TESTIGOS Y MAESTROS DE ORACIÓN

1 marzo 2006

Ángel Moreno Sancho

Angel Moreno es Vicario Episcopal para la Vida Religiosa de la diócesis de Sigüenza-Guadalajara y capellán del Monasterio de Buenafuente del Sistal.


SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Desde una doble mirada –la del testimonio orante de los grandes maestros y la mirada hacia nosotros mismos- el artículo plantea una reflexión muy viva sobre la oración cristiana exponiendo cómo quienes en la acción pastoral tienen la misión de iniciar a otros en la oración, no pueden quedar en una enseñanza especulativa, en puro adoctrinamiento: el pedagogo debe ser testigo. De la mano de la Palabra de Dios, sugiere además un conjunto de orientaciones concretas.

El título de mi aportación exige, para quienes tenemos el don precioso de la experiencia del amor de Dios y el deber de transmitir la fe, que se respira en la práctica de la oración, una doble mirada: la que se fija en quienes de manera histórica y emblemática han dado testimonio de su relación orante, por su experiencia de amistad teologal, y por ello se han convertido en auténticos maestros de oración, en amigos de Dios, y la mirada hacia nosotros, interpelados por la persona de Jesús, verdadero y único Maestro, invitados a estar con Él y a predicarlo, es decir a dar testimonio de su persona.
En el Evangelio la llamada a los discípulos tiene siempre esta doble dimensión: Para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar (Mc 3, 13-14). Ambas visiones se dejan sentir en el ámbito del trato amistoso con el Señor, que es la oración. En ella nos viene la memoria de los orantes y la enseñanza misma del único Maestro.
La doble mirada no debe ser especulativa, como la de quien intenta analizar los fenómenos espirituales para convertirse en experto, sino que debe ser un conocimiento sapiencial, es decir escuchado en el trato creyente con Dios. Tampoco puede ser fruto exclusivo de un estudio sociológico, para permanecer pertrechado en la seguridad del conocimiento numérico, sin quedar afectados. La misma pregunta sobre los testigos y maestros de oración nos interpela, especialmente a cuantos por generación o lugar en la sociedad debemos iniciar a otros en la experiencia de la fe.
 

