Juan A. Estrada
Juan Antonio Estrada es profesor en la Universidad de Granada.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor propone un nuevo modelo de eclesiología, el del «pueblo de Dios» y el de «Iglesia como comunión de comunidades», en el que es posible replantear el papel activo de los laicos, su cogestión en la vida interna de la Iglesia y su aportación misional. A partir de aquí, se define en qué consiste la identidad del laico, su espiritualidad y sus contribuciones al cristianismo.
La iglesia son los curas, es decir el papa, los obispos y religiosos (as)
Esta ha sido la mentalidad dominante durante siglos y la que todavía hoy se expresa en el lenguaje eclesiástico y en la conciencia popular. El sacerdote es el que representa a la Iglesia, es decir, toma las decisiones en nombre de todos y, a lo más, se puede asesorar por algunos seglares que colaboran en las parroquias y en los movimientos apostólicos. Esta mentalidad ha sido oficial hasta el concilio Vaticano II. Desde entonces, se encuentra constantemente erosianada e impugnada, tanto por la teología como por la vida de la Iglesia, aunque mucha gente no se ha enterado todavía, o no quiere enterarse, del profundo cambio eclesiológico que se ha producido.
1. Una nueva manera de entender la Iglesia
Por una parte, la Iglesia ha redescubierto la misión. Hoy las misiones no son ya los países del tercer mundo, sino las calles de nuestras ciudades, los centros educativos y las familias. Vivimos en una sociedad secularizada y crecientemente emancipada del influjo de la Iglesia y del mismo evangelio. Abundan los paganos bautizados, es decir, aquellos que en la práctica han prescindido de los valores del evangelio en su vida y que reducen su contacto con la Iglesia a algunos momentos puntuales (bautismo, primera comunión, matrimonio y funerales) o a algunos actos religiosos específicos (procesiones, romerías, peregrinaciones, fiestas, etc). Las viejas cristiandades son hoy tierra de misión y la reevangelización de Europa es el reto para las Iglesias.
El seglar, es decir, el cristiano que vive en el mundo, es hoy el agente primero y preferente de esta evangelización con los no cristianos, los bautizados no creyentes y los mismos cristianos (Redemptoris missio 33). Hay que crear un renovado tejido social del cristianismo que favorezca la identidad eclesial y evangélica de los cristianos. Hoy no se es cristiano por inculturación en Occidente, ni por presión social, ni siquiera por el influjo de la educación (en la que o no hay formación religiosa o ésta no responde a las necesidades catequéticas y formativas de la fe cristiana).
La familia sigue siendo el primer lugar del crecimiento de la fe, desde una educación basada en el testimonio y en la interpelación, más que en la información religiosa y en la imposición doctrinal o moral. Necesitamos testigos de Dios que hablen de él en función de su propia experiencia y vivencias, en lugar de basarse en lo que han leído, escuchado o aprendido. Más que recitar doctrinas sobre Dios hay que comunicar itinerarios biográficos, búsquedas personales, dudas e interrogantes desde las que Dios se ha convertido en el referente fundamental de la propia vida.
El laico es el testigo de Dios en la sociedad, el misionero, que no puede confundirse con el proselitista. No se trata tanto de incrementar el número de los miembros de la Iglesia, cuanto de vivir, de tal manera que se testimonie una identidad cristiana. Ser cristiano no es ser alguien sin pecados (esa es la mentalidad farisaica que critica el evangelio), sino esforzarse por vivir en sintonía con Jesús. Hay que «recrear» y «reinventar» el evangelio en cada época histórica, de acuerdo con cada personalidad y circunstancia. Desde ahí surge «el testigo», que intenta vivir el seguimiento de Jesús desde la creatividad del Espíritu, que habita en cada persona. No se transmiten tanto credos y doctrinas cuanto convicciones y experiencias, actitudes y valores que forman parte de la propia identidad.
Surge así el testimonio ante los propios hijos, familiares y amigos, a los que se manifiestan las convicciones que dan sentido a la propia vida. No sólo hay que dejar a los otros una herencia material, sino también los valores y las orientaciones que han dado sentido a la propia vida. Esto forma parte de la misión laical de los padres, los educadores y otros agentes eclesiales.
