Riccardo Tonelli
Universidad Pontificia Salesiana, Roma
Recogemos dos materiales del profesor Tonelli que nos pueden ayudar a narrar a Jesús a los jóvenes. En concreto nos presenta el encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús y el encuentro de Jesús con Pedro.
Los discípulos de Emaús:
una historia que es mi historia
- Verificar la calidad del encuentro con Jesús
Hay hechos que nos obligan a pensar, aunque no nos gusten mucho, porque sería mejor seguir con el ritmo tranquilo de que una cosa siga a otra. Actúan como un golpe inesperado de viento que tira al suelo las hojas que tenemos bien ordenadas sobre la mesa de trabajo.
En el fondo, es bonito que se nos pida someter a verificación lo que parecía seguro y tranquilo. Vale para toda nuestra existencia. Vale de modo especial para la historia de nuestro encuentro personal con Jesús y para la decisión de hacer de él el Señor de nuestra vida y el determinante de todas las decisiones.
La razón se expone en pocas palabras. El encuentro personal con Jesús es uno de esos acontecimientos que comprometen de raíz toda nuestra existencia. No podemos de ningún modo jugárnoslo, fiados en nuestra subjetividad, haciendo prevalecer, a toda costa, el camino cómodo del “para mí es así”. Y no basta tampoco con dejarse arrastrar serenamente por la ola de una bella experiencia o por el clima del movimiento en el que nos vemos. Tenemos necesidad de una confrontación segura, capaz de juzgar y poner en crisis nuestras orientaciones. Es demasiado comprometido declarar que hemos encontrado la referencia decisiva de nuestra existencia después haberlo soñado, y con eso basta, una noche en la que nos costaba conciliar el sueño.
El problema es otro: ¿dónde verificar la calidad de nuestro encuentro con Jesús y cómo desencadenar los procesos que lo puedan favorecer y sostener? La pregunta es preciosa para verificar nuestra vida personal y para capacitarnos en echar una mano a las muchas personas que nos piden una ayuda en este punto.
- Sugerencias de los discípulos de Emaús
Pensaba en estas cuestiones, convencido de que no podía proponer a Jesús a mí y a los otros sólo pronunciando un bonito sermón o sugiriendo la lectura de algún libro edificante. Encontré la historia de aquellos dos discípulos que hemos aprendido a llamar “los discípulos de Emaús”, aunque uno al menos tiene un nombre… Pero es menos sugestivo que ese apelativo.
Cleofás (este es el nombre de uno de los dos) y el otro compañero encontraron a Jesús y le entregaron la vida y la esperanza, a través de tres momentos fuertes, precisos y diferentes. Su historia es nuestra historia cotidiana. Descubriéndola, nos la oímos contar de antemano. Y podemos verificar nuestras aventuras cotidianas de discípulos de Jesús.
Su historia merece de veras toda nuestra consideración. Nos sugiere cómo encontrar nosotros a Jesús y cómo ayudar a los otros a encontrarlo.
2.1. La implicación en una experiencia que comunica entusiasmo
No sabemos en qué circunstancias Cleofás y su amigo encontraron a Jesús. De otros discípulos lo sabemos. Jesús los llamó personalmente. Les invitó a que dejasen barca y redes para irse con él. Alguno, como Leví que se convierte en Mateo, seofreció él directamente, feliz de dejar todo para seguir a Jesús, para organizar una gran comida con los amigos y compartir esta alegría.
De los dos discípulos de Emaús no tenemos datos anteriores que dar.
Pero es seguro que algo sucedió. Y algo desconcertante.
Tenían deseo de cosas nuevas. Esperaban, como todos los buenos hebreos, al mesías prometido para que pusiese en orden las cosas. Entraron en el grupo de los que escuchaban a Jesús… al principio con curiosidad al ver cuánta gente le escuchaba, después interesados y atraídos, porque la experiencia con este extraño personaje aprisionaba y fascinaba. Después pensaron con calma. Hablaron de él con los amigos. Volvieron a él, con una veta de sentido crítico que les hacía decir: “Esta vez no me lía. Quiero entenderlo bien. Decido yo y no la fascinación con la que te envuelve”.
Las dificultades no faltaron.
Muchas les venían precisamente de dentro.
