Un pueblo peregrino: Utopía y profecía del Pueblo de Dios

1 enero 1999

Pie Autor:
José Ignacio González Faus es profesor en la Facultad de Teología de Cataluña.
 
Síntesis del Artículo:
El camino de una Iglesia que quiere juntar utopía y profecía en su peregrinar por la historia, esto es, de una Iglesia que más que enseñar verdades quiera significar o trasparentar «el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» («profecía de la utopía»: sacramento —profecía— de salvación —utopía—), pasa por transformarse: en una Iglesia sin discriminación alguna entre mujer y varón, en una Iglesia sin clases, en una Iglesia de puertas abiertas, en una Iglesia orientada más por las «bien-aventuranzas» que por las «bien-enseñanzas», en una Iglesia orientada a la comunidad de mesa (compartir y comunicar alegría y esperanza).
 
 

  1. Introducción: Eclesiología mínima

 
La Iglesia nace de la Resurrección de Jesús, en cuanto ésta significa la irrupción en la historia de la Dimensión Definitiva del más‑allá (=de la Escatología). Si sólo hubiese vivido Jesús sin resurgir desde la muerte a la Vida Plena, o si sólo hubiese una religiosidad general, no existiría la Iglesia.
Por eso, si la Iglesia no es señal de ese Más Allá, presente ya de algún modo, o de ese «Fin de la historia anticipado en ella», falsifica su misión. Si ella se cree simplemente guardiana de un orden moral y religioso, deja de ser Iglesia y se convierte en una especie de «institutriz» más o menos gruñona, y a la que se procura hacer el menor caso posible.
La misión de la Iglesia no es reñir, ni siquiera enseñar verdades que los hombres quizá pueden aprender por otros caminos. La misión de la Iglesia es significar, transparentar, hacer visible la verdad que resume toda la revelación de Dios: «El amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8,39). Por eso la carta a los Efesios, con un juego de palabras que parece más complicado de lo que es en realidad, define a la Iglesia como la plenificación de Cristo que va alcanzando su plenitud conforme se cristifica el mundo (cf. Ef 1,23).
 
Esto empalma a la Iglesia con el Jesús terreno, con quien también está conectada la Resurrección (recuérdese que el Resucitado es aquel hombre Jesús y no un ser humano abstracto). Y por oscuro que sea el acceso al Jesús terreno, puede decirse que ese empalme se da en estos tres puntos, que hoy parecen incontestables: el anuncio del Reinado de Dios, la llamada al seguimiento, y el grupo (el pequeño «pueblito») de discípulos en torno a él.
Cristificar la historia es, por tanto, eliminar de ella todas las esclavitudes: la esclavitud del mal, personal y estructurado. O la esclavitud de la Ley y de ese afán de valer más y ser más, que los hombres religiosos y morales buscan realizar a través de la Ley. O la esclavitud de la muerte, que resulta ser la verdad más irrebatible de esta historia y que parece dejar sin fundamento a todas las utopías…  En esto se percibe también la continuidad entre la Iglesia y el Jesús terreno.
Según la carta a los Corintios, sólo después de que el mundo haya sido liberado de todas las esclavitudes, Cristo entregará el Reino al Padre y Dios será «todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28). Ésa es, al menos, la óptica del plan de Dios que, no obstante, ha de lidiar con nuestras libertades humanas.
 
Pero lo difícil de esta misión de la Iglesia es que ha de realizarla no desde las nubes o desde fuera de la historia, sino dentro de esta misma historia (también como la misión de Jesús), en ese caminar oscuro por el desierto del tiempo, que no se sabe si conduce a alguna parte. Por eso, el mejor símbolo de la Iglesia ha sido siempre el primer pueblo de Dios, salido de la esclavitud de Egipto y caminando –ya con la certeza de la tierra prometida– pero caminando por el desierto, en medio de la oscuridad. Es allí donde aparece la palabra hebrea qahal (traducida al griego como ekklesía) que significa la asamblea del pueblo, congregado para discernir sobre su marcha por el desierto. No se trata de una asamblea «cúltica» (para eso existe otra palabra: synagogê) sino de una asamblea comunitaria, histórica.
 