  1. Llamados a la oración


Planteo la reflexión desde la sorpresa que al creyente le produce conocer la capacidad del ser humano de relacionarse con Dios. Capacidad conferida por el mismo Creador, por su opción misericordiosa de querer encontrarse con nosotros, con cada uno. Y desde la fascinación por conocer su rostro, su presencia permanente junto a nosotros, aunque no le veamos.
La mayor esperanza en el tema que tratamos no consiste en que con el tiempo podamos aprender a orar o iniciarnos en los secretos de la relación espiritual, contemplativa, sino en que Dios quiere encontrarse con el hombre. ¡Dios quiere encontrarse conmigo! Así lo revela la Biblia desde el principio, cuando describe el paseo del Creador por el jardín al caer la tarde y el hombre oye sus pasos y llega a verlo, aunque sólo sea por detrás. Lo fascinante es que Dios, por su cuenta, sale al encuentro en nuestra andadura, se hace el encontradizo de muchas maneras y llega a dejar sentir en el corazón la irresistible llamada de su amistad. Cuando San Francisco de Asís descubrió esta verdad se quedaba toda la noche extasiado con tan sólo traer a su pensamiento la verdad de que ¡Dios es mi Dios! San Juan de la Cruz nos ha dejado su búsqueda enamorada: “Adónde te escondiste Amado, y me dejaste con gemido, salí tras ti clamando y eras ido”. Y la pregunta se convirtió en hallazgo en la hermosura de la creación y el hueco de las rocas escarpadas, en la hondura del corazón.
En estos tiempos se experimenta una fuerte atracción hacia todo lo que hace referencia al mundo espiritual, se manifieste con expresiones cristianas, precristianas o postcristianas. Hoy la culturapresentista, de consumo, hedonista y materialista va dejando en lo más íntimo de las personas experiencia de insatisfacción, y aunque no se tenga valor o fuerzas para abandonar lo que dan de sí las cosas y el trato con las personas, sus afectos y relaciones, sin embargo se intuye, a veces de manera secreta y hasta dramática e inconfesable, por no aparecer en sociedad como un ser extraño ni menesteroso, la necesidad espiritual de buscar la dimensión trascendente. Hay quien vive momentos desesperanzados hasta encontrar el horizonte de sentido de su existencia y viaja como vagabundo sin cobijo ni meta.
Se ha llegado a juzgar a la posmodernidad como un movimiento de descomposición, crítico frente a la comodidad de una sociedad establecida, conformista con sus hallazgos y cotas de felicidad, con sus cánones de armonía y de belleza, con su religiosidad canónica y autojustificativa; un movimiento que ha producido una convulsión y cambio de valores como protesta y a su vez como intento de búsqueda o grito de socorro, más allá del vacío y del vértigo de la nada; que a veces clama denuncias en formas esperpénticas para manifestar la necesidad esencial del absolutamente Otro, del que no cabe en ninguna fórmula o arquetipo manipulado por ideología o cultura. Hay muchos casos en que esta reacción se manifiesta aconfesional.
Hoy emerge una nueva necesidad afectiva, como un nuevo romanticismo, que se desvanece cuando se limita a mendigar la relación pasajera. Ante esta fenomenología, la respuesta de la experiencia de oración se convierte en vaso de agua en hora de sed, sombra en la hora de mayor calor, refrigerio en el agotamiento. Las hospederías monásticas son testigos privilegiados de esta búsqueda espiritual.
Hoy anidan en el corazón del hombre sentimientos que necesitan discernimiento, pues no suele tener experiencia ni código interpretativo de ellos, por lo que son necesarios los maestros espirituales y testigos para saber discernir e interpretar la interioridad del ser, donde aparece -muchas veces sin ser reconocida- la llamada de Dios: “Adán, ¿dónde estás?” “Elías, ¿qué haces aquí?”
 

  1. La oración cristiana


La oración cristiana revela el secreto por el que se puede caminar constantemente confiados y acompañados, como peregrinos hacia una meta. Actualmente, muchos ejercicios espirituales se realizan para obtener el beneficio de la relajación. Así las escuelas de silencio, la iniciación en la contemplación estética, el encuentro ecológico con la naturaleza, la relación adecuada con la corporeidad, el dominio de la mente y hasta del corazón con enseñanzas ancestrales y llenas de sabiduría, ayudan en muchos casos a serenarse, a silenciarse por dentro, a recuperar el ánimo y la estabilidad emocional, por el propio conocimiento y crecimiento de la estima personal.
La oración cristiana no rechaza ninguna técnica que suponga apoyo para la armonía e integración del ser, para el crecimiento y maduración personales. Sin embargo, lo que ofrece es la posibilidad y la conciencia de una relación interpersonal, abre al trato con Dios a través del Mediador, que es su Hijo, Jesucristo, ejercicio de personalización plenificadora.
No se debe confundir la proyección religiosa, que es constitutiva del ser humano, con la práctica de la oración cristiana. Aunque sea un ejercicio noble, la religiosidad antropológica no pone rostro a la relación o si lo pone puede quedar encerrada en algún deísmo. La oración cristiana es el encuentro con el Tú esencial, con el Tú revelado, con el Tú divino, hecho carne, con Jesucristo y a través de Él con Dios. Aunque no suceda de manera consciente, la esencia de la oración cristiana es el saberse ante el Otro, en concreto ante el que se ha hecho uno de tantos (Cf. Flp, 2) siendo Dios, y que desea encontrarse con nosotros. Este principio es fundamento para la enseñanza de la oración. Sin él cabe que lo que llamamos oración sea un ejercicio de ensimismamiento en el mejor caso placentero, cuando puede llegar a ser esclavizante.
La oración cristiana tiene muchas formas, la más comprensible para nosotros es la súplica por las necesidades, como el Centurión (Mt 8,5); también existe la petición humilde de perdón, como el publicano (Lc 18,13) y el ruego insistente ante la prueba, como la viuda (Lc 18,1-8). Pero si fuera posible valorar las formas de orar, la adoración, el estar por amistad a los pies del Maestro como María en Betania (Lc10,39), derrochar el frasco de perfume costoso del tiempo en alabanza, en presencia gratuita, como fue reconocido y valorado por el mismo Jesús de forma única (Mt 26,6-13), serían las mejores maneras de hacer oración.
 
