Te escribo, querido Jonás…

1 noviembre 2004

Relatos de un discípulo

José Miguel Núñez
Delegado de Pastoral Juvenil de la Provincia Salesiana de Andalucía Occidental y Extremadura
 
Este material que se presenta a continuación, ha sido concebido como un intento de narrar en primer persona los acontecimiento referidos a Jesús de Nazaret desde la perspectiva de un discípulo, Silas, en su encuentro transformador con el Maestro.
Tras la experiencia desoladora de su muerte, Silas escribe a su amigo Jonás contando su experiencia de encuentro con Jesús. El joven discípulo hace memoria de algunos momentos compartidos junto a él y cómo la palabra del profeta galileo, su mirada y sus signos han transformado su manera de vivir y le han hecho descubrir horizontes nuevos en su propia historia.
Este material ha sido utilizado en encuentros catequéticos con jóvenes universitarios. Metodológicamente pueden ser utilizados independientemente en una presentación a modo de monólogos (de tanto éxito últimamente), escenificados por algún animador con capacidad y posibilidades. El relato, si se cree conveniente, puede ir acompañado del texto escrito entregado posteriormente y las pautas adecuadas para algún trabajo en grupo.

  1. Para contarte lo sucedido en estos días

Desnudo y apaleado
 
Jonás, salud y paz.
Te escribo, querido Jonás, contándote cuanto nos ha sucedido en estos días. Lo de Jesús el galileo, maestro y profeta, de quien te hablé en diferentes ocasiones en mis visitas a Jericó. ¿Lo recuerdas? Fui uno de sus seguidores. Hace ya cinco semanas fue ejecutado en Jerusalén. Poncio Pilato, el gobernador, lo condenó a muerte tras apresarlo inesperadamente al delatarlo uno de nuestro grupo.
 
Fue durante el Pesah…
 
Fue durante la fiesta del Pesah. Jerusalén estaba atestada de extranjeros, tú conoces bien cómo se transforma la ciudad en esos días. Sucedió todo muy deprisa y no supimos reaccionar ante la actuación de los sacerdotes que, dicen, presionaron al gobernador y sobornaron a un buen grupo de hombres para exigir su muerte.
El grupo de los doce, sus más íntimos, estaban con él aquella noche y no pudieron evitarlo. Cuentan que el miedo los paralizó y ante el peligro de ser arrestados también, se escondieron en las casas de parientes y amigos esperando a que todo pasara. Fue demasiado tarde. En pocas horas, Jesús estaba colgado del madero a las afueras de la ciudad, como un malhechor, rodeado de asesinos.
Cuando llegué al Gólgota, ya lo habían crucificado. Me acompañaba Jacob, de Cafarnaún. Lo conociste hace unos meses, cuando nos encontramos en casa de tu pariente Benjamín. Seguro que te acuerdas. Habíamos pasado la noche en casa de unos amigos galileos y vino a avisarnos de todo Santiago, el de Zebedeo. Estaba muy nervioso y parecía agotado. Salimos corriendo hacia extramuros sin saber muy bien qué nos íbamos a encontrar. Cuando lo vi colgado de aquella cruz, no pude evitar dar un grito. Caí por tierra y Santiago se abrazó a mí llorando.
Fue lenta la agonía. Y doloroso el trance de verlo machacado y apaleado, abrazado a su propia desnudez,   escapándosele la vida a borbotones, con la mirada perdida y ensangrentada… Tengo todavía en mi retina su imagen dolorida y – aunque han pasado muchos días – a veces me despierto sobresaltado por los gritos de las mujeres, cortando en dos la noche, para las que aquella tarde parecía no haber consuelo.
No sé cuánto estuve allí. Perdí la noción del tiempo. Hacía un calor sofocante y los gritos desesperados de las mujeres me aturdían. No pudimos acercarnos porque la guardia romana custodiaba el lugar y formaba una barrera infranqueable varios metros por delante del lugar donde se alzaban las cruces.
De pronto, Jesús dio un grito fuerte y quedó inmóvil. Todas las miradas estaban fijas en él, como había sucedido tantas veces. Sólo que esta vez, sus labios no pronunciaron ninguna palabra, su ojos no brillaron y su sonrisa se convirtió en un rictus terrible . El vacío parecía haber helado su mirada para siempre.
Pasó todavía algún tiempo más hasta que certificaron su muerte. Un soldado le atravesó el pecho con una lanzada certera para cerciorarse de que todo había acabado. Ni siquiera un estertor. Sólo la sangre, a borbotones, de un costado ya inerme.
 
Allí quedó, clavada, nuestra esperanza
 
María, de Magdala, echó a correr hacia Jesús. Esta vez no se lo impidieron. Tras ella María, la madre de Jesús, Salomé y algunas otras mujeres también se acercaron a toda prisa hasta la cruz. Allí estábamos todos, uno tras otro, con los ojos arrasados por las lágrimas y el cansancio después de tantas horas sin dormir. El cuerpo de Jesús pendía de aquel madero como un grito silencioso contra la iniquidad de quienes le habían arrancado la vida. Me pareció, por un instante, que allí, en aquel madero estábamos atravesados todos y que en sus manos, y en sus pies, y en su costado, clavados a la cruz quedaba nuestra esperanza. Desnuda esperanza. Ensangrentada esperanza.
Cuando bajaron el cuerpo de Jesús, María – su madre -, lo abrazó en silencio, como si no le quedaran más lágrimas que derramar. Y estuvo así largo tiempo, abrazada, anudada al cuerpo de su hijo y dejando escapar un leve murmullo musitado entre sus labios resecos, como queriendo susurrarle al oído cuánto lo quería.
Los demás no pronunciamos palabra en un buen rato. Por fin José, el de Arimatea, rompió el silencio de hielo para decirle a Juan que el sepulcro estaba preparado. Era un sepulcro nuevo, excavado en la roca y propiedad suya. No quedaba lejos de allí. Las mujeres se encargarían de prepararlo todo. Había que actuar con rapidez porque al ser viernes, al caer el sol comenzaba el sabat. Así lo hicimos.
Unos cuantos de nosotros cargamos con el cuerpo de Jesús hasta el sepulcro. ¡Qué sensación, Jonás! ¡El cuerpo del Maestro sobre mis hombros! No sé explicar muy bien qué sentí. Sólo un enorme vacío y aquel desgarro en las entrañas de quien ha perdido, para siempre, su esperanza.
Desde entonces no dejo de recordar, a cada momento, cómo me miró aquel día – la primera vez que hablamos – en Genesaret y cómo me cambió la vida encontrarme con él.
 

