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Siro López es pintor y actor, dirige el Centro Artístico «Soma» y forma parte del Consejo de Redacción de Misión Joven.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Entrelazando experiencias y reflexiones; el autor invita, en primer lugar, a «darnos y dar vida», a «resucitar desde los sentidos». A continuación analiza la actual cultura, pretendidamente liberada en el ámbito sexual y ciertamente sin capacidad para «sentir». A partir de aquí, el artículo se centra en la «educación de la fe» de los adolescentes y jóvenes, sugiriendo en concreto diversas pautas de cómo hacerlo -con y desde los sentidos y las experiencias artísticas-para que la fe sienta y se comunique con sentido.
Puede parecer un sin sentido hablar de los sentidos en relación al mundo de la fe. Algo que, queramos o no, siempre se nos escapa de las manos, pues la fe ni se puede tocar, ni oler, ni oír, ni gustar, ni ver. En cierto modo hemos de decir que… sí, ¡pero no! Vamos a explicarnos mejor.
Estamos demasiado acostumbrados a desarrollar el contenido de nuestra fe desde lo racional, desde la argumentación intelectual, utilizando únicamente los cinco centímetros que ocupa nuestra frente. En más de una ocasión se nos olvida que no se trata de convencer a nadie, sino de contagiar aquello que ha provocado nuestro enamoramiento y en este caso, como es de suponer, interviene algo más que nuestra corteza cerebral.
- Comencemos a resucitar, desde los sentidos
Necesitamos analizar y reestructurar nuestra propia imagen y concepto en relación a los sentidos. Esta labor requiere mayor extensión de la que disponemos en el espacio de un articulo breve; por lo que, a modo de ejemplo, me voy a detener principalmente en el sentido del tacto. Es el más importante de todos y, ¡qué casualidad!, también el más reprimido.
Cornencemos por resaltar algunas de las características que, con un mínimo de observación, se nos hacen patentes. Pensemos que tenemos situados todos los sentidos, menos uno, en la cabeza dando cobertura al ce
acto es el único que está repartido por todo el cuerpo. También es el que más corteza cerebral ocupa. La piel de nuestro cuerpo puede llegar a pesar entre seis y diez kilos, es el órgano más grande que poseemos.
Además, hemos de ser conscientes de que podemos quedarnos ciegos, sordos, sin el sentido del gusto o del olfato. Sin embargo, no podemos quedarnos sin el sentido del tacto porque, entonces, automáticamente moriríamos.
Curiosamente, el tacto es el primer sentido que se enciende en nosotros dentro del seno materno. Cuando un embrión tiene menos de ocho semanas, antes de poseer ojos y orejas y cuando todavía mide menos de tres centímetros desde la parte superior de la cabeza hasta las minúsculas nalgas, ya responde al tacto. Nuestra piel, cuando nacemos, se convierte en el único cauce de comunicación hacía el exterior y aletea a lo largo de la vida para ser también el último sentido en extinguirse.
Algo nos querrá decir todo esto o ¿responde solamente a mera casualidad? ¿Por qué entonces, nos empeñamos en reprimir algo tan vital? ¿Es que nuestros sentidos y sentimientos son un puro adorno o artificio, que incluso dificultan nuestro crecimiento? ¿No será al revés, esto es, que los sentidos y sentimientos nos hacen más humanos, nos ayudan en el descubrimiento de los otros, nos hacen palpable el amor fraterno?
En mis cursos de comunicación corporal siempre lanzo los siguientes interrogantes: ¿Acaso Dios se ha equivocado? o ¿es que en «sus siete días de creación» se sentía excesivamente creativo y se pasó de la raya? ¿Qué ha sucedido y qué sucede con nuestra educación? ¿Existe alguna posibilidad de que todo esto se pueda vivir de forma humanizadora y plena?
Sin embargo, hemos heredado un cuerpo disfrazado como fuente de pecado, en lugar de descubrirlo cual manantial de crecimiento y de realización. Una prisión del alma que oscurece el reflejo transparente de Dios en sus hijos, creados a su imagen. Hemos avanzado muchísimo, pero no por ello ha terminado la tarea.
Continuemos abriendo los poros de una piel taponada por miedos y divisiones platónicas, en las que el cuerpo nada tenía que ver con lo espiritual. Ni que decir tiene que los miedos nunca posibilitan el crecimiento.
