«Teo-lógica» cristiana ante la pobreza y la riqueza

1 diciembre 2001

PIE DE AUTOR
Julio Lois Fernández es profesor en el Instituto Superior de Pastoral (Madrid).
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
La «cuestión del dinero» y la abismal diferencia entre pobres y ricos que genera su desigual distribución nos sitúan ante el «desafío de la injusticia». “Desde la perspectiva de la fe cristiana… la cuestión de la injusticia y el clamor que se eleva desde sus víctimas es, en buena media, la cuestión de Dios”. La identidad teologal de este tema remite a los pobres como «sacramento» o presencia de Dios. A partir de aquí, si queremos reconocer la «lógica de Dios» hemos de mirar a Jesús de Nazaret; quien, precisamente y además de sus palabras, eligió una forma de vida pobre. Se trata, no obstante, no solo de conocer sino de asumir y practicar esa «teo-lógica»: la identidad cristiana «incluye como algo fundamental situarse prácticamente ante la pobreza y la riqueza, los pobres y los ricos».
 
 
 

  1. Introducción

 
Tras la mirada tanto psicológica como ética que ofrecen los dos artículos anteriores sobre la «cuestión del dinero» o, más específicamente, sobre la cuestión de la pobreza y de la riqueza, vamos a intentar en éste presentar, a la luz de la fe cristiana, la mirada teológica o, si se quiere, la «lógica del Dios de Jesús» respecto a la misma cuestión.
Es imprescindible advertir desde el primer momento que la «cuestión del dinero», tal como la vamos a considerar aquí, está vinculada esencialmente a su desigual distribución actual, que se expresa en la existencia de riqueza y pobreza, esto es, de ricos y pobres. No vamos a hablar del dinero en sí mismo considerado, de lo que supuso su aparición en la historia de la humanidad, del papel que juega en el funcionamiento económico de nuestras sociedades, de la necesidad que el ser humano tiene hoy de él para adquirir los bienes que le son necesarios para satisfacer sus necesidades. Vamos a hablar más bien de esa forma de situarse ante él que se puede convertir, desde la perspectiva de la fe cristiana, en idolatría y que conduce a generar abismos de desigualdad injusta entre los seres humanos. Y también, naturalmente, de esa otra forma de relacionarse tan radicalmente distinta de la anterior que es la que lleva consigo la pobreza evangélica. Vamos a hablar, pues, de la pobreza y de la riqueza, de los pobres y los ricos.
 
La «cuestión del dinero» es, pues, desde la perspectiva en que aquí nos situamos, la cuestión de la riqueza y la pobreza –es decir, de la acumulación no compartida y de la escasez obligada que amenaza incluso la posibilidad misma de vivir– y nos sitúa inevitablemente ante el desafío de la injusticia, tal vez el más radical de los desafíos que tiene ante sí la humanidad en el momento presente.
Lo que interesa destacar es que la cuestión de la injusticia –que tiene su fuente, como queda dicho, en la relación idolátrica con el dinero–, cuando se contempla desde la lógica propia del Dios de Jesús, no se sitúa solamente en el campo de la ética, sino que adquiere un «estatuto rigurosamente teologal». En realidad, el hecho de la injusticia que genera pobres y hasta excluidos, la insolidaridad que la perpetúa, la mentira que la encubre y la ideología que la justifica, oculta o entenebrece el rostro del Dios cristiano, es incluso su negación más radical. La «muerte de Dios» está, para muchos, vinculada a la realidad de la injusticia.
 