2.1. Jesús, testigo de oración

Siempre me ha extrañado, al leer los Evangelios, que Jesús diera lugar a que sus discípulos sintieran como un agravio comparativo con los discípulos de Juan (Lc 5,33; 11,1), porque mientras el Precursor enseñaba a rezar a sus seguidores, el Nazareno permanecía ante los suyos discreto, respetuoso, sin impartir al parecer la enseñanza explícita de la oración, aunque estuviera incorporada constantemente en su vida (Mt 14, 23).
El evangelio nos presenta a Jesús orando a su Padre (Lc 6,12), hasta en medio de la noche, en soledad, por los caminos, a la hora de actuar de manera magnánima en favor de los enfermos y en el momento supremo de bendecir el pan y entregar la vida. El evangelista San Marcos llega a proponer de manera sintetizada la jornada de Jesús, y en ella señala los cuatro espacios emblemáticos: la oración en la sinagoga, la estancia en la casa de Pedro, las curaciones en las calles de Cafarnaum y el retiro a un lugar desierto y solitario (Mc 1,35).
En varios momentos de la vida de Jesús, se nos narra cómo se apartaba para orar, sin decir nada a los suyos y cuando ellos le echaban en falta y lo buscaban, lo encontraban en actitud orante (Mc 6,46). El Maestro quiso introducir a sus más íntimos en la experiencia de la oración de forma emulativa, dándoles ejemplo con su manera de vivir siempre buscando la voluntad de su Padre.
El testimonio de Jesús centra la oración en la filiación, en la confianza y el abandono, en la seguridad que le concede la certeza del amor de su Padre (Jn 8, 28; 10, 15.30; 12, 28; 17). Éste será uno los ejes esenciales y transversales en su enseñanza.
Si el Pedagogo de la oración, Jesucristo, ha querido mostrarse constantemente en su relación filial, no ha sido para mostrarnos una identidad inalcanzable; por el contrario, San Pablo llegará a decir que el Espíritu dice a nuestro espíritu que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos.
La revelación que Jesús nos ofrece en su modo de orar, se convierte en la enseñanza de la sabiduría de la fe y nos lleva al atrevimiento de llamar a Dios: “Papá”, “Padre” (Rm 8, 15). Cuando se da crédito a esta identidad, el orante se convierte en testigo y el testigo en misionero, porque es imposible conocer al Señor de manera egoísta. La experiencia de la oración o se hace misionera porque incorpora la necesidad de la humanidad o mueve a anunciar la verdad de Jesucristo a tantos como sea posible.
 
