Una alternativa de vida comunitaria

1 octubre 2001

PIE AUTOR
Juan José Tamayo-Acosta es profesor de la Universidad «Carlos III» y del Instituto «Fe y Secularidad», además es también secretario de la Asociación de Teólogos y Teólogas «Juan XIII».
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El «movimiento» iniciado por Jesús de Nazaret termina constituyendo «una alternativa de vida comunitaria» y formando verdaderas «comunidades de iguales», así lo ponen de manifiesto las primeras comunidades cristianas en las que, con todo, también existen tensiones y problemas. Si, después, «la dimensión comunitaria de la fe se va diluyendo», hoy –tras el concilio Vaticano II–,  hemos de tornar a vivir y entender las relaciones entre los diferentes miembros del Pueblo de Dios desde la base de una igualdad sustancial, en la que las diferencias en base a las funciones sean accidentales.
 
 
 
 
 
 
 
 

1.      El movimiento de Jesús, una comunidad de iguales

 
Jesús no funda una organización política orientada a la conquista del poder, ni crea una institución religioso–cultual de carácter burocrático y sacrificial que sirviera de apoyo a la religión judía. Las instituciones religiosas y políticas de su tiempo no cuadraban con su proyecto, ya que acusaban deficiencias disuasorias: ritualismo sin correspondencia con una práctica de la justicia, relaciones de dominación–esclavitud, excesivo peso de la ley, ausencia de gratuidad, manipulación de la religión por el poder, religión convencional, etc.
Lo que pone en marcha Jesús es un grupo de discípulos y discípulas que, atraídos por la fuerza de su testimonio, la autoridad de su palabra y la coherencia de su vida, deciden acompañarlo en el anuncio del Reino de Dios y compartir su experiencia de vida. El movimiento de seguidores y seguidoras empieza en la Galilea de los gentiles, zona fronteriza y rebelde, y se ubica en el seno de los movimientos de renovación religiosa del judaísmo. Era un grupo de carismáticos itinerantes que vivían un ethos radical, caracterizado por la renuncia a la familia (Mc 5,29), a la residencia estable (Mt 8,20), a la propiedad y a la propia seguridad; un grupo marginal que originariamente tuvo su arraigo en zonas rural y se situaba fuera y lejos de los centros de poder.
 
El proyecto de Jesús es, en consecuencia, una alternativa de vida comunitaria frente a otras formas de vida despersonalizadas, individualistas o institucionalizadas. Las actitudes que Jesús recomienda a quienes desean acompañarlo son: desprendimiento, renuncia a las ambiciones de mando, actitud de servicio, trabajar por el reino de Dios, asumir la persecución por mor de la justicia, perdonar y pedir perdón, gratuidad en las relaciones humanas, entrega de la propia vida si preciso fuere como máximo gesto de amor, relación filial con Dios Padre–Madre, anunciar que la salvación ha llegado a las personas empobrecidas.
En ese movimiento se invierte la jerarquía de valores: la riqueza y acumulación son sustituidas por la austeridad, el desprendimiento y el compartir; la venganza y el odio, por el perdón y la reconciliación; la competitividad, por la ayuda solidaria; la vida cómoda, por la persecución; la doblez, por la limpieza de corazón; la violencia, por la paz; la arrogancia por la humildad –que no debe confundirse con la humillación–. Así lo proclama Jesús en el sermón de la Montaña (Mt 5,1-10).
 
