UNA CADENA DE ALEGRÍA

1 mayo 2011

Miguel Ángel García Morcuende
Discasterio Salesiano de Pastoral Juvenil, Roma.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor, recordando la exhortación apostólica “Gaudete in Domino!” de Pablo VI sobre la alegría cristiana, ofrece interesantes reflexiones sobre la alegría y la santidad. Hace un recorrido a través del testimonio de algunos santos de la Iglesia donde se puede ver cómo la alegría es uno de los dones característicos del Espíritu.
 

  1. El Evangelio vivido

Los santos nos han precedido y enseñado la senda que los ha conducido a la felicidad plena. La historia de la Iglesia está compuesta por un mosaico construido por infinidad de santos, lejanos en el tiempo y en el lugar, pero personas osadas que han proclamado con sencillez que el Evangelio de Jesús no es una delirio ni un imposible. Han encarnado de formas diversas y han hecho realidad a lo largo de sus vidas la afirmación de Jesús: «Dichosos los pobres, los que lloran, los humildes, los que tienen hambre y sed de justicia, los compasivos, los limpios de corazón, los perseguidos… porque de ellos es el Reino de los cielos». La santidad no es una calle de dirección única: a menudo se ha despertado con la heroicidad de los mártires, con la brillantez de los grandes doctores y teólogos, o con la vida cotidiana y habitual de apóstoles entre el Pueblo de Dios.
Por otra parte, incluso en aquellos tiempos en que el verdadero rostro de la Iglesia ha estado velado por la infidelidad y el desorden de algunos, en esos momentos – quizá ocultas a la mirada de las gentes – han existido almas santas y memorables que tomaron en serio la fe: sabían que Jesús vivía para ellos y que era Hijo de Dios. Aun en las épocas más oscurecidas de la Iglesia, hay hombres y mujeres fieles que en medio de sus quehaceres han sido (y son) la alegría de Dios en el mundo.
Son innumerables los fieles que han vivido su fe heroicamente: todos están en el Cielo, aunque la Iglesia haya canonizado solo a unos pocos. De hecho, estamos muy cerca de estos hombres y mujeres que son santos de verdad: hombres y mujeres que andan con nosotros el mismo camino y que se esfuerzan por conseguir una vida auténticamente cristiana, fieles al Evangelio de Jesús. En este mundo de hoy desmitificador y desacralizado parece un descubrimiento de anticuario tropezar con un santo. Pero sí, ha habido y hay personas que luchan por ser justos y pacificadores, pobres y compasivos, limpios de corazón y de corazón compasivo, según el espíritu de las bienaventuranzas. Abundan por doquier los santos y santas, muchos de ellos sin hornacina ni imagen reconocible en los retablos. Quizá nos cuesta descubrirlos. Pero ahí están. No despliega una actividad asombrosa y espectacular. Lo que ocurre es que son silenciosos. Y por eso pasan desapercibidos entre nosotros, aunque nos crucemos con ellos en la tienda o en la calle, en el trabajo o en la universidad. Son los santos de hoy y de aquí que aún debemos descubrir.
El santo ha modificado lentamente su mirada y ve en las personas a sus hermanos «por quienes Cristo ha muerto» (1 Co 8, 11). El cortejo de los santos lo forman quienes pertenecen y viven otro estilo de vida: personajes originales y libres con una conciencia agradecida de ser hijos de Dios; olvidaron su propio interés, a pesar de la presencia de costes y obstáculos. El miedo cedió ante la alegría, como la niebla cede un poco ante el sol. Ellos entendieron que no hay nada más absurdo, por intrínsecamente contradictorio, que una visión individualista de la felicidad: nadie puede ser feliz aislado de los demás, encerrado en sí mismo, sin dar y recibir, sin amar y ser amado. La dicha de los hijos de Dios no es un acontecimiento privado. Entregados desinteresadamente a los demás como misioneros y en el servicio de la oración, supieron vivir su existencia impregnándola de amor, de bondad y de una entrega incondicional.
 

