Una Iglesia de laicos

1 noviembre 1997

Juan A. Estrada 

Juan Antonio Estrada es profesor en la Universidad­ de Granada.

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

El autor propone un nuevo modelo de eclesiología, el del «pueblo de Dios» y el de «Iglesia como comunión de comunidades», en el que es posible replantear el papel activo de los laicos, su cogestión en la vida interna de la Iglesia y su aportación misional. A par­tir de aquí, se define en qué consiste la identidad del laico, su espiritualidad y sus contribuciones al cristianismo.

La iglesia son los curas, es decir el papa, los obispos y religiosos (as)

Esta ha sido la mentalidad dominante durante siglos y la que todavía hoy se expresa en el lenguaje eclesiástico y en la conciencia popular. El sacerdote es el que representa a la Iglesia, es decir, toma las decisiones en nombre de todos y, a lo más, se puede asesorar por algunos segla­res que colaboran en las parroquias y en los movimientos apostólicos. Esta mentalidad ha sido oficial hasta el concilio Vaticano II. Desde entonces, se encuentra constantemente ero­sianada e impugnada, tanto por la teología co­mo por la vida de la Iglesia, aunque mucha gente no se ha enterado todavía, o no quiere enterarse, del profundo cambio eclesiológico que se ha producido.

1. Una nueva manera de entender la Iglesia

Por una parte, la Iglesia ha redescubierto la misión. Hoy las misiones no son ya los paí­ses del tercer mundo, sino las calles de nuestras ciudades, los centros educativos y las familias. Vivimos en una sociedad secularizada y crecientemente emancipada del influjo de la Iglesia y del mismo evangelio. Abundan los pa­ganos bautizados, es decir, aquellos que en la práctica han prescindido de los valores del evangelio en su vida y que reducen su contac­to con la Iglesia a algunos momentos puntua­les (bautismo, primera comunión, matrimonio y funerales) o a algunos actos religiosos especí­ficos (procesiones, romerías, peregrinaciones, fiestas, etc). Las viejas cristiandades son hoy tierra de misión y la reevangelización de Euro­pa es el reto para las Iglesias.

El seglar, es decir, el cristiano que vive en el mundo, es hoy el agente primero y preferente de esta evangelización con los no cristianos, los bautizados no creyentes y los mismos cris­tianos (Redemptoris missio 33). Hay que crear un renovado tejido social del cristianismo que favorezca la identidad eclesial y evangélica de los cristianos. Hoy no se es cristiano por incul­turación en Occidente, ni por presión social, ni siquiera por el influjo de la educación (en la que o no hay formación religiosa o ésta no respon­de a las necesidades catequéticas y formati­vas de la fe cristiana).

La familia sigue siendo el primer lugar del crecimiento de la fe, desde una educación ba­sada en el testimonio y en la interpelación, más que en la información religiosa y en la imposi­ción doctrinal o moral. Necesitamos testigos de Dios que hablen de él en función de su pro­pia experiencia y vivencias, en lugar de basar­se en lo que han leído, escuchado o aprendi­do. Más que recitar doctrinas sobre Dios hay que comunicar itinerarios biográficos, búsque­das personales, dudas e interrogantes desde las que Dios se ha convertido en el referente fundamental de la propia vida.

El laico es el testigo de Dios en la sociedad, el misionero, que no puede confundirse con el proselitista. No se trata tanto de incrementar el número de los miembros de la Iglesia, cuanto de vivir, de tal manera que se testimonie una identidad cristiana. Ser cristiano no es ser al­guien sin pecados (esa es la mentalidad farisai­ca que critica el evangelio), sino esforzarse por vivir en sintonía con Jesús. Hay que «recrear» y «reinventar» el evangelio en cada época históri­ca, de acuerdo con cada personalidad y cir­cunstancia. Desde ahí surge «el testigo», que in­tenta vivir el seguimiento de Jesús desde la cre­atividad del Espíritu, que habita en cada perso­na. No se transmiten tanto credos y doctrinas cuanto convicciones y experiencias, actitudes y valores que forman parte de la propia identidad.

Surge así el testimonio ante los propios hijos, familiares y amigos, a los que se manifiestan las convicciones que dan sentido a la propia vida. No sólo hay que dejar a los otros una herencia material, sino también los valores y las orienta­ciones que han dado sentido a la propia vida. Esto forma parte de la misión laical de los pa­dres, los educadores y otros agentes eclesiales.