Desde la perspectiva de la fe cristiana se puede afirmar que la cuestión de la injusticia y el clamor que se eleva desde sus víctimas es, en buena medida, la «cuestión de Dios», al situarnos a los creyentes ante la más radical de las disyuntivas: la fe en el Dios verdadero, que es fuente de vida, o la adhesión a los ídolos falsos, que se nutren de la injusticia y sus secuelas de pobreza, exclusión, sufrimiento y muerte.
La cuestión de la pobreza y la riqueza, el hecho de que existan pobres y ricos separados por desigualdades hirientes, exige de todo creyente concreción y clarificación teológicas. Como dice J. Sobrino “en un mundo de víctimas, poco se conoce de un ser humano por el mero hecho de que éste se proclame creyente o increyente, hasta que no se añada en qué Dios cree y contra qué ídolos combate. Y si en verdad es idólatra, poco importa a la postre que afirme aceptar la existencia de un ser trascendente o negarla. Y eso no es nada nuevo: ya lo afirmó Jesús en la parábola del juicio final”. En consecuencia, añade, “para decir toda la verdad siempre hay que decir dos cosas: en qué Dios se cree y en qué ídolo no se cree. Sin esa formulación dialéctica la fe permanece muy abstracta, puede ser vacía y, lo que es peor, puede ser muy peligrosa, pues permite que coexistan creencia e idolatría”. Como tendremos ocasión de ver más adelante, Jesús de Nazaret se esforzó por hacernos ver la imposibilidad de esa letal coexistencia.
 
Esta recuperación de la identidad teologal de la cuestión de la justicia conduce lógicamente a reivindicar lo que la teología de la liberación llama el «estatuto teologal de los pobres». Es un estatuto que deriva fundamentalmente de que los pobres, según la vida y enseñanza de Jesús, son verdadero «lugar teológico», es decir, lugar donde Dios se manifiesta de forma especial.
Los pobres, con su existencia dolorosa y crucificada, son «sacramento» o «presencia» de un Dios crucificado y sufriente, escondido y ausente. Son signo de que el Reino de Dios no está todavía entre nosotros. La muerte temprana e injusta del pobre, por ser negación rotunda de la vida que viene de Dios, es rechazo radical de su Reino. Dios es negado y se ausenta allí donde su Reino de justicia y de vida es rechazado. Aunque sería más preciso afirmar que Dios en tal supuesto sigue presente, pero como negado y reclamando ser afirmado.
 
Los pobres, con su existencia asumida cristianamente o vivida según el espíritu del Evangelio de Jesús, son sacramento o presencia de un Dios liberador que interviene activa y salvíficamente en la historia. Son signos de que el Reino sí está ya entre nosotros. Son prueba inequívoca de la dimensión liberadora de la fe cristiana.
Así, manteniendo la tensión entre el «ya sí» y el «todavía no» del Reino, sin resolver o eliminar el escándalo, pero situándolo en sus justas proporciones, sufriendo y luchando en este mundo injusto, los pobres son «lugar teológico»: nos muestran el perfil verdadero del Dios cristiano y demandan que sea buscado y encontrado allí donde realmente está, es decir, con ellos y a favor de su causa.
Este estatuto teologal que, a la luz de la fe cristiana, adquiere la cuestión de la justicia-injusticia y la cuestión de los pobres-ricos, es el que vamos seguidamente a fundamentar con más precisión recurriendo para ello a la «postura de Jesús», es decir, siguiendo de cerca los relatos evangélicos.
 
 

  1. La posición de Jesús

 
Para la fe cristiana, Jesús de Nazaret, varón judío del siglo I, con toda su enseñanza, todo su vivir y también su morir y resucitar, es el lugar histórico por excelencia en el que se nos ha revelado quién es Dios. En Jesús la fe reconoce “la palabra con la cual Dios rompió su silencio” (Ignacio de Antioquía), el lugar de la automanifestación definitiva de Dios, la perfección de su revelación histórica, el espacio donde puede y debe ser pensado y reconocido: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). En realidad, aunque “de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas, ahora en esta etapa final nos ha hablado por su Hijo al que nombró heredero de todo, lo mismo que por él había creado los mundos y las edades” (Heb 1,1-2).
Si queremos saber cuál es la mirada o la «lógica» de Dios sobre nuestra cuestión de la pobreza y la riqueza hemos de volver entonces nuestra mirada hacia Jesús de Nazaret. Para conocer su posición vamos a considerar breve y separadamente su enseñanza oral y su forma de vivir, lo cual nos permitirá comprobar la profunda coherencia que se dio entre ambas, fuente de su singular «autoridad».
 
