La expresión, que no es mía -está tomada de José Mª Toro-, la utilizo con frecuencia en algunos contextos (experiencias de oración y de interioridad). Empecé a hacerlo en unos campamentos de verano con adolescentes; les hacía gracia denominar así a ese momento breve de oración. Eso sí, hay que decir, en honor a la verdad, que era un momento de participación voluntaria y que acudían pocos.
¿Por qué siempre son pocas las personas que participan en momentos así? Las razones son varias. La más elemental es que atraen más otros “chupitos”, entre ellos el del ruido y la bulla (aunque éstos, por la cantidad y duración, más que chupitos habría que llamarles por lo menos “litronas”); y, por supuesto, los de alcohol. Y otra razón es que nunca han tenido auténtica experiencia de silencio.
¿Por qué tienen mucho valor estos “chupitos de silencio”? Porque son de alta graduación, y en pocos segundos nos pueden llevar a “colocarnos” en un estado de paz y de serenidad, a pesar de las distracciones que puedan surgir. Es tan sencillo como “aquietarse, entornar los ojos hacia dentro y simplemente respirar; que el soplo de nuestra espiración sea como un huracán que todo lo arrasa… y se lo lleva con él; entonces sólo quedamos nosotros… y Él… que es Quien nos respira”, tal y como dice J.M. Toro.
¿Cómo introducir estos momentos en nuestro contexto de niños, adolescentes y jóvenes? Pues sin miedo y con convicción. La convicción ha de surgir, claro, de la experiencia personal, que -digámoslo una vez más- es el secreto de toda iniciación al universo de la oración y del silencio. Si yo, en mi proceso personal de crecimiento, no dedico momentos al silencio en clave de oración, no voy a poder ayudar a saborear esta “delicia” para la persona (para el cuerpo y para el espíritu). Mi práctica y mi convencimiento harán que los demás “entren”, y les abriré la puerta a un mundo de posibilidades infinitas para su crecimiento integral. Además, si se hace bien, con el tiempo los “chupitos” sabrán a poco y se verá la necesidad de complementarlos con dosis más “fuertes”. Y es que “enganchan”, crean adicción, y no destructiva, sino sanadora. Porque contribuyen a construir, a abrirse a los demás y al Misterio presente en nosotros y en el mundo; y -¿por qué no?- a descubrir un Dios personal que me habita, “me respira” y da sentido y unidad a mi existencia.
Pepe Alamán, sdb