¿Para qué arriesgarse? ¿Vale la pena? ¿Y si todo fuese un enredo? Ha habido ya tantos como él, en estos tiempos duros… han arrastrado a la masa y luego han acabado mal ellos y sus secuaces…
Las dificultades mayores venían de sus amigos y parientes, siempre llenos de buenos consejos y de sugerencias hacia la prudencia.
Pero un buen día lo decidieron.
De acuerdo… vale la pena. Se presentaron a Jesús, manifestando su deseo de seguirlo, contra el sentido común, los cálculos y las perspectivas de provechos, los buenos consejos de los sabios y el miedo de arriesgar demasiado.
Jesús frenó enseguida su entusiasmo. “Pensadlo bien. No ganaréis nada. Las zorras tienen sus cuevas… pero yo y mis amigos no tenemos siquiera una piedra donde apoyar la cabeza. Habrá que cansarse… ni siquiera tiempo para tomar un bocado… Y, además, nada de medias tintas”.
Este realismo dio el golpe de gracia. Apostaron por Jesús. Es bonito seguir a uno que no busca seguidores fanáticos. Sino que carga con tareas comprometidas: hay una perla preciosa que descubrir, y tan hermosa que vale la pena perder todo con tal de conquistarla.
La historia de los dos discípulos de Emaús propone una escuela vocacional: una propuesta fuerte, la verificación en lo secreto de la propia interioridad, el riesgo de una decisión, que oscila siempre entre los pro y los contra.
2.2. La crisis y un modelo parar vivirla
Habían esperado mucho. Habían aceptado la invitación de Jesús con entusiasmo. Habían dejado todo para seguirlo, fascinados por su persona y convencidos de su causa.
Pero ahora todo parecía acabado. Del peor de los modos.
Sus enemigos habían apresado a Jesús. Lo habían sometido a un proceso que era todo una burla. Le habían condenado, como si fuese un malhechor, él que sólo había hecho el bien a todos los que había encontrado. Más tarde, después de haberlo torturado, lo habían matado. Todo había acabado así. Jesús había prometido vencer también a la muerte. Lo había hecho con la de los otros. Pero con la suya… no había nada que hacer. Jesús había quedado borrado de los ojos y del corazón de sus amigos. Habían vencido sus enemigos. Todo volvía a ser como antes.
Paciencia… había sido un bonito sueño, acabado demasiado pronto y del modo más trágico.
Ahora ya no había nada que hacer. Había que volver a casa, con la amargura de la nostalgia y con una pizca de vergüenza. Era necesario volver a echar la mano a los útiles de trabajo, abandonados con demasiada prisa algún mes antes.
Volver a ser… los de antes: como si no hubiese ocurrido nada, superando hasta la sonrisa burlona de los amigos de antes, que no habían entendido la extraña manía de ponerse detrás de aquel tipo de Nazaret, que estaba ganándose un montón de enemigos con sus ideas.
Muchos discípulos habían hecho ya el camino del regreso. Ahora les tocaba también a ellos. Buenecitos como eran, habían decidido volverse a Emaús, a su casa. Como si no hubiese pasado nada.
Caminaban sin decirse una palabra. No tenían ya palabras: las últimas se habían apagado en su garganta con el saludo triste a los amigos que se quedaban en Jerusalén.
Sin esperarlo, se acerca un viandante, brotado casi de la nada. Venía como ellos de Jerusalén. Pero no se habían dado cuenta antes.
«Buenos días». «Hola». «¿Adónde vais?». «Venimos de Jerusalén y volvemos a nuestra casa en Emaús. Ya falta poco, por fortuna».
Insiste el peregrino: «¿Puedo unirme a vosotros? Yo voy más allá. El camino es largo y en estos tiempos, también un poco peligroso. ¿Podemos hacernos compañía?».
«Vaya, hombre. ¡Qué caras más tristes tenéis! No lo había notado antes. Parecéis recién salidos de un funeral. ¿Me equivoco?».
La respuesta es inmediata. Las palabras corren como una lluvia de lágrimas. «Pues es verdad que venimos de un funeral. Habla de él toda Jerusalén. ¿Cómo es que no lo sabes? Han matado a Jesús de Nazaret. Era nuestro amigo y nuestro maestro. Nosotros estábamos con él, compartíamos su pasión por la liberación de Israel y su esperanza en el futuro de Dios. Le han matado, clavado en cruz, después de un proceso que parecía estudiado aposta para condenarlo».
Una pausa para tomar aliento y para volver de nuevo a los últimos rayos de aquella esperanza que les había inflamado el corazón.