2.1. La pobreza y la riqueza en la enseñanza de Jesús
 
La riqueza aparece en la enseñanza de Jesús:
 

  • Como obstáculo que impide aceptar la invitación a entrar en la dinámica del Reino de Dios, siguiendo a Jesús. Recordemos el final del diálogo, que recogen los tres sinópticos, de Jesús con aquel hombre que ya desde joven guardaba los mandamientos: “Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes, repártelo entre los pobres y tendrás un tesoro en los cielos. Luego ven y sígueme. Pero él, al oír esto, se puso muy triste porque era muy rico. Jesús se le quedó mirando y dijo: ¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas! Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios”. (Lc 18,22-25 y par.).
  • Como seducción que ahoga la semilla del Reino que había sido inicialmente recibida (cf. Mc 4,3-20 y par.).
  • Como insensatez que lleva a pensar que el sentido de la vida depende de las riquezas acumuladas con avaricia (cf. Lc 12,13-21).
  • Como ídolo que impide ponerse al servicio del Reino de Dios: “Nadie puede servir a dos amos: porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y al otro no le hará caso. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). A. Pieris afirma que esta “antinomia irreconciliable entre Dios y el dinero (Mt 6,24), o más exactamente entreAbba y Mammón (para usar dos palabras arameas cargadas de pasión y, en este sentido, intraducibles que los evangelios sinópticos sitúan en labios de Jesús), es el núcleo vital del mensaje evangélico tal como ha sido desarrollado en el sermón del monte”.
  • Como ruptura de comunión con el pobre que se opone a la comunión definitiva con Dios (cf. Lc 16,19-31).

 
En contraste con esta visión de la riqueza Jesús presenta la pobreza evangélica:
 

  • Como condición de posibilidad para poder seguirle (cf. Lc 18,22).
  • Como fuente de bienaventuranza en tanto que permite entrar en la dinámica del Reino de salvación que Jesús anuncia y hace presente (cf. Mt 5,3). Según la sabiduría evangélica, nada convencional, la opción por la pobreza en el sentido que estamos indicando, es clave para captar la verdad, bondad y fecundidad de la Buena Noticia de salvación.
  • Como requisito necesario para anunciar el Reino y testificar su presencia entre nosotros. Cuando Jesús envía a sus discípulos de dos en dos “les encargó que no cogieran nada para el camino, un bastón y nada más: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; llevar sandalias, sí, pero que no se pusieran dos túnicas” ( Mc 6,8-10; cf. también Mt 10,1-15 y Lc 9,1-6 y 10,1-7).

 
Teniendo en cuenta todo lo dicho se entiende la contraposición que Jesús hace entre los pobres y los ricos en el comúnmente llamado sermón de las bienaventuranzas. Mientras que los pobres son proclamados bienaventurados, tanto en el sermón de la montaña de Mateo (5,3) como el del llano de Lucas (6,20), en este último los ricos son descalificados (6,24). La lógica de Dios sobre la pobreza y la riqueza acredita aquí su dimensión «contracultural», que resulta tan difícil de aceptar desde la lógica propia de la sabiduría «mundana».
Tal vez podríamos resumir la enseñanza de Jesús sobre nuestra cuestión diciendo que la riqueza se nos presenta en ella como fuente de ceguera, de idolatría que esclaviza y de insolidaridad que conduce a la injusticia. La pobreza con la significación que le hemos dado, es decir, la pobreza evangélica, se presenta en la misma enseñanza, por el contrario, como fuente de luz para captar la verdad y la bondad y también como fuente de libertad que hace posible la solidaridad –el hacerse prójimo– y la realización de la justicia.
 