Por todo ello, en la misión de la Iglesia es más importante la «anticipación» de lo metahistórico, que el triunfo o el éxito histórico. Se ha dicho muchas veces que, por ejemplo, los votos de las órdenes religiosas (de pobreza, castidad y obediencia) se justifican como una «anticipación» del más‑allá de Dios. Pero los votos religiosos afectan sólo a algunas personas concretas. Y lo que buscamos aquí son formas de anticipación del más allá que afecten a todo el pueblo de Dios, de modo que conviertan a la Iglesia en utopía y profecía o –mejor formulado para ahora– en «profecía de la utopía».
No es difícil encontrar algunos ejemplos de ello y en este breve artículo, vamos a fijarnos en tres: la proclama paulina de Gal 3,28, la proclama jesuánica de las bienaventuranzas, y el carácter «anticipador» (o sacramental) de la eucaristía.
 
 

  1. Una Iglesia «en Cristo Jesús»

 
Según el texto de Pablo, “en Cristo Jesús ya no hay varón ni mujer, señor ni esclavo, judío ni griego». Nos sabemos esa frase casi de memoria, y a lo mejor hacemos de ella una lectura espiritualista o ajena a la historia; como si en la historia debieran subsistir las diferencias, aunque Dios no se fija en ellas.
Es ésa una lectura terriblemente cicatera y descontextuada. Cuando Pablo escribe su frase, el mundo griego ha conocido ya la democracia, que es una de las mayores utopías de la historia. Pero la democracia griega, de la que tan ufanos nos sentimos, era una democracia que excluía expresamente a las mujeres, a los esclavos y a los extranjeros. Es en este contexto cultural donde cobra su fuerza la frase de Pablo, y marca todas las diferencias entre lo que llega a ocurrir en la historia humana y lo que ocurre «en Cristo Jesús»: en esa «dimensión nueva» de la que la Iglesia ha de ser testigo, señal y garante.
Las tareas que impone hoy esa dimensión de Cristo Jesús son fáciles de ver: 1/ Una Iglesia del respeto profundo y casi exagerado a la dignidad de la mujer; 2/ Una Iglesia «sin clases»; 3/ Una Iglesia de puertas abiertas.
 
 
     2.1. Una Iglesia del respeto profundo y casi exagerado a la dignidad de la mujer
 
Una Iglesia en la que la diversidad mujer–varón no es ni razón ni fundamento para ninguna diferencia. Donde tanto el amor sexual como la llamada «virginidad por el reino» están cargados de esa actitud de respeto, igualdad y reciprocidad entre los sexos. Una Iglesia donde, si se me apura un poco, se diera ahora una especie de «discriminación negativa» para compensar una historia pecadora de discriminación positiva.
Y todo esto no es cuestión de aparatosidades y de grandes declaraciones. Es cosa de una elementalidad apabullante. Como tampoco es cuestión de idílicas armonías preestablecidas, ajenas a este mundo, puesto que la diversidad mujer–varón subsiste con toda su carga de riqueza y de amenaza; pero «en Cristo Jesús» se la acepta, se la respeta y, cuando haga falta, se dialoga desde ella.
 