«Sólo había hecho el bien: curaba a los enfermos, trataba bien a los pobres, tenía una buena palabra también para los pecadores. Hasta resucitó muertos. Seguro que has oído hablar de Lázaro, el de Betania. Jesús lo devolvió a la vida tres días después de haber muerto. Por desgracia hablaba con excesiva libertad de Dios y de la ley. Quería demasiado a la pobrecita gente.
Lo han matado. ¿Quién? Lo sabes de seguro… los romanos, pero con la complicidad de nuestros sacerdotes y de los doctores de la ley…
Antes de morir, había prometido que volvería a la vida, también él, como su amigo Lázaro. Pero ya han pasado tres días… y no ha pasado absolutamente nada».
El segundo añade: «Absolutamente nada… no es verdad. ¿Sabes? En nuestro grupo había también mujeres. Estaban con nosotros para servir a Jesús. Dos de ellas dicen que han visto a Jesús resucitado. Ninguno lo cree. Son mujeres fanáticas… Se lo han imaginado, cegadas por el dolor y el amor.
Los jefes, Pedro y los doce, no han visto nada.
Todo se ha acabado. También nosotros volvemos a casa».
«Calma. No corráis demasiado en las conclusiones», vuelve a tomar la palabra el extraño compañero de viaje. «Estáis haciendo una lectura incorrecta de los hechos. Os quedáis en lo que habéis visto con los ojos. Lo siento por vosotros: sois un poco ciegos. No sabéis leer en lo hondo de los acontecimientos».
«Ayúdanos tú… si lo logras». «Con mucho gusto. Escuchad».
Un paso tras otro se acercan a casa. Un paso tras otro, el compañero de camino ayuda a releer los sucesos desde el misterio que llevan dentro. Cita pasajes de la Escritura. Recuerda profecías antiguas y nuevas. Hace actuales recuerdos lejanos.
Ni siquiera en el tiempo en que estuvieron con Jesús, habían vivido una experiencia parecida. Entonces estaban todos proyectados hacia el futuro. Se habían casi olvidado del pasado. El presente y los proyectos sobre él eran demasiado importantes para pensar todavía en el pasado.
Ahora, en cambio, desde el presente van hacia el pasado. Lo comprenden, sumergiéndolo en el misterio de Dios. Las cosas maravillosas que Dios ha realizado por su pueblo se convierten en una especie de nueva lectura del presente. También la oscuridad, la incertidumbre y el dolor cambian de tono. Brillan con algo que no había descubierto nunca.
Se miran a los ojos. «Extraño… pero entonces no han matado nuestra esperanza. Nos la habían apagado. Habían intentado apagarla y habíamos caído en la trampa. Sin pasado nuestro presente se hace desesperado. Volvíamos a casa porque estábamos sin futuro. En cambio… hay esperanza. Tenía razón Jesús cuando nos hablaba del grano de trigo que debe morir para convertirse en espiga».
«Lo han matado… pero no nos han vencido. Dios vence a la muerte. Estaba todo programado en los planes misteriosos de Dios».
Espontáneamente en los labios afloran las palabras de los Salmos. Tienen un nuevo sabor. No lo habían advertido antes.
«¿Y si volviésemos a Jerusalén?». «Mañana. Hoy ya es tarde. No podemos rehacer el camino de noche. Es demasiado peligroso. Mañana».
Además ya están ahí las primeras casas de Emaús. Han llegado a su destino: mañana por la mañana, con las primeras luces, se vuelve a Jerusalén.
2.3. El descubrimiento en el sacramento y la pasión evangelizadora
La historia no acaba aquí.
Estoy convencido de que lo bonito está precisamente en lo que sigue.
Lo conocemos. Lo hemos meditado muchas veces. Lo debemos tomar de nuevo, para hacernos ayudar por los dos discípulos de Emaús a descubrir cómo verificar personalmente el encuentro con Jesús y cómo ayudar a los otros a realizar esa misión irrenunciable.
Dos acontecimientos me han impresionado. Me han ayudado a leer muchas veces mi historia personal. Por eso estoy feliz por entregarla, en compañía de Cleofás y de su amigo.
El viandante misterioso es Jesús. Lo es todavía antes de que se diesen cuenta. Hasta la gente que había pasado dos años, codo con codo con Jesús, convulsos por el miedo de una barca en un lago en tempestad, no reconoce a Jesús y lo toma por un fantasma… del que tienen miedo: alguno que sube del reino de los muertos para abrir camino a los condenados por el mar en tempestad.