  1. Ven y sígueme…

Seguimiento y discipulado
 
Los acontecimientos, los momentos vividos, las emociones… se agolpan en mi mente y afloran a borbotones. Trato de poner un poco de orden en mis recuerdos. Quisiera, querido Jonás, que pudieras entender lo que supuso para mí conocerlo. Fue la primera vez que hablamos y me sorprendió que supiese mi nombre. Seguramente le habría llamado la atención que llevase con ellos algún tiempo y me hubiera mantenido discretamente distante. Supe más tarde que Santiago, a quien conocía desde niño, le había hablado de mí. ¿Sabes? Lo cierto es que aquella noche tardé en conciliar el sueño.
 
Vente conmigo…
 
Empezaba a hacer buen tiempo. Las tardes se alargaban y el sol, más perezoso que de costumbre, se obstinaba en arder con un fuego intenso en el horizonte. Por entonces, me había unido establemente al grupo desde hacía unas semanas y comenzaba a entenderme con aquel puñado de galileos a los que me unía la incertidumbre de no saber muy bien dónde iba a acabar aquello.
Una tarde, cansados de la jornada y sentados alrededor del fuego después de haber tomado un bocado, por fin me decidí.
 
Maestro…
Di, Silas.
¿Qué tengo que hacer para ser una persona lograda?
Lo sabes bien, ¿no? Cumple los mandamientos…
Maestro, ya lo intento desde que tengo uso de razón, desde que era pequeño me enseñaron a amar a Dios y a mi prójimo, ¿no se resume en esto la ley?
 
Todos estábamos pendientes de su respuesta. Creo que había estado hábil en mi planteamiento… Pero Jesús se me quedó mirando con expresión serena y añadió …
 
Muy bien, Silas, muy bien… pero, ¿sabes? Si quieres encontrar el camino de la vida… vende lo que tienes y dáselo a los pobres. Después, con el corazón liberado, ¡vente conmigo!
 
No supe qué responder. Bajé la cabeza y continué jugueteando con las brasas simulando estar distraído. Tras un silencio algo embarazoso, la conversación continuó comentando perezosamente algunas anécdotas del día y mi pregunta – y su respuesta – se desvanecieron en la noche como el humo del fuego termina por desaparecer cuando trepa en la oscuridad.
Sin embargo, no pude evitar seguir ensimismado en su respuesta: “si quieres encontrar el camino de la vida…”. ¿Vender lo que tengo? ¿Liberar el corazón? Me pareció estar fuera de sitio, me sentí algo herido por su aparente salida de tono y pensé en que al día siguiente volvería a casa… ¡Qué torpe fui! Mi orgullo no me dejó descubrir la hondura de su propuesta. Mi seguridad no me permitió percibir el brillo de su mirada y la radicalidad de sus palabras. Fui un estúpido, Jonás. Perdí la oportunidad aquella noche, al abrigo de las sombras, de quedarme para siempre atrapado en la luz de su fuego.
¡No sabes cuántas veces se repitió esta misma escena! Algo había en la mirada de aquel galileo que subyugaba cuando cruzabas tu mirada con la suya…
Ahora lo sé. Aunque, a decir verdad, creo que siempre lo he sabido. Era su irresistible mirada, la fuerza de sus palabras y la ternura de sus manos lo que provocaba la cercanía de aquellos hombres y mujeres a Jesús. Fueron muchos los que se sintieron atraídos por el ideal, la propuesta y el estilo de Jesús de Nazaret y se acercaron -quizás con curiosidad- a aquel hombre de ojos penetrantes y abierta acogida. En su encuentro, sintieron su palabra cálida y la subversiva invitación a dejarlo todo por el Reino que ya había irrumpido en sus pobres historias porque Dios había estado grande, una vez más, con ellos.
 
La causa del Reino
 
Jesús vivió apasionado por la causa del Reino. Él mismo era para nosotros el Reino. Pero de esto te hablaré más tarde. Déjame terminar con mi relato, que siempre tengo la tentación de saltar a otra cosa.
Como ya te he dicho, aquella tarde, me sentí descolocado, fuera de juego. Jesús parecía pedir demasiado. ¿Estaba dispuesto a tanta renuncia? Lo cierto es que sus palabras debieron causarme una impresión muy fuerte porque, como me sucedía a menudo, tardé en coger el sueño y no dejaba de pensar en cómo no había tenido agallas de decirle que estaba dispuesto.¡Dejarlo todo! ¿Hacia dónde quería llevarnos Jesús? ¿Qué quería de mí? Entonces me hacía muchas preguntas que no encontraban fácilmente respuestas… Con una cabeza tan dura como la mía, tardé mucho en comprender las exigencias de seguir a Jesús. Y lo que es más difícil aún… aceptarlas.
A muchos de los que se unían al grupo, les pasaba algo parecido. Creo que fue al día siguiente de lo de nuestra conversación cuando un letrado se acercó dispuesto a todo y dijo a Jesús:
 