Aparece así la testificación pública de la fe, perdiendo el miedo y la vergüenza a presentarse ante los demás como cristianos. Un gran pro­blema para la misión de la iglesia son los cristia­nos vergonzantes, que pretenden reducir la fe a su vida privada, a costa de su actuación pública. Esto no es simplemente lo que se espera del cle­ro, sino que hay que demandarlo a cada cristia­no, siendo los seglares los testigos privilegiados en las realidades mundanas y temporales.

1.1. La misión determina a la Iglesia

Se ha dado también un descentramiento de la misma Iglesia. Lo importante es anunciar

y construir el reinado de Dios en el mundo, es decir, que los pobres, los enfermos y los peca­dores reciban la buena noticia del evangelio. Jesús vino a devolvernos la esperanza, a forta­lecernos ante la experiencia del mal y del sufri­miento, y a enseñarnos que el amor a Dios y a los demás son las dos caras de una misma re­alidad. Para Jesús no hay separación entre lo natural y lo sobrenatural. Hay que ayudar a los demás corporal y espiritualmente, combatir el pecado que genera miseria humana y empo­brecimiento espiritual, y denunciar las estruc­turas injustas de la sociedad y de la religión.

Jesús viene a ofrecernos una manera nueva de vivir, a construir una fraternidad en la que el hombre deje de ser lobo del hombre y a mos­trarnos a un Dios paterno y materno, compa­ñero y amigo, que nos llama a asumir nuestra libertad y a seguir un camino en el que nos ha precedido Jesús. A partir de ahí, no es posible separar ya lo humano y lo divino, lo natural y lo espiritual.

Hay que humanizar a Dios, viéndolo en el rostro del prójimo, y divinizar lo humano, eva­luando y discerniendo los signos de los tiem­pos a la luz del mensaje del Reino de Dios. No hay que poner la identidad cristiana tanto en las prácticas sacramentales y la frecuencia en las devociones, que son necesarias como fuentes de la identidad y creatividad espiritual, cuanto en la forma de vivir y de relacionarse con uno mismo, con los demás y con Dios. Ser bueno y misericordioso ante la miseria propia y ajena es más importante que ser piadoso y religio­so, aunque la piedad y la religión deben ser la plataforma que potencia la capacidad de dar­se a los demás.

No hay que confundir el fin con los medios, como ocurre a los padres que se lamentan del distanciamiento religioso de sus hijos, que tie­nen pocas prácticas sacramentales y devo­ciones, y, en cambio, no valoran adecuada­mente la capacidad de bondad, de entrega y de servicio a los demás que, a veces, mues­tran. La piedad está al servicio de la vida cris­tiana, basada en el amor a Dios que pasa por la entrega a los otros, por eso debe fomentar­se y ayudarla a madurar. Pero piedad y vida cristiana no son lo mismo, como tampoco la religiosidad suple la entrega a los demás.

El seglar ha sido siempre receptivo a la di­mensión humana del evangelio. «Todo lo humano es nuestro» proclamaban los cristianos en los siglos II y III. Allí donde hay valores ge­nuinamente humanos, ahí está Dios. Por eso, el criterio fundamental del reinado de Dios son las relaciones personales (Mt 25, 31-46) y no el cumplimiento de algún precepto religioso. En última instancia, la forma de reaccionar ante las situaciones humanas (tuve hambre, sed, estuve enfermo, me encontré sólo y abandonado, etc.) es lo que decide la pertenencia al Reino, y no simplemente la incorporación a la Iglesia.

En la Iglesia, ni están todos los que son ni son todos los que están. De ahí la mezcla de signo y contrasigno que constituye la historia de la comunidad eclesial. Una teología del lai­cado no puede construirse en base a un con­junto de devociones y prácticas religiosas, si­no desde la forma de relacionarse con las co­sas y las personas. Cuando más se muestra la identidad cristiana no es precisamente cuan­do nos relacionamos con Dios, sino en nues­tra forma de percibir y valorar las realidades de la creación.