Lo descubren, lo encuentran verdaderamente, lo llaman por su nombre, con el mismo entusiasmo con que le habían llamado tantas veces antes de la crisis, sólo… al partir el pan. Puede parecer extraño. Pero es así: para ellos y para nosotros.
El descubrimiento se da no en el esplendor de la transfiguración ni tampoco en el refinamiento de las reflexiones, sino en la oscuridad del sacramento. Ellos ven algo que ya habían experimentado. Superan el signo para encontrar el acontecimiento. En el signo viven la experiencia plena del encuentro.
Esta es la aventura más fascinante de la experiencia cristiana, la entrega total de sí a Dios en Jesús.
Nos gustaría poder verlo cara a cara. Describir su rostro. Estar seguros de su voluntad. Anotar todo sobre la declaración: lo he encontrado, lo he visto… te lo cuento como te cuento los otros hechos de mi vida cotidiana.
Y sin embargo no es así. Jesús, rostro y palabra de Dios, es misterio grande siempre, para acogerlo en el silencio adorador y contemplador. Hablamos de él con la fragilidad de nuestras palabras, que rompen el silencio y nos entregan más intensamente al silencio.
Tengo miedo por los que están tan seguros que dan la impresión de que han tenido cuatro chácharas de tú a tú, entre compañeros de merienda. A lo mejor son más afortunados que yo… Mi miedo es sólo nostalgia. Pero estoy convencido de que esta es una dimensión irrenunciable de la existencia cristiana, para no convertirse en ateos por exceso de devoción.
El segundo hecho nos devuelve a la tierra, ofreciéndonos indicaciones mucho más fácilmente verificables.
El compañero de viaje había explicado todo y los dos discípulos habían entendido bien como habían sucedido las cosas. Estoy convencido… pero sólo con la cabeza. Las piernas quedan frenadas: es tarde, las puertas de la ciudad estarán cerradas, es inútil forzar los tiempos… volvemos mañana por la mañana.
El encuentro con Jesús cambia todo, porque es cuestión de “corazón”. Vuelven inmediatamente a Jerusalén. El temor del largo viaje de vuelta, de la noche y de las puertas cerradas no vale ya nada. Se ponen en viaje y ya está… para llenar toda Jerusalén – y el mundo entero – de la experiencia gozosa de haber encontrado a Jesús.
Esta pasión es la unidad de medida de la valoración de la autenticidad del encuentro. Ningún obstáculo ya puede frenar al discípulo.
He releído los “Hechos de los Apóstoles” y he descubierto que contienen la historia fascinante de gente que llenó el mundo con el fuego que había desencadenado el encuentro con Jesús. Hacen de todo y se muestran valientes hasta la locura y libres con la libertad que nace del amor.
He encontrado así un prontuario para hacer el examen de conciencia.
- Jesús, ¿quién eres?
Los dos simpáticos discípulos de Emaús son de verdad dos amigos preciosos. En su compañía podemos descubrir el camino ideal para encontrar a Jesús. Sobre todo nos ayudan a experimentar quién es él, el Señor. Nos lo muestran como nos gusta descubrirlo: quién es para nosotros y cómo hacer arder nuestro corazón por él.
No nos entregan un tratado de cristología, al que referirnos para descubrir algún secreto refinado ni nos dicen todo lo que se debería decir. Nos cuentan su experiencia. El rostro de Jesús lo tenemos que reconstruir nosotros, recogiendo las teselas que nos entrega el que lo ha encontrado personalmente… y poniendo un poco de nosotros mismos, para dar color vivo al mosaico y reconocerlo como la razón decisiva de nuestra existencia.
Me ha hecho pensar mucho lo que ellos experimentaron.
Tenían a Jesús al lado, caminaba y hablaba con ellos. Explicaba los documentos de la fe como sabía hacer él. Y no lo descubrieron. Siguió siendo un desconocido compañero de viaje. Sin duda habían oído contar a los colegas la maravillosa aventura del Monte Tabor y se lo esperaban así, inmerso en la luz y en compañía de testigos prestigiosos.
