar por el amor. El amor se manifiesta más en obras que en pala­bras, porque es una fuerza que circula y nos al­tera la interioridad y nos organiza de otro modo nuestra relación con los demás y con el mundo. La experiencia del amor es lo único que nos ca­pacita para la rebeldía. Y hace falta mucho co­raje para afrontar el amor y sus responsabilida­des. Porque estamos en un campo de fuerzas siempre mayor que nosotros y sometidos a su acción que nos altera y nos revoluciona, que no nos permite pactar con la realidad tal cual es.
El amor no es solamente una fuerza de con­moción interior, sino que sobre todo es una re­alidad que afecta a nuestro cuerpo y a nuestra manera de relacionarnos con otros seres cor­porales y otras realidades físicas y materiales. Es decir, amar no nos permite dejar las cosas como están. Amar nos obliga a poner en prác­tica la misma fuerza del amor, a transformar a los seres a quienes amamos. Por eso la mejor forma de amar, desde el mensaje de Jesús, es vincularnos a la vida de los otros, meternos en su piel, ponernos en su lugar, es decir solidari­zamos con su gozo y también con su sufri­miento. El amor evangélico es una práctica de proximidad, es un estar junto al que nos nece­sita. Y ello nos va a llevar inevitablemente a lu­char para que su espacio vital no le sea. arre­batado, para que su vida y sus aspiraciones quepan en este mundo, que no siempre es la realización perfecta de la justicia y la paz.
El que ha descubierto la experiencia del amor en su corazón obra en favor del amor, ensancha el espacio de su tienda, se abre a prácticas solidarias en favor de la justicia. Ha­cer la justicia es un imperativo del amor, pero nunca lo sustituye. Si nuestra justicia no so­brepasa la de los comprometidos de nuestro tiempo, la de los líderes sindicales o políticos, la de los grandes grupos de poder en nuestra sociedad, no es la verdadera justicia del Reino de Dios. Emplearnos a fondo con el amor su­pone dejarle espacio para que actúe en nues­tro entorno y serle muy fieles a la hora de plan­tear sus verdaderas exigencias. La experiencia del amor es una práctica, y el que ama descu­bre que está en un campo de fuerzas que le
sobrepasa. El amor activo, transformador, nos tiene en sus manos y nos cambia ante la mira­da gozosa del Dios fuente de todo amor.
 

  1. La praxis de los derechos como las obras de la ley

A ver si nos entendemos bien: reivindi­car los derechos de los que no los tienen es una verdadera práctica evangélica. Más aún: es una exigencia fundamental de aquél o aquélla que se diga en comunión con el Dios de Jesús. A la luz de Jesucristo el otro es una llamada permanente a la fraternidad. Incluso cuando el ambiente lo rechaza, cuando los ene­migos lo aplastan, cuando los amigos lo aban­donan. Cuando él mismo camina por un ca­mino equivocado, cuando ya no resulta útil para nadie. Nadie pierde nunca la calidad de hermano. Y reivindicar los derechos del her­mano es luchar por esa calidad de humanidad que Dios mismo asumió en su encarnación.
El problema surge cuando hacemos de la praxis de los derechos la única especificación y concreción del amor cristiano. Y nos quedamos tan contentos. En la perspectiva del evangelio los derechos no se contraponen a los deberes, sino precisamente a los deseos. Es decir, dere­chos y deberes están en el mismo régimen: el de las exigencias, el de las mínimas condiciones para ser persona. Los derechos son siempre condiciones para la realización de lo que so­mos, pero no aseguran el cambio interior, la transformación del corazón. Los deseos son el núcleo, lo interior que nos configura y nos pone en la disyuntiva de la opción personal. Más aún, hacer de la conquista de los derechos la única traducción de la praxis cristiana nos puede po­ner en la dinámica de las obras de la ley. Nos puede llevar a vivir la vida como la realización de una justicia exterior que nos deja tranquila la conciencia, pero que nos cierra el corazón. La conquista de la fraternidad cristiana no se agota en la reivindicación de los derechos propios o ajenos, sino que nos abre a unas prácticas des­de las que el hermano alcanza con nosotros la redención de su propia fraternidad.
La fraternidad nace de la gracia, de la gra­tuidad vivida desde Dios que se hace uno de tantos porque quiere, porque nos quiere. Así es como la fraternidad alcanza el mundo futu­ro. Y este espíritu de Amor tiene el estatuto de la sanación, no meramente exterior, sino como recuperación de la dignidad de hijos y herede­ros. La fraternidad se construye desde dentro, desde la conversión del corazón, que se niega a ser el juez que se satisface o se culpabiliza por la suerte de los demás. Los demás nos cam­bian el corazón cuando nos sentimos vinculados a ellos desde el amor intransitivo de Dios. Desde el amor compasivo que no nos admite porque lo hagamos bien, sino porque nos quiere. La ex­periencia del amor o alcanza a sanar lo más profundo de nuestro ser o no es verdadera ex­periencia del amor fontal, del Amor que ama sin méritos, porque sí.
 