  1. Santidad y alegría, ¿caminos separados?

«Gaudete in Domino!». Así quiso el Papa Pablo VI titular en 1975 su célebre exhortación apostólica sobre la alegría cristiana. Porque hablar de la alegría del creyente, el interés por el mundo o la satisfacción por la vida cuando nos referimos a los santos no es una actividad frívola o insignificante. Tenemos motivos y muchos.
Decía el Papa entonces: “Hermanos e hijos amadísimos: ¿No es normal que tengamos alegría dentro de nosotros, cuando nuestros corazones contemplan o descubren de nuevo, por la fe, sus motivos fundamentales? Estos son además sencillos: Tanto amó Dios al mundo que le dio su único Hijo; por su Espíritu, su presencia no cesa de envolvernos con su ternura y de penetrarnos con su vida; vamos hacia la transfiguración feliz de nuestras existencias, siguiendo las huellas de la resurrección de Jesús. Sí, sería muy extraño que esta Buena Nueva, que suscita el aleluya de la Iglesia no nos diese un aspecto de salvados. La alegría de ser cristiano, vinculado a la Iglesia «en Cristo», en estado de gracia con Dios, es verdaderamente capaz de colmar el corazón humano. ¿No es esta exultación profunda la que da un acento tan conmovedor al escrito de Blas Pascal: «Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría»? Y cuántos escritores muy recientes —pensamos por ejemplo en Georges Bernanos— saben expresar en una nueva forma esta alegría evangélica de los humildes, que brilla por todas partes en un mundo que habla del silencio de Dios”.
En verdad, la alegría verdadera que nacía de estas personas llenas de Dios, fuertes ante las tentaciones y las adversidades, les ayudó a superar el pesimismo y generó en ellas un pensamiento abierto, creativo y flexible. Para ellos la fe del Evangelio era realmente “Buena noticia”. Por eso exploraron nuevos caminos, valoraron como positivo los eventos cotidianos, empapados de confianza en el Padre, movidos por la fuerza del Espíritu, sostenidos por la cruz del Señor. Los santos fueron hombres y mujeres de visión amplia y profunda, que tomaron decisiones en su vida con la razón y el corazón, buscaron los pasos más convenientes, los más adecuados, pero también los más arriesgados.
Escribir sobre la alegría y la felicidad se ha puesto de moda, no sólo entre autores de manuales de autoayuda, sino también entre especialistas con pretensiones de monopolio exclusivo.  Para los  cristianos de todos los tiempos, los santos de toda edad, raza y condición han expresado como respuesta más hermosa al Creador su alegría vital. Porque santidad es hacer luminosa la vida. Es siempre una santidad “derivada”, procede de Dios, Él es la fuente de toda santidad. Las personas son santas sólo en la medida en que están en relación con Dios.
Los cristianos creemos en un Dios que no puede contenerse de júbilo por la felicidad de sus hijos. Y que entonces no desea ni expresa otra cosa sino que también nosotros desbordemos alegría. Por esto, el ideal de santidad no está reservado a unos pocos; ha sido siempre dirigido a todos sin excepción. Hace ya veinte siglos que esta fuente de  alegría no ha cesado de manar en la Iglesia. De hecho, son innumerables los testigos, los seguidores del programa de las bienaventuranzas, un programa fundamentalmente activo donde los santos han ofrecido una lectura limpia y provocadora del Evangelio.  Sus vidas no agotan la santidad de Dios y siendo historias diversas, no se excluyen unos a otros.
Leer sus vidas es constatar la cercanía de Dios, como gracia que desborda, como perfume que se derrama, como luz que se expande, como fuente que mana y transforma todo sin hacerse notar. Intentar recoger aquí una lista concisa de ellos es una temeridad, pero es nuestro homenaje a tantos otros  “iconos” del Evangelio.
 