En el camino parecía uno igual que ellos… tal vez más instruido y con un estilo de relación especial. Lo encontraron y experimentaron, en cambio, cuando partió el pan durante la cena y compartió la copa de vino. Lo confesaron como el Señor de su vida, cuando desapareció de su mirada. El encuentro fue tan comprometedor, que los obligó a abandonar la casa segura para volver a empezar el viaje desde el principio. Volvieron corriendo a Jerusalén para llenar toda la ciudad y el mundo entero del nombre de Jesús, el crucificado resucitado.
Sé que es difícil, sobre todo para nosotros, gente que deseamos tocarlo con la mano. Pero no creo que haya alternativas. A Jesús lo encontramos sólo en el sacramento de algo que se ve y que debe arrastrarnos hacia el misterio que se lleva dentro: la Eucaristía, la Iglesia, los hermanos, la historia. Lo que experimentamos puede ser bonito o menos logrado. Pero es siempre la puerta obligada para encontrarle a él, el Señor, en la verdad, adorarlo, dejarse transformar y comprometerse en su causa.
De vez en cuando buscamos un atajo y nos echamos por los caminos más fáciles del esplendor, de lo milagroso, de lo extraordinario. Tengo miedo de que, si pensásemos con autenticidad, estaríamos obligados a concluir: a pesar de las apariencias fáciles… porque no nos ardía el corazón, aunque parecía todo bonito por la fuerza del entusiasmo.
Pedro:
De la traición a la intrepidez
La lectura del Evangelio deja siempre huella. Hay hechos y palabras que hemos meditado ya muchas veces. Y sin embargo, aquel día y en aquella situación especial, resuenan nuevos, como si fuese la primera vez que los encontramos. Nos obligan a pensar.
Una de esas páginas es el relato de la traición de Pedro. Él, hombre fuerte y valiente, rebosando de grandes proyectos y de palabras audaces, traiciona a Jesús. Y lo hace del peor de los modos. ¿Por qué relatar esta página triste?
Si el Evangelio lo hubiese escrito yo, habría censurado sin duda aquella página. La Iglesia está comenzando su camino difícil y comprometido. Reconoce en Pedro la presencia especial que continúa la guía autorizada de Jesús. Y le obliga a hacer un pésimo papel. No es precisamente un gran consuelo empezar un camino difícil de ese modo.
Una razón existe. Y es muy bella. Pedro insistió mucho en que le habrían hecho enfadar si no hubieran contado lo que sucedió aquella noche, junto al fuego encendido en el patio del tribunal para combatir el frío, mientras que a Jesús, en el piso superior, le juzgaban de modo inicuo y le condenaban a muerte.
Pedro insistió muchísimo en esta triste historia… no para adelantarse a las críticas, sino porque con aquella historia sabía que podía regalarnos un rasgo del rostro fundamental de Jesús, para ponerlo delante de nuestra experiencia cotidiana en los momentos duros de nuestra vida… de hijos testarudos, secos, traidores.
Escuchemos los hechos y hagamos después que Pedo nos ayude a descubrir el rostro de Jesús.
También esta vez, igual que para todas las enseñanzas que se refieren a la vida, la comunicación de experiencias resulta la única palabra elocuente.
- Los hechos
«Tengo miedo porque esta noche me quedaré solo rodeado sólo por mis enemigos». Es triste quedarse solo, abandonado por todos. Y es más desolador todavía descubrir que los traidores anidan entre los amigos.
«Esta noche me dejaréis solo. Seré traicionado por uno de vosotros». Las palabras de Jesús caen, duras y sin piedad, entre los discípulos, reunidos para tomar la cena de fiesta. Quedan sin voz, abatidos y amargados. ¿Es posible? ¿Traicionar a Jesús? Abandonarlo después de todo lo que ha sido para cada uno. ¿»Por qué íbamos a hacerlo?», se preguntan uno a otro. «Por miedo», añade Jesús. Los enemigos se han organizado. Están decididos a todo. No pueden ir más allá. Llegarán armados hasta los dientes, decididos a todo: o esta vez o nunca ya.
«Me dejaréis en sus manos… Más aún, habrá uno que hasta se pondrá de su parte, por miedo a terminar como yo». Pedro no aguanta más. Explota, seguro como siempre. «Jesús, eso no y de ningún modo no. Yo no te traicionaré… nunca. Puedes estar seguro: aunque todos te abandonen, yo no. No lo puedo hacer. Lo eres todo para mí. He dejado todo para estar contigo… ¿querrías que precisamente en el momento más comprometido cambiase de parecer?».