Nuestra piel es lo que se interpone entre nosotros y el mundo que nos rodea. Necesitamos de la piel para poder entrar en relación. Podemos observar cómo en estos últimos años, gran parte de los jóvenes de nuestra cultura occidental están sirviéndose de la piel para establecer, a través de tatuajes y signos, una comunicación iconográfica. Quizás sea una vez más una moda pasajera, pero indicativa de algo más profundo a lo que no podemos ser ajenos.
El tacto no sólo afecta a todo el organismo, sino a la cultura en medio de la cual uno se desenvuelve y a los individuos con los que se pone en contacto. Según explica Schanberg[1] el tacto «es diez veces más vigoroso que el contacto verbal o emocional».
- Cultura sexuada pero no sentida
Nos estamos abriendo a una cultura liberada sexualmente, pero profundamente desconectada de lo sensitivo. Los sentidos se nos atrofian y nos lanzamos desesperadamente a la búsqueda de compensaciones virtuales.
Extirpamos nuestro olfato por temor a un mal olor. Despreciamos con indiferencia los olores de nuestro entorno, de las personas, de los objetos, si no llegan con la garantía de un perfume etiquetado. Sin embargo, nuestra mente está llena de recuerdos olfativos. A modo de ejemplo, ¿quién no recuerda, siendo niños, haber disfrutado oliendo los libros recién estrenados del cole?
En estrecha relación con el olfato, nuestra respiración, fuente vital de energía, se hace cada vez más enfermiza. Practicar una respiración profunda se conviene en todo un lujo. Para su aprendizaje, como si la propia naturaleza reo nos lo facilitase, nos vemos obligados a asistir a cursillos con «precios de Master». Ya comienzan a existir bares donde se ofrece una consumición de oxígeno puro.
El «vivir con gusto» se ha puesto en una lotería con mínimas posibilidades de tocar. Se nos imposibilita el gustar la fruta por el sabor, para pasar a la alimentación ingerida por los ojos. Son los envases de nuestros alimentos quienes nos alimentan. El gusto no cuenta para los expertos en manipulación genética. El saborear las cosas pertenece al pasado. No tardará la arqueología en incluir anotaciones gustativas en sus libretas de campo.
Nuestros oídos, asaltados por la música virtual, se desconciertan al descubrir el silencio. Fiemos perdido la sintonía de los sonidos naturales. Es demasiado pedir que distingamos el piar de un gorrión, de un vencejo, de una tórtola, de un mirlo, de un jilguero, etc. La contemplación auditiva no registrada en CD nos parece una pérdida de tiempo.
La vista, que duda cabe que, es el sentido por excelencia, el más estimulado y, al mismo tiempo, el más manipulado. Nuestro campo de visión es cada vez más reducido, únicamente ampliado por las pantallas digitales. Nos vemos asaltados por grandes edificios, nuestros lugares de trabajo se reducen a «burbujas cúbicas» y nuestros ojos se ven obligados a ocultarse, con un pretexto de protección, bajo gafas de sol.
En tiempo de vacaciones, en el huir afanoso de la urbe a espacios de belleza natural o artística, nuestra máxima preocupación es registrarlo todo en negativos fotográficos. No consta en nuestras agencias de viaje el detenernos en una actitud contemplativa. Hacemos constantemente «zappin» en un afán desesperado de alcanzar experiencias puntuales, registradas pero no sentidas y, menos todavía, vividas y compartidas.
- Educar sensitivamente
Me parece importante señalar que no se ha de confundir mi referencia a los sentidos, a los sentimientos y sensibilidad, con la sensiblería ñoña y un sin fin de experiencias en las que uno va marcando distancias para no implicarse demasiado, acumulando una lista larga de «créditos emocionales» al propio currículo.
Muchos educadores han vivido su etapa formativa en un contexto descorporeizado, en donde el cuerpo tendía a desaparecer del campo de la experiencia.
Pero quiero referirme, más bien, a una labor educativa en la que las aguas están en continuo movimiento, dando vida allí por donde pasan, limando aristas de piedras calizas, yendo en una misma dirección, aún desconociendo las dificultades con las que se van a encontrar y, ante todo, queriendo alcanzar el no como principio y fin.
Hemos de pensar que los sentidos son la a para los sentimientos. ¿Cómo podemos expresar nuestros sentimientos si antes no los hemos sentido?