Hay que completar por ello el eslogan del hu­manismo cristiano «todo lo humano es nuestro, pero nada inhumano nos es indiferente». De ahí surge el compromiso de fe que lleva a la lucha por la justicia y a la defensa de los derechos hu­manos. El Reino de Dios no es algo espiritual que pasa por encima de las realidades históri­cas. La santidad se traduce en un crecimiento humano, porque Jesús viene a enseñarnos a ser personas. No todo lo humano es cristiano, porque hay formas de vivir incompatibles con el evangelio, pero todo lo cristiano es humano, porque Jesús nos muestra un camino en las encrucijadas de la vida, una forma de reaccio­nar ante los acontecimientos, que es la que lleva a que el reinado de Dios se haga presen­te en la sociedad humana. Primero a partir de Jesús, luego desde los suyos, cuando se es­fuerzan por vivir y establecer relaciones que testimonien la fraternidad humana y la filiación de todos respecto del Dios universal, el Padre de Jesús. 

1.2. Humanizar el espíritu, espííritualizar lo humano

Junto a esto surge una nueva espirituali­dad. Durante mucho tiempo, la espiritualidad, es decir, los distintos modelos de vida cristia­na inspirados por el Espíritu, seguían las pau­tas de la vida religiosa. Las distintas órdenes y congregaciones religiosas han seguido la línea de que hay que renunciar al mundo (y a las re­alidades temporales como el dinero, la profe­sión o la política), dar prioridad a la oración y a la contemplación, y dedicarse al apostolado desde la movilidad que ofrece el celibato y el voto de castidad.

La doble imagen de Marta y María, es decir, de la actividad y la contemplación, se resolvía en favor de la segunda, a la que se subordina­ba la primera. De ahí, que los modelos de san­tidad de la Iglesia católica han sido abruma­doramente clericales y religiosos. Los votos de pobreza, de castidad y de obediencia han servido de fundamento para las distintas es­cuelas de espiritualidad, que luego se aplica­ron a los laicos.

En la segunda mitad del siglo XX, sobre to­do a partir del concilio Vaticano Ii, ha surgido Un nuevo modelo de espiritualidad. Hay que buscar a Dios en el mundo y en la historia. Lo sobrenatural se da en lo natural, lo divino en lo humano y lo espiritual en lo mundano. El cris­tiano del futuro será alguien que ha experi­mentado a Dios y que se ha comprometido con los demás (K. Rahner).

No hay que renunciar al mundo, sino orde­narlo según el plan de Dios. Por eso, el matri­monio es un camino tan válido para la santi­dad cristiana como el celibato, y la renuncia no es el centro de la espiritualidad, sino la ac­ción de gracias y la transformación de las rea­lidades terrenas.

Vivimos en un mundo imperfecto, bueno pe­ro inmaduro y afectado por el pecado. El sép­timo día, Dios descansó y comienza la histo­ria. Cada ser humano está llamado a ser cocreador con Dios, colaborando en la creación y aportando su propia contribución a un mun­do más humano, más acorde con el plan de salvación y más perfecto.

De ahí, la valoración cristiana del trabajo, de la economía, del arte y de la política, es decir, de los ámbitos profanos en los que tiene que vivir y realizarse el hombre. El laico está llama­do a ser instrumento de salvación, ya que Dios no desplaza al ser humano, sino que lo llama a asumir su papel histórico en la transforma­ción del orden de la creación.

Éste es el fundamento mismo de la espiri­tualidad laical y de las vocaciones laicas. No es verdad que haya crisis de vocaciones en la Iglesia. Lo que ha entrado en crisis es una ma­nera de entender la vocación a la vida religio­sa y al sacerdocio ministerial que se ha que­dado obsoleta. Mientras florecen y se multipli­can las vocaciones laicales cristianas. Esto es también un signo de los tiempos que exige discernimiento e interpela a la Iglesia.

Surge así un modelo de santidad en el mun­do de la economía y de la política. No se pue­de evangelizar la sociedad sin trabajadores, economistas y empresarios cristianos, ni es po­sible luchar por una construcción evangélica de la sociedad humana si no hay políticos que luchen contra la corrupción y que busquen proteger a los más débiles de la sociedad. La espiritualidad pasa por los ámbitos munda­nos, en los que tiene que hacerse presente la fuerza del evangelio. Dios llama a ser cocrea­dores y corredentores, es decir, a luchar con­tra el mal y el pecado que cristaliza en estruc­turas sociales injustas que condenan al ser humano a la marginación, el subdesarrollo y condiciones de vida infrahumanas.