-Maestro, te seguiré adonde quiera que vayas…
 
Jesús fue radical en su respuesta:
 
-Las zorras tienen madrigueras, los pájaros nidos, pero este Hombre no tiene donde recostar la cabeza…
 
Se hizo silencio… y dio media vuelta. Los que estábamos alrededor no nos atrevíamos a decir nada. Pero Jesús, como no dando importancia a lo sucedido, nos pidió que subiéramos a la barca para pasar a la otra orilla del lago.
La palabra de Jesús era exigente. Nos pedía autenticidad, transparencia, generosidad, confianza… Nos hizo entender que era importante tener las manos liberadas de tantas cosas, el corazón despegado de todo aquello que no nos dejaba ser personas, la mirada apasionada por la gente que sufre y una palabra cálida y solidaria siempre a punto… Seguir a Jesús supuso encontrarnos a nosotros mismos, renunciar a todo lo que nos impedía vivir como él, sentirnos –en medio de nuestra debilidad– sostenidos por el amor de Dios a quien Jesús llamaba siempre Padre.
 
Muchas veces me pregunté en aquellas primeras semanas con el grupo de Jesús, cómo es que Pedro, Santiago y los demás, aquellos tozudos pescadores a la orilla del lago no dudaron en apostar por un destino diferente y dejar atrás tanta maraña y tantas redes remendadas para nadar contracorriente esperanzados en la propuesta de aquel rabino.
Jesús, al inicio, compartió muchos momentos con ellos faenando cada noche en Tiberíades. También él remendó redes y arrastró el copo; también él abrigó su alma al calor de unas brasas y un pescado en el fuego de una amistad sincera que precedía cada amanecer. Ganó su corazón y les propuso: Vamos, hay un mundo mejor en la otra orilla, venid conmigo… seremos pescadores de hombres.
 
Sólo Tú tienes palabras de vida…
 
Sus palabras resonaron con fuerza en el corazón rutinariamente acostumbrado de aquellos hombres. Tenían un punto de novedad en medio de tanta mediocridad y tanta resignación. Era la fuerza arrolladora del Reino reflejado en las pupilas de Jesús. Sus palabras no eran como las de los otros, su mensaje tenía fuerza, su invitación era cálida y arriesgada a un tiempo, su propuesta era creíble, su vida tenía una carga de coherencia que arrastraba. Era la palabra del amigo y Jesús puso fuego en el corazón de aquellos hombres.
 
            Para todos nosotros, estar con Jesús supuso descubrir un horizonte más amplio en nuestra vida. No nos dejaba tranquilos y a menudo nos interpelaba fuertemente. Si queríamos ser sus discípulos, nos decía, habríamos de pasar por estrechos desfiladeros.
Entendimos qué significa “misericordia quiero… y no sacrificios”. Caímos en la cuenta de que las personas están por encima de la ley, que es importante ser luz que alumbre y un poco de sal que dé sabor, que no se puede servir a dos señores (a Dios y al dinero), que es necesario vivir desprendidos para poder compartir lo que somos y tenemos con los que necesitan más que nosotros…
Una tarde, nos envío por delante, en grupos, para anunciar a todos que el Reino estaba cerca e invitar a cambiar de vida. Fue una prueba de fuego. Sus instrucciones fueron muy claras, pero exigentes y duras:
 
          – Id pronto. Pero mirad que os envío como corderos en medio de lobos. Y no llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias… y allí donde entréis, decid ¡Paz a esta casa! Comed de lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella y decidles: ¡El Reino de Dios está cerca!
 
Algunos no lo soportaron y en varios momentos estalló la crisis. Aquel día fue duro… Muchos – también de los más cercanos – decidieron abandonar.
 

  • ¿También vosotros queréis marcharos?, nos preguntó.

 
Se hizo un silencio de esos que nadie se atreve a romper… Pedro alcanzó a responder:
 
– Señor, ¿a quién iremos? ¡Si sólo tú tienes palabras de vida!
 
¡Palabras de vida! Jesús nos enviaba en su nombre, para ser su palabra en medio de las gentes. Ligeros de equipaje, nos pusimos en marcha. ¡En el nombre de Jesús! Para ser una buena noticia de paz y liberación para aquellos que encontrásemos por los caminos y las veredas.
 

  • ¿También yo, Señor?
  • También tú, Silas.

 
Desde aquel día nos sentimos más unidos, más fuertes, más seguros. Pero todavía quedaba un difícil desfiladero por atravesar. Jesús nos fue enseñando, poco a poco, que el grano debe romperse para dar fruto ¡Qué duro fue aceptarlo!
Seguir a Jesús era pisar en sus mismas pisadas… dejar jirones de nuestra vida en las personas, en las situaciones difíciles, sanando y alentando, vendando heridas y avivando la esperanza de muchos… Y cuando miramos al horizonte, descubrimos dónde terminan aquellas huellas: en el monte, en la cruz, con la vida entregada sin condiciones, en un abrazo desgarrado por el dolor, pero sostenido por la esperanza del amor-que-es-más-fuerte-que-la-muerte.
En aquellos días, algo había cambiado en mí. Definitivamente, me quedé con Jesús.
 