  1. La alegría en el corazón de los santos

 
María, la madre de Jesús
Al margen de las bienaventuranzas de Mateo y Lucas, los evangelios contienen una serie de textos en los que son declaradas bienaventuradas toda una serie de figuras, los discípulos, “bienaventurados vosotros porque habéis visto lo que muchos profetas y justos desearon ver y no vieron”, los creyentes,  “bienaventurados los que sin ver crean”, “dichosos lo que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica”, y especialmente, la Virgen María, la Madre del Salvador, “bienaventurada tú porque has creído”.
Al compás de la alegría y el dolor, la Virgen de Nazaret que concibe en la Encarnación se va convirtiendo en la mujer fuerte, en la Madre que a los pies del madero da a luz a toda la humanidad. La sencillez y la alegría hicieron de la Virgen, en lo humano, una mujer especialmente atrayente y acogedora. ¿Cuándo aprenderemos los cristianos a ir por el mundo con estas dos realidades? La sencillez y la alegría, que se perfeccionan mutuamente. Quizá la alegría es una manifestación de la humildad, de la claridad y  transparencia en la vida.
María, con su maternidad que se gesta desde el anuncio del ángel,  trae al mundo, silenciosamente, el primer destello de alegría auténtica. Con su asentimiento nos dio a Cristo, y actualmente, cada día, nos lleva a Él y nos lo vuelve a entregar. El origen de nuestra alegría está en Dios, un Padre que es capaz de alegrarse infinitamente, y la Virgen nos lleva a Él. Ésta es la gran lección que da la Madre de Jesús y Madre nuestra. Si Ella es la llena de gracia (Lc 1,28) – llena de Dios –, es también la que posee la plenitud de la alegría. La alegría que nos contagia María, no podemos olvidarlo jamás, es estar con Jesús, aunque nos rodeen por todas partes dolores y contradicciones; la única tristeza sería no tenerle.
 
San Agustín
El  Obispo de Hipona y doctor de la iglesia, San Agustín (354-430),  fue uno de los padres más jóvenes en la iglesia cristiana de los orígenes, considerado hombre de gran temperamento y caracterizado por una gran pasión por la vida.
Muchos aprenden a través de su autobiografía a acercar sus corazones al corazón de Dios, el único lugar en donde encontrar la verdadera felicidad. San Agustín había sido educado cristianamente por su madre, Santa Mónica. Como consecuencia de este desvelo materno mantuvo el recuerdo de Cristo, cuyo nombre «había bebido», dice él, «con la leche materna» (Confesiones, 3, 4, 8).
Después de una adolescencia inquieta, se convirtió. Y es que la vida del cristiano, nuestra vida, está acompañada de frecuentes conversiones. En este caminar que es la vida, San Agustín nos invita a no pactar con defectos y actitudes que entorpecen nuestra mirada de fe, a “reunir nuestros caminos” delante de Dios.
Por otra parte, para recuperar la alegría en el corazón es necesario también reconocer el querer de Dios y su fuerza en nuestras flaquezas y pecados, es recordarnos que Dios no cabe en sí de alegría cuando uno de los que se han perdido emprenden el camino de vuelta. La conversión va de la mano de la confianza, se acomoda al ser de las cosas y respeta el tiempo y el momento de las mismas, sin romperlas; cuenta con las limitaciones propias y las de los demás. Esta fue la vida de San Agustín: una continua búsqueda de Dios; y esta ha de ser la nuestra. Cuanto más le encontremos y le poseamos, mayor será dar buenos frutos para Dios.
 
