Una juventud idealizada

1 septiembre 2004

Decimos u oímos con frecuencia –en realidad es tópico que se viene aceptando acríticamente desde hace más de treinta años– que nuestra juventud, la de hoy, la de ahora, es la mejor preparada de la Historia de España. En tal afirmación hay, creo, un cierto grado de idealización exculpatoria, liberadora, por la mera y falsa solemnidad de las palabras, de cuantas obligaciones nuestras intuimos incumplidas, encubridora, también, de los muchos descosidos de un sistema que hace agua por todas partes.
Uno, que por su profesión es observador diario de sus perplejidades, destrezas y carencias, no puede ni quiere compartir tan infundado optimismo. Si nos fijamos en el bagaje medio de conocimientos que nuestros jóvenes suelen alcanzar en la actualidad –una perspectiva que reconozco secundaria, dadas las modernas facilidades de acceso a la información– el resultado es francamente descorazonador. Saben menos, leen menos, se expresan peor, ignoran casi todo sobre los fenómenos de cualquier tipo que explican nuestro presente, desconocen lo básico de la filosofía, del arte, incluso de la propia geografía. La llamada cultura general es cada vez más singular, fruto, cuando aparece, de la excepcional tenacidad de quien la adquiere y no de una educación diseñada para su común disfrute.
No es esto, sin embargo, lo verdaderamente grave. Junto a ese nuevo analfabetismo consentido, convive una creciente desorientación acerca de los valores y principios que han de ir conformando sus personales criterios. La familia, tradicional agente socializador, quizá atrapada en sus mismas contradicciones, en una crisis que trastoca su papel y sus perfiles, está desertando de su importantísima misión. Los medios masivos de comunicación, sustitutos inmediatos en el empeño, envían mensajes heterogéneos, interesados, atentos sobre todo a la rentabilidad, lo que contribuye a aumentar la confusión de la que les hablo.
En la escuela, penúltima esperanza, para desánimo de quienes se dejan su tiempo y su esfuerzo en las aulas, triunfa el neoliberalismo y el darwinismo social: una educación utilitarista, alentadora del éxito como razón suprema, destinada única y exclusivamente a asegurar las necesidades del proceso productivo. Se diría, así, que también el Estado, que la ordena y organiza, ha abandonado su función socializadora, puesto que de ella sólo reclama, o casi, la asignación y selección de capital humano.
Me objetarán que aún queda la sociedad civil, que ésta puede suplir tantas omisiones. Pero, más selva que paraíso, de sus despiadadas estructuras ya no cabe deducir otra ley que la del más fuerte. Junto a mínimas señales de humanidad y tolerancia, coexisten en su seno poderosos maestros, adoctrinadores nocivos, que están aprovechando implacablemente el resquicio.
Comprenderán, pues, mi asombro y mi negativa. En tales condiciones, proclamar la bondad absoluta de nuestra juventud, su excelencia inigualada, me parece un ejercicio de hipocresía, una coartada cómoda, una forma de cínica adulación, que ni a ellos les sacará del laberinto, ni a nosotros, teóricos espectadores admirados, nos eximirá de nuestra obvia, inmensa e inderogable responsabilidad.

 Rafael Padilla

Diario de Cádiz, 20.5.05

 
Para hacer

  1. ¿Nos vemos reflejados en este retrato? Entresacar los puntos esenciales que dice el autor e ir señalando si se está de acuerdo o no.
  2. 2. Qué hacer ante esta situación?

Ver también la página anterior: ¿Qué tenemos que decir los jóvenes –o educadores de jóvenes– ante esa situación?

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