  1. Prácticas compasivas y conversión de la sensibilidad

Y además la práctica del amor cristiano supone la proximidad física y afectiva de Dios en el territorio de los últimos. Decimos física y afectiva. La pasión por todo lo humano se con­vierte en empatía cordial, en ejercicio visceral de entendimiento, en práctica de reconoci­miento afectivo que potencia proyectos alter­nativos que generen la verdadera inclusión del excluido. La experiencia espiritual del pobre es primariamente una experiencia física, cor­poral, que obliga a dejar de contemplar la rea­lidad de la injusticia con gafas oscuras o de­formadoras de lo que sucede a nuestro alrededor. En la familiaridad del Dios con nosotros se nos revela otra familiaridad, la del pobre y a través de sentimientos de cordialidad y afec­to, nace una solidaridad cristiana nueva. Estar con ellos, gozar con ellos, sufrir con ellos es el origen de la espiritualidad. En el encuentro con el pobre se aúnan lo físico y lo espiritual, lo temporal y lo eterno. De ahí que sea hoy el territorio eclesial por excelencia.
El pobre, de rostro concreto y desfigurado, al que expatriamos y excluimos, nos presta su mi­rada, nos deja ver el mundo desde sus ojos. Y así, nos capacita para una visión diferente y nueva, crítica y comprometida Por eso se ha­ce necesario que aprendamos a mirarle y que no nos asustemos, sino que dejemos que nos penetre en la sensibilidad interior que tenemos dañada e insensibilizada. La conversión de la sensibilidad es un proceso largo y paciente. Nuestros sentidos interiores se renovarán en contacto con las personas que sufren y espe­ran una nueva ocasión para su vida. Son los sentidos interiores los que nos aseguran el arraigo del compromiso cristiano y solidario. Y los que vertebran nuestra orientación de la vi­da. Estar con los otros, los despojados, desa­tendidos, excluidos, para adquirir una perspec­tiva de visión diferente y una nueva manera de ver nuestro mundo desde el apego, desde la cercanía y la implicación con los que sufren.
 
Evangelizar nuestra cultura del deseo desde las prácticas compasivas es ir haciendo un iti­nerario muy arriesgado. Porque supone de­sandar muchos de nuestros caminos, rehacer los recorridos de la injusticia y la marginación, pero con los otros, los que han sido puestos en el margen de la vida por nuestro propio deseo egoísta y estéril. Y es, también, descubrir la fuer­za de rehabilitación para nuestro desear. El ca­mino de seguimiento de Jesús es un éxodo humilde. La metáfora de una historia con futu­ro se puede vivir cuando se reconoce el Éxodo de los pobres y se descubre el don divino que se nos regala, presencia pobre y oculta, pero salvadora para ellos y para nosotros.

Xavier Quinzá