Podemos hablar de una ecología del peca­do, según la cual, el pecado del mundo nos afecta y nos condiciona, y nuestros pecados personales contribuyen al mal social y a las es­tructuras que oprimen a la persona humana. Somos víctimas y culpables al mismo tiempo, de ahí nuestra responsabilidad privada y públi­ca. A partir de aquí, hay que desarrollar apor­taciones propias en el orden de la creación y de la redención, La vocación de cada cristiano es irreemplazable e insustituible en el pian de Dios. Nadie puede ocupar el lugar y las cir­cunstancias del otro., que descubre a su próji­mo y que se siente concernido por cuanto oprime al hombre.

«Nada inhumano nos es indiferente», por­que es Dios mismo quien nos llama a recono­cerlo en el rostro del otro y quien interpela nuestra inteligencia y libertad para ponerla al servicio de su plan de salvación. Si el mundo está mal y hay mucho sufrimiento evitable, no es Dios el culpable. sino la humanidad, y, en­tre ella, los cristianos y la misma Iglesia. Es el valor divino de lo humano, responder a Dios sirviendo a los demás.

Así se resume el nucleo mismo de lo que significa la identidad cristiana en un mundo secularizado pero capaz de captar la salva­ción. Los no cristianos la ven sólo como eman­cipación y liberación humana, porque no son capaces de descubrir al Dios que actúa con y desde el hombre en favor de los demás. Para el cristiano, es Dios mismo quien actúa por me­dio de sus profetas y testigos.

Por eso, Teresa de Calcuta no fue sólo una mujer buena y entregada a los demás, sino un testigo de Dios en el mundo de hoy, a pesar de sus limitaciones humanas, de su falta de cultura política y económica, e incluso de sus posibles contradicciones como figura pública. Fue testi­go de Dios, porque él fue la fuente y el origen de su misericordia para con los más pobres.

El pecado no es tanto una acción puntual e individual -en la mayoría de los casos fruto de la debilidad y fragilidad humana, más que una decisión deliberada de rompimiento con Dios-, cuanto una acción relacional que repercute en los otros. «La gloria de Dios es que el hombre viva y crezca» (S. Ireneo de Lyon). El pecado es lo que impide crecer y vivir a uno mismo y a los demás, todo aquello que se convierte en un obstáculo para el plan de Dios que siempre es la vida humana.

Cada cual tiene que interrogarse por lo que impide el crecimiento y la vida propia y ajena. Dios no quiere sacrificios humanos a mayor gloria de Dios, sino que el Dios cristiano viene a darse a los hombres, para que éstos tengan vi­da. Por eso es la misericordia y no el sacrificio el nucleo de la identidad cristiana. El sacerdo­cio de Jesús es el de una vida toda ella consa­grada al amor y la misericordia. Supo generar vida a mayor gloria de Dios y encontrar a Dios en medio de las acciones humanas. En esto consiste la gloria humana, en encontrar a Dios en la historia y en la vida (S.Ireneo de Lyon).

Este es el centro mismo de la existencia sa­cerdotal cristiana, que es la laical, y a la que tiene que servir el ministerio sacerdotal. Hay que encontrar a Dios en la vida, percibir la trascendencia en la propia historia, asumir los conflictos y los avatares relacionándolos con Dios. Así surge un Dios trascendente y encar­nado, tan humano en Jesús como sólo podía ser Dios, tan divino cómo para generar espe­ranza y ganas de vivir.

Para ello no hay que apartarse del mundo, al contrario, hay que volver siempre a él y con­vertirse en representante de Dios ante los hombres (desde la oración, la experiencia de fe, la participación en los sacramentos y la con­firmación de la comunidad). También, en inter­pelante ante Dios, en nombre de la humani­dad, presentando a Dios las angustias, temo­res y expectativas de todos los hombres.

Así surge una oración que brota de la vida y que lleva a ella, una experiencia de fe que se expresa en los sacramentos y que sacramen­taliza toda la vida, y una forma de ser personas desde la hondura de lo humano que es lo que nos muestra la identidad cristiana. Esta es la vocación laical por excelencia. Permite ser con­templativo en la acción y comprometido en la oración, sacralizar todo lo profano, relacionán­dolo con Dios (al que incluso se encuentra en­tre los pucheros, como afirmaba Teresa de Je­sús), y mundanizar el Espíritu (haciéndolo pre­sente en las realidades de la vida). Dios nos llama a vivir con hondura las realidades huma­nas y a encontrarle en el centro mismo de la existencia de cada persona (S. Agustín).

