UNA PASTORAL JUVENIL QUE CREE EN LOS JÓVENES

1 junio 2005

Riccardo Tonelli
 
Riccardo Tonelli es Profesor de Teología Pastoral en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
¿Qué significa, realmente, en la acción pastoral, partir de los jóvenes y creer en los jóvenes? Es la cuestión que, desde una específica perspectiva pastoral, afronta el artículo. No se trata de una cuestión de método, sino de fide-lidad a Dios y al hombre y de la calidad de la relación entre los dos sujetos. El autor invita a situarse en la lógica de la encarnación para llegar a ver a los jóvenes como sacramento del rostro de Dios. Desde esta perspectiva propone las actitudes concretas con las que la comunidad eclesial y los agentes de pastoral han de situarse ante el mundo de los jóvenes.
 
Algunos modos de pensar parecen ser un punto de referencia obligatorio en la actual situación cultural. Es cierto que hemos llegado a ellos gracias a una fatigosa conquista, pero al mismo tiempo corren el riesgo de convertirse en un tópico que está siempre en la boca de to-dos sin un mínimo sentido crítico.
Uno de estos posibles «tópicos» es afirmar que en el ámbito educativo y pastoral se debe «partir de los jóvenes», concediéndoles un crédito absoluto. Esta idea se traduce en otras expresiones que escuchamos con frecuencia: los jóvenes de hoy son así… por lo que la edu-cación y la pastoral deben organizarse de forma coherente y consecuente.
No me gusta asumir sin más este manera de pensar, sin antes intentar comprender y motivar lo que con esta expresión –creer en los jóvenes- se quiere decir; como tampoco me gusta contestarla y criticarla sólo porque ponga en discusión un estilo interpersonal en el que durante muchos años hemos fundamentado nuestras intervenciones y esperanzas. Prefiero darme cuenta de su significado, de sus aspectos positivos y de sus límites. Y es esto lo que voy a intentar realizar en este artículo.
 

  1. Repensar la cuestión desde la pastoral

Estoy afrontando este tema desde la pastoral, es decir, desde el servicio que la comunidad eclesial realiza con los jóvenes, para ayudarles a consolidar la vida y la esperanza en el nom-bre y por el poder del Dios de Jesús. El mismo estudio podría realizarse desde otras perspecti-vas, pero no me compete a mí en este momento llevarlas a cabo. En este artículo, afrontare-mos el problema desde un perspectiva pastoral.
 
1.1.     Una relación entre Dios y la persona concreta
La acción pastoral se realiza siempre como un proceso que pone en relación a los dos in-terlocutores fundamentales del diálogo: Dios, que en el misterio de su amor se acerca al hom-bre para consolidar su felicidad, y el hombre, que busca vida y esperanza, y se encuentra con un oferta del todo imprevisible que lo cambia desde lo más profundo de su ser.
 
Todo lo demás, la misma persona de Jesús de Nazaret, la comunidad eclesial, las muchas actividades que ésta realiza ordinariamente, se encuentran al servicio de este diálogo. «La re-novación de la catequesis», el documento ofrecido a los obispos italianos como referencia orientativa para todo proyecto de catequesis y de pastoral, proclama esta idea con una bella expresión que transforma la constatación en una responsabilidad: «Para quien es hijo de Dios, no debería pasar un día, sin que de alguna manera anuncie su amor para todos los hombres en Jesucristo. Es una trama que se entreteje cotidianamente. Es la punzante y misteriosa tra-ma en la que se encuentran Dios, que se revela, y el hombre que lo va buscando por diversos senderos» (RdC 198).
Quien acentúa la atención sobre el proyecto y la propuesta de Dios, no puede olvidar al hombre concreto y cotidiano, en búsqueda de sentido y de esperanza, que corre hacia Dios por los senderos más diversos e imprevisibles.
Quien acentúa la atención sobre el hombre, no puede olvidar que la orientación de toda existencia, la búsqueda apasionada de sentido y de esperanza sólo encuentra una acogida in-condicional inmersa en el misterio de Dios. Por esto, toda pastoral debe medirse por una doble fidelidad a Dios y al hombre. Ningún proyecto pastoral que se precie puede descuidar este da-to fundamental.
La atención sobre el misterio de Dios y del hombre son dos componentes tan decisivos, que «no es temerario afirmar que es necesario conocer al hombre para conocer a Dios; es ne-cesario amar al hombre para amar a Dios» (Pablo VI, Homilía en la IX sesión del Concilio Vaticano II, 7 diciembre 1965). Y para los creyentes, con la misma evidencia se presenta el camino opuesto: el conocimiento y el amor hacia todo hombre implica sumergirse en el miste-rio de Dios.
 
