¿Tenemos, somos… un problema?

1 septiembre 2002

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Javier Melloni
 
Javier Melloni, sj, es profesor del Instituto de Teología Fundamental (San Cugat del Vallés – Barcelona) y colaborador del Eides (Manresa – Barcelona).
 
Síntesis del Artículo
Sobre el fondo metafórico del «Señor de los Anillos», antes de nada, el autor sugiere que quizá «tengamos un problema»: «Viendo nuestras instituciones, nuestro modos de vida comunitarios y nuestra propia vida personal, uno se pregunta si realmente la vida religiosa es testimonio del Absoluto y se fomenta en ella esa pasión por Dios, que se manifiesta en la inocencia del despojo». Además, «¿somos un problema»? En cualquier caso, más que problema, «misterio»… Mas, para adentrarnos en el «Tierra oscura» y destruir el Anillo del poder y otras seguridades, «no estamos solos como Frodo»; para tal viaje, eso sí, es necesario amar la Tierra Media y los habitantes que la pueblan, «hay que desear con determinación que la Sombra del Señor Oscuro no se adueñe de la Tierra».
 
 
 
 
 

  1. ¿Tenemos un problema?

 
No deja de ser paradójico que planteemos como problema lo que originariamente se nos da como un don. Quizás esto mismo ya sea un síntoma: habernos problematizado por nuestro propio afán de seguridad y de control. Cuando el don se pretende sistematizar, controlar, evaluar…, desaparece, porque el Espíritu es inmanipulable, y no sabemos de dónde viene y a dónde va. También el viejo Nicodemo andaba preocupado, haciendo diversas preguntas a Jesús, seducido por una libertad que él, más por su rol que por su edad, había perdido hacía tiempo.
 
Tal vez de ahí provenga la crisis de la vida religiosa: como Nicodemo y los demás habitantes de la Tierra Media del Señor de los Anillos, nos hemos puesto demasiadas veces en algún dedo el Anillo del poder. Así, de tantas instituciones que hemos regentado, de tantas seguridades de las que nos hemos rodeado, de tantas planificaciones que hemos proyectado, tal vez hemos perdido el vigor original y la vida religiosa ya no representa lo que fue en sus orígenes –cuando surgió en el desierto como alternativa a la religión del estado– ni lo que ha sido en el origen y fundación de cada nuevo carisma que ido apareciendo: una apuesta radical, siempre antigua pero siempre nueva, por el absoluto de Dios, liberadas las manos de la tentación de poseer el Anillo, en los márgenes del Imperio, allí donde el abuso del poder proyecta su sombra.
 
Viendo nuestras instituciones, nuestros modos de vida comunitarios y nuestra propia vida personal, uno se pregunta si realmente la vida religiosa es testimonio de este Absoluto y se fomenta en ella esa pasión por Dios, que se manifiesta en la inocencia del despojo. Porque lo propio de la vida religiosa es comunicar la plenitud de vida que procede del desprendimiento y de la ausencia de toda forma de dominación.
 
Habría que aclarar, con todo, lo que entendemos por ese Absoluto de Dios que despoja, porque la palabra «absoluto» es peligrosa. No quisiéramos para nada que se pudiera asociarse a rigideces ni fanatismos. Cuando hablamos de absoluto de Dios nos estamos refiriendo a que Dios ocupe el centro de la existencia personal, comunitaria e institucional. Una priorización que no bloquea ni anula los demás aspectos de la vida, sino que libera de poseerlos y de ser poseídos por ellos, haciendo que reciban desde este Centro su verdadera dimensión y consistencia. Precisamente el absoluto de Dios es lo que nos permite ser libres y auténticos en nuestras relaciones con las personas y con las cosas, porque desde Dios, que es Amor absoluto desprendido de la más mínima forma de dominación, todo queda redimensionado.
 
Nótese que estamos hablando de ser «libre en» y no «libres de», porque no ser cómplices del Anillo no nos hace ajenos a las personas ni a las cosas, sino que nos resitúa ante ellas. La desposesión que comporta el absoluto de Dios no compite con nuestra relación con el mundo, sino que precisamente es lo que permite descubrirle su valor último: que la verdadera relación con las personas y las cosas no es la depredación, el abuso o la manipulación, sino la comunión, hecha de acogida y donación.
Así, pues, esta es la primera cuestión que deberíamos plantearnos: si nuestras instituciones, ámbitos comunitarios y modos de vida personal están libres de la dominación del Anillo porque se vive y se fomenta esta centralidad de Dios, fuente de la libertad interior, o si bien andamos distraídos en sucedáneos que nos han intoxicado y en los que nos encontramos atrapados.
 