El movimiento de Jesús es una comunidad de hermanos y hermanas iguales, donde no caben las estructuras de dominación, opresión o marginación por razones de género, etnia, religión, cultura, etc. La ausencia de estructuras de dominio aparece en numerosos relatos evangélicos. Hay uno que resume ejemplarmente tal ausencia. Los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, piden a Jesús sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda el día de su gloria, (cuando logre el poder). El resto de los discípulos se indigna contra los hermanos porque en esa petición ve peligrar sus aspiraciones de mando. Jesús responde a la petición de los hijos del Zebedeo y a la indignación de los demás con estas palabras: “Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen, pero no ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor vuestro, y el que quiera se el primero, sea esclavo de todos, porque tampoco este Hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate de todos” (Mc 10,42-45).
Se trata de un texto redaccional –pospascual– en el que se reflejan ya determinados problemas de poder que se producían en la comunidad, pero es opinión generalizada entre los exegetas del Nuevo Testamento que recoge con bastante fiabilidad la idea del Jesús histórico sobre el poder.
 
La comunidad de Jesús se caracteriza por la fraternidad–sororidad, como pone de relieve un texto del evangelio de Mateo, que excluye el culto a la personalidad: “Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar «Rabbí», porque uno solo es vuestro Maestro, y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie «Padre» vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar «Instructores», porque uno solo es vuestro «Instructor»: Cristo” (Mt 23,8-10). La igualdad y la libertad de que gozan las personas que siguen a Jesús excluye todo paternalismo que pretenda mantener a los miembros de la comunidad en una situación de minoría de edad. “En una sociedad de hermanos (y hermanas, añado yo) –afirma G. Lohfink–, no deben dominar los padres”.
Hemos dicho también sororidad. Con esa palabra queremos indicar que las mujeres, marginadas en el judaísmo, se incorporan de lleno en el movimiento de Jesús y forman parte el discipulado de iguales, donde ocupan un rol central. Su protagonismo en el mismo es de especial importancia para la praxis de solidaridad desde abajo, subraya E. Schüssler Fiorenza. La actividad de las mujeres fue determinante para la extensión del movimiento de Jesús fuera del entorno judío, como demuestran algunas escenas evangélicas: la de la mujer sirofenicia, cuya hija es curada por Jesús (Mc 7,24-30; Mt 15,21-28) y el encuentro de Jesús con una mujer samaritana (Jn 4). La primera argumenta con solidez teológica a favor de la participación de los paganos en el banquete mesiánico. El evangelio de Juan atribuye a la mujer samaritana una función misionera entre sus conciudadanos: “Muchos samaritanos de aquel pueblo creyeron en él (en Jesús) por lo que les dijo la mujer” (Jn 4,39).
 
La declaración bautismal de la carta de Pablo a los Gálatas está en continuidad con la actitud inclusiva de Jesús hacia las mujeres: “Pues todos sois hijos de Dios. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío ni griego, no hay más siervo ni libre, no hay varón y hembra (E. Schüssler Fiorenza traduce «no hay esposo y esposa»), ya que todos vosotros sois uno” (Gál 3,26-28, citado literalmente). Si la circuncisión, rito de iniciación en el judaísmo, excluía a las mujeres, el bautismo, rito de iniciación en el cristianismo, incorpora por igual a hombres y mujeres. Unos y otras son «hijos de Dios».
 
 

2.    Las primeras comunidades cristianas

 
La expansión del cristianismo durante los primeros siglos tuvo lugar no a través de una constitución jurídica de la Iglesia en cada territorio evangelizado, sino por medio de una amplia red de comunidad. Los seguidores y seguidoras de Jesús no adoptaron el estilo de vida de los esenios, que vivían un ascetismo aislado del entorno y sin apenas conciencia misionera. Entendieron, más bien, su ministerio como creación de tejido comunitario tras las huellas del Jesús histórico. La preocupación no era tanto asegurar la sucesión a través de unos órganos de poder sólidamente asentados, cuanto testimoniar grupalmente a Jesús muerto y resucitado dando lugar al nacimiento de nuevas comunidades. “Para la Iglesia primitiva –afirma R. Schnackenburg– es inimaginable un cristianismo individual, que pretendiese o debiera formarse fuera de la comunidad y alejado de ella” .
La gestación de estas comunidades fue fruto de un lento y costoso proceso evangelizador, primero entre los judíos y después entre los paganos, que seguía estos pasos: proclamación pública del misterio de Cristo y aceptación por parte de los oyentes; enseñanza en dos niveles complementarios: exposición del mensaje cristiano (plano teológico) e instrucción moral (plano ético), invitación a convertirse a los valores del Reino de Dios; seguimiento de Jesús; celebración sacramental de la fe en comunidad. Una vez dados estos pasos, los catecúmenos se incorporaban a la comunidad de vida, fe, oración y bienes. Este proceso era acompañado muy de cerca por los profetas, apóstoles y doctores, quienes garantizaban la autenticidad de la experiencia comunitaria.
 