«Pedro… también nosotros… todos. Nunca… nunca jamás, nunca… Jesús, puedes estar tranquilo… estaremos contigo aunque nos cueste la vida». Lo gritan todos, a una sola voz.
Jesús calla. Cambia de tema. Vuelven a los tonos de la fiesta.
Pasan pocas horas y los temores de Jesús se cumplen puntualmente.
Está solo en el huerto. Ora al Padre, roto por la amenaza que le amaga. Ora y suda sangre. Los demás, los discípulos, hasta los más fieles, duermen tranquilos, aturdidos por el cansancio y las emociones.
Después, de repente, llegan los soldados. Arrestan a Jesús y lo conducen hasta el tribunal.
Los discípulos se dispersan. La débil resistencia la controla el mismo Jesús, dispuesto al perdón también en el momento final.
Pedro vaga algún tiempo desesperado en la noche de Jerusalén. Después llega al patio del tribunal. Arriba, entre gritos descompuestos, juzgan a Jesús. Abajo, alrededor del fuego, Pedro espera. Quiere saber cómo acaba la cosa, pero no tiene ningún deseo de que alguien lo reconozca. No quiere correr peligro. Empieza ya a echarse atrás él que, pocas horas antes, declaraba, de palabra, que estaba dispuesto a todo por su maestro.
Se acerca una mujer. No pretende nada. Sabe que cuenta poco en aquel corrillo de hombres que están calentándose al fuego y comentan los hechos del día. Ella, pobrecita, es, a lo mejor, una criada de casa. Debe estar atenta: además de que no la escuchen, le pueden hacer perder el puesto.
Primero escucha. Después deja caer su comentario. Tal vez es sólo un poco de curiosidad o el intento de hacerse notar. No es, desde luego, una acusación. Por favor… no se lo puede permitir de ningún modo.
«Oye, Pedro… tú a ese Jesús que están condenando… ¿lo conoces? ¿Has ido con él? ¿Qué pinta tenía?». Pedro salta, herido en lo más vivo: «Nunca lo he visto… ¿qué estás pensando? ¿Qué clase de pregunta me estás haciendo? Por favor, seamos serios».
La mujer no está convencida. Se calla y escucha. Pedro se ha puesto a hablar, como un río desbordado. Quiere demostrar que no tiene en absoluto nada que ver con Jesús.
La mujer insiste: «No es fácil creer que no lo conozcas. Hablas como él. Tienes el mismo acento de voz. Apuesto que sois del mismo pueblo. ¿Es posible que no lo conozcas?».
Esta vez Pedro no puede más. El miedo le agarrota la garganta. «Basta», grita, «haced que se calle. Sólo dice tonterías. Nunca he visto a ese Jesús». La protesta de Pedro ha sido contraproducente. Hay otro que parece confirmar la constatación de la mujer. Pedro jura y perjura: «Yo no sé quién es Jesús. Nunca lo he visto. Que le condenen si lo merece. O que lo dejen libre si no ha hecho nada grave. Yo no lo sé. Y no me importa nada. Y dejad de una vez el tema. Me habéis hartado».
Se levanta para irse. Quiere demostrar que él tiene razón. Le han ofendido y se va.
Ha dado sólo dos pasos y se encuentra ahogado por una desesperación de muerte.
«Lo he traicionado. He traicionado a Jesús. Le he traicionado porque soy un miserable. No me costaba nada… y le he traicionado. Y ahora… ¿qué hago? ¿A dónde puedo huir? He traicionado a mi Señor. Lo he condenado yo a la muerte».
Se detiene. Por la escalera baja alguien. Es Jesús, rodeado de soldados, atado como un malhechor. Condenado dos veces: por el juicio perverso y por la traición de su amigo.
Pedro mira a Jesús. La última mirada y después… no le queda más que la muerte del desesperado.
Jesús mira a Pedro. Una mirada dulce: un profundo abrazo acogedor. No lo había experimentado nunca como esta noche. Jesús le echa los brazos al cuello… a él, a Pedro, el traidor por miedo.
Las miradas se cruzan rapidísimas. No hay tiempo, ni siquiera, para una palabra. No logra gritar ni siquiera «Jesús». Los soldados lo arrastran, a golpes y empujones.