2.2. Jesús, maestro de oración

Después de la petición de los discípulos, Jesús se constituye en verdadero maestro y de manera explícita y concisa transmite a sus amigos el secreto de su oración, que es tratar a Dios como a Padre (Mt 6,9). El Maestro se llevó a los tres discípulos al monte alto y se transfiguró delante de ellos (Lc 9,28); los introdujo en la casa de la niña muerta, para que fueran testigos del poder sobre la muerte (Lc 8,51-56); en la noche de Getsemaní (Mt 26,36), en medio de toda la angustia, los despertó y alertó para que oraran sin desfallecer. En los tres casos su enseñanza consistió en dejarse ver y oír. En el monte alto donde se transfiguró se oyó la voz del cielo, “Éste es mi Hijo”; en casa de la niña, demostró el poder sobre la muerte; en el Huerto de los Olivos, en la hora más oscura, les enseñó el secreto de la procedencia de la fuerza para atravesar la prueba y el sufrimiento, la frontera terrible de la soledad más existencial: la confianza en Dios, al poderlo llamar “Abbá” (Mc 14,36).
La enseñanza de Jesús permite, superando todo complejo y falta de autoestima, cruzar toda barrera y saberse ante Dios como un niño en brazos de su madre, según describe el salmista (cf. Sal 130). Enseña a llamar “Padre” a Dios (Mt 6,9). Jesús se declara amigo de sus discípulos (Jn 15, 15). Por gracia cabe que se experimente la llamada a la intimidad nupcial, ejemplo repetido en el caso de las vírgenes sensatas, y de los invitados al banquete de bodas (Mt 25, 10; 22, 1-10). Él asegura que a quien le ame, su Padre también le amará, “y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). La morada divina en el corazón del hombre es secreto que revela el Maestro a quienes siguen de cerca su enseñanza.
 

  1. Testigos más que maestros


Desde la pedagogía de Jesús con sus discípulos y la actual sensibilidad, se comprenden mejor las palabras de Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi, que se han hecho referencia clásica: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, y si escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio”[1]. El testimonio y el magisterio van de la mano en la enseñanza de la oración. En otras áreas cabe quedar al margen de lo que se enseña, sin implicar la propia vida en la defensa de la doctrina. Un profesor de historia o de arte, de geografía o de ciencias puede ser un verdadero sabio y entendido en su materia y vivir después ajeno de su ciencia. En lo que se refiere a la oración, no se trata de conceptos ni de fórmulas magistrales, sino de transmitir una experiencia teologal, de la que se ha tenido suficiente constatación y vivencia para comunicarla con la autoridad del que no sólo la enseña porque está convencido, sino que intenta vivirla.
El testimonio de la oración no se puede plantear como un ejercicio exhibicionista, pues precisamente el Maestro enseña a orar dentro de la celda, cerradas las puertas, y Dios, que ve lo secreto y oye antes que la palabra llegue a los labios, será quien acoja la súplica, la adoración y la alabanza (Mt6,5-7). Sin embargo, hay una enseñanza evangélica que transforma el grupo humano en sacramento: cuando dos o más se reúnen en el nombre de Jesús, sobre todo cuando lo hacen para ponerse de acuerdo en pedir algo a Dios, la promesa es de que el Señor se hace presente y escucha la súplica. Luego la oración no es sólo para un ejercicio intimista e individual. Además, de la enseñanza de Jesús, se deduce la expresividad comunitaria: Cuando oréis, decid: Padre nuestro, expresión que engendra fraternidad, relación orante entre los discípulos que se saben hijos de Dios y amigos de Jesús y dan cauce a la gracia del Espíritu Santo, que es quien clama dentro de nosotros y llega a gritar, con gemidos inenarrables:Abbá, Padre.
Ante este argumento es posible que se dé una reacción aparentemente honesta: si no hay experiencia de oración, no se puede enseñar a rezar. La generación de los adultos debe ser la generación de los padres y de los maestros y deben asumir la misión que se les confía de engendrar y de enseñar, de alimentar y acompañar a los jóvenes y a los niños. Es verdad que el maestro debe ser testigo para que se le escuche con atención y se reciba su doctrina, pero también es verdad un axioma: que al maestro lo hacen los discípulos. En este sentido, quienes ocupamos en la historia actual el tramo de vida de los adultos deberemos dejarnos interpelar por la necesidad espiritual de las generaciones sucesivas y esta mirada nos debe suscitar la necesidad de iniciarnos nosotros mismos en lo que ellos necesitan, pues si al maestro lo hacen los discípulos, también es verdad que a los discípulos los hace el maestro. Al menos, un buen pedagogo sabe provocar la pregunta que él mismo desea responder.
Hoy la generación que debe engendrar y enseñar tiene más que nunca la exigencia de saber transmitir aquello de lo que andan huérfanos los jóvenes. Hoy se ha llegado a afirmar que Dios ha muerto, y con Él la dimensión trascendente de la vida: que se ha muerto el padre, todo principio de autoridad, y ahora quien se muere es la madre, la ternura, la gratuidad, lo entrañable. Nos corresponde dar sentido y esperanza, y esto se ofrece desde la dimensión trascendente y confiada, amorosa que se recibe en la experiencia de la oración.
 