2.2. La pobreza y la riqueza en la vida de Jesús
 
La vida de Jesús estuvo enteramente de acuerdo con su enseñanza. A diferencia de algunos de los maestros de la ley y fariseos, Jesús hizo siempre lo que dijo, vivió como pensó (cf. Mt 23,3).
Señala I. Ellacuría que “pertenece esencialmente a la vida y a la misión de Jesús su referencia y pertenencia al mundo de los pobres”. Una verificación de esta afirmación exigiría al menos: 1/ Indagar sobre su mismo nacimiento, su «status» social en Nazaret; 2/ Considerar globalmente la forma de vida que eligió para anunciar y ponerse al servicio del Reino de Dios, centro indudable de todo su existir; 3/ Fijar especialmente la atención en algunas de las actividades más significativas realizadas por Jesús para llevar a cabo ese anuncio y servicio.
Me voy a limitar a tratar brevemente los puntos 2 y 3 para no alargarme indebidamente.
 
Para realizar su tarea de servir al Reino de Dios Jesús eligió una forma de vivir desinstalada y errante propia de una «carismático itinerante» (Theisen), sin lugar “donde reclinar la cabeza” (Mt 8,20). Una elección que le condujo a la pobreza y a la marginación social. Como afirma Meier, en su riguroso y monumental trabajo, “abandonó su medio de vida y lugar de origen, se convirtió en «desocupado» e itinerante a fin de asumir un ministerio profético y, no sorprendentemente, se encontró con la incredulidad y el rechazo cuando regresó a su pueblo a enseñar en la sinagoga… Contando básicamente con la buena voluntad, el apoyo y las contribuciones económicas de sus seguidores, Jesús se hizo intencionalmente marginal a los ojos de los judíos normales y corrientes de Palestina”.
José Mª Castillo ha subrayado que Jesús aparece muy frecuentemente rodeado por el pueblo sencillo y pobre (óchlos), es decir, “por el gentío, los ciudadanos en general, en contraposición especialmente a los dirigentes, los nobles y la clase superior”. Es especialmente significativo que el grupo de sus discípulos más íntimos parece también formado por gente perteneciente al «óchlos». Aunque no conocemos con detalle el status de los «Doce», sí sabemos que algunos de ellos –cuatro– eran pescadores, otro un publicano y al menos otro muy probablemente un «zelota»… También sabemos que entre los seguidores más fieles hay que contar a un buen número de mujeres, las cuales en tiempos de Jesús contaban bien poco.
 
Esta condición de pobre que eligió Jesús, para ser mejor comprendida, debe situarse en el contexto del proceso «kenótico» (término derivado de kenóo, que significa vaciar, despojar, reducir a la nada), que informó toda su estrategia salvífica.
En dos textos paulinos encontramos expresada la mencionada estrategia: “Pues ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9). “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. El cual, teniendo la naturaleza divina, no juzgó como tesoro codiciable el aparecer igual a Dios. Al contrario, se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres. Y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios le exaltó y le dio un nombre, que está sobre todo nombre” (Flp 2,5-9).
En ambos textos –cf. también 2Cor 5,21; Rom 8,3; Gal 4,4-6– se presenta el ritmo ternario de su proceso kenótico: Cristo, que posee un «plus» de fuerza salvífica, se sumerge totalmente en la tragedia humana, participando en ella al hacerse pobre, incluso «esclavo», y, finalmente, emerge de tal condición superando lo negativo y alcanzando la plenitud.
 
Jesús se hizo pobre con los empobrecidos, pero no para justificar o sacralizar su pobreza injusta, sino para superarla, por ser contraria a la voluntad amorosa de Dios. La pobreza que informó la vida de Jesús se entiende cuando se la sitúa en su «kénosis». Jesús, abrazando la pobreza, comparte la vida de los pobres, que son los destinatarios primeros de su Reino de salvación. La pobreza de Jesús es un acto de amor solidario, es la expresión de su compromiso en favor de la liberación de los pobres.
La pobreza de Jesús es expresión de su servicio al Reino de Dios, que es oferta real de salvación para los pobres. Esa oferta se realiza así no «desde fuera» o «desde lo alto», sino «desde dentro» y «desde abajo», por compartir la suerte de aquellos que necesitan ser salvados. Es expresión inequívoca del compromiso de Jesús en favor de la liberación de los pobres.
Jesús proclamó la Buena Noticia de su Reino como salvación ofrecida prioritariamente a los pobres no solo con su acción de predicar, sino también con su vida entera y con algunas actividades concretas especialmente significativas. Entre estas últimas suelen destacar los estudiosos los milagros de Jesús y sus comidas o banquetes.
 