  1. ¡Convertíos! El Reino está cerca

Transformar el corazón
 
Espero, querido Jonás, que mis recuerdos toquen tu corazón. Te escribo todo esto como al amigo en quien poder descansar cuando reverdece el alma al rememorar tan vivamente cuanto sucedió de importante en la propia historia. Aquellos acontecimientos vividos junto al nazareno no me han dejado indiferente. Algo ha cambiado sustancialmente en mí en el encuentro con él. Su vida y su muerte, sus palabras y sus signos, su mirada y sus manos sanadoras han hecho mella en mi interior y ya nada es igual que antes. Jesús ha removido mis entrañas y me ha transformado el corazón.
El corazón, sí. Todo cuanto soy. Mi visión miope sobre la realidad, mi torpe manera de tratar a los demás, mis enfados y mis cabezonerías, el egoísmo de pensar sólo en mí, la autosuficiencia de creerme el mejor, el orgullo de quedar siempre por encima de quien me afrenta, la incapacidad para perdonar sin límite, la imposibilidad de dar sin pedir nada a cambio… Todo ha cambiado. Y no es ahora sea mucho mejor que antes, no; pero me esfuerzo en hacer mío su proyecto y… ¿sabes? Descubro espacios insospechados de libertad en mi interior, horizontes nuevos que rompen los estrechos márgenes en los que he vivido y le dan una tonalidad diferente a cada jornada. No sé explicarlo bien, pero es como si hubiese nacido de nuevo y tuviese la oportunidad de coger las riendas de mi vida y hacer de ella una historia diferente cada día.
 
Felices los de corazón limpio
 
Te preguntarás qué ha sucedido. Es difícil precisar en qué momento he descubierto todo esto; qué lo ha motivado concretamente; pero muchos momentos significativos me vienen a la cabeza y siento un escalofrío al recordar con tanta viveza todo lo que sucedió. Como lo de aquel día, después salir de Cafarnaúm, cuando Jesús tomó la palabra en aquel montículo y todos nos sentamos pendientes de sus labios. Era al atardecer. Lo recuerdo bien porque el sol estaba declinando y el cielo se vistió con tonos anaranjados. Soplaba un ligera brisa y me invadió una intensa sensación de paz. Jesús comenzó a hablar y dijo:
 
– Felices los que son pobres y sólo esperan en Dios, porque de ellos es el reino; felices los que viven con corazón limpio, porque están cerca del corazón de Dios; felices los que son misericordiosos, porque son expresión de las entrañas de Dios; felices los que se esfuerzan por la paz, porque esos son los hijos de Dios; felices los que luchan por la justicia, porque están amasando el futuro de Dios…
 
Yo lo escuchaba sin pestañear y sentía que me daba un vuelco el corazón. Lo que Jesús estaba diciendo era lo más subversivo que jamás había escuchado. Aquí estaba la verdadera revolución, la auténtica liberación, en darle un vuelco a nuestra manera de vivir, en volver del revés nuestros esquemas, en remover nuestra mente y escuchar más el latido de nuestro corazón. Entonces comprendí que algo nuevo estaba naciendo y que era imparable porque prendía con fuerza en la vida de muchos hombres y mujeres que anhelaban en sus machacadas historias palabras de vida. Continuó Jesús:
– Felices vosotros, si os persiguen y os injurian y os hacen daño por mi causa; no os faltará la fuerza de Dios sosteniéndoos en la dificultad… estad alegres porque así trataron a todos los profetas.
 
¡Cómo adquieren fuerza sus palabras después de lo ocurrido! Puede que no alcanzara entonces a ver todo lo que había detrás de su anuncio de persecuciones e injurias. Pero todo se ha hecho dramáticamente más claro cuando la realidad de su propia muerte nos ha hecho experimentar a todos la fuerza de Dios en la dificultad.
 
Jesús nos enseñó que el reino se abre paso sin estridencias, pero nos pide una gran transformación: la del propio corazón según el corazón de Dios. He aquí la verdadera revolución. Es el momento del desapego de los bienes porque nadie puede, nos dijo, servir a Dios y al dinero; y es urgente compartir cuanto se tiene aunque no sea más que unos pocos panes y unos pocos peces para que todos puedan comer y saciarse.
 
Más allá de la ley
 
Más allá de la ley, nos enseñó, está el amor; y en la nueva manera de vivir no hay lugar para el rencor ni el odio. ¡Cómo sonaron sus palabras en los oídos de todos nosotros y de nuestros sacerdotes! Acostumbrados como estamos a cumplir cada precepto de la ley de Yahvéh, ¡Bendito sea el Altísimo!, Jesús nos hizo descubrir que las personas están por encima de cualquier precepto y que la ley nunca puede ser un pesado fardo que nos robe la libertad. ¡Se metió en la boca del lobo señalando con el dedo y desenmascarando la hipocresía de quien oculta sus miserias bajo los largos mantos impolutos!
 
Vosotros, no seáis como los hipócritas que tocan la trompeta en la calle para ser vistos por los hombres y admirados por sus virtudes. Bajo sus mantos ocultan sus miserias y son como sepulcros blanqueados cuando exigen a los demás lo que ellos nunca cumplen ¡Y se creen justos!
 
Todos sabíamos por quién lo decía. Algunos, del partido de los fariseos, bajaron la cabeza y se marcharon murmurando. No tuvieron las agallas necesarias como para entrar en discusión, pero desde entonces se la juraron. Y la cosa fue a más, como ya te referiré más adelante.
En otro momento, uno le preguntó:
 

  • Maestro, ¿Hasta cuándo tengo que perdonar a mi hermano? ¿Hasta siete veces?
  • ¿Siete veces? No, no te canses nunca de hacer el bien… perdona siempre, siempre… hasta setenta veces siete.
  • ¿Y a aquellos que me hacen mal?
  • Si perdonas sólo a los que te aman ¿qué mérito tendrás? Perdona también a los que te hacen mal. Que tu corazón sea como el de tu Padre Dios, que hace salir el sol sobre bueno y malos y hace caer la lluvia sobre todos, justos e injustos.