Aparece así la testificación pública de la fe, perdiendo el miedo y la vergüenza a presentarse ante los demás como cristianos. Un gran problema para la misión de la iglesia son los cristianos vergonzantes, que pretenden reducir la fe a su vida privada, a costa de su actuación pública. Esto no es simplemente lo que se espera del clero, sino que hay que demandarlo a cada cristiano, siendo los seglares los testigos privilegiados en las realidades mundanas y temporales.
1.1. La misión determina a la Iglesia
Se ha dado también un descentramiento de la misma Iglesia. Lo importante es anunciar
y construir el reinado de Dios en el mundo, es decir, que los pobres, los enfermos y los pecadores reciban la buena noticia del evangelio. Jesús vino a devolvernos la esperanza, a fortalecernos ante la experiencia del mal y del sufrimiento, y a enseñarnos que el amor a Dios y a los demás son las dos caras de una misma realidad. Para Jesús no hay separación entre lo natural y lo sobrenatural. Hay que ayudar a los demás corporal y espiritualmente, combatir el pecado que genera miseria humana y empobrecimiento espiritual, y denunciar las estructuras injustas de la sociedad y de la religión.
Jesús viene a ofrecernos una manera nueva de vivir, a construir una fraternidad en la que el hombre deje de ser lobo del hombre y a mostrarnos a un Dios paterno y materno, compañero y amigo, que nos llama a asumir nuestra libertad y a seguir un camino en el que nos ha precedido Jesús. A partir de ahí, no es posible separar ya lo humano y lo divino, lo natural y lo espiritual.
Hay que humanizar a Dios, viéndolo en el rostro del prójimo, y divinizar lo humano, evaluando y discerniendo los signos de los tiempos a la luz del mensaje del Reino de Dios. No hay que poner la identidad cristiana tanto en las prácticas sacramentales y la frecuencia en las devociones, que son necesarias como fuentes de la identidad y creatividad espiritual, cuanto en la forma de vivir y de relacionarse con uno mismo, con los demás y con Dios. Ser bueno y misericordioso ante la miseria propia y ajena es más importante que ser piadoso y religioso, aunque la piedad y la religión deben ser la plataforma que potencia la capacidad de darse a los demás.
No hay que confundir el fin con los medios, como ocurre a los padres que se lamentan del distanciamiento religioso de sus hijos, que tienen pocas prácticas sacramentales y devociones, y, en cambio, no valoran adecuadamente la capacidad de bondad, de entrega y de servicio a los demás que, a veces, muestran. La piedad está al servicio de la vida cristiana, basada en el amor a Dios que pasa por la entrega a los otros, por eso debe fomentarse y ayudarla a madurar. Pero piedad y vida cristiana no son lo mismo, como tampoco la religiosidad suple la entrega a los demás.
El seglar ha sido siempre receptivo a la dimensión humana del evangelio. «Todo lo humano es nuestro» proclamaban los cristianos en los siglos II y III. Allí donde hay valores genuinamente humanos, ahí está Dios. Por eso, el criterio fundamental del reinado de Dios son las relaciones personales (Mt 25, 31-46) y no el cumplimiento de algún precepto religioso. En última instancia, la forma de reaccionar ante las situaciones humanas (tuve hambre, sed, estuve enfermo, me encontré sólo y abandonado, etc.) es lo que decide la pertenencia al Reino, y no simplemente la incorporación a la Iglesia.
En la Iglesia, ni están todos los que son ni son todos los que están. De ahí la mezcla de signo y contrasigno que constituye la historia de la comunidad eclesial. Una teología del laicado no puede construirse en base a un conjunto de devociones y prácticas religiosas, sino desde la forma de relacionarse con las cosas y las personas. Cuando más se muestra la identidad cristiana no es precisamente cuando nos relacionamos con Dios, sino en nuestra forma de percibir y valorar las realidades de la creación.