Estos tres cambios fundamentales: una nue­va idea de la misión de la Iglesia, una vuelta a la proclamación y construcción del reinado de Dios en la sociedad humana, y una manera distinta de concebir la espiritualidad han con­vergido en la teología del laicado. La teología de los laicos irrumpe hoy en la eclesiología e impregna todos los ámbitos de la misión de la iglesia. El paso a los laicos no obedece a una moda coyuntural, sino a un replanteamiento teológico, eclesiológico y misional.

2. ¡Paso a los laicos!

En el viejo código de Derecho canónico se definía a los laicos como los no-sacerdotes y no religiosos, es decir, se les describía por lo que no eran. Dado que el sacerdote y el reli­gioso eran los representantes por antonomasia de la institución eclesial, se veía a los laicos co­mo objeto de la misión pastoral de la Iglesia, identificada con el clero y la vida religiosa.

A partir del concilio Vaticano II ha cambiado radicalmente esta teología. El sacramento de consagración a Dios no es el del Orden, sino el Bautismo y la Confirmación (que inicialmente eran un único sacramento que generalmente se administraba a los adultos). Los consagrados en la Iglesia de Jesús son los bautizados «<cris­tianos», es decir, otros Cristos, otros ungidos por el Espíritu), mientras que los no consagra­dos son los que todavía no han recibido el men­saje cristiano. La Iglesia antes que una institu­ción es una comunidad de discípulos y el bau­tizado es el vicario de Cristo (el representante de Cristo en el mundo), enviado por él y fortale­cido con la fuerza de su Espíritu (confirmado).

A partir de ahí, el laico es el cristiano sin más, el que no necesita más descripciones, predi­cados ni especificidades. Hay que definir lo que es un presbítero, diácono u obispo (es de­cir, cómo impregna el sacramento del Orden a la vida bautismal y qué exigencias le plantea), y hay que fundamentar la vida religiosa como otra forma de seguimiento de Jesús (y no co­mo el único camino a la santidad y la perfec­ción), pero el laico es el bautizado, el otro Cris­to que no necesita ulteriores definiciones.

2.1. Consagrados a Dios por el bautismo

A partir de aquí, el laico se convierte en el prototipo del cristiano (capítulo II de la Lumen Getium) y la mundanidad o secularidad es su rasgo más específico (capítulo IV), aunque no sea su dimensión exclusiva. En cuanto exper­to en mundanidad y en cuanto miembro activo de la Iglesia, tiene el derecho y el deber de ma­nifestar su opinión sobre todos los asuntos de la Iglesia (LG 37), incluido el derecho a la opi­nión pública, de participar en su vida interna (LG 33) y de constituirse en la vanguardia de su acción misionera (LG 36), alcanzando así su mayoría de edad en la Iglesia (LG 37).

Esto implica un cambio en profundidad de toda la Iglesia, otra manera de plantear las pa­rroquias, los movimientos apóstolicos y las co­munidades, y una nueva forma de entender la relación entre el clero y los seglares.

Es toda la iglesia la que es apóstolica, no sólo los clérigos. Por eso, la iglesia en cuanto comunidad universal y local tiene una plurali­dad de ministerios (clericales y laicales) y de carismas, sin que haya oficios que sean mo­nopolio del clérigo.

El laico puede ser el ministro del bautismo (canon 230 &3; 861 &2), el testigo oficial que presida el sacramento del matrimonio (canon 1112), cuyos ministros son los laicos contra­yentes, y el que asuma funciones pastorales, incluido, en caso necesario, la dirección y ani­mación de las parroquias y comunidades (ca­non 517 &2). El cura ya no es el ministro que tiene todas las funciones, ni tampoco una fi­gura aislada al margen de la comunidad.

Pasamos de una teología individualista y centrada en las potestades y autoridad del ministro, a otra comunitaria, participativa y mi­sional. El ministro que preside una comuni­dad, generalmente tras recibir el sacramento del Orden, debe valorarse desde su función de animador de ésta, desde su capacidad de revitalizarla y orientarla, y desde su capacidad misional que es constitutiva de su ministerio.

En la iglesia antigua había una gran cantidad de ministerios, suscitados por el Espíritu, sin que se diera una concentración en el clero y mucho menos un monopolio. Desde el Vatica­no II, la «Ministeria quaedam» (1972) de Pablo VI interpela a la creatividad eclesial en favor de una desclericalización de los ministerios, de una cogestión y participación laical, incluida la formación de un consejo de pastoral (canon 536) y un consejo económico en las parroquias (canon 537), que descargue al clero de funcio­nes que pueden ser asumidas por los laicos.