 
Y no creas que nos dejaba la conciencia tranquila. Tan acostumbrados estábamos a nuestros ritos purificadores que nos parecía que todo quedaba oculto bajo el manto cada sábado en la sinagoga y justificado en el perfume agradable de nuestra ofrenda. Pero Jesús despertó nuestras conciencias adormecidas:
 

  • Si cuando vas a presentar tu ofrenda te das cuenta de que tienes algo contra tu hermano, ve, deja la ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano. Después vuelve al altar a presentar tu ofrenda con el corazón reconciliado y en paz.

 
Romper con lo viejo
No alcanzábamos a comprender. Parecía demasiado. Saltaba por los aires nuestro tranquilizador modo de vivir. Como cuando alguien le objetó que la Torah nos mandaba odiar a nuestro enemigo y esto parecía lo más justo. Jesús no dudó en romper una vez más nuestros esquemas legalistas y estrechos:
 
– Habéis oído que se dijo: ‘ojo por ojo y diente por diente’, pues yo os digo que no resistáis al mal; al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla, vete con él dos. A quien te pida dale, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda. Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre del cielo.  
 
¿Lo has entendido, Jonás? Jesús hacía añicos el “ojo por ojo” de nuestra ley. Era una nueva manera de entender la relación entre las personas; más allá del rencor, más allá del orgullo y la memoria airada de la afrenta, nos propuso perdonar sin límites, con corazón bondadoso, con mirada benevolente, sin llevar cuentas del mal, olvidando y recomenzando con esperanza la reconstrucción de la fraternidad.
¿Utopía? ¿Locura? Más bien realidad refrendada con la propia vida por aquel que perdonó hasta el final a aquellos que le quitaron la vida. Propuesta para todos los que hemos entendido que su vida – y su muerte – no han sido en vano.
Querido Jonás, la propuesta de Jesús nos pedía una auténtica ruptura. Más allá de las apariencias y la búsqueda de notoriedad para ser vistos por los hombres, está la grandeza de un corazón auténtico. Por encima de las ansias de poder de los grandes que dominan como señores absolutos es necesario descubrir el poderío del servicio. Mucho más fuerte que la espada del juicio que descubre la brizna que hay en el ojo del hermano es la mirada indulgente que ha descubierto primero la viga en el ojo propio.
 
Parece una locura. No todos estaban dispuestos a aceptar aquel camino y algunos se le echaron encima:
 
– Entonces, Maestro, ¿quién puede entrar en el reino de Dios?
 
Respondió Jesús:
 
– Es verdad que es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la salvación. Muchos son los llamados y pocos los escogidos que recorren el sendero de la vida. ¡Esforzaos en entrar por la puerta estrecha!
 
Está claro que no basta decir “Señor, Señor” y que continuemos viviendo como antes. La urgencia del reino reclama deshacer caminos equivocados y encontrar veredas nuevas. Se trata de transformar el corazón. Creo que lo he entendido, Jonás. Aunque esté lejos del camino que lleve a la vida. Pero algo en mí ha cambiado, nada de lo vivido y compartido ha sido indiferente. ¡La urgencia del Reino! Esta era la pasión de Jesús, todo lo que intentó que comprendiéramos dándole un vuelco a nuestro vivir.
 
 

  1. ¡Quiero! ¡Queda limpio!

Los signos liberadores del Reino
 
Sí, amigo Jonás. El Reino de Dios ha llegado hasta nosotros. ¿Recuerdas que te hablé del Bautista cuando envió a dos de sus discípulos a interrogar a Jesús estando él en la cárcel? Su respuesta fue contundente: mira a tu alrededor… Y nosotros vimos y palpamos cuanto Dios estaba haciendo entre nosotros en su siervo Jesús. Es lo que me dispongo a narrarte.
Aquel hombre enfermo, como tantos otros, se acercó hasta Jesús con la esperanza de que Yahveh oyese su plegaria y se apiadase de su desesperación. A mi me pareció que su súplica era el grito de los pobres, de los que habían dejado todo en el camino porque la historia y los hombres se lo habían arrebatado, de los que no tenían más asidero que la misericordia divina y no les quedaba más que esperar un favor del Dios de Israel.
 
Jesús, si quieres… puedes limpiarme
– ¡Quiero, queda limpio!
 
Nos asombraron sus palabras, pero nos quedamos atónitos cuando a aquel hombre se le cerraron sus heridas y se levantó dando gritos alabando a Yahveh que había tenido misericordia de él. No podrás creerlo Jonás, pero te aseguro que aquello se repitió muchas veces ante nuestros ojos. Jesús tocaba los ciegos y recobraban la vista, levantaba con sus manos a los inválidos y se sostenían en pie, acariciaba a los pecadores y encontraban la paz y el perdón de sus pecados…
 
Las manos de Jesús
 
¡Las manos de Jesús! Las manos de Jesús eran entrañables y cercanas; manos solidarias, manos abiertas… eran la expresión – ahora estoy seguro – de la liberación de Dios que nos hace entender a través de su Hijo que está de parte de los pequeños y los pobres, de parte de los más débiles, de parte de todos los que están en límite…
Como aquella mujer que padecía hemorragias desde hacía tanto tiempo. Íbamos de vuelta, tras una jornada de camino, a casa de algunos del grupo que nos acogían aquellos días. Cerca de Cafarnaún todos apretujaban a Jesús y querían tocarlo. Nos abrimos paso a duras penas entre el gentío. De pronto, sin darnos cuenta se acercó a Jesús por detrás una mujer y tocó el borde del manto del Maestro.
Jesús se paró de pronto y exclamó:
 
– ¿Quién me ha tocado?
 