San Francisco de Asís
San Francisco de Asís, fundador de la orden franciscana, fue hijo de un rico mercader. A un cierto punto, Francisco se convirtió en el Poverello de Asís, insatisfecho con el tipo de vida abundante que llevaba. Decidió entregarse al apostolado y servir a los pobres, ir a Dios con paso resuelto y ligero de equipaje para la marcha.
En un momento de majestuosidad eclesiástica, el Señor le llamó para que su vida pobre fuera como un fermento nuevo en aquella sociedad, había comprendido bien dónde estaban las verdaderas riquezas de la vida.
Así en 1206 renunció públicamente a los bienes de su padre y vivió a partir de entonces como un ermitaño, una bofetada al  desmedido afán de comodidades que alimenta a diario la vida de muchos. Predicó la pobreza como un valor y propuso un modo de vida sencillo donde el corazón se ensancha por el aire del Evangelio.
Verdaderamente Francisco fue un instrumento de Dios para enseñar a todos que la alegría ha de estar puesta solo en Él. Francisco, incluso después de su muerte en 1226, hace resonar en todos los tiempos su testimonio de vida sencilla y gozosa, despojado de sus vestidos y del cinturón de cuero. El Señor misericordioso en su humildad regalaba en esta alma desprendida una especial alegría: una vida plena y, a la vez, obedien­te a las necesidades de los pobres como  signo eficaz de la presencia del Reino de Dios. En él se cumplen a la perfección las palabras del Maestro: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Jn 16,22).
 
Teresa de Jesús
Santa Teresa de Ávila, virgen y doctora de la Iglesia, agregada a la Orden de los Carmelitas. A los cuarenta y cinco, respondiendo a las gracias extraordinarias que recibía del Señor, emprendió la reforma de la Orden, ayudada por San Juan de la Cruz.
A causa de esta reforma hubo de sufrir dificultades, que superó con ánimo esforzado y la oración, hasta su muerte el 4 de abril de 1582. La búsqueda seria de la santidad, cualquiera que sea la forma que adopte, ha reconocido siempre sin ambages la necesidad de la unión con Dios a través de todo tipo de oración. Es en la plegaria personal donde sacamos fuerzas para ir adelante, para llevar a cabo lo que el Señor nos pide: “El que no deja de andar e ir adelante -enseña la Santa – aunque tarde, llega. No me parece es otra cosa perder el camino sino dejar la oración” (Vida, 19, 5). En la tradición cristiana la dimensión orante de la vida adquiere un relieve enorme.  Teresa no tuvo reparos en reflejar el amor loco y apasionado de Dios bajo la forma de conversación de dos enamorados (por la noche) a través del ventanal de la mujer. La mística española del siglo XVI, aunque consagra su vida a la meditación del amor de Dios y a cantar sus alabanzas, no se aparta de la so­ciedad que le rodea, no fue una mujer “desencarnada de su tiempo”.
Esta forma enamorada de santidad, nos recuerda que nuestro Padre alberga un inmenso anhelo de que acudamos a Él; muchos desencantos y sombras desaparecen cuando nos ponemos en su presencia. Sin oración no podríamos seguir a Cristo en medio del mundo.
 
San Francisco de Sales
San Francisco de Sales, obispo de Ginebra y doctor de la Iglesia, fue un verdadero pastor de almas. Hizo volver a la comunión católica a muchos hermanos que se habían separado y en  sus escritos su palabra es oportuna, serena y luminosa para enseñar la devoción y el amor a Dios.
Fundó, junto con santa Juana de Chantal, la Orden de la Visitación, y en Lyon entregó humildemente su alma a Dios el 28 de diciembre de 1621. Una realización notable de la fe, esperanza y, sobre todo, de la caridad. Fue uno de esos hombres que no necesitan dignidades eclesiásticas para ser grande, le basta la santidad.
De origen noble y formación cultural, la santidad fue para Francisco armonía, sensibilidad, excepcional capacidad de comunicación (sus mismas parábolas e imágenes se expresan en forma de poesía), paciencia y dulzura, y enorme fortaleza ante la fatiga pastoral.
El verdadero amor a Dios se manifestó en san Francisco de Sales en un apostolado comprometido y tenaz, una flexibilidad pastoral. En el obispo de Ginebra, testimonio ejemplar de humanismo cristiano, experimentó la eficacia de las relaciones y de la caridad de igual forma cuando se sentía apóstol, predicador, acompañante, escritor, hombre de acción y de oración.
Todo tiempo y todo estado de vida debe ser bueno para dar frutos. No podemos esperar circunstancias especiales para santificarnos, no esperar con los brazos cruzados situaciones ideales. Siempre, en toda circunstancia, en formas muy variadas, estamos llamados a la santidad “viviendo en plenitud la presencia en el mundo y los deberes del propio estado”. Es la visión clara de la santidad al alcance de todos, es la santificación del cotidiano. Cada persona constituye una respuesta inédita a la santidad. Francisco de Sales sigue al pie de la letra lo que Jesús recomienda a sus discípulos: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.
 