Las comunidades primitivas no poseían una organización uniforme. Se caracterizaban por la pluralidad organizativa y la unidad de la fe, el pluralismo teológico y la comunión eclesial, la solidaridad y el diálogo comunitario. Veámoslo en algunas experiencias del Nuevo Testamento.
La primera experiencia que continúa la causa de Jesús, después de su muerte, tiene lugar en la comunidad de Jerusalén bajo la dirección de Pedro y Santiago. El marco religioso en que desenvuelve la vida de esta comunidad es el judaísmo, si bien con importantes innovaciones que proceden de la enseñanza y la práctica de Jesús. Los distintos sumarios de Hechos de los Apóstoles (Hch 2,41-47; 5,32-35) destacan la asiduidad de sus miembros en la asistencia a la «enseñanza de los apóstoles», la comunión de bienes, la comunidad de vida, la unidad «en el partir del pan y en las oraciones», la comida en las casas, el crecimiento del grupo, su asistencia al templo. En lo referente a la comunidad de bienes, se aprecia una tendencia a la idealización, que apunta, a su vez, a un ideal muy presente en la predicación de Jesús.
 
El relato de Hechos de los Apóstoles deja entrever la existencia de tensiones entre los distintos grupos de la comunidad jerosolimitana: judeocristianos helenistas y palestinenses, sobre todo por su diferente actitud ante la ley, las creencias y las prácticas del judaísmo, por una parte, y ante la cultura y el estilo de vida helenistas. El grupo palestinense vivía plenamente inmerso en la tradición judía y recelaba de todo lo que viniera de fuera. El grupo helenista, procedente de la diáspora, tenía una mentalidad religiosa y cultural más abierta y ecuménica.
 
La comunidad de Antioquía es la primera que surge fuera de Palestina (Hch 11). Fue creada por algunos cristianos de habla griega que tuvieron que abandonar Jerusalén como consecuencia de la persecución que desató contra ellos. Estaba formada por cristianos y cristianas procedentes del judaísmo y del paganismo. La comunidad tomó pronto distancias de la sinagoga y configuró un cristianismo no mediado por la herencia judía. Antioquía se convirtió en el punto de partida para la evangelización de los paganos. Allí, los seguidores de Jesús fueron llamados por primera vez «cristianos». El entorno cultural de esta comunidad difiere del de la Jerusalén: el de ésta era rural; el de aquélla eminentemente urbano. En los resúmenes de Hechos de los Apóstoles sobre el origen y evolución de esta comunidad se reconoce un papel fundamental a los apóstoles, profetas y doctores como inspiradores y animadores.
En la ciudad de Corinto, donde convivían grupos de diferente origen religioso, étnico y social, nació la mayor y más viva comunidad de la cuenca mediterránea, a partir de la predicación de Pablo (Hch 18, 1-18). No se asentaba sobre el principio de autoridad, sino en las manifestaciones espontáneas del Espíritu que, como afirma el apóstol de los gentiles, sopla donde quiere y como quiere.
 