 
     2.2. Una Iglesia «sin clases»
 
Una Iglesia «sin clases», para retomar una expresión, hoy denigrada, de las utopías históricas. Una Iglesia en la que no se da esa aberración de que la mayoría de santos canonizados eran de clase alta, cuando ante Dios, la inmensa mayoría de sus preferidos son de las clases más bajas o (al menos) de quienes han optado radicalmente por ellas. Una Iglesia en la que no se reflejan las divisiones entre primeros, terceros y cuartos mundos, en la que la paz que se dan en la eucaristía el rico y el pobre (¡si es que se la dan y no la evitan, acudiendo a eucaristías distintas u ocupando lugares distintos!) no es un mero rito vacío sino un punto de partida que marca toda la vida posterior, en la que rico y pobre se miran como hermanos y, precisamente por eso, tienden a igualarse, sin dejar hipócritamente esa tarea igualatoria al juicio de Dios.
¡Qué bien se comprende desde aquí aquel párrafo que escribía Simone Weil (¡en 1938!) en una carta a Bernanos: «A veces me digo que, con sólo que a la puerta de la Iglesia hubiera un cartel diciendo que se prohibía la entrada a todo aquel que tuviera unos ingresos superiores a una determinada cantidad, me convertiría». No es una frase demagógica, sino, otra vez, de una profunda elementalidad cristológica. Si no la sentimos así, es por el miedo que nos da tratar a ponerla en práctica: porque entonces, ¿quién pagaría esos templos suntuosos donde tratamos falsamente de acomodar a Dios, mientras dejamos por vestir y acomodar al verdadero templo de Dios que quizás está a la puerta del edificio eclesiástico esperando una limosna?
 
 
     2.3. Una Iglesia de puertas abiertas
 
     Y finalmente una Iglesia de puertas abiertas. En la cual, aunque haya una disciplina del arcano y un pudor por la propia intimidad creyente, no se vive de la hostilidad hacia fuera ni de la exclusión o el anatema, porque no se confunde la intimidad con la tranquilidad ni con la seguridad. Una Iglesia donde sólo está excluida la antifraternidad. Donde al enemigo se le ofrece el perdón y la mano tendida en lugar de la excomunión. Donde hay paciencia para comprender que los insultos o los ataques de los hombres pueden herirnos a nosotros pero no afectan a Dios ni a su Cristo, que no pueden ser alcanzados por ellos. Y donde hay voluntad de diálogo para todo aquello que se encuentra fuera de ella y que, quizás de entrada, no se entiende o se comprende menos. Donde también, todas esas actitudes no implican en modo alguno una debilitación del propio compromiso creyente o una excusa contra la propia radicalidad, sino que brotan precisamente de esa radicalidad de la fe «en Cristo Jesús».
 
 

  1. Una Iglesia que anticipa las bienaventuranzas

 
El segundo modelo utópico que quisiera proponer son las bienaventuranzas de Jesús, en la formulación de san Mateo. Tenemos así un rasgo sacado de la fe en Jesús como Cristo, y otro sacado del Jesús histórico, para marcar esa unidad indisoluble que constituye al cristiano y a la Iglesia: creyente y discípulo: ni seguimiento sin fe ni fe sin seguimiento.
Si se me permite una anécdota personal, una de las cosas que me parecen más heterodoxas de cuantas he escuchado me la dijo una vez un obispo amigo, en una pequeña discusión sobre la Iglesia: «Las bienaventuranzas no sirven para configurar la comunidad eclesial. Sólo son para la piedad individual de cada uno». También los políticos habían dicho aquello de que «con las bienaventuranzas no se puede hacer política». A lo que Moltmann les añadió que quizá sí; pero que sin las bienaventuranzas lo que se hace es mucho menos que política. Y la historia se cansa de demostrarlo.
 
Y es innegable –para ser justo con mi amigo mitrado– que la realidad tiene una dimensión de opacidad y de empecatamiento que parece convertir las bienaventuranzas en ilusorias. Pero es innegable también que renunciar a ellas en la vida eclesial, archivarlas, dejar de mirarlas como «utopía vigente», vuelve simplemente inútil y carente de credibilidad a la Iglesia, porque le impedirá ser «comunidad alternativa» y sacramento de salvación.
Si acaso resultan muy duras en su formulación «positiva», tratemos de acercarnos a las bienaventuranzas desde lejos, en una aproximación negativa: preguntémonos qué es lo que falta en las bienaventuranzas, y quizás así sabremos lo que la comunidad eclesial debería alejar de sí. Veámoslo:
 
■  En las bienaventuranzas faltan el poder y la coacción. Falta todo poder que no sea la fuerza débil del amor. La misericordia y el hambre y sed de justicia (que engloban todas las demás), no son obra del poder; el empobrecimiento por el Espíritu tampoco. Sólo «la persecución» es obra del poder. Y en este caso los bienaventurados ya no son los que persiguen sino los perseguidos.
 