Hay que completar por ello el eslogan del humanismo cristiano «todo lo humano es nuestro, pero nada inhumano nos es indiferente». De ahí surge el compromiso de fe que lleva a la lucha por la justicia y a la defensa de los derechos humanos. El Reino de Dios no es algo espiritual que pasa por encima de las realidades históricas. La santidad se traduce en un crecimiento humano, porque Jesús viene a enseñarnos a ser personas. No todo lo humano es cristiano, porque hay formas de vivir incompatibles con el evangelio, pero todo lo cristiano es humano, porque Jesús nos muestra un camino en las encrucijadas de la vida, una forma de reaccionar ante los acontecimientos, que es la que lleva a que el reinado de Dios se haga presente en la sociedad humana. Primero a partir de Jesús, luego desde los suyos, cuando se esfuerzan por vivir y establecer relaciones que testimonien la fraternidad humana y la filiación de todos respecto del Dios universal, el Padre de Jesús.
1.2. Humanizar el espíritu, espííritualizar lo humano
Junto a esto surge una nueva espiritualidad. Durante mucho tiempo, la espiritualidad, es decir, los distintos modelos de vida cristiana inspirados por el Espíritu, seguían las pautas de la vida religiosa. Las distintas órdenes y congregaciones religiosas han seguido la línea de que hay que renunciar al mundo (y a las realidades temporales como el dinero, la profesión o la política), dar prioridad a la oración y a la contemplación, y dedicarse al apostolado desde la movilidad que ofrece el celibato y el voto de castidad.
La doble imagen de Marta y María, es decir, de la actividad y la contemplación, se resolvía en favor de la segunda, a la que se subordinaba la primera. De ahí, que los modelos de santidad de la Iglesia católica han sido abrumadoramente clericales y religiosos. Los votos de pobreza, de castidad y de obediencia han servido de fundamento para las distintas escuelas de espiritualidad, que luego se aplicaron a los laicos[1].
En la segunda mitad del siglo XX, sobre todo a partir del concilio Vaticano Ii, ha surgido Un nuevo modelo de espiritualidad. Hay que buscar a Dios en el mundo y en la historia. Lo sobrenatural se da en lo natural, lo divino en lo humano y lo espiritual en lo mundano. El cristiano del futuro será alguien que ha experimentado a Dios y que se ha comprometido con los demás (K. Rahner).
No hay que renunciar al mundo, sino ordenarlo según el plan de Dios. Por eso, el matrimonio es un camino tan válido para la santidad cristiana como el celibato, y la renuncia no es el centro de la espiritualidad, sino la acción de gracias y la transformación de las realidades terrenas.
Vivimos en un mundo imperfecto, bueno pero inmaduro y afectado por el pecado. El séptimo día, Dios descansó y comienza la historia. Cada ser humano está llamado a ser cocreador con Dios, colaborando en la creación y aportando su propia contribución a un mundo más humano, más acorde con el plan de salvación y más perfecto.
De ahí, la valoración cristiana del trabajo, de la economía, del arte y de la política, es decir, de los ámbitos profanos en los que tiene que vivir y realizarse el hombre. El laico está llamado a ser instrumento de salvación, ya que Dios no desplaza al ser humano, sino que lo llama a asumir su papel histórico en la transformación del orden de la creación.
Éste es el fundamento mismo de la espiritualidad laical y de las vocaciones laicas. No es verdad que haya crisis de vocaciones en la Iglesia. Lo que ha entrado en crisis es una manera de entender la vocación a la vida religiosa y al sacerdocio ministerial que se ha quedado obsoleta. Mientras florecen y se multiplican las vocaciones laicales cristianas. Esto es también un signo de los tiempos que exige discernimiento e interpela a la Iglesia.
Surge así un modelo de santidad en el mundo de la economía y de la política. No se puede evangelizar la sociedad sin trabajadores, economistas y empresarios cristianos, ni es posible luchar por una construcción evangélica de la sociedad humana si no hay políticos que luchen contra la corrupción y que busquen proteger a los más débiles de la sociedad. La espiritualidad pasa por los ámbitos mundanos, en los que tiene que hacerse presente la fuerza del evangelio. Dios llama a ser cocreadores y corredentores, es decir, a luchar contra el mal y el pecado que cristaliza en estructuras sociales injustas que condenan al ser humano a la marginación, el subdesarrollo y condiciones de vida infrahumanas.