Según esto, bien puede afirmarse que la comunidad cristiana de Corinto, y en general las fundadas y animadas por Pablo, se configuran organizativamente conforme a una estructura carismática. En las cartas paulinas aparecen varias listas de carismas (1 Cor 12,4-10.27-30; Rm 12,6-8; Ef 4,11-12 (Efesios pertenece a la escuela paulina, no a Pablo). Lo primero que cabe subrayar es la existencia de una gran riqueza y pluralidad de carismas: apóstoles, profetas, maestros, evangelistas, proclamadores de la palabra, taumaturgo, don de lenguas, de curaciones, atención a las viudas y a los huérfanos, cuidado de enfermos, funciones directivas. Pueden agruparse en tres tipos: los que tienen que ver con la palabra (predicación), los que se relacionan con la asistencia y la solidaridad, y los que se refieren al gobierno.
Pablo coloca siempre a la cabeza de los carismas a los apóstoles, profetas y maestros o doctores (1Cor 12,28; Rm 12,6). En la lista de 1Cor 12,28 se cita el carisma de gobierno en penúltimo lugar, inmediatamente antes que el don de lenguas. Se trataba de un carisma más, y no era valorado por encima de los demás, ni tenía como cometido ejercer el control sobre el resto ni legitimarlos autoritativamente. El carácter carismático generaba un clima generalizado de libertad, igualdad y fraternidad, alentado por los propios responsables de las comunidades.
 
El apóstol de los gentiles no rechaza los fenómenos carismáticos extraordinarios, pero tampoco los encumbra; los reconoce como tales, pero relativizándolos; los sitúa bajo el discernimiento del carisma profético y sugiere la necesidad de establecer una permanente vigilancia sobre ellos. Los carismas no tienen por qué ser ruidosos; son fenómenos normales dentro de la comunidad: servir, enseñar, discreción de espíritus, asistencia y gobierno, exhortación y consuelo, etc. La prioridad entre los carismas no la tienen los más llamativos, sino los más humildes y constantes, los más humanizadores y cotidianos.
La multiplicidad de los carismas y el carácter ruidoso de algunos de ellos, sin embargo, corrían el peligro de provocar situaciones de anarquía. En tal situación interviene Pablo, mas no para sofocar los carismas, que reconoce como obra del Espíritu, ni para imponer su autoridad «autoritariamente», sino para encauzar los dones que Dios concede a la comunidad estableciendo unos criterios generales. Los carismas no pueden ser antagónicos, sino complementarios; todos ellos se ejercen para la edificación y el progreso de la comunidad. Cuando un carisma no contribuye a esto, por muy espectacular que sea, resulta ineficaz y n tiene razón de ser.
 
El carisma del amor –que Pablo define bella y certeramente como paciente, afable, sincero, simpatizante con la verdad, confiado, esperanzado, no envidioso, ni engreído, ni grosero, ni interesado, ni contemporizador con la injusticia (1 Cor 13,1-13)– es el más importante y el que juzga sobre la autenticidad o inautenticidad de los demás.
En las comunidades paulinas las mujeres ejercían los carismas en igualdad de condiciones que los varones. Es verdad que en la primera carta a los Corintios se las prohíbe hablar en las asambleas y se les exige llevar velo. Pero tales restricciones son contrarias al protagonismo que tienen en otras comunidades como la de Roma, donde, según la carta a los Romanos (Rm 16), había mujeres profetisas y dirigentes de comunidad. Más aún, una mujer, Junia es reconocida como apóstol junto con Andrónico. Merece la pena citar el texto en su literalidad dada su importancia a la hora de fundamentar el derecho de las mujeres a ejercer todos los ministerios y carismas dentro de la comunidad cristiana sin exclusión alguna: “Recuerdos a Andrónico y Junia, paisanos míos y compañeros de prisión, que son apóstoles insignes e incluso fueron cristianos antes que yo” (Rm 16,7). Las restricciones impuestas en la carta a los Corintios se opone al espíritu igualitario de la declaración de la carta a los Gálatas. En suma, el texto discriminatorio de la carta a los Corintios hacia las mujeres parece tratarse de una interpolación, que no se compagina con la mentalidad paulina.
 