El presupuesto de una Iglesia más laical y participativa depende de los mismos laicos, de su formación y preparación teológica, que es el requisito indispensable para una coges­tión en las parroquias y en los movimientos apostólicos, y de su disponibilidad y creativi­dad para asumir responsabilidades en lugar de delegarlas en el clero.

El problema de una iglesia laical es similar al de una Iglesia con participación creciente de las mujeres. Hay que superar el clericalismo y el machismo reinante, tanto entre el clero como entre los mismos laicos. Se trata de un cambio de mentalidad, de un nuevo paradigma teológi­co, que exige tiempo, renovación generacional y, sobre todo, un cambio de actitudes y de mentalidades. De ahí, las inevitables resisten­cias al cambio, el peso de la inercia y la deses­peranza de los que captan la lentitud de los cambios y la resistencia de la misma Iglesia en su conjunto, especialmente en los ámbitos de mayor edad y responsabilidad jerárquica, para esta transformación del marco eclesiológico.

Hoy vivimos una época de transición entre un modelo en declive de la Iglesia, el que se construyó a partir de Trento y que culminó en el Vaticano I, y otro todavía balbuceante e in­maduro que se inspira en la época neotesta­mentaria y patrística, es decir, en los orígenes del cristianismo.

2.2. Un nuevo marco eclesial

Pasamos así de una eclesiologiá basada en la desigualdad (la Iglesia como una sociedad

perfecta y desigual, en la que unos mandan y otros obedecen, unos enseñan y otros apren­den) a otra basada en la fraternidad y la igual­dad, que permite la estructuración de una mul­tiplicidad de carismas y ministerios. Cada uno sirve a la iglesia en cuanto miembro de ella.

Todos somos iguales desde el carisma y el ministerio recibido (que es un don y un impe­rativo, una gracia y una tarea), siempre en un contexto comunitario. La Iglesia es la «familia de Dios», y, en ella, el lugar del padre queda vacío para Dios y su Cristo.

Toda paternidad y maternidad en la iglesia se realiza desde la común dignidad cristiana, en la que todos somos iguales y el papa no es más cristiano que el último de los laicos. Esa pater­nidad y maternidad espiritual implica, sin em­bargo, la diversidad de tareas y ministerios, siempre en función del don recibido, de la elec­ción comunitaria y de la consagración o institu­ción en el correspondiente ministerio. Todo don de Dios es también una responsabilidad y una tarea que hay que asumir en la comunidad.

Es toda la comunidad la que discierne y evalúa (1 Tes 5,19-22) y no sólo una parte de ella (la jerarquía). La Iglesia se constituye así en sacramento del Reino de Dios, es decir, «en germen y principio de este Reino» (LG 5). Pa­ra ello, la Iglesia tiene que ser un lugar de encuentro entre Dios y el hombre, que es lo que constituye a los sacramentos, desde una fra­ternidad en la que el ministerio es servicio y no dominio, los destinatarios preferentes los miem­bros más débiles, y los consagrados el con­junto de los cristianos.

La ausencia de dominio es la otra cara de la fraternidad eclesial, en la que cada carisma es un servicio y no simplemente una potestad, una tarea y no sólo una dignidad. Así la Iglesia se constituye en signo de comunión para una humanidad plural, conflictiva y frecuentemen­te enfrentada. La unidad no equivale a la ho­mogeneidad ni a la uniformidad, sino a la co­munión desde el respeto a la diferencia, la plu­ralidad de identidades cristianas inculturadas y la común pertenencia a la Iglesia universal, que es una comunidad de comunidades.

Si la obediencia era la virtud cardinal de la vieja eclesiología, el discernimiento (individual y comunitario) es la base de la nueva eclesio­logía. De ahí, el respeto a la propia conciencia, la necesaria cooperación con la jerarquía (LG 33), que pasa también por la interpelación, la representación y en caso dado la crítica res­petuosa y bien fundada, y la aceptación de que son los laicos los que mejor pueden juzgar los asuntos temporales (LG 37), precisamente por­que viven inmersos en el mundo y no aparta­dos de él.