Los milagros, realizados a impulsos de su amor y misericordia hacia los más débiles, deben ser considerados fundamentalmente como «clamores del Reino», es decir, como «signos» que muestran que la fuerza salvífica del reinado de Dios se hace presente teniendo como destinatarios preferentes a los que menos contaban, a la gente sencilla y abandonada de Galilea que salía al encuentro de Jesús. Como indica Theisen “los milagros de Jesús aparecen como expresión de la entrega de Jesús a los pobres”.
Por ser simplemente «signos», los milagros no suponen la realización plena del Reino de Dios, pero sí nos dicen que ese Reino que significan debe ser entendido como una realidad salvífico-liberadora de toda necesidad y opresión. Son, pues, signos que anuncian y anticipan un mundo nuevo, abierto a la plena realización de la justicia. Y lo son mostrando cómo Jesús salva ya en situaciones concretas de necesidad (concediendo pan a los hambrientos, salud a los enfermos…) y libera de opresiones históricas (esclavitudes, marginaciones y exclusiones diversas).
 
Los banquetes o comidas de Jesús con los pecadores y excluidos, que también simbolizan el Reino que llega como salvación, han sido ampliamente estudiados en las últimas décadas, a la luz de las más recientes investigaciones relacionadas con la antropología cultural. La conclusión que se extrae de tales estudios tal vez pueda resumirse así: con sus comidas, Jesús, al sentar en su mesa a los excluidos y al insistir en que los últimos deben ser los primeros, está cuestionando el concepto de honor, el sistema de pureza y las relaciones de patronazgo, de donde se derivaban precisamente los valores claves que configuraban las relaciones entre los seres humanos de aquel tiempo. Al mismo tiempo, está propugnando unos valores alternativos informados por la acogida, la reciprocidad, el servicio, el compartir la vida, la fraternidad. Todas las barreras que se oponen a una comensalidad igualitaria y abierta, real y fraterna, quedan abolidas por Jesús. En el banquete del Reino, que simbolizan tales comidas, no puede quedar nadie excluido. Los invitados preferentes han de ser los pobres, los lisiados, los ciegos… (cf. Lc 16,12-14).
La conclusión parece imponerse: la vida de Jesús estuvo informada por una pobreza que él vivió como fuente de libertad para solidarizarse con los pobres mediante un compromiso en favor de su salvación liberadora.
 
 

  1. Consecuencias pastorales

 
La identidad cristiana implica asumir la «lógica» de Dios en relación con la totalidad de lo real, tal como se nos ha manifestado en Jesús de Nazaret. La forma de vivir propia de todos los cristianos y cristianas, su espiritualidad, tendría que estar informada por la misma forma de vivir de Jesús. Dicho de otra manera: ser cristiano consiste en seguir a Jesús, hacer nuestras sus actitudes de vida, ver, oír y sentir la totalidad de la realidad tal como él mismo la vio, oyó y sintió. Este seguimiento de Jesús incluye como algo fundamental situarse prácticamente ante la pobreza y la riqueza, los pobres y los ricos, como él se situó.
Los relatos evangélicos confirman esta visión de la identidad cristiana, como ya queda apuntado. Para ser seguidor o seguidora de Jesús es preciso abrazar la pobreza evangélica para así entrar en el ámbito salvífico del Reino de Dios y poder después anunciarlo con coherencia (cf., por ejemplo, Mt 5,3; Lc 6,20; Mt 6,24; Lc 18,18-25; Mc 6,7-13; Mt 10,1-15; Lc 9,1-6; 10,1-7…). Jesús aconsejó a sus discípulos que al organizar una comida o una cena la mesa fuese compartida prioritariamente por los pobres (cf. Lc 16,12-14). Y sobre todo dejó muy claro que el núcleo esencial de su Buena Noticia de salvación está en hacerse prójimo de los que están tirados en las cunetas de la historia (cf. Lc 10,25-37), hasta el punto de que lo realmente decisivo, lo que hace posible el encuentro salvífico con Dios, es únicamente el compromiso solidario con los pobres de este mundo (cf. Mt 25,31-46).
 