 

3.    El espíritu comunitario en la historia de la Iglesia

 
La dimensión comunitaria de la fe cristiana se va diluyendo en la medida en que la Iglesia se convierte en institución, se alía con el Imperio, reproduce en su seno las estructuras jerárquico–patriarcales y toma la forma de cristiandad triunfante. Todo ello va configurando el paradigma católico–romano medieval, que perdurará hasta muy entrado el siglo XX . Con todo, el espíritu comunitario del cristianismo primitivo continúa a lo largo de la historia de la Iglesia a través de numerosos movimientos que desean vivir la vita evangelica en el seguimiento de Jesús en condiciones adversas y sometidos al control y a la persecución tanto del poder político como de la propia institución eclesiástica: monacato, órdenes religiosas, movimientos de mujeres, grupos laicales. Adoptan una actitud crítica ante la Iglesia–institución, sobre todo por su desmesurado poder temporal y su alejamiento de los pobres. Los movimientos laicales de reforma, que tanto proliferan a partir del siglo XII, cuestionan la clericalización de la Iglesia y reclaman mayor protagonismo para los seglares. Las comunidades femeninas, tan numerosas como olvidadas a lo largo de toda la Edad Media, pretenden romper el silencio a que se veían sometidas por la institución, hacerse visibles como portadoras de gracia y hacer visible a Jesús a través de sus vivencias místicas y de un estilo de vida sororal.
 
 

4.    Comunidades cristianas, hoy

 
En el paradigma de Iglesia de cristiandad, donde la jerarquía se creía la única depositaria y detentadora de la eclesialidad, y actuaba como tal en todos los terrenos, resultaba difícil, por no decir imposible, que surgieran grupos cristianos con conciencia eclesial y talante comunitario. A lo más que podía llegarse era a la creación de organizaciones de seglares dependientes de la jerarquía y colaboradores suyos en las tareas apostólicas. Era el caso de la Acción Católica, definida como participación de los seglares en el apostolado jerárquico. Según la eclesiología subyacente a esta definición, el apostolado era competencia de los obispos y del papa en cuanto sucesores de los apóstoles. Y ello por la naturaleza misma de la Iglesia, en la que, según León XIII, hay que distinguir dos órdenes: «los jefes y el pueblo». La función de los jefes es “enseñar, gobernar, dirigir a los hombres en la vida, imponer reglas”. La del pueblo –llamado también «el rebaño»– es “estar sometido al primero, obedecer, ejecutar sus órdenes y honrarle”.
Los seglares se limitaban a ser una especie de brazo largo de la jerarquía para llegar a los ambientes descristianizados adonde ésta no podía llegar, pero siempre bajo su mandato.
 
Con el concilio Vaticano II se opera una verdadera revolución copernicana en la concepción de la Iglesia católica, como constataba el cardenal Suenens –arzobispo de Malinas (Bélgica) y uno de los protagonistas de la renovación conciliar–, cinco años después de terminar la asamblea episcopal mundial: “Se ha dicho que al invertir el capítulo inicialmente previsto como tercero, para ponerlo como segundo, es decir, al tratar primero del conjunto de la Iglesia como pueblo de Dios y a continuación de la jerarquía como servicio a este pueblo, hemos hecho una revolución copernicana. Creo que es verdad: esta inversión nos impone como una especie de constante revolución mental, cuyas consecuencia no hemos terminado aún de medir”.
Se produce, así, un cambio de paradigma: se pasa de una Iglesia entendida como «sociedad jerárquica y desigual» (san Pío X) a la Iglesia como comunidad cristiana y movimiento igualitario de seguidores y seguidoras de Jesús de Nazaret el Cristo; de una Iglesia «sociedad perfecta» a la Iglesia pueblo de Dios que peregrina en la historia; de la Iglesia «imperio cristiano», a la Iglesia «misterio»; de la Iglesia como estructura clientelar y burocrática a la Iglesia sacramento de salvación; de la Iglesia poder absoluto que domina el mundo, a la Iglesia servidora; de la iglesia de cristiandad instalada a la Iglesia misionera y evangelizadora; de la Iglesia santa e inmaculada a la Iglesia pecadora y necesitada de purificación; de la Iglesia «semper idem» a la Iglesia «semper reformanda»; de la Iglesia al margen de –y por encima de– los problemas del mundo, a la Iglesia solidaria de “los gozos y las esperanza, las tristezas y las angustias de los hombres (y mujeres) de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” (GS 1); de la estructura autoritaria a la estructura carismática. La eclesialidad deja de ser monopolio de la jerarquía y se convierte en elemento constitutivo de todo el pueblo de Dios.
 