La contradicción surge cuando se quiere in­tegrar esta orientación en la vieja eclesiología, en la que el clero se convertía en la instancia definitoria de lo que había que hacer en el mundo, a pesar de vivir segregado de los ám­bitos seculares, relegando a los laicos a apli­car sus principios y orientaciones.

El precio de este dualismo era el irrealismo y la falta de operatividad de muchas orienta­ciones eclesiásticas (en el ámbito de la familia, de la sexualidad, de la política, del dinero); el de la culpabilización de los laicos (incapaces de llevar a cabo estas orientaciones desen­carnadas y poco atentas a los contextos y si­tuaciones históricas); y el de la permanente minoría de edad del laicado. Esta postura tra­dicional es la que hace comprensible el «creo en Dios, pero no en la Iglesia», identificando a ésta misma con el clero, que es una parte de ella pero nunca puede identificarse ni sustituir a la comunidad de los creyentes.

De esta forma el laico dejaba de ser el con­cepto matriz de la eclesiología, consagrado y miembro del pueblo de Dios, para adquirir una connotación sociológica, la de inculto, falto de formación teológica y miembro de la plebe que necesita ser orientado por la cúspide je­rárquica. Es lo contrario a la eclesiología de comunión de los primeros siglos, establecida de forma ejemplar por San Cipriano de Carta­go, que defendía que había que consultar a toda la comunidad en los asuntos que concer­nieran a los laicos y al conjunto de la Iglesia.

Y es que el mismo concepto de Iglesia sig­nifica pueblo en asamblea, congregación, reu­nión de los creyentes convocados por Dios y enviados al mundo. Sólo desde ahí, es posible un laicado mayor de edad y una jerarquía en­raizada y apoyada por la comunidad a la que representa y sirve desde el ministerio de di­rección pastoral.

Por eso, la Iglesia es católica, es decir plena y universal, cuando es capaz de asumir las di­ferencias y canalizar los inevitables conflictos que genera una sociedad pluralista desde el discernimiento y la comunión. Ya no es sim­pierriente la obediencia y la sumisión a la je­rarquía lo que caracteriza a los laicos, sino la capacidad de discernimiento personal y de evaluación comunitaria, desde los criterios del amor y de la atención a los miembros más dé­biles de la comunidad.

Un laicado creativo, mayor de edad y cons­ciente de su responsabilidad eclesial es la al­ternativa eclesiológica para el siglo XXI. Los mismos ministros, clericales o laicos, deben ser elegidos teniendo en cuenta esa capacidad para el diálogo, su atención preferente por los miembros más débiles y su testimonio ante el mundo de la increencia y de la indiferencia re­ligiosa. Difícilmente puede ser la Iglesia signo del reinado de Dios en el mundo si no puede mostrar que hay formas de vivir la pluralidad que no son incompatibles con la unidad en­tendida como comunión.

La eclesiología de comunión es por ello el marco de una renovada teología del laicado, ambas se relacionan y dependen la una de la otra. Al cambiar al laicado transformamos a la misma Iglesia y al modificar el modelo ecle­siológico replanteamos la teología del laicado. En buena parte aquí se juega el futuro del cristianismo en el siglo XXI.

El laicado es el gigante dormido de la Igle­sia católica, su mayor esperanza evangeliza­dora y renovadora, la vanguardia del cristia­nismo en el tercer milenio. Esta renovación de los laicos es también la que permitiría replan­tear el ministerio sacerdotal y los diversos gra­dos del sacramento del orden.

No se trata de proponer una iglesia laical a la meramente clerical, sino de recuperar la co­rresponsabilidad de laicos y clérigos en el con­texto del pueblo de Dios, reequilibrando la ecle­siología que se ha desarrollado en el segundo milenio. Por eso, el futuro pasa por los laicos, que constituyen el gran reto y la gran esperan­za cristiana del futuro para el tercer milenio.

Juan A. Estrada

 

Cf. J.A. ESTRADA, La espiritualidad de los laicos, Ed. San Pablo, Madrid 1992, 75-151.

He intentado desarrollar este modelo de oración en J.A. ESTRADA, Oración: liberación y compromiso de fe, Ed. Sal Terrae, Santander 1986, 253-299.

Cf. J.A. ESTRADA, La identidad de los laicos, Ed. San Pablo, Madrid 1990, 153-166.

Cf. R. PARENT, Una Iglesia de bautizados, Ed. Sal Te­rrae, Santander 1987, 43-68.

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