■  En las bienaventuranzas falta también una determinada forma de saber que no implica para nada al sujeto y se convierte en dominio del objeto. Frente al saber descomprometido y «técnico» de la razón griega (del logos), en las bienaventuranzas habla la razón judía (el dabar que significa también acción o compromiso): en ellas, los que ven son los limpios de corazón (o los «sufridos», en la bienaventuranza paralela a ésta).
 
Si esto se tomara en serio, la «ortodoxia» no sería simplemente una «doctrina» recta sino, antes de eso, una «gloria» recta de Dios. Y la historia de la teología muestra cómo una doctrina difundida como «muy ortodoxa» (por ejemplo, la explicación jurídica de la redención) puede ser una doctrina muy poco cristiana, porque niega a Dios su verdadera gloria. Como ya hemos dicho, la revelación cristiana se resume toda en «el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8,39): en que «se ha manifestado la benignidad y el amor de Dios a los hombres» (Tito 3,4). Todos los demás dogmas y saberes teológicos no son más que modos de expresar ese saberse amados por Dios (y pueden jugar un papel importante en la fe, porque el amor necesita ser expresado). Pero no son ni pueden ser saberes sobre Dios en el sentido griego del término que implica un domino del objeto conocido por el sujeto cognoscente.
 
No quiero hablar en sentido excluyente sino sólo reequilibrar y hacer una valoración justa, siguiendo el consejo de Jesús: «¡Esto es lo que había que potenciar!, aunque no se descuide lo otro». La Iglesia no sólo camina hacia la utopía sino que camina en este mundo. Y en este mundo duro y empecatado son indispensables algunas dosis de poder y de ortodoxia intelectual, porque sin autoridad y sin lenguaje común no habría comunidad. Pero dosis mínimas, so pena de que se coman al evangelio. Son mucho más necesarias la misericordia, el hambre de justicia, el trabajo por la paz, la mansedumbre, el corazón dolorido por el dolor del mundo, la pureza de corazón… Y son necesarias en dosis máximas. Ellas son las que harían casi innecesario el poder, y volverían recto el entender.
Por eso, si la Iglesia renuncia a dejarse constituir un poco por las bienaventuranzas, firma su partida de defunción como Iglesia.
 
 

  1. Una Iglesia eucarística

 
Frente al poder de la doctrina impuesta, aparece en los hechos cristianos la interpelación de la mesa compartida. Jesús no hablaba como los escribas y fariseos, con una enseñanza impartida desde una posición de dominio. El impacto que causaba la autoridad de su palabra iba junto al escándalo que producía su cercanía en el gesto de la mesa compartida. Y todo lo cristiano está marcado por ese gesto que, desde su sentido más laico de compartir el pan, converge hacia la mesa eucarística, en la cual lo que se comparte y con lo que se comulga es la Persona y la Vida (el cuerpo y la sangre) de Cristo, y culmina en el Reino de Dios como mesa de Plenitud compartida. Por tanto:
 
■  La Iglesia debería estar mucho más marcada y más configurada por este gesto, que la constituye mucho más profundamente que el ser guardiana de unas verdades. De Lubac escribió hace tiempo que no sólo la Iglesia hace la Eucaristía, sino que también la Eucaristía hace a la Iglesia. Y mucho antes que él había escrito san Ireneo que nuestra «ortodoxia» debe responder a nuestra eucaristía. La Iglesia necesita, pues, un magisterio más «eucarístico» y una autoridad más «eucarística». Porque si la Eucaristía deja de configurar a la Iglesia, se convierte en un sacrificio (en el sentido supersticioso del término, criticado por la carta a los Hebreos) con el que los hombres se imaginan aplacar a Dios y «mantenerlo a raya», para impedir así que Dios penetre y configure su vida de cada día.
 