1.2.     Diversos modelos de relación
Cuando hablamos de «creer en los jóvenes» no estamos ante una cuestión de método, es decir de selección y organización de los recursos disponibles para alcanzar un objetivo esta-blecido. Para alcanzar un encuentro podemos partir de cada uno de los dos miembros en diá-logo, conscientes de que el proceso sólo se concluirá al llegar a una confianza total… por lo que éste no llegará a término mas que al final del camino, al final de la historia personal y co-lectiva.
Otro es para mi el trabajo màs arduo. Lo expongo con algunos trazos sueltos, invitando al lector a otros estudios más profundos para una mejor comprensión.
El diálogo entre los dos interlocutores reclama la presencia de un tercer elemento que es realmente decisivo: la calidad de la relación. La fidelidad debe ser al mismo tiempo, total a Dios y total al hombre. En otras palabras, no se trata de repartir una tarta, decidiendo a quien se quiere entregar la porción más grande según los parámetros de la simpatía, la oportunidad o los resultados. Se trata de hacer lo que se haga, totalmente fieles a Dios y a su misterio y total y plenamente fieles al hombre y a su cotidiana subjetividad.
Esta doble fidelidad se refiere tanto a la comprensión del misterio como al proceso de su realización. Puedo pensar en Dios a partir del hombre, recorriendo el camino escarpado que proviene de cuanto la experiencia concreta me facilita para acercarme a un evento que perma-nece siempre inefable. O bien puedo comprender qué es realmente el ser humano y cuales son sus proyectos más auténticos, a partir de aquello que conozco, por puro don o por experiencia personal, del misterio inefable de Dios.
En este sentido estoy convencido de que el meollo de la cuestión, a nivel de maduración teológica y pastoral, es actualmente la relación ente los dos sujetos. Como se puede constatar, la atención a los jóvenes en la pastoral y las consecuencias de la fatiga que supone estar de su parte, remite a una cuestión más amplia que un análisis de la condición sociológica de la ju-ventud actual. La atención a los jóvenes responde a unos criterios de hondo calado antropoló-gico.
 
El problema de los jóvenes reviste especial urgencia porque los jóvenes son aquellos sobre los cuales tienen un mayor influjo los profundos cambios culturales que vivimos en la actuali-dad. Puedo decir, por tanto, cómo colocarme frente a estos retos en el ámbito de la educación y de la pastoral, sólo después de haber decidido con conocimiento de causa, la modalidad re-lacional para realizar la doble irrenunciable fidelidad, a Dios y al hombre.
Por esta razón, los diversos modelos de pastoral juvenil (es decir, las diferentes respuestas a una única cuestión) no son formales, como si usáramos sinónimos para decir lo mismo, sino que son de sustancia teológica: declaran quién es Dios para nosotros y quiénes somos noso-tros en su proyecto de amor.
 

  1. Desde la perspectiva de la encarnación

Resulta fácil describir el problema. Mucho más complicado es cada intento de avanzar hacia una solución, sobre todo si lo hacemos con la pretensión de que ésta sea la única posi-ble, el único criterio para valorar la realidad que condena a aquellos que no la comparten.
 
