Juan María Laboa
Juan-María Laboa Sacerdote, Profesor de Historia de la Iglesia en la
Universidad Pontificia de Comillas (Madrid).
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
La autocrítica y reforma de este pueblo de Dios en marcha, al servicio del Reino de Dios ha de llevarse a cabo desde una identidad claramente asumida y un sentido de pertenencia. Solo haciéndola desde esta identidad y pertenencia se evita destruir el prestigio y la credibilidad que la Iglesia necesita en el anuncio y testimonio del Evangelio. Ninguna institución histórica ha mostrado la generosidad, entrega y búsqueda de una sociedad humana más justa y fraterna. Esa fuerza de renovación constante se traducirá en una organización con más protagonismo laical, “distinta” en el uso del prestigio y dinero, plural, corresponsable y que ayude a madurar en los hombres de nuestro tiempo una experiencia religiosa auténtica y liberadora.
Tenemos a mano frases y símbolos muy expresivos de la realidad eclesial que quiero enunciar y señalar en estas páginas: nuestra Iglesia es una institución que está compuesta por el pueblo de Dios, que goza de la presencia prometida y activa del Espíritu, pero que vive en permanente tensión entre lo que es y lo que debiera ser. «Ya, pero todavía no», «No así vosotros», «Espíritu en vasos de arcilla», son afirmaciones evangélicas que expresan esta realidad compleja y apasionante de una comunidad segura de sí misma, pero, al mismo tiempo, consciente de su permanente necesidad de autocrítica y de reforma.
«Ya» es en nuestros días la Iglesia de Cristo, el cuerpo de los creyentes en la buena nueva, la comunidad que vive y actúa movida por el espíritu, pero «todavía» no es el reino de los cielos ni la comunidad de los santos y de los puros. «El reino de los cielos está presente entre vosotros», nos prometió Jesús, pero tendremos que experimentar la angustia y los dolores del parto para verlo instalado y triunfante.
La Iglesia vive en el mundo, compuesta por los mismos ciudadanos de la sociedad civil, pero el Señor les ha pedido que utilicen otros medios, otros valores, otros objetivos. El Evangelio presenta no pocos ejemplos de la diferente medida existente entre quienes aspiran a triunfar en el mundo y quienes buscan formar parte de los discípulos del Señor. «No así vosotros» constituye, precisamente, el modo de diferenciarse de unos y otros tanto en el talante, en las aspiraciones, en el comportamiento, en las valoraciones, en las ambiciones.
El mensaje cristiano es sublime, pero los que lo anuncian son de barro como todos los demàs seres humanos. Cuanto más aparezca y brille el barro, más mediatizado y gaseoso se mostrarà el mensaje; cuanto más libre y poderosa sea anunciada la buena nueva más tenue y transparente resultará la mediación.
Es decir, Cristo es hijo de Dios y su buena nueva es el mensaje de salvación a los hombres, pero la institución, la organización, sus dirigentes y demás componentes somos hijos del ambiente y de la debilidad. » El espíritu está pronto, pero la carne es débil» se confirma en todas las dimensiones de la historia. La libertad de todos los hijos de Dios constituye el componente misterioso de esta historia. El acto de fe es fundamentalmente libre y la libertad constituye el ingrediente inefable de la responsabilidad y del mérito presentes en esta historia.
La Iglesia, pues, es hija, también, de estas circunstancias, de esta realidad compleja. Es santa y pecadora al mismo tiempo, está permanentemente necesitada de examen, de discernimiento, de purificación y reforma. Está compuesta por santos y pecadores, por genios y mediocres, por discípulos y renegados. No parece entusiasmar mucho en el conjunto de su historia y, sin embargo, ninguna otra institución histórica muestra tal carga de generosidad, de entrega, de búsqueda y de esfuerzo trepidante en favor de una sociedad más justa y mejor. Es la historia de héroes, de genios, de santos, pero, también, de masas anónimas que han entregado sus oscuras vidas a la tarea de una sociedad más fraterna, más solidaria, más justa y más plena. Se trata, sin duda de una historia gozosa, aunque, a menudo, debamos avergonzarnos de tanto egoísmo, manipulación, aprovechamiento indigno. A menudo, la bondad del Creador brilla en la historia de sus hijos, pero otras veces esas mismas historias son capaces de ocultar la misma presencia siempre joven del Salvador.