Exclamó Simón, el mellizo, casi bromeando:
 
-¿Quién te ha tocado, Señor? ¡Todo el mundo te toca!
 
Insistió Jesús:
 
No, alguien me ha tocado porque he sentido una fuerza salir de mí.
 
Y en el colmo del asombro, una pobre mujer anciana y llorosa se acercó hasta Jesús y se echó a sus pies contando entre sollozos cómo había tocado su manto porque suplicaba a Dios ser curada de su enfermedad que durante tanto tiempo la tenía postrada. Estaba toda temblorosa y los sollozos casi no le dejaban hablar. Envejecida y encorvada, el rostro de aquella anciana expresaba todo el sufrimiento hilvanado en la rueda de la desesperación durante tanto tiempo. Quizás sólo llevaba en el corazón la esperanza en un gesto misericordioso de su Dios. No fue un gesto mágico, no. Fue, seguro, la necesidad de sentirse salvada y la confianza de que aquel rabino era fuerza de Dios.
Y ahora… ¡se sentía curada! Curada, Jonás ¡por la fuerza de Dios! Ninguno nos atrevíamos a hablar de milagro, pero ¿qué otra cosa podía ser? Jesús obraba signos liberando a las personas y devolviéndoles la dignidad de ser hijos de Dios ¡Yahveh visitaba de nuevo a su pueblo!
Pero Jesús continuó:
 
– No había visto tanta fe en toda Galilea… Dios te mira con ternura en este día, te ha salvado tu fe. Levanta, vuelve a casa porque Dios ha extendido su brazo sobre ti y te ha devuelto la vida.
 
La mujer besó los pies de Jesús y sin cesar de dar gracias a Dios se marchó muy contenta. Yo no salía de mi asombro. ¡Jamás había visto nada parecido! ¿Era posible todo aquello? ¿Qué quería decir lo que estaba ocurriendo? La fe, Jonás, le fe. La confianza en el Dios de la vida que en Jesús nos mostraba su rostro. El encuentro con el Maestro que sanaba heridas, enderezaba a los que habían caído y devolvía la esperanza a todos los que la habían perdido en las veredas de la vida.
 
Dios ha visitado a su pueblo
 
Y esto se repitió muchas otras veces.   ¿Conoces a Jairo, el hijo de Joel, el jefe de la sinagoga de Cafarnaún? Un buen hombre, Seguro que lo recuerdas. Vino a nuestro encuentro aquel día. Habíamos llegado a la entrada del pueblo hacia mediodía, cansados y sudorosos, después de una larga caminata. Hicimos un alto para refrescarnos y descansar mientras algunos del grupo se adelantaron para buscar algo de comer. Sentados en el brocal del pozo, vimos a los lejos a dos hombres que se acercaban a toda prisa y al llegar hasta nosotros vimos su rostros preocupados y sus miradas doloridas. Uno de ellos era Jairo. Tenía los ojos arrasados por la lágrimas. Con un nudo en la garganta alcanzó a decir:
 
– Maestro, mi hija está muy enferma… si puedes, te ruego que hagas algo por ella.
 
Jesús tomó sus manos, lo levantó del suelo y abrazándolo le dijo:
 
– Vamos a tu casa.
 
No estaba lejos. Habíamos andado sólo unos metros cuando un hombre se acercó para decir a Jairo:
 

  • No hace falta que molestes ya al Maestro, la pequeña acaba de morir.

 
Jairo bajó la mirada y no alcanzó a articular ni una sola palabra. Se hizo un silencio expectante y nadie se atrevía a decir nada. Unos segundos de tensión tan sólo roto por el sollozo de algunos…
 
– Jairo, dijo Jesús, vamos a tu casa. Tu hija no ha muerto, sólo está dormida. Vamos, no esperemos más.
 
El rumor se hizo más intenso y algunos comenzaron a gritar, burlándose de Jesús. No era para menos, aquello no parecía que fuese a acabar bien.
Llegamos a su casa. Todos gritaban y lloraban. Jesús entró con Jairo y le acompañaron Pedro, Santiago y Juan. No sé muy bien lo que sucedió después, lo cierto es que la hija de Jairo despertó de su letargo y parecía curada. Muchos no daban crédito a lo que estaban viendo, pero yo no dejaba de pensar, con los ojos encendidos, en que las manos de aquel nazareno tenían algo de Dios, que su mirada penetraba el corazón, que su palabra era veraz y que aquellos signos eran el anuncio de que algo nuevo estaba sucediendo entre nosotros ¿Será verdad que Dios ha visitado a su pueblo?
 