3.1. Testimonios
 
Suele hacer bien conocer cómo a lo largo de la historia ha habido hombres y mujeres de Dios que han sabido relacionarse con Él de forma que su experiencia se ha convertido para nosotros en indicio de que es posible esa relación, además de que nos avisa de las dificultades que pueda haber en el camino. Gracias a ellos, resolvemos tantas veces las dudas o los argumentos tentadores de creer que la oración es sólo para los consagrados o para los monjes, para quienes encarnan de alguna manera el oficio de María de Betania. Sin embargo, Santa Teresa, mujer contemplativa y enamorada de Jesucristo, nos libera de la permanente tensión entre activos y contemplativos, entre la oración y el apostolado, cuando asegura que “adan juntas Marta y María”[2]. Hoy se escribe mucho de “contemplativos en la acción”, “el desierto y la plaza del mercado”, “lucha y contemplación”… De San Juan Bosco se dice que tuvo dificultades en su proceso de canonización porque objetaban que no le vieron rezar. El Papa León XIII llegó a responder a esta objeción: “Díganme cuándo no rezaba”. La familia de Don Bosco tiene por lema “activos y contemplativos”, y alguien ha querido hacer exégesis desde el original italiano y con tan solo acentuar la conjunción, se convierte el lema en “activo es contemplativo”. Todo depende del amor con que se hagan las cosas.
Un principio es fundamental: la convicción de que es necesario orar, según la enseñanza de Jesús y la de sus testigos acreditados. Santa Teresa afirma: “Si no tornan a la oración, han de ir de mal en peor”[3]. Juan Pablo II nos ha invitado a ser los primeros contempladores del rostro del Señor: “¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio? Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro”[4].
Sin duda que el Evangelio es la fuente de toda espiritualidad cristiana y la vida de Jesús el paradigma de la relación orante. Sin embargo, ver hecha historia concreta la enseñanza evangélica en circunstancias semejantes a las que podemos estar viviendo, nos puede ayudar para vencer el desánimo por creernos incapaces de llevar una vida de oración.
No son los testigos modelos para imitar miméticamente, queriendo reproducir sus formas y gestos, sus palabras y sentimientos, sino que se convierten en signos esperanzadores de la posibilidad que tiene cada ser humano de encontrarse con Dios, cada uno en su individualidad y peculiaridad, en sus circunstancias y forma de vida.
La oración franciscana, teresiana, sanjuanista, carismática o monástica, pueden ser cauces de la oración personal y para muchos se convierten en guías, como padrinos de la propia oración. Nos haríamos injusticia a nosotros mismos y parecería que pretendemos enmendar la voluntad de Dios si quisiéramos parecernos totalmente a otros, aunque fuera en algo tan noble como orar. Santa Teresa llega a advertir a las Prioras:
No ha de pensar la priora que conoce luego las almas. Deje esto para Dios, que es solo quien puede entenderlo; sino procure llevar a cada una por donde Su Majestad la lleva, presupuesto que no falta en la obediencia ni en las cosas de la Regla y Constitución más esenciales[5].
Este principio es muy importante a la hora de transmitir la enseñanza de la oración, porque aunque se pueda hablar de escuelas y de métodos, en definitiva, la oración es una experiencia personal que se aprende con el ejercicio y se consolida con el transcurso del tiempo, en el que no faltan horas oscuras y desánimos. Precisamente en estas circunstancias conviene mucho tener en cuenta a quienes antes que nosotros han recorrido los senderos de la oración y han superado las pruebas de la insensibilidad, del hastío, o nos permiten objetivar en su justo valor los sentimientos más afectivos y las horas luminosas.
Los maestros espirituales lo son en la medida en que han podido pasar por los mismos parámetros y han sabido responder, de tal manera que tienen la posibilidad de discernir, aconsejar y animar a otros que, ante los sentimientos y efectos experimentados en la oración, se sienten aturdidos y tentados por no comprender el lo que les sucede.
Un testimonio reconocido por todos es el de Santa Teresa de Jesús, maestra de oración, precisamente por ser testigo privilegiado del trato íntimo con Jesús, pero que a su vez sabe enseñarnos de manera sencilla el camino. Ella asegura que “el aprovechamiento del alma no está en pensar mucho, sino en amar mucho”[6]. Y con ingenio y ternura advierte: “Gran negocio no traer el alma arrastrada, como dicen, sino llevarla con suavidad “[7].
La oración se plantea como cuestión de amor, y aunque se exija la soledad, la meta no es el aislamiento que podría entenderse con la expresión “tratar a solas con Dios”[8]. Y de este principio se desprende que: “Acostumbrarse a soledad es gran cosa para la oración; y pues éste ha de ser el cimiento de esta casa, es menester traer estudio en aficionarnos a lo que a esto más nos ayuda”[9]. Por encima de la sabiduría de la soledad, está la razón por la que permanecer a solas con el Señor. “Que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”[10]. En definitiva, la razón de orar es la persona de Jesús, la relación con el Otro, a quien se reconoce como Señor, pero a quien se ama como amigo. “Esta fuerza tiene el amor, si es perfecto, que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos”[11].
A veces se confunde el amor con el sentimiento y se entra en la sospecha de no tener oración porque hay menos emotividad. Aquí, de nuevo nos ayuda el criterio de la Maestra: “No está el amor de Dios en tener lágrimas”[12].
 
