SUSURROS ENFERMOS

1 noviembre 1998

Un buen amigo me ha pedido algo que sólo suelo hacer a oscuras. Susurrar la entraña de mi experiencia de enferme dad -he sido operado en varias ocasio­nes de ambos hombros- sobre la blancu­ra de una hoja hasta ahora inmaculada, no es fácil. Me escondo, eso sí, tras mi propio lenguaje, recién inventado, éste, para contar lo que hasta ahora había per­manecido en secreto. Ahí quedan, de un tirón, mis susurros enfermos).
 
 
MUCHAS veces lo pienso. Retro­cedo en mi vida y me doy de bruces con un dolor intenso. El paisaje siempre es el mismo: la luz muy blanca, el lecho duro y muy pequeño, apenas llevo ropa, ten­go frío y tengo miedo, huele… a espa­cios vacíos y limpios, muy limpios. Ape­nas puedo hablar y poco a poco, acom­pañado por seres en quienes deposito toda mi confianza, entro en un sueño blanco, me sumerjo en una noche sin sueños. Y entro en ella rezando y pen­sando (y todavía no acierto a saber por qué) en el dolor del mundo.
Muchas veces lo pienso. Recuerdo un frío intenso recorriendo mi cuerpo enfer­mo. Vislumbro señales acústicas que marcan un ritmo lento, el de mi vida, que poco a poco va tomando cuerpo después del sueño. Estoy en una cama prestada, una testigo muda de muchos dolores mudos, de esos que nunca salen afuera en forma de grito, de esos que se acallan por vergüenza, de esos que te duelen en la misma alma.
 
MUCHAS veces lo pienso. Que estoy desnudo en medio de un mar de sábanas blancas, marcadas, escritas, bien planchadas. Y me siento insignificante. Y me siento solo. Y me siento hueco. Y me da miedo.
Desde pequeño había convivido con el dolor sin apenas darme cuenta. Mi ma­dre nos enseñó a vivir en medio de un sufrimiento sostenido, a veces grave, que nos ha llevado a recordar los mejo­res momentos de nuestra niñez (somos cinco hermanos) alrededor de una cama de matrimonio conocedora de nuestras faltas de ortografía y nuestros errores matemáticos, manchada a veces de colo­res «Plastidecor» o pinturas «Alpino». Pero tenía que llegar el momento de ver el dolor desde el otro lado.
 
DESDE una cama de hospital he vi­vido los momentos de mi vida más vací­os: no ser capaz de pensar, de leer, de mi rar la belleza, de decir el amor… Así co­mo los más plenos. La paradoja de la vi­da cobra una nueva realidad en una ca­ma anónima, que suele tener un número y que suele hablarte al oído de tantos otros hombres y mujeres, mayores y ni­ños que pasaron primero y que suele adivinar en sueños los muchos que ven­drán después.
Mis estancias en el hospital siempre fueron cortas. Allí sentía vergüenza por la insignificancia de mi mal. Mis lágri­mas retenidas eran por aquellos que de­bían estar sufriendo solos, por aquellos que no tenían familia, por aquellos en­fermos crónicos, por aquellos niños, por aquellas madres. Después del hospital me esperaban meses de vacío y de sole­dad. Meses en los que sólo quería mirar la calle, la gente, los coches, los niños, las casas, las mujeres, el amor, la vida.
 
YA sé lo que es estar sin hacer nada. Y nada quiere decir nada. Mi cabeza pa­recía vacía, mis recuerdos lejanos, mis deseos mentira. Recuerdo que una vez recibí una carta de una amiga. Habíamos ido alguna vez al cine, habíamos habla­do a solas en algunos cafés y en algunas plazas. Sentí una distancia tan enorme. Porque en momentos en los que el dolor te lleva a pensar hasta en la muerte, el amor te parece un insulto, el consuelo una farsa, la compañía un pasatiempo. En silencio me sentía culpable, cuando el dolor se me hacía insoportable, el picor inaguantable, y el cansancio infinito. Me sentía culpable al saberme un privilegia­do que, además, tenía la desdicha de sentirse importante.
 
EN pocos años he podido vivir esta experiencia unas cuantas veces. En po­cos años me he hecho experto del dolor de otros, de todos aquellos que pasaban a mi lado. Experto de hospitales en esas salas donde unos olvidan una pierna amputada, otros recuperan un brazo hasta ahora inútil y otros lloran sin con­suelo, me he sentido culpable de sentir­me importante.
 
Nunca olvidaré algunos de los mínu­tos más largos de mi vida, que sucedie­ron en aquella época, ni algunos de los besos más largos, ni algunos de los su­surros más bellos, ni algunos de los ros­tros más cercanos.
Muchas veces lo pienso. Y es entonces cuando entro en mi cuarto de baño para llorar frente al espejo. Muchas veces to­davía me despierto como de aquél sueño blanco, vacío, denso tratando de sentir­me cerca de mis compañeros de duelo. Muchas veces me duermo pensando en aquello.
 
NO soy experto en dolor, es un títu­lo que no existe pues cada dolor es dife­rente, pero hoy doy gracias por haber sufrido, por haber sido capaz de acercar­me de puntillas al territorio más sagrado del ser humano. Y todavía lloro, aunque no por mí, lloro por aquellos que no han conocido en momentos como aquellos y aún peores, el llanto amigo, el beso que­rido y los secretos susurrados al oído; la mano materna, el detalle paterno, la son­risa fraterna; el aliento divino y… la car­ta de una amiga de cafés solitarios, pla­zas calladas y noches sin día.
 
José Miguel Capapé