¿Todavía necesitamos de salvación…? A propósito de dos películas recientes

1 enero 2001

[vc_row][vc_column][vc_column_text]«INFIEL» Y «BAILAR EN LA OSCURIDAD»
 
Esas dos películas dan pie a la reflexión sobre el tema central del anuncio cristiano. Solidaridad y voluntariado tienen también mucho que ver con la clave liberadora desde la que los cristianos miramos este nuestro mundo injusto… ¿Será más verdad que nunca eso de que «ahora ya sólo un Dios puede salvarnos…»?
 
 
 
 
Casi es un tópico —pero no por eso menos verdad— afirmar que, en este final de siglo, las grandes —o pequeñas— ideas que mueven, inspiran y reflejan la mentalidad occidental no hay que buscarlas en discursos escritos o libros voluminosos, que muy pocos tienen tiempo o ganas de leer, sino en manifestaciones de consumo cultural mucho más rápido (artículos de prensa, letras de canciones, películas de cine, modas y tendencias…). De vez en cuando, conviene analizar dichas manifestaciones, entre otras cosas para que no perdernos qué tienen en la cabeza y/o en el corazón el hombre y la mujer de hoy, no sea que nuestra presentación del evangelio consista en una serie de respuestas a preguntas que nadie ha formulado o remedios a situaciones que ya sólo existen en nuestra imaginación.
 
Por ejemplo, con frecuencia nos quejamos de que la oferta de felicidad o realización máxima, que consideramos los cristianos que es la «salvación» —dada por dios en Jesús de Nazaret—, parece no encontrar hoy fácilmente destinatarios. Hace años, el cantante Víctor Manuel gritaba aquello de «¡Déjame en paz, que no me quiero salvar!» en uno de sus más famosos estribillos. A veces tenemos la sensación de que esa frase es tónica habitual en nuestro mundo. En un contexto postmoderno, de «trascendencia sin trascendente» (J. Martín Velasco), de «instalación en la finitud» (E. Tierno Galván), de «abandono de los grandes relatos» (J. Lyotard), ¿quién necesita de verdad «salvación»…? ¿No pretendemos presentar demasiada «oferta» para tan escasa «demanda»?
 
Sin embargo, las cosas no son tan simples. En el último trimestre del año 2000 se han estrenado, casi a la vez, dos películas de las que «dan que pensar», y que no son de esas típicas y comerciales que se olvidan casi antes de que se hayan digerido las palomitas comidas durante su proyección.
 
Infiel
La primera de ellas, «Infiel», con guión del sueco Ingmar Bergman, está dirigida por la que fue su esposa —y protagonista de varias de sus películas—, Liv Ullmann. En ella se nos narra la evolución de un matrimonio, Mark y Marianne, y se describen minuciosamente el deterioro progresivo y la ruptura de su relación amorosa, en la que actúa como ocasión, más que como causa, la infidelidad de la segunda con David, un amigo íntimo de ambos.
El argumento parece de lo más convencional; pero el estudio introspectivo de los tres personajes que hacen Ullmann y Bergman es sencillamente genial (no hubiera sido posible sin que ellos, precisamente, hubieran vivido ese mismo proceso de enfriamiento y separación, y tuvieran la valentía de contarlo). Pero el drama adquiere dimensiones no sospechosas cuando al final de la película se presenta la verdadera víctima, la hija de ambos, que en un determinado momento pregunta a su padre: «¿Por qué tenemos que sufrir tanto, papá?» Y es una pregunta que, si no me equivoco, el espectador percibe dirigida no al personaje del padres, sino al ser humano en general, y seguramente a Alguien más, quizá al único que pueda responderla de verdad.
 
¿Quién podría salvarnos de tanto sufrimiento, si incluso la relación amorosa la hacemos acabar una y otra vez —la segunda relación, la de Marianne y David, acaba tan mal o peor que la primera— en tragedia, soledad y sufrimiento que provocamos precisamente a los que más hemos querido?
 
Bailar en la oscuridad
La segunda película, «Bailar en la oscuridad», protagonizada por la cantante Björk y dirigida por el danés Lars Von Trier —el autor de «Rompiendo las olas», que ya estaba llena de preguntas religiosas—, nos muestra a una emigrante checa, Selma, que vive en Estados Unidos y trabaja noche y día, pese a que se está quedando ciega, con la intención de que su hijo, que padece el mismo mal degenerativo de la vista que sufre ella, pueda ser operado y curado.
Selma tiene un secreto para sobrellevar su difícil vida: cuando no puede más, imagina que está en un musical y se abstrae de la realidad. Cierto día, un policía que es su vecino le roba todo el dinero y Selma le da muerte accidentalmente. Es injustamente condenada a muerte y acompaña con sus ensoñaciones musicales todo el recorrido que le lleva a la ejecución, cerdadero «viacrucis y pasión de la víctima inocente» (porque ella prefiere ocultar datos que facilitarían su defensa y absolución con tal de lograr que su hijo pueda ser operado y salvado). Incluso en el emocionante instante que precede a la muerte, Selma es capaz de disfrutar «pequeños momentos de felicidad» gracias a perderse en su musical mundo interior.
 
La pregunta, creo, que Von Trier deja en el aire —no tan distinta de la de Ullmann-Bergmann— no es otra que la siguiente: ¿Eso es suficiente? ¿Bastan «pequeños momentos —fingidos o imaginados— de felicidad» para «tapar o arreglar» una injusticia y sufrimiento tan radicales, infligidos por la «sociedad de orden» a alguien tan frágil e inocente como Selma?
 
«Ahora ya sólo un Dios…»
Tras ver ambas películas, sobre todo si es de modo muy seguido, uno no puede evitar recordar aquella frase de Heidegger: «Ahora ya sólo un Dios puede salvarnos»[1]. O las afirmaciones de Horkheimer sobre el «deseo de que el verdugo no triunfe finalmente sobre su víctima», que le llevan a anhelar que de verdad exista una solución justa final que remedie tanto sufrimiento inocente (el representado, por ejemplo, por la hija de Mark y Marianne en la primera película o por Selma en la segunda). Y es que «creíamos poder realizar la justicia en la tierra y vemos que no es posible»[2]. Invito al lector a ver ambas películas desde esta perspectiva.
 
En resumen: ¿rechazan nuestros contemporáneos la «salvación» porque no la necesitan? Creo que no. Lo que sucede es que debemos abrir mucho los oídos para captar la onda en que se emiten los gritos de auxilio, como sucede en estas dos películas. Ninguna menciona la palabra «salvación» o «Dios», pero… ¿acaso hablan de otra cosa…? Ojalá los creyentes en Jesús de Nazaret sepamos situarnos hoy justo allí donde se formulan y expresan estas ansias de salvación, sobre todo en el terreno del sufrimiento de los inocentes. Así nuestro mensaje —siempre que sea precedido y acompañado por una praxis realmente liberadora— seguirá siendo significativo y pertinente. ¡
[1] Tomo la cita de G. VATTIMO, Creer que se cree, Paidós, Barcelona 1996, 104.
[2] Ibíd., p. 16.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]