El misterio de Dios y del hombre son mucho más grandes que cualquiera de las pobres expresiones con los que intentamos comprenderlos o describirlos. Por esta razón, el pluralis-mo de expresiones es un exigencia irrenunciable de la misma estructura de la verdad.
No obstante, contamos con indicadores preciosos en la profesión de una fe eclesial creída y vivida. La Iglesia del Concilio se sitúa en los parámetros de la lógica de la encarnación. Es decir, reconoce que el misterio santo de Dios que es preciso encontrar y anunciar en la acción pastoral, se ha hecho rostro y palabra en la humanidad de Jesús, y por gracia de esta santa humanidad, en cada historia personal y colectiva.
Dei verbum lo expresa sin medias tintas: «Porque las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres». (DV 13). La declaración conciliar, traducida a la problemática que estamos estudiando podría sonar a algo como esto: el rostro y la palabra de Dios se hacen cercanos, concretos, presentes en el rostro de Jesús de Nazaret y, con una sacramentalidad más pobre aunque igualmente real, en el rostro de cada hombre que comparte nuestra historia.
Los jóvenes son para la comunidad eclesial, por razón de la calidad de su servicio pasto-ral, un sacramento del rostro de Dios. Salir a su encuentro, acogerlos, comprenderlos y com-partir sus alegrías y esperanzas, sus proyectos y desilusiones… no es una opción de astucia pedagógica sino una exigencia de la fidelidad al misterio de Dios que queremos servir y co-municar.
Una fórmula, clásica en la reflexión teológica, nos recuerda que, desde la perspectiva de la Encarnación, podemos alcanzar el misterio de Dios (aunque siempre permanezca incognosci-ble) tan sólo recorriendo el camino escarpado y fatigoso del conocimiento de todo aquello que pertenece a nuestro marco experiencial, vivido con amor lúcido y critico.
En este momento actual de incertidumbre y nostalgia nos consuela la fuerte declaración del documento ya citado, «La renovación de la catequesis»: «No se trata de una simple pre-ocupación didáctica o pedagógica. Se trata de una exigencia de encarnación que es esencial al cristianismo» (RdC 96).
 

  1. Una pastoral que «cree en los jóvenes»

Una vez expuestas estas premisas puedo llegar finalmente al tema que me había sido con-fiado para mi reflexión. Me gusta el título que la redacción de Misión Joven me ha propuesto porque expresa de forma concreta, la actitud con la que la comunidad eclesial y los agentes de pastoral juvenil están invitados a colocarse frente al mundo de los jóvenes.
La expresión «creer en los jóvenes» evoca en realidad tres perspectivas

  • La pastoral acoge el ser joven en este tiempo como una manifestación del proyecto de Dios;
  • La acogida implica una actitud continua de buscar la verdad de forma crítica, sabiendo leer y valorar la realidad a partir de la experiencia de Jesús, porque compartir y transfor-mar (Encarnación y Pascua) son dos dimensiones de una única presencia;
  • La pastoral juvenil asume una serie de actitudes educativas concretas para realizar un in-tercambio educativo maduro en el trabajo con los jóvenes.

 

  • Los jóvenes como fragmento del misterio de Dios

La primera indicación se sitúa, una vez más, en una perspectiva teológica. Ésta debería inspirar y orientar nuestros modelos de reflexión pastoral. Necesitamos conocer los gérmenes de novedad y de futuro que están naciendo en medio de la niebla que cubre nuestra cultura ac-tual. Resultaría triste que se nos aplicase también a nosotros la reprimenda del profeta: Estoy haciendo cosas nuevas… ¿cómo aún no las habéis descubierto? (Is 43,19).
La novedad no la descubrimos mirando sólo a aquello que ha sido experimentado y vivi-do. Es necesario lanzar nuestra sensibilidad hacia lo inédito y lo imprevisible para encontrar al Dios de Jesús que es futuro y novedad. Sin embargo resulta difícil adquirir esta sensibilidad. Estamos demasiado satisfechos de aquello que hemos construido y demasiado orgullosos de nuestros logros. Corremos el riesgo de imaginar la fidelidad como una reproducción exacta de aquel pasado glorioso que tenemos a nuestras espaldas.
La seguridad (también en el campo educativo) de nuestra condición de adultos y el cúmu-lo de indicaciones que provienen del pasado… hacen a menudo difícil el descubrimiento de la novedad que Dios está continuamente sembrando en la historia.
Los jóvenes, en cambio, por su constitución existencial y por el ambiente cultural en que vivimos, tienen poco pasado. Por esto no consiguen hablarnos de metas conquistadas. Todas sus aventuras se sitúan en el presente y su mirada hacia el futuro está constituida de sueños y deseos. Ellos nos lanzan hacia la novedad y hacia lo inédito con la fragilidad y la fuerza de su juventud. No en vano, el Concilio nos ha educado a pensar en la lógica de los “signos de los tiempos”.
A esta conclusión han llegado muchos educadores, bajo la presión de los nuevos modelos educativos y, al menos en algunos casos, por las condiciones que hacen posible en la actuali-dad el diálogo con las nuevas generaciones.
También en la pastoral es necesario tener en cuenta todas estas consideraciones, aunque aún no las considero suficientes para el proyecto que nos ha sido confiado y que debemos rea-lizar con coraje y firmeza. Para mí hay mucho más.
El amor acogedor hacia los jóvenes y su vida procede de nuestra fe y alcanza el nivel de una cuestión de espiritualidad. Y esto es así también cuando, como sucede en la situación ac-tual, esta vivencia cotidiana se asemeja más al grano de trigo que está muriendo bajo la tierra, que a la planta vigorosa que se alza frente al viento. Estamos en búsqueda del rostro de Dios, reconociendo su presencia en los caminos concretos de la historia y en cada persona que lo dibuja en la vida de cada día.