Podemos hablar de una ecología del pecado, según la cual, el pecado del mundo nos afecta y nos condiciona, y nuestros pecados personales contribuyen al mal social y a las estructuras que oprimen a la persona humana. Somos víctimas y culpables al mismo tiempo, de ahí nuestra responsabilidad privada y pública. A partir de aquí, hay que desarrollar aportaciones propias en el orden de la creación y de la redención, La vocación de cada cristiano es irreemplazable e insustituible en el pian de Dios. Nadie puede ocupar el lugar y las circunstancias del otro., que descubre a su prójimo y que se siente concernido por cuanto oprime al hombre.
«Nada inhumano nos es indiferente», porque es Dios mismo quien nos llama a reconocerlo en el rostro del otro y quien interpela nuestra inteligencia y libertad para ponerla al servicio de su plan de salvación. Si el mundo está mal y hay mucho sufrimiento evitable, no es Dios el culpable. sino la humanidad, y, entre ella, los cristianos y la misma Iglesia. Es el valor divino de lo humano, responder a Dios sirviendo a los demás.
Así se resume el nucleo mismo de lo que significa la identidad cristiana en un mundo secularizado pero capaz de captar la salvación. Los no cristianos la ven sólo como emancipación y liberación humana, porque no son capaces de descubrir al Dios que actúa con y desde el hombre en favor de los demás. Para el cristiano, es Dios mismo quien actúa por medio de sus profetas y testigos.
Por eso, Teresa de Calcuta no fue sólo una mujer buena y entregada a los demás, sino un testigo de Dios en el mundo de hoy, a pesar de sus limitaciones humanas, de su falta de cultura política y económica, e incluso de sus posibles contradicciones como figura pública. Fue testigo de Dios, porque él fue la fuente y el origen de su misericordia para con los más pobres.
El pecado no es tanto una acción puntual e individual -en la mayoría de los casos fruto de la debilidad y fragilidad humana, más que una decisión deliberada de rompimiento con Dios-, cuanto una acción relacional que repercute en los otros. «La gloria de Dios es que el hombre viva y crezca» (S. Ireneo de Lyon). El pecado es lo que impide crecer y vivir a uno mismo y a los demás, todo aquello que se convierte en un obstáculo para el plan de Dios que siempre es la vida humana.
Cada cual tiene que interrogarse por lo que impide el crecimiento y la vida propia y ajena. Dios no quiere sacrificios humanos a mayor gloria de Dios, sino que el Dios cristiano viene a darse a los hombres, para que éstos tengan vida. Por eso es la misericordia y no el sacrificio el nucleo de la identidad cristiana. El sacerdocio de Jesús es el de una vida toda ella consagrada al amor y la misericordia. Supo generar vida a mayor gloria de Dios y encontrar a Dios en medio de las acciones humanas. En esto consiste la gloria humana, en encontrar a Dios en la historia y en la vida (S.Ireneo de Lyon).
Este es el centro mismo de la existencia sacerdotal cristiana, que es la laical, y a la que tiene que servir el ministerio sacerdotal. Hay que encontrar a Dios en la vida, percibir la trascendencia en la propia historia, asumir los conflictos y los avatares relacionándolos con Dios. Así surge un Dios trascendente y encarnado, tan humano en Jesús como sólo podía ser Dios, tan divino cómo para generar esperanza y ganas de vivir.
Para ello no hay que apartarse del mundo, al contrario, hay que volver siempre a él y convertirse en representante de Dios ante los hombres (desde la oración, la experiencia de fe, la participación en los sacramentos y la confirmación de la comunidad). También, en interpelante ante Dios, en nombre de la humanidad, presentando a Dios las angustias, temores y expectativas de todos los hombres.
Así surge una oración que brota de la vida y que lleva a ella, una experiencia de fe que se expresa en los sacramentos y que sacramentaliza toda la vida, y una forma de ser personas desde la hondura de lo humano que es lo que nos muestra la identidad cristiana[2]. Esta es la vocación laical por excelencia. Permite ser contemplativo en la acción y comprometido en la oración, sacralizar todo lo profano, relacionándolo con Dios (al que incluso se encuentra entre los pucheros, como afirmaba Teresa de Jesús), y mundanizar el Espíritu (haciéndolo presente en las realidades de la vida). Dios nos llama a vivir con hondura las realidades humanas y a encontrarle en el centro mismo de la existencia de cada persona (S. Agustín).