En nuestra tarea educativa nos encontrarnos con fuerzas de contención, a modo de dique, que obligan a paralizar el curso creativo de las nuevas aguas de los jóvenes. En palabras de J. Corbella[2]; «muchos seres humanos, en lugar de vivir la vida, la piensan; en lugar de sentir emociones, las analizan; y en lugar de apasionarse con sus pasiones, las reprimen, porque temen que no se correspondan con sus ideologías». Y es que podemos estar incrustando en los genes de nuestra cultura, una razón de tamaño descomunal con unos pequeños apéndices que nos posibiliten el movimiento. Nuestros miedos están imposibilitando que las emociones y los sentimientos ocupen el lugar que les corresponde con nuestro comportamiento y actitudes.
Hemos llegado a creer que el simple conocimiento de las cosas implica necesariamente posesión de las mismas. Y lo que es más grave, a creer que al acumular conocimientos, sin más, se integran en nuestro propio yo.
Sin darnos cuenta, en nuestra exagerada tendencia al análisis, estamos castrando de forma sistemática nuestro mundo emocional. Respirarnos una obsesión por tener y por saber pero, en la mayor parte de los casos, distanciados del ser y del «gozar».
Repetidas veces me he hecho la pregunta de por qué la gente de los países del tercer mundo, en contraste con nuestro mundo occidental, sonríe, se alegra y goza a pesar de las penalidades y sufrimientos que las situaciones de injusticia les deparan. ¿No será que predomina en ellos, su capacidad para vivir, para descubrir y valorar lo cotidiano, saborear
lo sencillo potenciando el encuentro y la comunicación personal? En su contradictorio malvivir, viven y sienten en profundidad lo que acontece, en lugar de perderse en la sinrazón de necesitar discursos lógicos para todo. Prefieren comer el coco, a «comerse el coco».
Si deseamos que nuestro pensamiento se distancie de la elucubración y pase a ser creativo en su desarrollo, acorde con la totalidad de la persona, hemos de apostar por un marco de libertad, atender a la persona desde su yo corporal, provocar la experiencia y facilitar momentos de contemplación. La experiencia dice que el tiempo libre y lo extraescolar, en el mundo juvenil, conforman los momentos en donde logran una mayor identificación personal, a la par que facilitan un mayor proceso creativo.
Y es que «nuestro primer trato con la realidad es afectivo»[3]. Hemos de continuar, desarrollar y potenciar aquello que nos encamina hacía la felicidad. Cuando el yo afectivo no está cubierto, se tiende a buscar en el trabajo, el consumo, las aficiones, los deportes una proyección que dé sentido a la vida. Vividas dichas actividades como compensación a la falta de afecto, nos convertimos en chips ejecutores de un programa.
Los sentidos posibilitan relacionarnos afectivamente con todo aquello que nos envuelve. Personalmente me cuesta celebrar una Navidad sin nieve, escuchar el canto de un pájaro sin identificarlo, trabajar con el barro sin antes disfrutar al mancharme, regar una planta sin percibir el olor a tierra mojada. Más que las palabras, me estremecen las sonrisas, el calor de una mirada, el abrazo espontáneo. Nuestro mundo afectivo requiere corporeizarse, encarnarse.
- Arte: experiencia expresada
Si nos dejamos empapar por la vida; la vida actúa. Me atrevo a afirmar que la gente es más sensible de lo que parece, que necesita verbalizar o expresar sus emociones y está esperando tener esa oportunidad. De lo contrario, seremos meros vegetales andantes (con , mi respeto hacia las plantas), incapaces de reaccionar ante lo inesperado y ante lo cotidiano, ante los acontecimientos gozosos o ante las injusticias que nos rodean.
La belleza no puede ser ajena a la vida de las personas. No puede construirse fuera de nuestros sentidos. No puede servir para evadirse, sino para vivir, con mayor intensidad y esperanza si cabe. Toda obra de arte deberá expresar inevitablemente un sentimiento vital, fruto de la búsqueda y del apasionamiento. De otro modo, se caerá en un mero sentimentalismo o en un mero arte repetitivo y prostituido.
Todos nacernos y, en ese crecimiento lento y cotidiano que conduce a la maduración de la persona, todos nos hacernos… Por lo tanto, nadie queda excluido en este arte de la vida. Parto de un concepto particular de artista, que engloba a toda persona por el hecho de ser persona, en cuanto llamada a la interrelación con el otro, a comunicarse mediante gran diversidad de lenguajes y ámbitos (literario, musical, corporal, plástico, afectivo, lúdico, etc.). Llamarnos «arte>? a todas esas manifestaciones. ME atrevería a definir la expresión artística, en esta perspectiva, como la plasmación del sentimiento. ¿Acaso se puede dar el caso de una persona a la que se niegue la capacidad expresar lo sentido?