Pedro para el tiempo. La mirada de Jesús se hace palabra. Siente el eco lejano de una bellísima historia, contada algunos meses antes por Jesús. Entonces no la había entendido muy bien. Le parecía extraña, demasiado tolerante. Ahora la descubre toda: es la… es su historia.
«Un hombre tenía dos hijos. El más joven le dijo al padre: Padre, dame la parte del patrimonio que me corresponde. Y el padre dividió entre ellos su capital. Después de no muchos días, el hijo más joven, después de haber recogido sus cosas, se fue a un país lejano y allí derrochó su dinero viviendo como un disoluto. Cuando gastó todo, llegó a aquel país una gran carestía y él empezó a encontrarse en necesidad. […] Entonces se miró a sí mismo y se dijo: ¡Cuántos asalariados tienen en casa de mi padre pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré junto a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; no soy ya digno de llamarme hijo tuyo. Trátame como a uno de tus muchachos. Partió y se encaminó hacia su padre. Cuando todavía estaba lejos el padre lo vio y, conmovido, corrió a su encuentro, se echó a su cuello y le besó. El hijo le dijo: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; no soy ya digno de llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a los criados: De prisa, traed el vestido más bonito y vestidle con él, ponedle el anillo en el dedo y las sandalias en los pies. Traed el ternero cebado, matadlo y comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo he encontrado. Y empezaron a hacer fiesta» (Lc. 15, 11-32).
La historia le ha transformado. Le vuelve la sonrisa al rostro. Ya no tiene miedo. El abrazo de Jesús ha destruido su pecado. Ha vuelto a ser el de antes, con una experiencia más, que lo ha cambiado por dentro y le ha hecho tocar el amor acogedor de Dios.
- Si también tu corazón te inquieta…
No es fácil descubrir el rostro de Dios en el abrazo que acoge, que apaga en la boca cualquier petición de perdón y lanza la invitación a la fiesta como toque final de todo el proceso.
Es verdad: nos gustaría; a lo mejor lo soñamos en los momentos más duros pero nos damos cuenta de que sería en realidad pretender demasiado. La paciencia tiene un límite… lo repetimos tantas veces cuando nos parece que hemos tocado ya el fondo. Hasta Pedro, discutiendo de ello con Jesús, había hecho notar que un límite al amor acogedor e indulgente de Dios… debe existir. Establecer un límite a la capacidad de perdonar era para Pedro un acto de respeto y de devoción ante Dios, un modo serio de reconocer su trascendencia.
Como buen hebreo razonaba así. Podía presentar muchos documentos del Antiguo Testamento para demostrar que tenía razón. Alguna página era especialmente inflexible. Había otras más dulces. Rebosaba de ellas la ternura de una madre que no llega nunca a olvidar a sus hijos. Pero echar los brazos al cuello era en verdad lo máximo imaginable.
Jesús había puesto en crisis la lógica de Pedro, llevando al extremo de una sana paciencia… al indefinido del siete veces siete.
Pero le costaba creerlo. Tal vez, alguna vez, en su corazón se había encontrado de acuerdo con los que acusaban a Jesús precisamente en el nombre de aquel Dio que pretendían conocer.
Ahora, después de la traición, hundido en la mirada de Jesús, está obligado a escoger: ¿siete veces… o setenta veces siete?
Afortunadamente, cambia todo. Descubre a Dios en el abrazo acogedor e indulgente de Jesús. Se encuentra, de repente, sumido en el misterio de un Dios que es más grande que nuestro corazón, precisamente cuando nuestro corazón nos inquieta.
La experiencia es tan grande y apasionante, que necesita gritárselo a todos. No le importa hacer el ridículo. Se da cuenta de que esta página triste de su vida le ha revelado a Dios en el rostro acogedor de Jesús y en el abrazo perdonador.
La traición es la “culpa feliz” que le ha permitido constatar, en su propia experiencia directa, quién es Dios, reconociendo el rostro de Dios que Jesús le entrega, en el tejido abrumado de un cruce de experiencias. Después de haber escuchado tantas veces los discursos de Jesús, lo había intuido con la cabeza… pero tenía demasiadas razones para dudar de ello. Ahora, por fortuna, en la cruz de Jesús, lo experimenta por sí mismo. Y no puede ya callarse.
No ha sido una empresa fácil.
Ha tenido que quemar toda su presunción ante la mujer. Ha tenido que quedar mal ante sus compañeros. Se ha visto obligado a renegar, en el grito de testigo, de todo lo que creía saber de Dios.