El ya citado cardenal Suenens advertía en una lúcida intervención en el aula conciliar del peligro de que el modelo eclesial–carismático iniciado por el Vaticano II quedara sofocado por el peso de la burocracia: “Se ha de evitar que la estructura jerárquica dé la impresión de un aparato administrativo, sin relación interna con los dones carismáticos del Espíritu, que ha sido derramado sobre toda la Iglesia”.
La nueva concepción incide derechamente en el modo de entender y de vivir las relaciones entre los miembros del pueblo de Dios. El acento se pone ahora en la igualdad radical de los cristianos, más que en las diferencias por razón de las funciones. La igualdad es sustancial, mientras que las diferencias en base a las funciones son accidentales.
 
El nuevo clima eclesial ha dado lugar a un despertar comunitario plural. Los sociólogos hablan de tres tipos de comunidades: críticas, que cuestionan la institución como marco de vivencia de la fe; cálidas, que ponen el acento en las relaciones interpersonales; normativas, que están integradas en la institución y siguen las pautas de ella emanadas.
Ateniéndonos a la situación actual dentro de la Iglesia católica, tres son, a mi juicio, los modelos de comunidades más extendidos y con mayor relevancia: comunidades eclesiales de base, comunidades neocatecumenales y comunidades carismáticas. Entre ellos se dan importantes coincidencias. Los tres subrayan la dimensión comunitaria de la fe como constitutiva del ser cristiano. Reconocen la centralidad de la celebración comunitaria. Fomentan la participación de todos los miembros en las celebraciones. Siguen un proceso catecumenal de educación en la fe y en los valores evangélicos. No reducen la fe a una mera profesión verbal o a una actividad intelectual, sino que pretenden hacerla realidad a través del testimonio de vida. El punto de partida es la experiencia.
 
A su vez se dan importantes diferencias en torno a puntos fundamentales como el modelo de Iglesia, la relación con la jerarquía, el protagonismo de los seglares, el lugar de las mujeres en la sociedad y en la comunidad cristiana, la forma de presencia de los cristianos en la sociedad, la espiritualidad, la teología que les sirve de guía, etc. Las comunidades eclesiales de base ponen el acento en la democratización de la Iglesia y en el acceso de las mujeres a los ministerios eclesiales. Destacan la dimensión sociopolítica de la fe y consideran prioritario el compromiso de los cristianos con los sectores marginados a través de su presencia en las organizaciones políticas, los sindicatos, los movimientos sociales, etc. Las comunidades neocatecumenales acentúan el carácter celebrativo de la fe y la escucha de la Palabra en comunidad y son reticentes –cuando no abiertamente hostiles– al compromiso sociopolítico de los cristianos. Las comunidades carismáticas ponen el acento en el carácter carismático de la Iglesia en su conjunto y de cada uno de los creyentes. La celebración de la fe tiene lugar a través de las asambleas de oración que se desarrollan en un tono vital, festivo, libre y espontáneo. Practican las obras de misericordia corporales y espirituales.
 
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Juan José Tamayo

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