Quien conozca mi trabajos de pintura. sabe que tare importante es la imagen como la textura. Nunca he llegado a pintar un cuadro en la superficie de un lienzo. Me sirvo de materiales de deshecho de puertas de madera; de metales oxidados, de maletas de cuero, etc.
Me emocionaba poder redescubrir y dar vida a objetos que habían sido dados por muertos, por inservibles en una sociedad que se jacta de progresar bajo el lema de «usar y tirar». En un primer momento, en mi trabajo artístico, el tacto precede al sentido de la vista.
¿Cómo poder expresar mi apasionamiento por el hierro oxidado con sus tonos, texturas y actividad incesante? ¿Cómo la belleza de las viejas ventanas con las líneas aleatorias de los cristales rotos, sus brillos y su negro oscuro del interior de la casa abandonada? ¿Cómo el espectáculo gratuito de las nubes, sobre todo en la estación de otoño o la luz y la brillantez que se desprende cuando llueve? Todo… belleza por la que me siento obligado a reconocer, a disfrutar, a afirmar y a abrazarla sin importarme el juicio que se pueda hacer desde el exterior Esta ha sido siempre mi mejor oración y escucha.
Necesito vitalmente dar cauce a todas mis inquietudes y sensaciones que, de otro modo, me sería imposible expresar. Pero, ¿por qué? Porque, en realidad, la belleza sintetiza todas mis creencias. ¿Qué sentido tendría mi ser si no fuese capaz de transcender? ¿Qué sentido tiene la vela que permanece apagada? Deja de ser vela si no alcanza a estar encendida, dejándose consumir en su tarea de «dar (I)a luz».
Hasta el momento me he referido a la pintura, pero lo mismo sucede con el resto de los lenguajes artísticos.
El mundo teatral nos adentra en la magia de la encarnación. Toda interpretación es un acto de sinceridad en unas circunstancias irreales. Poder respirar personajes hasta entonces desconocidos. Jugar con el público en «el mundo de la cuarta pared». Al mismo tiempo, nos posibilita desenmascarar nuestros propios entresijos.
La actividad teatral conlleva una labor educativa, todavía no suficientemente valorada. Facilita que educador entresaque, de la experiencia del grupo, los valores de la amistad, el
gozar con el esfuerzo y la superación, el intensificar la propia autoestima, el valorar la expresión de los sentimientos, el acompañar a los adolescentes y jóvenes en sus altibajos. Todo gracias al compartir el trabajo en grupo y mantener el contacto directo con el público, en un darse continuo e inmolarse para desvelar/se, a la proyección de los propios sent¡m¡entos y, sobre todo, a ilusionarse con lo que se está creando juntos.
- La fe: hacer sentir 1o que se siente
Pero ¿qué tiene que ver todo lo anteriormente dicho con el propio proceso de maduración en la fe?
servirme de la parábola del «hijo pródigo» que todos conocemos bien (cf. Lc 15,11-31). En ella podemos constatar claramente los dos extremos, a la hora de integrar los sentidos, sentimientos y creencias. Por un lado, el desenfoque de huida y, por otro, se nos ofrece con claridad una educación en la fe desde los sentidos, expresada y celebrada.
En un primer momento, el hijo menor opta por servirse de su libertad, de las pertenencias del padre y de sus propios sentidos, lanzándose a gran velocidad para gozar espectacularmente de la vida. Su experiencia le confirma más tarde que todo se ha convertido en estrella fugaz. Pero no olvidemos que ha sido él mismo quien lo ha constatado.
Su Padre, a pesar de reconocer la equivocación del hijo, ha seguido creyendo en «su proyecto de fe» respecto al hijo. Su corazón, su gran amor, ha respetado la libertad, asum¡endo el sufrimiento de la separación. La fe del Padre ha sido puesta a prueba. Pero no se ha agotado. Su «fe», sentida a flor de piel, le impulsa a salir a esperar de continuo a su querido hijo. Su mirada se pierde en el horizonte. Sus oídos no reciben respuesta.
En tierras lejanas, se produce un giro narrativo. El hijo sufre un cambio, no tanto a consecuencia de un arrepentimiento lógico cuanto visceral. Le envuelve el mal olor entre los cerdos. Su paladar permanece inactivo. Es su estómago el que le obliga a recapacitar. No le resulta fácil. Ya no se siente hijo y su único deseo es poder alimentarse como un jornalero más.
