[vc_row][vc_column][vc_column_text]Un buen amigo me ha pedido algo que sólo suelo hacer a oscuras. Susurrar la entraña de mi experiencia de enferme dad -he sido operado en varias ocasiones de ambos hombros- sobre la blancura de una hoja hasta ahora inmaculada, no es fácil. Me escondo, eso sí, tras mi propio lenguaje, recién inventado, éste, para contar lo que hasta ahora había permanecido en secreto. Ahí quedan, de un tirón, mis susurros enfermos).
MUCHAS veces lo pienso. Retrocedo en mi vida y me doy de bruces con un dolor intenso. El paisaje siempre es el mismo: la luz muy blanca, el lecho duro y muy pequeño, apenas llevo ropa, tengo frío y tengo miedo, huele… a espacios vacíos y limpios, muy limpios. Apenas puedo hablar y poco a poco, acompañado por seres en quienes deposito toda mi confianza, entro en un sueño blanco, me sumerjo en una noche sin sueños. Y entro en ella rezando y pensando (y todavía no acierto a saber por qué) en el dolor del mundo.
Muchas veces lo pienso. Recuerdo un frío intenso recorriendo mi cuerpo enfermo. Vislumbro señales acústicas que marcan un ritmo lento, el de mi vida, que poco a poco va tomando cuerpo después del sueño. Estoy en una cama prestada, una testigo muda de muchos dolores mudos, de esos que nunca salen afuera en forma de grito, de esos que se acallan por vergüenza, de esos que te duelen en la misma alma.
MUCHAS veces lo pienso. Que estoy desnudo en medio de un mar de sábanas blancas, marcadas, escritas, bien planchadas. Y me siento insignificante. Y me siento solo. Y me siento hueco. Y me da miedo.
Desde pequeño había convivido con el dolor sin apenas darme cuenta. Mi madre nos enseñó a vivir en medio de un sufrimiento sostenido, a veces grave, que nos ha llevado a recordar los mejores momentos de nuestra niñez (somos cinco hermanos) alrededor de una cama de matrimonio conocedora de nuestras faltas de ortografía y nuestros errores matemáticos, manchada a veces de colores «Plastidecor» o pinturas «Alpino». Pero tenía que llegar el momento de ver el dolor desde el otro lado.
DESDE una cama de hospital he vivido los momentos de mi vida más vacíos: no ser capaz de pensar, de leer, de mi rar la belleza, de decir el amor… Así como los más plenos. La paradoja de la vida cobra una nueva realidad en una cama anónima, que suele tener un número y que suele hablarte al oído de tantos otros hombres y mujeres, mayores y niños que pasaron primero y que suele adivinar en sueños los muchos que vendrán después.
Mis estancias en el hospital siempre fueron cortas. Allí sentía vergüenza por la insignificancia de mi mal. Mis lágrimas retenidas eran por aquellos que debían estar sufriendo solos, por aquellos que no tenían familia, por aquellos enfermos crónicos, por aquellos niños, por aquellas madres. Después del hospital me esperaban meses de vacío y de soledad. Meses en los que sólo quería mirar la calle, la gente, los coches, los niños, las casas, las mujeres, el amor, la vida.
YA sé lo que es estar sin hacer nada. Y nada quiere decir nada. Mi cabeza parecía vacía, mis recuerdos lejanos, mis deseos mentira. Recuerdo que una vez recibí una carta de una amiga. Habíamos ido alguna vez al cine, habíamos hablado a solas en algunos cafés y en algunas plazas. Sentí una distancia tan enorme. Porque en momentos en los que el dolor te lleva a pensar hasta en la muerte, el amor te parece un insulto, el consuelo una farsa, la compañía un pasatiempo. En silencio me sentía culpable, cuando el dolor se me hacía insoportable, el picor inaguantable, y el cansancio infinito. Me sentía culpable al saberme un privilegiado que, además, tenía la desdicha de sentirse importante.
EN pocos años he podido vivir esta experiencia unas cuantas veces. En pocos años me he hecho experto del dolor de otros, de todos aquellos que pasaban a mi lado. Experto de hospitales en esas salas donde unos olvidan una pierna amputada, otros recuperan un brazo hasta ahora inútil y otros lloran sin consuelo, me he sentido culpable de sentirme importante.
Nunca olvidaré algunos de los mínutos más largos de mi vida, que sucedieron en aquella época, ni algunos de los besos más largos, ni algunos de los susurros más bellos, ni algunos de los rostros más cercanos.
Muchas veces lo pienso. Y es entonces cuando entro en mi cuarto de baño para llorar frente al espejo. Muchas veces todavía me despierto como de aquél sueño blanco, vacío, denso tratando de sentirme cerca de mis compañeros de duelo. Muchas veces me duermo pensando en aquello.
NO soy experto en dolor, es un título que no existe pues cada dolor es diferente, pero hoy doy gracias por haber sufrido, por haber sido capaz de acercarme de puntillas al territorio más sagrado del ser humano. Y todavía lloro, aunque no por mí, lloro por aquellos que no han conocido en momentos como aquellos y aún peores, el llanto amigo, el beso querido y los secretos susurrados al oído; la mano materna, el detalle paterno, la sonrisa fraterna; el aliento divino y… la carta de una amiga de cafés solitarios, plazas calladas y noches sin día.
José Miguel Capapé
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SUSURROS ENFERMOS