Conviene tener en cuenta que la esencia del cristianismo constituye una pequeña parte del conjunto que se presenta como tal. Dos mil años de historia viva han añadido, completado, interpretado, vivido, transformado, acumulado mil historias, pensamientos, vivencias, ritos, costumbres y tradiciones. Todo es venerable, pero poco imprescindible. Muchas de estas costumbres y ritos hoy resultan disfuncionales, pero falta decisión para cortar por lo sano. No poco de lo esencial tiene adheridos modos de interpretación que hoy resultan discutibles o, incluso, intolerables. Todo debe ser contemplado y examinado desde el Evangelio.
Temas sobre los que reflexionar
- La Iglesia es una organización masiva, jerarquizada, burocratizada y demasiado clerical.
Un grupo reducido, movido por un ideal, puede ser coherente, creativo, apasionado, eficaz. Una masa de millones de personas es casi necesariamente mediocre, a menudo poco coherente, muy desigual y cae con facilidad en la burocracia organizativa. Nuestra Iglesia, en realidad, resulta a menudo poco exigente con sus miembros, que, con frecuencia, se encuentran poco o nada formados. La ley del número o la compasión prima sobre la coherencia y la calidad.
Por otra parte, el clericalismo prepotente y dominante favorece la pasividad y la minoría de edad permanente de los laicos. Este es un tema esencial, agravado por la situación actual: no puede permitirse la Iglesia mantener una realidad en la que sólo unos pocos- el clero- y en su mayoría de edad provecta acaparen el conocimiento de la doctrina y la dirección de la organización. Esta situación deficiente queda magnificada ante la objetiva marginación de la mujer.
La falta de formación doctrinal y formas de religiosidad popular poco purificadas responden a una escasa cultura religiosa y escasa formación doctrinal de la mayoría de los cristianos, situación tradicional que ha facilitado la «fe del carbonero», y ha favorecido una mayoritaria actitud pasiva e indolente. Históricamente, la desaparición de un catecumenado prolongado y exigente ha producido entre los creyentes una cierta disociación entre una acusada ignorancia doctrinal y un sincero deseo de ser buenos cristianos, bien por temor al infierno bien por amor a Cristo. Esta religiosidad popular, más bien menos que más purificada, ha sustituido con demasiada frecuencia a una religión más personal, más interiorizada. Sin embargo, nada suple la exigencia de la experiencia religiosa personal.
- La Iglesia y el poder
La Iglesia aparece en los medios de comunicación como una poderosa institución que cuenta con innumerables medios dedicados a organizar y dirigir los tres instrumentos claves de su acción apostólica: su liturgia, sus obras caritativas y las instituciones de enseñanza y formación. Además, cuenta con un número considerable de miembros «liberados», tanto en sacerdotes como en congregaciones religiosas o en grupos de voluntariado.
En este más que en otros temas resulta clave el modo de utilizar los medios de que se dispone y la concepción de poder con el que una institución religiosa se mueve. Si el poder de los obispos y clero consiste en servir a los creyentes, sus medios sólo pueden tener esa misma finalidad, con el ùnico fin de conseguir una sociedad más justa, más solidaria y más fraterna. Este objetivo exige una relaciones adecuadas con la organización civil, con la sociedad laica y plural, en las que primen la libertad de conciencia, el respeto por el pluralismo de creencias y la tolerancia mutua.
La Iglesia ha tenido y tiene poder por diversos motivos, a veces, contradictorios: el testimonio de sus santos, la dedicación de sus sacerdotes, el apoyo incondicional de sus creyentes, la cultura de muchos de sus miembros, sus riquezas, sus instituciones de enseñanza y de caridad, el apoyo de los reyes. No siempre su poder ha sido y es rectamente utilizado, aunque sus finalidades hayan sido altruistas y evangelizadoras. Una Iglesia más pobre, más sencilla, más humilde y, sobre todo, «distinta» en el modo de usar y utilizar el prestigio, el dinero y el poder no tiene por qué ser menos eficaz y puede ser más evangélica.
- Una Iglesia demasiado centralizada
La Iglesia es universal, pero no una multinacional; es una, pero no una corporación uniforme, centralizada y globalizada; es, en realidad, la comunión de comunidades de creyentes en el Señor Jesús. La mayoría de cristianos se sienten miembros de la Iglesia, pero no de una comunidad concreta; se sienten más fácilmente miembros de una abstracción que de una comunidad de vida concreta. Falta en ellos la participación ,la corresponsabilidad, la sensación de pertenencia.