Le ha costado. Pero ahora nos lo puede regalar, dando a los amigos un trozo importante de su propia vida.
También a Jesús le costó: la cruz es el signo que hace creíble la historia del padre que echa sus brazos al cuello del hijo que vuelve a casa. Sabía que se hacía enemigos, porque ponía en crisis el poder de quien pretendía resolver las cuestiones en nombre de Dios y de los que habrían querido el ternero para comérselo con los amigos, sólo porque no se habían movido nunca de casa.
En el fondo, en la mirada que trastorna la traición de Pedro y le devuelve el gozo de invocar a Dios como padre que acoge y perdona, Jesús nos entrega la más hermosa noticia sobre Dios.
Sería en verdad muy triste y desconsolador constatar que los discípulos de Jesús siguen hablando de Dios, ignorando la traición de Pedro y la mirada de Jesús.
- Perdonado, descubre quién es Dios
A Pedro le costó mucho.
La vieja y gloriosa tentación de mirar a Dios a los ojos, creyéndose casi a su altura, la tenía en la sangre. Como todos nosotros. Soñamos con poder rezar también nosotros como el fariseo de la parábola diciendo, con la cabeza bien alta: “Dios, te doy gracias. Has sido bueno y generoso conmigo y yo te he pagado con la misma moneda. Estamos en paz: puedo mirarte a la cara, como miro a los de mi misma raza. Pago los diezmos, hago las ofertas prescritas, observo todas las leyes. Soy bueno, gracias a Dios y a mi esfuerzo”.
Después de la traición, se encontró en total acuerdo con el recaudador de los impuestos. También él, entona una oración totalmente nueva, inédita y especial respecto al modelo de sus oraciones tradicionales: «Señor, ten piedad de mí que soy un pobre pecador, lleno de problemas hasta el cuello. Si supieses cuánto me cuesta venir a rezarte. Cada vez que pienso en ti, en la oración, descubro mejor quién soy, cuento las traiciones que atraviesan mi vida, confronto tu bondad misericordiosa con mi existencia. Las cuenta son salen nunca… y la crisis crece.
¿Sabes…?, alguna vez me han venido ganas de hacer esa oración. Así podría vérmelas a solas conmigo mismo. Al final lograría quedar tranquilo y se acabó la crisis. A lo mejor. Pero no es bonito. No está bien. Y además estoy seguro de que no lo lograría. Sin ti estoy muerto.
Te pido dos cosas. Para mí son importantísimas. Ya sé que no me las merezco. Pero te las pido igual.
Antes de nada, te pido la gracia de seguir viniendo aquí a rezarte… a pesar de todo. He descubierto que hace un gran bien contemplarte, aunque esto me hace sufrir. En tu rostro veo el mío. Desde lo más profundo te invoco. Me hace bien. Me ayuda a vivir. Orar es como soñar en colores la propia existencia: no quiero de ningún modo perder también el derecho a soñar.
La segunda cosa… es más difícil. Depende sólo de ti. No sé bien las palabras: lee tú entre las líneas. Mira: intento decirte lo que deseo. Tómame así como soy. Acógeme, como el pobre diablo que soy, en tu abrazo. Sin ti no puedo vivir. No llego a nada. No debes pedirme que sea bueno como condición de tu amor. Quedaría solo, triste, desesperado. Regálame tu amor acogedor y verás que… poco a poco… algo cambiará en mi vida».
Estamos caminando juntos, en la dulce compañía de los discípulos, para descubrir y experimentar a Jesús, el Señor de nuestra vida. Sabemos que sin él no podemos ya vivir.
Esta vez Pedro nos dice: el encuentro personal con Jesús nos acompaña a penetrar el misterio de Dios. En las situaciones más decisivas de nuestra vida, cuando la oscuridad se hace impenetrable y la incerteza de la desesperación parece envolver todo, Jesús nos revela a Dios, da sentido a la palabra “padre”, arrastra la búsqueda a la invitación a la fiesta de la acogida.
Lo había experimentado también Juan, que encontró las palabras más bellas para decírnoslo: “En esto hemos conocido el amor, en el hecho de que él ha dado su vida por nosotros; por tanto también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Pero si uno tiene riquezas de este mundo y, al ver a su hermano en necesidad le cierra el corazón, ¿cómo va a permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad. En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestra conciencia ante él pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (1 Jn 3,16-20).
Riccardo Tonelli