3.2. Pedagogía de la oración

A la hora de constituirse en testigo-maestro de oración, las formas evangélicas de orar son siempre parámetros objetivadores, aunque la imaginación creadora y la novedad del lenguaje puedan aportar expresiones atractivas para el ejercicio de la oración. El valor del silencio, la escucha de la Palabra de Dios, compartir el rezo de la salmodia y el tiempo de adoración serán siempre posibilidades concretas, fáciles tanto para orar personal como comunitariamente.
Con los principios expuestos, quienes en la pastoral, en la familia o en la escuela tengan la misión de iniciar a otros en el conocimiento de la oración, saben que no es enseñanza especulativa, que no se trata de adoctrinar ni de dar recetas moralistas, que supone la experiencia o al menos la búsqueda sincera del trato orante, por las vías personales, pero también a través de las mediaciones que nos ofrece la enseñanza de Jesús y la práctica de los creyentes, tradición que va desde el salterio a la forma de orar de nuestros días.
El pedagogo debe ser por tanto testigo; hablar, como dice San Juan en su primera carta, de aquello que ha visto y oído, de lo que ha palpado con sus manos y no puede hacer otra cosa que anunciarlo (Cf. IJn 1,1-3).
La oración es la manifestación explícita de la fe, la relación necesaria del creyente y a la vez, el alimento de la misma fe. Para orar se exige la fe en la persona de Jesús. Hoy se oye que es posible el trato con Jesús sin necesidad de la Iglesia. La oración, tal como nos la enseña el Maestro, lleva consigo la pertenencia, la fraternidad, la comunión. En la pedagogía oracional las expresiones orantes deben ser signo de pertenencia a la fe de la Iglesia.
 