Algo tendría que estar claro para todos los que nos confesamos creyentes en Jesús, el Cristo de Dios. En primer lugar, el compromiso solidario de Jesús con los pobres que informó la totalidad de su existir: “No caben más discusiones: Jesús estuvo de parte de los pobres, los que lloran, los que pasan hambre, los que no tienen éxito, los impotentes, los insignificantes”. En segundo lugar, que la opción decidida por los pobres y su causa forma parte esencial e irrenunciable del seguimiento de Jesús, es decir, de la vida cristiana. Tiene carácter opcional en tanto que supone una decisión libre, como todo lo que se relaciona con la vida de fe, pero no es meramente facultativa, como si se pudiese prescindir de tal opción y seguir siendo coherentemente cristiano. Y en tercer lugar, que la credibilidad y significatividad de la fe cristiana depende hoy en buena medida –en esta sociedad capitalista y neoliberal, fascinada por el dinero y el consumo– de que los creyentes, personal y comunitariamente considerados, vivamos con autenticidad esa opción.
Recalcamos que la vivencia de la pobreza, traducida en opción por los pobres y su causa, ha de caracterizar a los cristianos, personal y comunitariamente considerados. Con esto estamos afirmando que la exigencia evangélica de la opción ha de entenderse referida no solo a las personas creyentes, individualmente consideradas, sino a todas las comunidades cristianas en sus distintos niveles de realización –incluidas por supuesto y de forma muy especial las comunidades de vida religiosa– y a la Iglesia entera.
 
Los creyentes deberíamos tener clara conciencia de que el mundo actual necesita no solo testimonios personales, sino además, y sobre todo, comunitarios, capaces de mostrar la verdad, bondad y belleza de una vida compartida e informada por el ideal común de la pobreza evangélica. Pero es más, la Iglesia en su globalidad tendría igualmente que saber que su autenticidad, credibilidad y significación depende en forma decisiva de su toma de posición ante la pobreza y la riqueza, los pobres y los ricos: “Solo una Iglesia que se acerca a los pobres y a los oprimidos, se pone a su lado y de su lado, lucha y trabaja por su liberación, por su dignidad y por su bienestar, puede dar un testimonio coherente y convincente del mensaje evangélico. Bien puede afirmarse que el ser y el actuar de la Iglesia se juegan en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento”.
Estas consideraciones, tan genéricamente formuladas, tendrían que ir acompañadas de pautas pastorales concretas orientadas a lograr de hecho esa vivencia personal y comunitaria de la pobreza evangélica, pensando muy especialmente en las nuevas generaciones. Me refiero a una estrategia pedagógica progresiva orientada a conseguir ese «contexto experiencial» en el que sea posible captar la verdad, bondad y belleza de la vivencia de la pobreza evangélica –y la consiguiente mentira, maldad y hasta fealdad de la riqueza insolidaria–, su capacidad para fecundar la vida humana, concediéndole sentido y mayor plenitud. Pero la consideración de esta cuestión requeriría un número monográfico de MISIÓN JOVEN. ¡Ojalá que la Revista pueda ofrecérnoslo no tardando mucho! n
 