Estos tres cambios fundamentales: una nueva idea de la misión de la Iglesia, una vuelta a la proclamación y construcción del reinado de Dios en la sociedad humana, y una manera distinta de concebir la espiritualidad han convergido en la teología del laicado. La teología de los laicos irrumpe hoy en la eclesiología e impregna todos los ámbitos de la misión de la iglesia. El paso a los laicos no obedece a una moda coyuntural, sino a un replanteamiento teológico, eclesiológico y misional.
2. ¡Paso a los laicos!
En el viejo código de Derecho canónico se definía a los laicos como los no-sacerdotes y no religiosos, es decir, se les describía por lo que no eran. Dado que el sacerdote y el religioso eran los representantes por antonomasia de la institución eclesial, se veía a los laicos como objeto de la misión pastoral de la Iglesia, identificada con el clero y la vida religiosa.
A partir del concilio Vaticano II ha cambiado radicalmente esta teología. El sacramento de consagración a Dios no es el del Orden, sino el Bautismo y la Confirmación (que inicialmente eran un único sacramento que generalmente se administraba a los adultos). Los consagrados en la Iglesia de Jesús son los bautizados «<cristianos», es decir, otros Cristos, otros ungidos por el Espíritu), mientras que los no consagrados son los que todavía no han recibido el mensaje cristiano. La Iglesia antes que una institución es una comunidad de discípulos y el bautizado es el vicario de Cristo (el representante de Cristo en el mundo), enviado por él y fortalecido con la fuerza de su Espíritu (confirmado).
A partir de ahí, el laico es el cristiano sin más, el que no necesita más descripciones, predicados ni especificidades. Hay que definir lo que es un presbítero, diácono u obispo (es decir, cómo impregna el sacramento del Orden a la vida bautismal y qué exigencias le plantea), y hay que fundamentar la vida religiosa como otra forma de seguimiento de Jesús (y no como el único camino a la santidad y la perfección), pero el laico es el bautizado, el otro Cristo que no necesita ulteriores definiciones[3].
2.1. Consagrados a Dios por el bautismo
A partir de aquí, el laico se convierte en el prototipo del cristiano (capítulo II de la Lumen Getium) y la mundanidad o secularidad es su rasgo más específico (capítulo IV), aunque no sea su dimensión exclusiva. En cuanto experto en mundanidad y en cuanto miembro activo de la Iglesia, tiene el derecho y el deber de manifestar su opinión sobre todos los asuntos de la Iglesia (LG 37), incluido el derecho a la opinión pública, de participar en su vida interna (LG 33) y de constituirse en la vanguardia de su acción misionera (LG 36), alcanzando así su mayoría de edad en la Iglesia (LG 37).
Esto implica un cambio en profundidad de toda la Iglesia, otra manera de plantear las parroquias, los movimientos apóstolicos y las comunidades, y una nueva forma de entender la relación entre el clero y los seglares.
Es toda la iglesia la que es apóstolica, no sólo los clérigos. Por eso, la iglesia en cuanto comunidad universal y local tiene una pluralidad de ministerios (clericales y laicales) y de carismas, sin que haya oficios que sean monopolio del clérigo.
El laico puede ser el ministro del bautismo (canon 230 &3; 861 &2), el testigo oficial que presida el sacramento del matrimonio (canon 1112), cuyos ministros son los laicos contrayentes, y el que asuma funciones pastorales, incluido, en caso necesario, la dirección y animación de las parroquias y comunidades (canon 517 &2). El cura ya no es el ministro que tiene todas las funciones, ni tampoco una figura aislada al margen de la comunidad.
Pasamos de una teología individualista y centrada en las potestades y autoridad del ministro, a otra comunitaria, participativa y misional. El ministro que preside una comunidad, generalmente tras recibir el sacramento del Orden, debe valorarse desde su función de animador de ésta, desde su capacidad de revitalizarla y orientarla, y desde su capacidad misional que es constitutiva de su ministerio.
En la iglesia antigua había una gran cantidad de ministerios, suscitados por el Espíritu, sin que se diera una concentración en el clero y mucho menos un monopolio. Desde el Vaticano II, la «Ministeria quaedam» (1972) de Pablo VI interpela a la creatividad eclesial en favor de una desclericalización de los ministerios, de una cogestión y participación laical, incluida la formación de un consejo de pastoral (canon 536) y un consejo económico en las parroquias (canon 537), que descargue al clero de funciones que pueden ser asumidas por los laicos.