3.3. El silencio en la oración

Un primer modo de introducirse en la oración es acoger la Palabra de Dios, insertarla en el mismo ejercicio de la oración. Sin embargo, la misma escuela de los maestros espirituales nos avisa que para escuchar la Palabra hay que ir al desierto. Curiosamente, desierto significa en hebreo “lugar de la palabra”. Y el profeta enseña que Dios, para hablar en intimidad con su pueblo, lo llevó al desierto. Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón (Os 2, 16). El desierto se puede traducir por silencio, el tiempo necesario para recoger el ánimo, serenar el corazón, aligerar las preocupaciones y entrar así en el santuario de oración. Es como el ejercicio que pide Dios a Moisés: “No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada” (Ex 3, 5).
Cómo se gusta la verdad de la palabra después del silencio del desierto. Cómo invade la paz el corazón cuando el interior desborda perdonanza. Cómo se descubre la exactitud de la expresión orante de los salmos cuando se ha peregrinado todo el día por el camino de la plegaria, al mismo tiempo que se ha experimentado la debilidad y la pobreza.
Al templo se entra a través del atrio. Para habitar en el templo del Señor, que es la oración, podemos recordar lo que el salmista pide al que desea subir al monte santo:

El que anda sin tacha,

y obra la justicia;

que dice la verdad de corazón,

y no calumnia con su lengua;

que no daña a su hermano,

ni hace agravio a su prójimo (Sal 15, 2-3);

 

  1. De la mano de la Palabra


Un modo de orar que supera todo subjetivismo es posibilitar a los demás el conocimiento y saboreo de la Palabra de Dios, para que en el encuentro creyente con ella reciban la moción del Espíritu, la sabiduría del corazón.
Hay diversas maneras de encontrarse con las Escrituras de forma orante, que van desde la participación en la Liturgia de las Horas al ejercicio de la Lectio Divina. Un método acreditado es el que ayuda a saborear la Palabra de Dios con los pasos de la lectura, meditación, oración y contemplación, acreditado desde los tiempos del Cartujano, pero que ya venía siendo práctica entre los orantes. De la Virgen María se dice: “…conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón (Lc 2, 51). Esta forma se puede llevar a los grupos, a la familia, y por experiencia sé que quienes participan de esta manera en el encuentro orante salen gozosos y con el fruto de haber descubierto en muchos casos un sentido nuevo y práctico en la Biblia y una posibilidad nueva de relación entre las personas.
 
Meditación de la Palabra

Es muy beneficioso acompañarse con la liturgia de la Palabra, según el leccionario de cada día, y en la oración personal o comunitaria es provechoso haber leído y rezado anticipadamente las lecturas que tocan. Después, cuando se proclaman en la celebración, adquieren una resonancia mayor. Ofrezco un posible ejercicio de meditación con la Sagrada Escritura:
– Ante el relato bíblico no presumas que ya lo conoces, no apeles a la memoria que te impide el volverte a encontrar con el texto sagrado como quien lo lee como de nuevas.
– Lee pausadamente el relato, no hagas violencia, no desees encontrar lo que buscas, sino déjate decir aquello que quizá no esperas.
– Una vez terminada la lectura, puedes intentar reproducir el pasaje en la memoria. Aunque no retengas la literalidad del texto, al menos intenta reproducir las acciones más significativas, las palabras que más te han impactado, las palabras que se repiten, el hilo conductor de la acción…
– Ante la Palabra no esquives su impacto, no evites su voz, no amortigües su efecto, no distraigas la mirada. Acógela como cuando una palabra golpea el corazón. Admírate como cuando te sorprendes ante la obstinación de un pensamiento, que se repite de manera intensa o cadenciosa. Al igual que cuando una imagen se queda fija en la mente y no la rechazas, sino que la acoges. Ante la Palabra.
– Espera a que poco a poco, por el sentimiento afectivo, se mueva tu voluntad hacia el bien insinuado, hacia la verdad sentida, hacia la imagen representada, relacionados con el mensaje de las Escrituras, con la persona de Jesús, con la exigencia de la Palabra, .y nacerá el fruto de la adhesión.