Mira a tu alrededor…
 
Sucedió algo parecido con aquellos dos ciegos a la vera del camino que gritaban con fuerza, “¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!” y a los que Jesús devolvió la vista; o con Zaqueo, jefe de publicanos y muy rico el día que nos invitó a comer en su casa. Jesús lo dejó en evidencia por su mala vida, pero aquel encuentro supuso un vuelco en su vida. Para todos ellos, para mí y para muchos más, el encuentro con Jesús fue una experiencia liberadora, una experiencia de salvación que nos hizo palpar el amor de Dios que no se olvida de su pueblo y devuelve la vida a manos llenas a los que la historia y los hombres se las negaron.
Jairo descubrió mucho más que un gesto mágico en el signo del Maestro. En la sonrisa de su hija pudo leer la propia sonrisa de Dios que en Jesús se ha puesto definitivamente de parte de los más pequeños. Como él, el ciego del camino, aquellos pescadores de Genesaret, María de Magdala (te contaré más adelante su historia) y tantos otros descubrieron el rostro de Dios surcado por las cicatrices de los vencidos de la historia, sus manos solidarias sosteniendo a los caídos y su voz desgarrada alentando a todos los que los poderosos les robaron el pan y la sal.
Te confieso que, de nuevo, aquella noche no pude dormir. Daba vueltas y más vueltas y no encontraba el sueño. Una y otra vez venía a mi mente todo lo que había visto y oído aquel día. ¿Serás tú el que tenía que venir?, me preguntaba. Resonaban con fuerza en mi cabeza las profecías de nuestro pueblo que durante siglos habían alentado la esperanza de Israel y habían mantenido encendida la llama del cumplimiento de la promesa: Dios haría realidad, de una vez por todas, una tierra buena donde habite la justicia y los hombres puedan ser felices.
¿Qué eran aquellos signos? ¿Qué significaba aquella palabra que tocaba las entrañas? ¿Qué tenían de especial aquellas manos? No eran gestos mágicos, ni Jesús era un embaucador o un impostor, no… Había algo diferente en todo lo que sentí aquel día. Jesús era diferente a otros profetas, diferente a otros rabinos, diferente a otros santones y tantos falsos mesías como pululaban aquí y allá.
La mirada de aquella mujer, la mirada de Jairo, el corazón de cuantos escuchamos su palabra hablaban de novedad, la novedad de Dios que abraza con entrañas de misericordia, la novedad de un mensaje auténticamente liberador, la novedad de un gesto entrañablemente solidario que levanta, sana y da vida; la novedad de un encuentro que transforma y hace mirar la realidad con ojos más limpios. ¿Serán los signos del Reino?
Era casi el alba cuando por fin me dormí rendido por el cansancio. Un último pensamiento quedó en mi conciencia segundos antes de sumergirme en el sueño: Dios está de nuestra parte. Y me invadió una gran paz.
Ahora, después de todo lo que ha sucedido, puedo comprender mejor la respuesta de Jesús a los discípulos de Juan:
 

  • Mira a tu alrededor… los ciegos ven, los cojos andan y a los más pobres se les ha anunciado la buena noticia de Dios.

 
Jesús es el signo. Encontrarse con él es descubrir la vida. El Reino ya está entre nosotros y Dios ha tomado la palabra en la historia de los hombres abriendo el mar, como una vez en nuestra historia, para que pasemos a la otra orilla entre las aguas caudalosas. Es la orilla de la promesa, la orilla de la justicia, en una “tierra que mana leche y miel” en la que un horizonte de plenitud se abre ante nosotros.
 

  1. Como una pequeña semilla

Las parábolas del Reino
 
Jesús nos habló muchas veces del Reino. Era fascinante escucharle por las veredas y los campos cuando íbamos de camino. Hablaba con sencillez, para ser entendido por todos. Era rico de la sabiduría de su gente y de su pueblo. Sabía leer las cosas que sucedían y nos enseñaba con imágenes cuanto quería decirnos.
 
Como un banquete
 
Pero lo mejor venía al caer el sol. Cuando nos quedábamos solos, en la serenidad del crepúsculo, vencida ya la jornada. Me acuerdo bien de un atardecer en Betsaida alrededor del fuego, cansados del peso del día, con el roce en el rostro del viento fresco de la noche que avanzaba pero con el calor que provoca en el alma la intimidad de los amigos. La conversación, entre bromas y veras, trascurría serena comentando las anécdotas del día. A un cierto momento, Felipe – uno de los doce – le preguntó a Jesús:
 
– Maestro, entonces ¿cuándo se hará realidad el Reino de Dios definitivamente?
 
Jesús se tomó unos instantes antes de contestar. Todos estábamos pendientes de su respuesta:
 
– ¿Sabéis? El Reino es como una semilla de mostaza, la más pequeña de las hortalizas que crece poco a poco, casi sin darnos cuenta, pero llega a convertirse en un árbol grande que da sombra y cobija a muchos pájaros en sus ramas.
 
No entendí muy bien aquella comparación, pero me pareció que había un brillo especial en su mirada cuando hablaba del Reino.
            Continuó Felipe:
 
– Entonces, ¿quieres decir que ya está entre nosotros y crece sin darnos cuenta?
 
– Así es, respondió Jesús. Pero solo al final será definitivamente realidad. Ahora vosotros sois como los criados del rey que piensa dar un banquete y os pide que salgáis a los caminos a invitar a todos. Muchos no querrán venir, pero todos están invitados.
 
¡Como un banquete! El Reino es como un banquete de bodas donde todos estamos invitados pero al que hay que ir con el traje de fiesta preparado. Continuó Jesús:
 
Comenzó el banquete y el Rey comenzó a saludar a los invitados que llenaban el salón. Todos reían y se felicitaban por la fiesta. Pero el rey reparó en uno de los invitados que no tenía traje de fiesta. ‘¿Cómo es que no has traído traje de fiesta?’ Le dijo. ‘¡Vete fuera ahora mismo!’
 