El presupuesto de una Iglesia más laical y participativa depende de los mismos laicos, de su formación y preparación teológica, que es el requisito indispensable para una cogestión en las parroquias y en los movimientos apostólicos, y de su disponibilidad y creatividad para asumir responsabilidades en lugar de delegarlas en el clero.
El problema de una iglesia laical es similar al de una Iglesia con participación creciente de las mujeres. Hay que superar el clericalismo y el machismo reinante, tanto entre el clero como entre los mismos laicos. Se trata de un cambio de mentalidad, de un nuevo paradigma teológico, que exige tiempo, renovación generacional y, sobre todo, un cambio de actitudes y de mentalidades. De ahí, las inevitables resistencias al cambio, el peso de la inercia y la desesperanza de los que captan la lentitud de los cambios y la resistencia de la misma Iglesia en su conjunto, especialmente en los ámbitos de mayor edad y responsabilidad jerárquica, para esta transformación del marco eclesiológico.
Hoy vivimos una época de transición entre un modelo en declive de la Iglesia, el que se construyó a partir de Trento y que culminó en el Vaticano I, y otro todavía balbuceante e inmaduro que se inspira en la época neotestamentaria y patrística, es decir, en los orígenes del cristianismo.
2.2. Un nuevo marco eclesial
Pasamos así de una eclesiologiá basada en la desigualdad (la Iglesia como una sociedad
perfecta y desigual, en la que unos mandan y otros obedecen, unos enseñan y otros aprenden) a otra basada en la fraternidad y la igualdad, que permite la estructuración de una multiplicidad de carismas y ministerios. Cada uno sirve a la iglesia en cuanto miembro de ella.
Todos somos iguales desde el carisma y el ministerio recibido (que es un don y un imperativo, una gracia y una tarea), siempre en un contexto comunitario. La Iglesia es la «familia de Dios», y, en ella, el lugar del padre queda vacío para Dios y su Cristo.
Toda paternidad y maternidad en la iglesia se realiza desde la común dignidad cristiana, en la que todos somos iguales y el papa no es más cristiano que el último de los laicos. Esa paternidad y maternidad espiritual implica, sin embargo, la diversidad de tareas y ministerios, siempre en función del don recibido, de la elección comunitaria y de la consagración o institución en el correspondiente ministerio. Todo don de Dios es también una responsabilidad y una tarea que hay que asumir en la comunidad.
Es toda la comunidad la que discierne y evalúa (1 Tes 5,19-22) y no sólo una parte de ella (la jerarquía). La Iglesia se constituye así en sacramento del Reino de Dios, es decir, «en germen y principio de este Reino» (LG 5). Para ello, la Iglesia tiene que ser un lugar de encuentro entre Dios y el hombre, que es lo que constituye a los sacramentos, desde una fraternidad en la que el ministerio es servicio y no dominio, los destinatarios preferentes los miembros más débiles, y los consagrados el conjunto de los cristianos.
La ausencia de dominio es la otra cara de la fraternidad eclesial, en la que cada carisma es un servicio y no simplemente una potestad, una tarea y no sólo una dignidad. Así la Iglesia se constituye en signo de comunión para una humanidad plural, conflictiva y frecuentemente enfrentada. La unidad no equivale a la homogeneidad ni a la uniformidad, sino a la comunión desde el respeto a la diferencia, la pluralidad de identidades cristianas inculturadas y la común pertenencia a la Iglesia universal, que es una comunidad de comunidades.
Si la obediencia era la virtud cardinal de la vieja eclesiología, el discernimiento (individual y comunitario) es la base de la nueva eclesiología. De ahí, el respeto a la propia conciencia, la necesaria cooperación con la jerarquía (LG 33), que pasa también por la interpelación, la representación y en caso dado la crítica respetuosa y bien fundada, y la aceptación de que son los laicos los que mejor pueden juzgar los asuntos temporales (LG 37), precisamente porque viven inmersos en el mundo y no apartados de él.