San Ignacio
San Ignacio de Loyola, nacido en el País Vasco, pasó la primera parte de su vida en la corte  hasta que, herido gravemente, se convirtió. Completó los estudios teológicos y conquistó sus primeros compañeros, con los que más tarde fundaría en Roma la Compañía de Jesús, ciudad en la que ejerció un fructuoso ministerio y formando a sus discípulos, todo para mayor gloria de Dios (1556). Para extender ese amor a Dios por el mundo entero necesitamos tenerlo en el corazón, como lo tuvo San Ignacio. No se puede escribir sobre San Ignacio olvidándose de Dios. Para mantener una vida cristiana activa no basta con la lucidez intelectual, sino que se necesita la realización notable de valores específicamente cristianos, una fuerte personalización de la relación de cada uno de nosotros con Dios. La atención hacia nuestros movimientos interiores,  esos que habitan a cada uno de nosotros,  la dinámica de nuestros deseos, la fuerza y el contraste de las imágenes que  habitan en nuestros pensamientos, la experiencia de la tristeza y de la alegría vividas afectuosamente, es el punto de partida de la Espiritualidad Ignaciana, es el discernimiento de los espíritus.  Esta experiencia de Dios, este primer abrir de ojos, impulsa a Ignacio hacia una loca aventura en la búsqueda gozosa de Cristo. San Ignacio de Loyola supo transmitir a los demás su entusiasmo y amor por defender la causa del Señor Jesús. Y en ello supo emocionar, contagiar y mover a otros. San Ignacio no enseña hoy de nuevo a meditar en tres pasos: qué hizo Cristo por mí, qué hago yo por Cristo, y qué debo hacer para servir a Cristo.
 
San Juan Bosco
San Juan Bosco (1815 – 1888), también llamado Don Bosco, pasó una niñez dura, después de perder a su padre, tuvo que trabajar sin descanso. Quería estudiar desde muy temprana edad para ser sacerdote y, al fin de pagar sus estudios, trabajó en toda clase de oficios. Ordenado en 1841 y preocupado por la suerte de los niños pobres, fundó el Oratorio de San Francisco de Sales. Estableció luego las bases de la Congregación de los Salesianos y de su rama femenina, el Instituto de Hijas de María Auxiliadora.
El elemento central de la santidad de Don Bosco fue su amor por los jóvenes y su servicio a ellos en nombre de Dios. Toda vida se la entregó a ellos,  propiamente desde los cinco años a los setenta y tres. Nadie ha dado con la misma intensidad de amor su vida por los jóvenes. Sentía en su corazón como un fuego por la salvación de sus almas. Decía: ”os  quiero con todo mi corazón, y basta que seáis jóvenes para que os ame mucho más; podréis encontrar personas más doctas y virtuosas que yo, pero difícilmente encontraréis a nadie que os ame más que yo en Cristo Jesús, y que desee más la verdadera felicidad para vosotros».
El suyo es un sacerdocio preparado y vivido en la práctica de la caridad y en la mirada puesta en el Buen Pastor y en la Virgen Auxiliadora. Don Bosco ponía la santidad al alcance de la mano: “aquí nosotros hacemos consistir la santidad en estar siempre alegres”, decía Domingo Savio, alumno de San Juan Bosco a sus  compañeros. Sus jóvenes y sus salesianos, quienes convivían con él,  admiraban su capacidad para hacerse  cargo de esas pequeñas alegrías y  tristezas de sus vidas.  Lo más admirable de este tipo de santidad es su sorprendente claridad y sencillez. Es algo maravillosa­mente sugestivo y que provoca nuestra admiración.  La propuesta de vida cristiana recibida de Don Bosco pone en marcha el corazón oratoriano de sus salesianos, su vivencia personal de fe en Jesucristo y su capacidad pedagógica.
 