Hemos encontrado un tesoro
 
Disfrutábamos escuchándolo. Aunque algunos comenzaron a retirarse a descansar, yo me quedé un rato más. Se estaba bien. Una suave brisa acariciaba los rostros que seguían con atención las palabras de Jesús. Nos habló de la levadura que fermenta la masa, de un mercader de perlas que en uno de sus viajes encontró la más preciosa que jamás pudo existir… Palabras pronunciadas con fuerza, con expresiva convicción y un punto de pasión que hacían más creíble el mensaje.
 

  • Os voy a contar otra historia. El Reino es como un hombre que, trabajando en un campo, encontró un tesoro. ¡Podéis imaginaros su alegría y su desconcierto! ¿qué pensáis que hizo? Emocionado y nervioso pensó unos instantes qué podía hacer con aquel tesoro y decidió esconderlo de nuevo. Luego fue a casa y en los días siguientes, vendió todo lo que tenía y compró aquel campo. ¡El tesoro ya era suyo!

 

  • ¿El Reino es el tesoro?, le pregunté torpemente.

 

  • Claro, Silas. Hace falta vender todo, tener el corazón libre, para poder tener el tesoro, para poseer la vida, para experimentar la libertad de los hijos de Dios, para hacer surgir un orden nuevo a nuestro alrededor, para descubrir lo que nos hace felices y hace felices a los que están a nuestro lado.

 
Aunque era de noche y no se notó, sentí que me sonrojaba ligeramente. De nuevo Jesús se dirigía a mí para insistir en la necesidad de venderlo todo para ser más libre y poseer el Reino. Quizás el Maestro sabía más de mi corazón de lo que yo imaginaba. Lo cierto es que me inquietaba   la urgencia de soltar lastre en mi vida para estar más disponible. Como sabes, buen Jonás, no tengo demasiados bienes que vender, pero sí creo que tengo que liberar más mi corazón y tener mi mente y mis manos más abiertas ¿Sería esto lo que Jesús me estaba queriendo decir? Lo he pensado mucho desde que no está entre nosotros. Puede que el reproche que aquella noche Jesús le hizo a Felipe pudiera estar también dirigido a mí:
 
– ¿Tanto tiempo conmigo y aún no has comprendido, Felipe?
 
Ser el servidor de todos
 
Nos costó comprender qué era el Reino que Jesús anunciaba. Éramos cabezotas y andábamos todavía, muchos de nosotros, con esquemas equivocados acerca de la liberación de Israel y de la instauración del reinado de Dios. Sin ir más lejos, esa misma noche, hablando del Reino, cuando la conversación se había caldeado, Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, hicieron que Jesús se pusiese serio. Santiago, el mayor de los “hijos del trueno” – así los llamaba Jesús -, tomó la palabra con tono eufórico:
 

  • Señor, cuando estés en tu Reino, ¡haz que mi hermano y yo nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda!

 
A Jesús le cambió la expresión de la cara. Muy serio, le respondió:
 

  • ¿Qué estás diciendo, Santiago? El que os sentéis a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí determinarlo. Mira, en la tierra hay jefes que tiranizan a los demás y sueñan con el poder. Entre vosotros no puede ser así. Tienes que entender que entre vosotros no puede haber privilegios y que ninguno está por encima de los demás.

 
Enseguida intervino su hermano Juan:
 

  • Jesús, hoy discutíamos por el camino quién de tus discípulos era el primero de todos, si es verdad lo que dices ¿ninguno de nosotros es el más importante?

Jesús parecía visiblemente contrariado.
 

  • Juan, Santiago… escuchadme todos. Es necesario cambiar de esquemas. Aquel de vosotros que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos. Aquí está el verdadero poder, en el servicio. Aquí está la grandeza de cada uno de nosotros, en servir sin condiciones, poniendo a los demás por delante. El Reino de Dios sólo se abrirá paso entre nosotros si hacemos del servicio nuestra manera de vivir.

 
Se hizo un silencio prolongado. Las brasas chisporroteaban casi consumidas y sólo percibíamos algunos rasgos de los rostros sombreados en torno al fuego. Santiago, aunque impulsivo, tiene un corazón grande y aquella noche comenzó a entender ¡Cómo ha cambiado! ¡Qué distinto al que en estos días no deja de alentar a todos desviviéndose por unos y otros! No sabes cómo lo vi llorar la tarde en que Jesús murió.
 

  • Tienes razón, Maestro, logró musitar aquella noche el “hijo del trueno”.

 
¿Estás dispuesto a venir conmigo hasta el final?
 
Después de aquello, nos fuimos quedando sólo algunos. Algo más de conversación y al rato, me encontré a solas con Jesús.
 

  • Di, Maestro.
  • ¿Sabes? Las zorras tienen madriguera y los pájaros nido; pero el hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza. ¿Estas dispuesto a venir conmigo hasta el final?
  • Te seguiré a dondequiera que vayas…
  • Hazte fuerte, porque las cosas no serán fáciles

 
No pude contestar. No alcanzaba a entender qué quería decirme Jesús. Ahora lo sé. Y guardo en mi corazón sus palabras de aquella noche pronunciadas en la intimidad de la noche y la amistad. Sólo Dios sabe que respondí con generosidad. Después de todo lo ocurrido, después del desconcierto y el miedo de su partida sólo espero ser fuerte.
 

  • Buenas noches, dijo Jesús.
  • Buenas noches, Maestro.

 
Aún permanecí algún tiempo ante los restos del fuego removiendo distraídamente las brasas y refugiándome en la manta que me cubría. Me había quedado solo. Liberar el corazón, encontrar un tesoro, poner a los demás por delante… Las palabras de Jesús parecían querer encontrar alojo en mi cabeza. Adondequiera que vayas… le había dicho. Pasó un buen rato. Después, también a mí me venció el sueño.
 

José Miguel Núñez