Pero hablar de libertad también puede ser fuente de confusión, ya que si la reivindicamos sin habernos desprendido del Anillo, nos hacemos víctimas de nuestros propios caprichos y de nuestra arbitrariedad, a costa de dominar o utilizar a los demás. La libertad de la vida religiosa es la libertad de vivir sin el Anillo, lo único que nos puede hacer seguidores de Jesús, el Señor pobre y humilde que se despojó de su categoría divina para hacerse uno de tantos (Fil 2,6-7).
 
Dicho de otro modo, la vida religiosa existe para recordar que el ser humano alcanza su plenitud cuando no se somete ni somete a nadie, sino que, al modo de Jesús, se expone y se entrega, evitando así la arbitrariedad de los intereses individuales o los de una institución determinada. La vida religiosa está ahí para testimoniar que la libertad de Dios hace a las personas y a las instituciones verdaderamente inocentes y libres, capaces de suscitar una calidad de existencia interpelante y contagiosa; sobre todo, contagiosa. Si no contagiamos, es que tal vez no estamos arraigados en ese Absoluto que nos convierte en entrega y que hemos replegado las alas de la libertad, sucumbiendo a diferentes formas de esclavitud, con el Anillo pegajosamente enganchado a las manos.
 
Tradicionalmente, este desprendimiento se ha expresado mediante los tres votos característicos de la consagración religiosa, que abarcan tres ámbitos fundamentales de lo humano en los que vivir la inocencia del despojo que permite transparentar a Dios: por el voto de castidad, tratamos de vaciarnos de toda forma de poder y de posesión en la relación con los demás; por el voto de pobreza, renunciamos a dominar a los demás por el poder sobre la cosas; y por el voto de obediencia renunciamos a imponer nuestro criterio sobre los demás y nos comprometemos a escucharnos unos a otros y, conjuntamente, escucharle a Él.
 
Necesitamos tener la humildad y el coraje de preguntarnos si nuestras comunidades e instituciones son realmente ámbitos desarmados, liberados de la tentación de poseer el Anillo y responder en qué medida vivimos, compartimos y nos ayudamos unos a otros a crecer en estas tres direcciones. Muchos, no sólo desde fuera, sino desde dentro, tenemos serias dudas al respecto. Así, en la Tierra de Mordor, sojuzgada por el Señor oscuro, las Sombras siguen extendiendo su dominio, sin que haya nadie que lo evite, porque todos estamos tentados de arrebatar el Anillo que nos permita someter a los demás.
Tratemos de mirar cada voto con un poco más de detenimiento.
 
1.1. Castidad y afectividad
 
¿Es la vida religiosa un lugar donde se trabaja honesta y seriamente la afectividad para aprender a amar sin poseer? ¿No vivimos con demasiado aislamiento, con demasiadas zonas ciegas, zonas no trabajadas y menos aún compartidas, que se convierten en soledad y, a menudo, en focos de malos entendidos y de infección? Cuando estos conflictos salen a la luz, normalmente es demasiado tarde, o a costa de haber soportado demasiado sufrimiento antes de explotar. Hemos de reconocer nuestra torpeza a la hora de comunicarnos entre nosotros aspectos de nuestra vida interior. Con demasiada frecuencia nos encontramos compartiendo con mayor calidad y profundidad nuestra cuestiones personales en nuestros grupos de pastoral o con amigos laicos que con los hermanos o hermanas de comunidad.
Hay una especie de velo, de telarañas o de anquilosamiento en nuestras relaciones intracomunitarias, de falso respeto. Porque respeto viene del latín respiscere, que significa «mirar profundamente», mientras que lo que sucede demasiado a menudo entre nosotros es que ni siquiera nos miramos. Es decir, también nosotros estamos atrapados en los temores de la Tierra Oscura, ocultándonos en capuchas unos de otros, temiendo que se nos vea el rostro.
 