La oración litúrgica

Otra forma de orar es la participación en la oración litúrgica de la Iglesia, en la que los salmos y las pequeñas lecturas de los Libros Sagrados se engarzan hechos oración y posibilidad de ofrenda en nombre de todos. Conozco a familias que se reúnen a orar de esta manera. Cada vez hay más seglares que toman la Liturgia de las Horas como forma de orar, que no agota la posibilidad de hacerlo también de forma íntima.
Para estos modos de orar conviene iniciarse en el conocimiento de las Escrituras, en algunas pautas de exégesis. Hoy suele haber cursos de iniciación bíblica al alcance de los fieles, muy adaptados a sus necesidades.
 
La adoración

Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las cartas NMI y RVM, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico[13].
Encontramos enseñanzas recientes en las homilías del Papa Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Juventud, en Colonia: “La adoración, hemos dicho, llega a ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros, como el Totalmente otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en Él. (…) La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. (…)La palabra latina adoración es ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser”.
Llegado aquí, más que disertar sobre la adoración, ofrezco una oración, y así quizá se convierta en un instrumento práctico que en un momento se pueda utilizar.
 
“Cabe, Señor, que algunos me digan, un tanto críticos, que es perder el tiempo contemplarte, pues más les parece tramo ensimismado, alejamiento de los gritos desgarrados de los hombres; dirán que deje llegar hasta mi mente los enredos de las voces exteriores. En el intento de orar, además, si no logro ni siquiera el silencio interno necesario, a mí mismo me puede parecer inútil la estancia ante ti, un egoísmo espiritual porque justifico la permanencia pasiva en dejarme consolar con tus promesas.
Sé que estas voces se levantan dentro de mí para impedir entrar más adentro, en la espesura de la relación más íntima, en la nada despojada, en el vacío, donde Tú únicamente moras.
Creo, Señor, que en el intento de amarte solamente, ante tanta confusión, es mejor abandonar toda estrategia, toda pregunta de creerse estar avanzando, subiendo más arriba.
Como un niño, acallo el ruido discrepante y te digo: “Aquí estoy sólo por ti, por la certeza de tu presencia, aunque esté escondida en el pan partido, en el Sacramento de la Cena. Aquí estoy, y no quiero sentir la utilidad del tiempo transcurrido, en apariencia silencioso o contemplativo. Sólo Tú sabes la verdad de mi atención serena y amorosa. A mí me corresponde permanecer a los pies en adoración.
En este tiempo que transcurre en tu presencia, y que es susceptible de vivir otra historia, quiero ser consciente, en lo que pueda; quiero declinar todo otro oficio y ofrecerte el mismo aliento que me sostiene. Aquí y ahora, en la verdad que yo nunca sabré del todo, abandono mi juicio y mi sentimiento. Sólo sé que mantengo la presencia, ni siquiera si gasto o malgasto el don precioso del tiempo entre mis manos. Sólo Tú conoces si mi ofrenda corresponde a tu deseo. Si mi obsequio mereció este trabajo.
Convierte Tú, Señor, mi estancia en sacramento, el del humano reconociendo su pobreza y adorando a su Dios, sin más resguardo ni deseo de mayor provecho.
Te adoro, te bendigo, te amo. Tú lo sabes todo, Tú sabes que deseo quererte.
 
 
[1] PABLO VI, EN 41.
[2] Relaciones 5, 5.
[3] Vida 15,3.
[4] JUAN PABLO II, Novo millennio inenunte 16.
[5] Fundaciones 18, 9.
[6] Fundaciones 5, 2.
[7] Vida 11, 16.
[8] Vida 11, 12.
[9] Camino de Perfección 4, 9.
[10] Vida 8, 5.
[11] Fundaciones 5, 10.
[12] Vida 11, 13.
[13] JUAN PABLO II, Eclessia de Eucaristía 25.