La contradicción surge cuando se quiere integrar esta orientación en la vieja eclesiología, en la que el clero se convertía en la instancia definitoria de lo que había que hacer en el mundo, a pesar de vivir segregado de los ámbitos seculares, relegando a los laicos a aplicar sus principios y orientaciones[4].
El precio de este dualismo era el irrealismo y la falta de operatividad de muchas orientaciones eclesiásticas (en el ámbito de la familia, de la sexualidad, de la política, del dinero); el de la culpabilización de los laicos (incapaces de llevar a cabo estas orientaciones desencarnadas y poco atentas a los contextos y situaciones históricas); y el de la permanente minoría de edad del laicado. Esta postura tradicional es la que hace comprensible el «creo en Dios, pero no en la Iglesia», identificando a ésta misma con el clero, que es una parte de ella pero nunca puede identificarse ni sustituir a la comunidad de los creyentes.
De esta forma el laico dejaba de ser el concepto matriz de la eclesiología, consagrado y miembro del pueblo de Dios, para adquirir una connotación sociológica, la de inculto, falto de formación teológica y miembro de la plebe que necesita ser orientado por la cúspide jerárquica. Es lo contrario a la eclesiología de comunión de los primeros siglos, establecida de forma ejemplar por San Cipriano de Cartago, que defendía que había que consultar a toda la comunidad en los asuntos que concernieran a los laicos y al conjunto de la Iglesia.
Y es que el mismo concepto de Iglesia significa pueblo en asamblea, congregación, reunión de los creyentes convocados por Dios y enviados al mundo. Sólo desde ahí, es posible un laicado mayor de edad y una jerarquía enraizada y apoyada por la comunidad a la que representa y sirve desde el ministerio de dirección pastoral.
Por eso, la Iglesia es católica, es decir plena y universal, cuando es capaz de asumir las diferencias y canalizar los inevitables conflictos que genera una sociedad pluralista desde el discernimiento y la comunión. Ya no es simpierriente la obediencia y la sumisión a la jerarquía lo que caracteriza a los laicos, sino la capacidad de discernimiento personal y de evaluación comunitaria, desde los criterios del amor y de la atención a los miembros más débiles de la comunidad.
Un laicado creativo, mayor de edad y consciente de su responsabilidad eclesial es la alternativa eclesiológica para el siglo XXI. Los mismos ministros, clericales o laicos, deben ser elegidos teniendo en cuenta esa capacidad para el diálogo, su atención preferente por los miembros más débiles y su testimonio ante el mundo de la increencia y de la indiferencia religiosa. Difícilmente puede ser la Iglesia signo del reinado de Dios en el mundo si no puede mostrar que hay formas de vivir la pluralidad que no son incompatibles con la unidad entendida como comunión.
La eclesiología de comunión es por ello el marco de una renovada teología del laicado, ambas se relacionan y dependen la una de la otra. Al cambiar al laicado transformamos a la misma Iglesia y al modificar el modelo eclesiológico replanteamos la teología del laicado. En buena parte aquí se juega el futuro del cristianismo en el siglo XXI.
El laicado es el gigante dormido de la Iglesia católica, su mayor esperanza evangelizadora y renovadora, la vanguardia del cristianismo en el tercer milenio. Esta renovación de los laicos es también la que permitiría replantear el ministerio sacerdotal y los diversos grados del sacramento del orden.
No se trata de proponer una iglesia laical a la meramente clerical, sino de recuperar la corresponsabilidad de laicos y clérigos en el contexto del pueblo de Dios, reequilibrando la eclesiología que se ha desarrollado en el segundo milenio. Por eso, el futuro pasa por los laicos, que constituyen el gran reto y la gran esperanza cristiana del futuro para el tercer milenio.
Juan A. Estrada
[1] Cf. J.A. ESTRADA, La espiritualidad de los laicos, Ed. San Pablo, Madrid 1992, 75-151.
[2] He intentado desarrollar este modelo de oración en J.A. ESTRADA, Oración: liberación y compromiso de fe, Ed. Sal Terrae, Santander 1986, 253-299.
[3] Cf. J.A. ESTRADA, La identidad de los laicos, Ed. San Pablo, Madrid 1990, 153-166.
[4] Cf. R. PARENT, Una Iglesia de bautizados, Ed. Sal Terrae, Santander 1987, 43-68.