San Maximiliano Kolbe
Maximiliano Kolbe, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores Conventuales y mártir, que fue fundador de la Milicia de María Inmaculada. Deportado a diversos lugares de cautiverio, finalmente, en el campo de exterminio de Auschwitz, se ofreció a los verdugos para salvar a otro cautivo, considerando su ofrecimiento como un holocausto de caridad y un ejemplo de fidelidad para con Dios y los hombres (1941).  Desde los orígenes, la comunidad cristiana ha ofrecido este modelo de a los creyentes, “Jesús da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). El amor de Jesús hasta la muerte ha sido, desde entonces, fuente de fortaleza para innumerables márti­res. El relato de Maximiliano nos recuerda qué significa dar la vida sustituyendo a otra persona. Es sano y resucitador saber aceptar esta santidad con la misma frescura y alegría. Su vida nos recuerda el precio del discipulado: no hay seguimiento de Cristo sin autorrenuncia y sin aceptación de la cruz diaria.  Su gesto claro, simple y dramático nos habla de una vida plena, nos habla de la celebración ininterrumpida de la Pascua. Maximiliano no murió, «dio la vida… por el hermano». Maximiliano nos dice que hay cosas por las que merece la pena morir, siendo la primera de éstas nuestra fe en Cristo. Un mártir revela su alegría a través de la confesión de la fe. El verdugo revela su verdadero ser a través de la persecución y el asesinato del justo.
 

  1. El puente no se ha derrumbado

¿Qué sucedería si pensáramos más a menudo en la iglesia de estas grandes personas de amor incondicional? ¿Qué sucedería si asumiéramos más a menudo que la santidad es posible y necesaria porque la novedad del mensaje de Cristo, su plenitud, es como el vino nuevo que no cabe ya en los moldes viejos (Mc 2,22)?
En la biografía de cada uno de los santos hemos de reconocer personas magnánimas, capaces de grandes empresas para Dios. Nos invitan también a reconocernos y aceptarnos en nuestras propias limitaciones, comprendiendo que Dios las abarca con su mirada y cuenta con ellas. No somos santos porque seamos intachables, sino simplemente porque somos, y vivimos y nos movemos y somos siempre en Dios y Dios en nosotros, también cuando nos sentimos mediocres e incluso encorvados sobre nosotros mismos.
La amistad con Dios es un riesgo que cambia la vida, es, por tanto, una aventura peligrosa, en cuanto nos embarca en lo desconocido de Dios y de nosotros mismos. La luz de nuestras velas  tiene su origen en el único cirio que arde en la iglesia en tinieblas en la noche de Pascua y que nos remite al Resucitado.
San Agustín nos recuerda: «Los santos mártires han imitado a Cristo hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza de su pasión. Lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos».
Ojalá al leer estas páginas podamos encontrar una razón alegre para emprender cada mañana la tarea propia, esa que depende especialmente de cada uno: esa vocación al servicio y a la fe. La santidad no está de ordinario en cosas llamativas, no hace ruido, no es extravagante, es sobrenatural, viene de Dios.
Al releer estas vidas y tantas otras, produce siempre una gran alegría encontrar almas llanas, sin pliegues ni recovecos, en quienes se puede confiar y quienes se puede imitar. Vivimos queriendo ser eternos en el corazón y la mente de otros, queremos perpetuar nuestra imagen en todo lo que hacemos, y así olvidamos la verdadera alegría que nace de hacer todo sin dejar huellas, por la limpia elegancia de hacerlo, por el desnudo amor de vivirlo. La alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto. Cuanto más grande es el amor, mayor es la alegría.
 

Miguel Angel García Morcuende