Julio Lois Fernández

estudios@misionjoven.org
 “Lo que más oculta hoy el rostro de Dios es la profunda injusticia que reina en el mundo. Si no luchamos contra ella y no nos ponemos del lado de las víctimas, colaboramos al actual ocultamiento de Dios”  (cf. Creer en tiempos de increencia, Carta Pastoral de los Obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, nº 74).
  Para evitar la tentación de considerar exageración lo afirmado baste recordar que unos 2.800 millones de habitantes tienen que vivir con menos de dos dólares diarios y, de ellos, 1.200 millones con menos de un dólar; que más de 1.000 millones de personas padecen habitualmente hambre; que alrededor de 35.000 niños mueren diariamente por la situación de miseria en que se encuentran…
 Cf. El principio-misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucificados, Ed. Sal Terrae, Santander, 1992, pp. 24-25.
 “Podríamos decir que Jesús nos dejó como dos sacramentos de su presencia: uno, sacramental, al interior de la comunidad: la Eucaristía; y el otro existencial, en el barrio y en el pueblo, en la chabola del suburbio, en los marginados, en los enfermos de Sida, en los ancianos abandonados, en los hambrientos, en los drogadictos…Allí está Jesús con una presencia dramática y urgente, llamándonos desde lejos para que nos aproximemos, nos hagamos prójimos del Señor, para hacernos la gracia inapreciable de ayudarnos cuando nosotros le ayudamos” (cf. La Iglesia y los pobres. Documento de reflexión de la Comisión Episcopal de Pastoral Social  (21 de febrero de 1994, nº 22).
 Conviene tener siempre en cuenta la estrecha vinculación que la revelación bíblica establece entre ambas cuestiones. En efecto, la justicia, bíblicamente hablando, no consiste propiamente en el genérico «dar a cada uno lo suyo», sino más bien en «dar lo suyo a aquel a quien se le ha arrebatado» (cf. J.I. GONZÁLEZ FAUS, Cristo, justicia de Dios. Dios, justicia nuestra. Reflexiones sobre cristología y lucha por la justicia, en: AA.VV., La justicia que brota de la fe (Rom 9,30), Ed. Sal Terrae, Santander 1982, 134). La justicia puede y debe considerarse una concreción del amor que busca la defensa de los indefensos: “es el afán por sacar adelante los derechos conculcados, pero especialmente del pobre y del desvalido, es decir, los derechos de aquel que no tiene por sí los medios de sacarlos adelante” (cf. J. ALONSO DÍAZ, La Teología Bíblica configurada por la «Justicia», EDICABI-PPC, Madrid 1979, 3).
 Cf. en la misma dirección Sant 4,13-15 y Ap 3,17-18.
 Desde una perspectiva cristiana lo verdaderamente inquietante de la riqueza es que se convierte en acumulación no compartida al ir acompañada del «amor al dinero» y se hace así fuente de codicia y de avaricia que impide la solidaridad y el hacerse prójimo, es decir, hace imposible ponerse al servicio del Reino de Dios. Estamos ante una forma de idolatría, tal vez la de más largo alcance en el momento histórico presente. El autor de la 1ª carta a Timoteo afirma que “los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en muchos deseos insensatos y funestos, que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición”; y apunta a la causa: “porque el amor al dinero es la raíz de todos los males; algunos, por codiciarlo, se han apartado de la fe y se han acarreado a sí mismos muchos sinsabores” (cf. 6, 9-10). Por su parte el autor de la carta a los Efesios afirma “que ningún lujurioso o avaro –que es como si fuese idólatra– tendrá parte en la herencia del Reino de Cristo y de Dios” (cf. 5,5), enseñanza igualmente recogida en Col 3,5.
 Cf. El rostro asiático de Cristo, Ed. Sígueme, Salamanca 1991, 150. El teólogo jesuita de Sri Lanka considera que «Mammón» es “esa fuerza indefinible que se organiza dentro de cada hombre y entre los hombres para hacer que la riqueza material se convierta en antihumana, antirreligiosa y opresora” al estar configurada por la “codicia y avaricia” (cf. Ibid., p. 53).