■  Una Iglesia eucarística es además, y necesariamente, una Iglesia del perdón y la paz. Estamos viviendo una época de crecimiento y recrudecimiento de la violencia (nacionalista, económica, mafiosa, pseudojusticiera o simplemente doméstica). Y creo que deberíamos preguntarnos hasta qué punto no tiene algo que ver en ese renacer de la violencia el que los cristianos estemos perdiendo la experiencia del perdón. Desde que los cristianos no recibimos ni celebramos el perdón, parece que la sociedad se está acostumbrando a no darlo (salvo en ese gesto del «perdonavidas» que no es verdadero perdón sino un simple acto de superioridad humillante).
 
Y es que, en mi opinión, los seres humanos, o nos sabemos de algún modo graciosamente perdonados o no somos capaces de perdonarnos.
 
 

  1. Conclusión

 
Basten estos tres capítulos de reflexión para marcar un poco el camino de una Iglesia que quiere juntar utopía y profecía en su peregrinar por la historia (o con palabras más clásicas: ser «sacramento» –profecía– «de salvación» –de la utopía–).
Resumiendo ahora, el caminar de la comunidad creyente podría ir por el empeño:
 
■ Hacia una Iglesia sin discriminación alguna entre mujer y varón.
■  Hacia una Iglesia sin clases.
■  Hacia una Iglesia de puertas abiertas.
■  Hacia una Iglesia más orientada a las bien‑aventuranzas que a las bien‑enseñanzas y, por eso, en la que el ejercicio de la autoridad y el magisterio tienen más de «eucarísticos» que de formas de poder pagano o político.
■  Hacia una Iglesia orientada a la comunidad de mesa, para compartir la necesidad humana (simbolizada en el pan) y comunicar la alegría y la esperanza (simbolizadas en el vino), en ese gesto a la vez tan humano y tan presencializador de Cristo.
 
Ahora, permítaseme terminar esta reflexión con un par de anécdotas recientes que interpelan más que las teorías.
 
Ä En la apertura del pasado congreso de la organización Juan XXIII (dedicado al tema Neoliberalismo y cristianismo), E. Miret Magdalena hizo la siguiente confesión: este congreso católico se celebra en el local de «Comisiones Obreras», porque la jerarquía eclesiástica nos ha negado todas las autorizaciones para celebrarlo en un local de la Iglesia. Y añadió que los organizadores del Congreso habían salido ganando porque, en otros años en que el congreso se celebraba en locales eclesiásticos, el alquiler oscilaba en torno al millón de pesetas. Y en este año 1998, Comisiones Obreras había cedido su local gratuitamente.
Léase esta anécdota histórica como una parábola. Por ejemplo, como versión actual de la parábola del buen samaritano. Y después de la lectura apliquemos las palabras de Jesús: «¿Quién de todos ellos se portó como prójimo? […] Pues anda y haz tú lo mismo».
 
Ä En una recensión de un libro, publicada en El Ciervo,  en el mes de octubre, Díez Alegría cita una frase del mexicano Augusto Monterroso, que viene a decir: el evangelio es algo tan bueno que hubo necesidad de crear toda la organización de la Iglesia para combatirlo.
Ante esa frase caben tres posturas: desautorizar al autor como anticlerical, descreído, etc., porque nos molesta; o generar mecanismos de autodefensa para tranquilizarnos y luego «perdonar la vida» al autor; o bien, dejarnos interpelar y preguntarnos si –como Iglesia que somos– no nos dice Dios algo a través de esa frase.
¿Cuál es la actitud más evangélica? Pues no quepa duda de que ésa será la que marca el camino del pueblo de Dios peregrino. ■
 

José Ignacio González Faus

 Así define W. Pannenberg la Resurrección de Jesús, como ya es sabido.
 Écrits historiques et politiques, París 1960, p. 220.
 
 La palabra griega doksa significa tanto saber como gloria.
 
 Puede verse una crítica moderada, y autorizada, de esta explicación jurídica en F. DURRWEL, Nuestro Padre. Dios en su misterio, Salamanca 1990, pp.53 ss.
 
 Por la conocida crisis del sacramento de la Penitencia, que está llevando a su extinción, y en la que se prefiere pisar el freno antes que buscar caminos de solución.