Silencios sonoros

1 noviembre 2002

«Nadie puede acercarse a ti que eres Inaccesible.
Nadie puede comprenderte si Tú mismo no te das a él.
Y, ¿cómo te me vas a dar Tú , si no me das primero a mí mismo?
Y mientras yo estoy aquí en el sosiego de mi silencio y de mi contemplación,
Tú me respondes, Señor, en lo más profundo de mi ser».
 
Nicolás de Cusa
 
 

El silencio de la Nada

 
Sea cual sea nuestra vida, estemos más o menos felices, nos guste poco o mucho el trabajo que nos ocupa cada día, nos sintamos más o menos queridos por los seres que nos rodean, todos hemos experimentado, al menos de modo ocasional, la sensación del vacío, la aridez, la frustración, el cansancio, la soledad, en definitiva, la experiencia de la Nada. Es el silencio más hondo, más dramático y desesperante que los seres humanos podemos experimentar. Escribía Václav Havel a su esposa desde la cárcel: «Hoy entiendo mejor que antes que uno pueda volverse amargado. La tentación de la Nada es enorme, omnipresente, y cada vez ofrece más cosas en las que buscar apoyo. Contra ella, el hombre está solo, débil y más desarmado que jamás en la historia. Pero aun así estoy convencido de que en este valle de lágrimas no existe nada que le pueda quitar a uno la esperanza, la fe, el sentido de la vida. Uno las pierde cuando es él mismo quien falla, cuando sucumbe a la tentación de la Nada. […] La resignación, la indiferencia, el endurecimiento del corazón y la pereza mental son dimensiones de la verdadera «falta de fe» y «pérdida de sentido».
 
Los hombres y las mujeres de hoy padecemos una inflación de palabras huecas, de sonidos vacíos, de reclamos mentirosos; de voces que no son palabras con sentido. Experimentamos más que nunca, a pesar de los ruidos que pueblan la vida y de la borrachera de imágenes que sufrimos cada día, la nauseabunda sensación del Vacío y de la Nada.
 
Silencio para ser nosotros mismos
 
Esta experiencia incide, especialmente, en los jóvenes. Una cultura de retazos y recortes les impide generar en sí mismos una sólida identidad personal, una estructura interior que dé forma y solidez a unas vidas condenadas, de otro modo, a deambular de reclamo en reclamo, permanentemente instaladas en el fragmento, sumergidas en el silencio de la Nada. Lo decía, no hace muchos días, Francisco Umbral: «La verdad profunda y vacía de la Historia es que estamos ante la Nada, pletóricos de tanques y de sandwiches, huérfanos de humanismo, de justicia y de Dios».
 
            Urge, pues, educar en el silencio sonoro para resistir el silencio vacío. El silencio interior es también el camino que todo ser humano debe recorrer para ahondar en sí mismo y conocerse en toda su profundidad, para saber quién es y cuál es su camino. El silencio es una actitud austera. Exige soledad, ausencia de ocupaciones, de personas, de distracciones, de ruidos. De ahí que el monacato haya sido, desde siempre, la mejor y más alta escuela de silencio, sabiendo convertir las condiciones exteriores en actitud interior. ¿Cómo no va a resultar difícil al hombre de hoy hacer silencio? ¡Siempre hay ruidos que nos acompañan, incluso, que nos persiguen! Silencio para conocernos, silencio para ser, silencio para bajar a los abismos de nuestra intimidad más secreta y recóndita.
 
            Silencio para hablar con Dios
 
            «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos…»(Job 42,5). También en nuestra pastoral podemos terminar hablando de Dios de oídas. Esto será así si no somos capaces de suscitar y cultivar en los jóvenes el silencio. Necesitamos, como educadores, una auténtica pedagogía del silencio. El silencio es el ámbito en el que nos encontramos nosotros solos ante Dios, sin estorbos, sin ruidos. Allí se nos descubre como la única realidad absoluta, como el único imprescindible. Y desde allí aprendemos a mirar el resto de cuanto existe, incluidas las demás personas, con mirada divina.
 
Dos riesgos corremos hoy en la pastoral: el voluntarismo activista que confunde compromiso cristiano simple y llanamente con «hacer cosas» y, por otra parte, el intimismo pseudoespiritual que anestesia y aísla del mundo y de su suerte. Cuando el silencio es fecundo, ambos desaparecen. El silencio es vivir la experiencia de amar a Dios en respuesta al amor que Él nos tiene, es dejarnos alcanzar por su gracia, hacernos disponibles y dóciles a lo que Él quiera de nosotros. El silencio prepara la conversión y purifica nuestras intenciones, ayuda a discernir la voluntad de Dios y a responderle con generosidad. Al mismo tiempo en el silencio aprendemos la verdadera solidaridad, el auténtico amor a los hermanos. La soledad es el vientre donde se gesta la misericordia, la escuela en la que aprendemos a «hacernos cargo» de los hermanos.
 
Ayudemos a los jóvenes a transitar los caminos del silencio. Ellos, y la Iglesia del futuro, nos lo agradecerán.
 
 
 
 
 
                                                                       Manuel Cantalapiedra Sánchez
directormj@misionjoven.org