 Como dice J. Mateos, comentando las bienaventuranzas mateanas, la primera de ellas “enuncia la primera condición indispensable para que exista el reinado de Dios: la opción por la pobreza (5,3: «Dichosos los que eligen ser pobres»), es decir, la renuncia a la riqueza y a la ambición de riqueza. Esta opción es la puerta de entrada al reino de Dios, es decir, abre la posibilidad de una sociedad nueva, porque extirpa la raíz de la injusticia, la ambición de tener, y rompe con los «valores» sobre los que se sustenta la vieja sociedad… La opción por la pobreza, que elimina la acumulación del dinero, se inspira, pues, en el amor a la humanidad oprimida y en el deseo de la justicia y de la paz. Quita el obstáculo que impide la existencia de una sociedad justa y constituye la base indispensable para construirla. De ella nacerán la generosidad del compartir  (Mt 6,22 s), la igualdad, la libertad y la hermandad de todos” (Cf. La utopía de Jesús, Ed. El Almendro, Córdoba 1990, 23). Esta visión de la pobreza evangélica, entendida como opción solidaria por los pobres y su causa, no supone sacralización alguna de la pobreza material o real impuesta, entendida como carencia de los bienes que necesitamos los seres humanos para satisfacer nuestras necesidades, un mal a combatir. Antes al contrario, la pobreza evangélica es la que nos hace libres para ser solidarios y para luchar contra esa pobreza injusta, es decir, por un mundo más justo en donde todos los seres humanos puedan vivir con dignidad.
 Mientras que Mateo se refiere a los «pobres de espíritu» (tojoi to pneumati) o a los que “eligen ser pobres” (cf. nota anterior), Lucas se refiere a los pobres sin más (tojoi).Mientras que Mateo parece considerar más bien las actitudes que han de darse en los discípulos para ponerse al servicio del Reino, Lucas centra su atención en los destinatarios de ese Reino, los pobres, que son declarados proféticamente bienaventurados, ya que en la medida en que ese Reino se haga presente los pobres serán reconocidos como personas con toda su dignidad y empezarán a sentirse efectivamente bienaventurados.
 La teología de la liberación insiste en que solo desde la vivencia de la pobreza evangélica se puede captar como verdadera y salvífica esa lógica de Dios. Es lo que dicha teología llama «ruptura epistemológica»: la opción por el pobre rompe la lógica propia del discurso «natural» y permite entrar en empatía con la lógica del Dios cristiano. Solo desde la opción por el pobre se entienden las bienaventuranzas, se experimenta su verdad y su bondad.
  Cf. Pobres, en C. FLORISTÁN-J. J. TAMAYO (EDS.), Conceptos fundamentales de pastoral, Ed. Cristiandad, Madrid 1983, 792.
 Me permito indicar al lector interesado que he tenido ocasión de tratar con más detención este asunto en Jesús: compromiso con el pobre, en «Biblia y Fe», XXVI (2000), 7-32. En dicho artículo, además del desarrollo de los tres puntos arriba indicados, se puede encontrar una amplia bibliografía. A continuación recojo y resumo algunas de las consideraciones que allí se hacen.
 Cf. Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico (Vol. I), Ed. Verbo Divino, Pamplona 1997, 36.
  Cf. Jesús, el pueblo y la teología (I),  en «Revista Latinoamericana de Teología», 44(1998), 115. En este trabajo y en su continuación –Jesús, el pueblo y la teología (II), en «Revista Latinoamericana de Teología», 45(1998), 279-324– Castillo desarrolla con rigor esta cercanía de Jesús con el pueblo sencillo y pobre (óchlos), que nos sitúa claramente ante la forma de vida elegida por Jesús para cumplir su misión.
  Cf. las grandes declaraciones «programáticas» de Jesús, en las cuales el Reino aparece como salvación liberadora para los pobres: Lc 4,18-19; Mt 11,4-6 y Lc 7,22-23; Mt 5,1-12 y Lc 6,20-26; Mt 25,31-46.
 Cf. El Jesús histórico. Manual, Ed. Sígueme, Salamanca 1999, 338.
 Cf. H. KÜNG, Ser cristiano, Ed. Cristiandad, Madrid 1977, 337.
  Cf. La Iglesia y los pobres… Doc. cit., nº 10. La Segunda Conferencia general del Episcopado latinoamericano, celebrada en Medellín, en 1968, afirma que “una Iglesia pobre: denuncia la carencia injusta de los bienes de este mundo y el pecado que la engendra; predica y vive la pobreza espiritual, como actitud de infancia espiritual y apertura al Señor; se compromete ella misma en la pobreza material” (cf. Documento final sobre La pobreza de la Iglesia, nº 5).