1.2. Pobreza
 
Éste es un terreno en el que también andamos confusos en los últimos años. Si bien durante la década de los sesenta y setenta se hicieron heroicos esfuerzos por salir hacia las zonas devastadas por la sombra del Señor Oscuro, y aquellas generaciones se fueron a vivir en pequeñas cabañas, austeras y ruidosas, en los arrabales del Imperio, hoy en día estamos despistados. Por un lado, el nivel de vida de muchos de aquellos barrios ha aumentado, y con ellos, también el nuestro. Surgen preguntas sobre qué es lo que da sentido a que permanezcamos en ellos. El estándar de vida sigue subiendo y no sabemos dónde colocar los límites, con el aumento de aparatos de todo tipo, de los cuales raramente nos privamos. Es cierto que se han producido desplazamientos hacia los nuevos arrabales, poblados por los actuales desplazados y desposeídos, y ello nos mantiene vivos, pero con frecuencia al margen de la vida media de las demás comunidades e instituciones que seguimos teniendo. En definitiva, uno se pregunta si nuestro estilo de vida anuncia la vulnerabilidad de saberse sólo de Dios.
También cabe preguntarse sobre el sentido que tiene que sigamos siendo los propietarios y titulares de muchas de nuestras instituciones. La labor eficaz de los laicos interpela nuestro carisma, cuestionándonos sobre el lugar que debemos ocupar y qué es lo específico que podemos aportar. ¿No estamos llamados a ser más contraculturales y luminosos de lo que somos, tal como fueron nuestros carismas fundacionales cuando surgieron? Por otro lado, ¿enseñamos en nuestras instituciones educativas a no ser cómplices del Anillo?
 
1.3. Obediencia y escucha
Obedecer proviene de ob-audire, es decir, «ponerse a la escucha». Ello implica disponerse conjuntamente, en actitud de receptividad, para oír a Aquél «que no alza la voz, ni grita por las calles» (Is 42,2). Con demasiada frecuencia, la urgencia por lo inmediato no sólo nos está privando de atender a lo importante, sino que nos hace descuidar lo esencial. ¿Y qué es lo esencial? Resituarnos una y otra vez ante el Absoluto de Dios, para que otras formas solapadas de absolutismos no nos atrapen. Atender a este cuidado significa liberarnos de la tentación de los resultados eficaces inmediatos y darnos tiempos, largos tiempos –no raquíticamente desproporcionados respecto a otras ocupaciones–, para estar despojados con Él ante Él. Sólo priorizando estos tiempos de autenticidad y de inocencia podemos adquirir la justa perspectiva para darnos cuenta en qué estamos prendidos y de qué debemos desprendernos para adquirir la libertad de Dios. Pero esto no es sólo una cuestión de tiempo, sino también de cualidad de nuestra oración.
 
Por ello deberíamos preguntarnos si nuestras múltiples reuniones suscitan esta escucha y si crean comunión. Reuniones que, aunque se hable de Dios en ellas o comiencen incluso con una oración, suelen ser metodológicamente a-teas, porque no hay espacio para que irrumpa el Espíritu en ellas y nos sorprenda, desposeyéndonos. Todo ha sido demasiado programado de antemano, con un orden del día perfecto, donde con demasiada frecuencia utilizamos el primer pronombre personal, símbolo de nuestro propio aislamiento. Lo mismo ocurre con nuestras oraciones comunitarias. ¿Cómo oramos para que en ellas demasiadas veces no suceda nada? ¿No será que andamos entretenidos con demasiados anillos en las manos? Tal vez, no sucede nada en nuestras reuniones y oraciones comunitarias porque no estamos desarmados.
En definitiva, muchos nos preguntamos si por las arterias de nuestras comunidades e instituciones corre la sangre fresca de la vida y del Espíritu, la mirada limpia y luminosa de Jesús, así como de Frodo y sus amigos, capaces de dejar su tierra para hacer desaparecer para siempre el Anillo oscuro del aislamiento, del sometimiento y de la dominación.
Y ahí viene entonces la segunda cuestión que planteaba el título de estas páginas.
 
 

  1. ¿Somos un problema?

 
No sé si es muy sugerente ni estimulante aparecer ante los demás como un problema, porque, como alguien ha dicho, «la vida no es un problema a resolver, ni un enigma a descifrar, sino un misterio a vivir». Pero lo que sí podríamos ser es una interpelación para los habitantes de la Tierra Media, antes de que se convierta del todo en una Tierra Oscura: mostrar que es posible la reciprocidad de la acogida y de la donación. En una cultura crispada por la competitividad, en la que nos agredimos unos a otros, la vida religiosa está llamada a mostrar que es posible vivir en la inocencia.
 
El malestar de nuestro tiempo es resultado de la sospecha y de la desconfianza, mientras que el ser desarmado habita en el país de la confianza y de la gratuidad. Jesús nos llama desde allí: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Tal es el lugar de la vida religiosa desde donde interpelar, es decir, también «llamar», convocar. Llegar a ser personas reconciliadas que, viviendo desde el don, no reclaman nada a los demás. De allí que puedan indicar el Misterio, porque viven sintiéndose regalados, con el rostro pacificado, irradiando un modo diferente de ser humano, en una tierra donde nos depredamos unos a otros.
 