La esperanza del Padre, a diario entrecortada, obtiene su fruto. Sus ojos divisan a un hijo maltrecho, pero su cuerpo se compulsiona y echa a correr. Quien se arrodilla continúa siendo carne de su carne. No le pide explicaciones, justificaciones, razonamientos… le besa y abraza amorosamente. La gran alegría por encontrar a su hijo perdido, le impulsa a fundirse. Es su piel, en ese intenso abrazo, la que canaliza la fe vivida. El amor del Padre es desordenado. No espera un momento. «¡Traed aprisa…!» La fe y el encuentro son celebrados.
El acontecimiento no se registra, no se persigue la redacción de la crónica. Pertenece al pasado; borrón y cuenta nueva. Las nuevas páginas aparecen blancas, dispuestas a ser escritas o dibujadas con un nuevo tinte.
Desde lo festivo se reav¡va lo afectivo entre el Padre y el hijo. Una vez más es Dios quien se nos manifiesta de forma creativa. La fe vivida es expresada, sentida, dolida, amada. La fiesta es comida, cantada y bailada ¿Queda algún sentido por cubrir?
En un segundo plano, pero no por ello menos importante, aparece el hijo mayor que, por el contrario, sí entra en un discurso lógico y razonado. Para él todo tiene una explicación detallada y justificada. No hay derecho a dejarse llevar por los sentimientos en esa borrachera de alegría. No quiso entrar a participar en la fiesta. Todo su amor está medido y cuantificado. Su fe obedece a lo ya establecido; salirse de los límites marcados acarrea consecuencias imprevistas. Por eso no hay nada que celebrar. Su perdón es más normativo que creativo. Volcado en el trabajo, no ha tenido ocasión de celebrar con sus amigos. Ya lo dicen los tratados de psicología: la obsesión por el trabajo disfraza las carencias afectivas.
La narración se detiene, queda en suspenso. Nada más sabernos. Desconocemos el posterior comportamiento o decisión del hijo mayor. Los cineastas ya hubiesen aprovechado para realizar una versión 2 (y continuará).
Quisiera terminar el artículo con una pequeña reflexión que me parece vital para redescubrir el corazón de carne que a todos se nos ha dado. Por eso hemos de vivir con una fe hecha carne en las realidades de los más pequeños; de los que sufren pero que aletean; de los que han dejado la pubertad, de los que permanecen en la antesala de la nueva vida.
Urge que, en el contacto con las personas, nos atrevamos a hablar, no de lo que sabemos de Dios sino de nuestra experiencia de Dios, contrastada con la vida, con nuestros vaivenes y nuestras búsquedas.
¿Sentirnos la presencia de Dios? ¿Se hace palpable ese vivir desde Dios? Porque cuando hablarnos, la mayor parte de las veces, da la impresión de que referirnos puras imaginaciones. Eso sí, muy bien aprendidas.
Es importante que valoremos la comunicación, el silencio y la escucha: y que todo ello pueda culminar en expresión, en celebración.
Los lenguajes artísticos nos lo facilitan, canalizan lo que las palabras enfrían. No desliguemos la fe de la vida. Cuando ambas se entrelazan, no hay separación entre cuerpo y mente, entre sentidos y sentimientos, entre afectos y oración.
Iniciemos el itinerario de la fe a partir de lo que cada uno está viviendo y sintiendo, no sea que tengamos distintas direcciones.
Prestemos atención a los gustos y aficiones, siempre se los ha tachado de intrascendentes y son en realidad los que enmarcan lo cotidiano y hacen que sea palpable la felicidad y el goce.
Tengamos presentes los símbolos, tan ricos en nuestra liturgia, pero olvidados y vacíos de contenidos. Nos ayudan a reavivar la belleza de lo transcendente. Hemos despreciado en nuestra liturgia, con demasiada facilidad, los olores (los aromas del incienso), el sabor de la cena compartida, la musicalidad de una oración encarnada, la luz que nos envuelve comunitariamente (no será por falta de medios técnicos), los abrazos que se estrechan fuera de los límites de bancos y reclinatorios. Recordemos que lo celebrativo nunca puede caer en el guión mecanizado y rutinario. La fe requiere ser vivida y compartida de forma creativa.
Siro López
[1] Citado en D. ACKERMAN, Una historia natural de los sentidos, Ed. Anagrama, Barcelona 1993, 101.
[2] J. CORBELIA R., Pienso, luego no existo, Ed. Folio, Barcelona 1993, 15.
[3] J.A. MARINA, El laberinto sentimental, Ed. Anagrama, Barcelona 1996, 59.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]