La dirección y la intromisión de Roma resulta abrumadora y claramente abusiva. El espíritu del Vaticano II ha quedado desmadejado, también, en este tema. Los obispos miran demasiado hacia un lado y, a su vez, procuran repetir en sus diócesis los tics romanos. Como consecuencia, las comunidades diocesanas, apenas, tienen vida propia. En parte, también por la ausencia de savia joven. La falta de vocaciones, a su vez, provoca un debilitamiento atroz de las congregaciones religiosas, sin efectivos y envejecidas.
Resulta urgente un enfrentamiento con la realidad. Una vez más, hay que repetir el eslogan «la imaginación al poder». Y la juventud y la valentía. La Iglesia vive de tradición, pero esto no significa que tiene que convertirse en un geriátrico. Como sucede en la sociedad, necesitamos que los jóvenes y los negros y los americanos ocupen su lugar. Las congregaciones religiosas tienen que afrontar su debilidad antes de morir de inanición. La Iglesia tiene que ser menos vertical y más sinodal, mucho más participativa tanto en el ámbito universal como diocesano y parroquial. El modelo actual está en gran parte anquilosado y muerto.
La revolución, una vez más, vendrá a través de la formación doctrinal y la vivencia espiritual de todos sus miembros. No más lloros sobre la leche derramada y más esfuerzo y preparación.
- Madurar la propia experiencia religiosa
La vida de la Iglesia es un inmenso campo de creatividad y de buena voluntad. La riqueza del espíritu humano se manifiesta en ese inmenso mosaico que es la Iglesia donde los hombres y mujeres han sido capaces de aspirar a conocer y amar a Dios según sus circunstancias particulares. La historia de la Iglesia es fundamentalmente la historia sorprendente y misteriosa de las relaciones del creyente con su Creador tanto en su vertiente personal como comunitaria. Se trata de la vida de caridad, de generosidad, de amor a los demás, siempre presente en nuestras comunidades. Se trata de las relaciones personales con Cristo, de las experiencias religiosas profundas de tantos cristianos. Este es el meollo del cristianismo, la savia vital que mueve nuestras comunidades. Perdemos demasiado tiempo en estructuras, poderes, tinglados variopintos, pero sólo una cosa es importante: la experiencia de Dios. La revolución pendiente debe comenzar en el interior de nuestras conciencias. Desde ese nivel es posible la objeción de conciencia y la desobediencia pasiva. Cuando se posee esa experiencia se tiene autoridad para exigir los cambios necesarios, las dimisiones y la renovación. Todo ello es urgente, pero en una comunidad religiosa, el punto de partida está en el interior de la conciencia.
Hoy en día, este convencimiento tiene una importancia decisiva. La Iglesia ha perdido prestigio y autoridad y una Iglesia no puede evangelizar sin autoridad y sin credibilidad. Tengo la convicción de que esta gravísima pérdida no se ha producido a causa de los pecados institucionales sino, fundamentalmente, por dos motivos: el primero, porque no se ha aceptado a tiempo la necesidad de rectificar y cambiar cuanto es necesario. La segunda, porque hemos demostrado desde hace demasiados años un masoquismo interno eclesial enfermizo. Hemos dedicado demasiado tiempo a llorar y fragelarnos por nuestras supuestas y reales faltas institucionales, sin profundizar, al mismo tiempo y con igual intensidad, en nuestra experiencia religiosa. Esto ha conseguido que, paradójicamente, el punto de partida de nuestras acusaciones se haya situado generalmente fuera de la institución y no desde dentro, desde nuestra necesidad de conversión personal y comunitaria.
Hemos destruido así el prestigio, la credibilidad adquirida de nuestra institución sin sustituirla, sin recomponerla. Todavía hoy, demasiados grupos ocupan todo su tiempo en una crítica inmisericorde. A la larga, terminan fuera y quienes desde fuera observan la Iglesia la conocen sólo desde esas críticas y rechazos. Sólo desde una identidad claramente asumida y un sentido de pertenencia por encima de toda sospecha es posible y necesaria la autocrítica y la reforma.
Juan María Laboa