Esta inocencia no es ingenuidad, sino una sencillez probada, conocedora de los complejos entresijos del corazón humano, que ha aprendido a liberarse de ellos. Para entrar en la vida religiosa hay que ser alguien que ha tenido el Anillo en sus manos pero que ha vencido su tentación y ha sabido desprenderse de él. Ha de tener la sencillez de aquél que ya no necesita defenderse ni justificarse a sí mismo porque se ha entregado, porque se ha sentido tomado por un Amor y una causa mayores que él. Cuando uno se ha entregado, ya no necesita del Anillo del poder. Su vulnerabilidad es precisamente su fuerza. Por ello es capaz de emprender el camino, superar los obstáculos y llegar al lugar donde fundirlo y hacerlo desaparecer.
 
La vida religiosa no puede ser un refugio donde evitar enfrentarse a cuestiones fundamentales no resueltas. Por ello es importante que los que deseen entrar en la vida religiosa tengan un suficiente conocimiento de sí mismos. De algún modo, deben haber recorrido las tierras del amor y del desamor y deben haber experimentado que lo que redime el mundo es el perdón, no la autojustificación.
 
Así, pues, para adentrarse en la Tierra oscura y alcanzar el volcán donde será destruido el Anillo, y con él, toda tentación de imponerse a los demás, hay que ser inocentes, pero también valientes. Porque para iniciar este viaje no hay temer las propias sombras ni las ajenas. Participar en esta expedición no es fácil, porque atrae la furia de los que padecen la fiebre del poder. Hay que aprender a confiar, pero también hay que estar dispuestos a sufrir, porque habrá que cargar con los desarreglos de los demás. Llevar el Anillo del poder sin ponérselo comporta una constante desinstalación. También supone exponerse a diversos peligros, porque atrae la avidez de las miradas ajenas. Tal como Frodo -y como Jesús-, hay que estar dispuestos a ir hasta el final.
Por otro lado, sólo se puede iniciar este viaje si se ama la Tierra Media y los habitantes que la pueblan: los hobbits, los elfos, los seres mortales… Hay que desear con determinación que la Sombra del Señor Oscuro no se adueñe de la Tierra. Que el poder, la soledad, la arbitrariedad, no consigan que vayamos todos contra todos, sino devolvernos unos a otros la confianza, de modo que todos vayamos con todos, todos hacia todos.
Pero Frodo, como Jesús, no puede hacer el camino solo. Necesitan compañeros que les ayuden y acompañen en su recorrido por la Tierra Media. Es tan necesario saber estar solos como hacer el camino juntos, alegrándose de la complementariedad de unos y otros, aunque a veces sean torpes o inoportunos, como Peppin y Merry. La Vida religiosa se hace en equipo, donde nadie es más importante que otro, donde cada uno es único e irrepetible, y donde cada cual puede aportar su cualidad personal, apreciando y contando con las cualidades de los demás.
 
Entrar en la Vida religiosa implica estar dispuestos a una itinerancia continua, con pocas seguridades a lo largo de un camino incierto. El que se apunte, ha de saber que seremos pocos. Que no tenga nostalgia de las multitudes. Porque la fuerza de este viaje no consiste en ser muchos, sino en estar bien avenidos, contando con que cada uno está arraigado en la convicción de la llamada que ha sentido.
Esta es precisamente la última característica de lo que deseen emprender la aventura de internarse por la Tierra Oscura para destruir el Anillo: ser continuamente atraídos por el Rostro del Inocente. Sólo se puede emprender el camino si ha entrevisto este Rostro y si uno lo desea como el tesoro más precioso. Porque el camino no lo hacemos solos, ni somos tampoco nosotros quienes lo abrimos, sino que somos precedidos. Seguimos a Quien conoce el camino porque llegó antes que nosotros. No estamos solos como Frodo, sino que nosotros estamos con Frodo, y Frodo también fue precedido. Jesús, desde el final del camino, vuelve a recorrerlo una y otra vez con nosotros, convocando a nuevos compañeros que deseen ser amigos suyos para liberar a la Tierra Media del Señor Oscuro. No ofrece ninguna otra garantía ni seguridad que la de estar con Él y la de vivir la felicidad que da el vivir desarmados, con la libertad de amar sin poseer, de hacer amistades con los habitantes de la Tierra Media pero sin detenerse en ninguna parte hasta que el Anillo no haya verdadera y totalmente desaparecido. Sólo entonces podremos regresar a casa y celebrarlo todos juntos, liberados por fin de su amenaza. n
 
Javier Meloni
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