  • Educadores que «creen en los jóvenes»

Lo he recordado de pasada más arriba y quiero retomarlo ahora de forma explícita para evitar equívocos peligrosos. Escuchar y compartir la vida con los jóvenes – y con todos los jóvenes, como señalaré en la conclusión- se realiza en el acontecimiento de Jesús de Nazaret, el sacramento radical del rostro y de la presencia de Dios en nuestra vida.
Esto traducido en el ritmo de la praxis cotidiana, significa que «creer en los jóvenes» no conlleva para nada darles siempre la razón como punto de partida. El diálogo de la Encarna-ción se convierte en experiencia de novedad de vida a través de la Pascua que es muerte y re-surrección.
La comunidad eclesial tiene un proyecto preciso ante sus ojos. A ella le ha sido confiado y debe empeñarse en reconocerlo, servirlo y provocar que sea compartido de forma plena. Sólo en la confianza en este proyecto que supera todos nuestros sueños podemos dar sentido a nuestra vida y a nuestra esperanza.
Jamás conoceremos adecuadamente la totalidad de este proyecto. Sólo vislumbramos fragmentos que intentamos integrar y recomponer. Los jóvenes, en los que creemos, nos ofre-cen nuevos fragmentos y nuevas interpretaciones respecto a aquellas que ya poseemos, y nos desvelan muchas cosas que nosotros habíamos olvidado. Pero es imposible integrar absoluta-mente todo en el diseño de la vida y la esperanza. Muchas cosas son contestadas y refutadas. Todo precisa ser purificado y replanteado.
Resulta triste constatar lo fácil que resulta asumir otros modos de actuar alternativos: o to-do o nada. Algunos se colocan de parte de los jóvenes de forma indiscriminada, como si esa fuera la perspectiva que contiene la solución a todos los problemas; otros no soportan su di-versidad de formas de ser y de pensar… y se consuelan con aquello de que ser joven es una enfermedad pasajera.
 

  • Urgencias educativas especiales

No estoy actuando por compromiso, hablando bien de los jóvenes e invitando, al mismo tiempo, a replantear nuestra capacidad de acogida. He hecho referencia a la experiencia de Je-sús de Nazaret precisamente para subrayar la necesaria sintonía y contemporaneidad de ambas actitudes.
Me gustaría resumir lo que quiero compartir, retomando la frase con la que he titulado el párrafo precedente: educadores que creen en los jóvenes. Estamos ante muchas urgencias educativas, pero tres son las exigencias que a día de hoy me parecen irrenunciables:
 

  • Descubrir el límite
  • Descubrir la historia
  • Descubrir un modo de intercambiar experiencias

Imagino estos tres descubrimientos como el fruto de un intercambio amistoso entre la his-toria personal del mundo adulto y la que poseen los jóvenes de este tiempo. En este intercam-bio podemos encontrar signos de futuro: los jóvenes nos ayudan a comprender un modo más original de ser hombres y mujeres de este tiempo y nosotros les ayudamos a ser jóvenes au-ténticos y responsables.
 

  •        El descubrimiento del límite

Vivimos en una época de omnipotencia de la razón que se difunde por todas partes. Pretendemos conocer los remedios a todos los males. Y si aún no los tenemos… poco nos fal-ta: basta con esperar y experimentar.
Muchos, seducidos por una promesa de felicidad construida a partir de la posesión de las cosas, se afanan desesperadamente. Sin embargo no es cierto que las cosas estén a disposi-ción de todos. Al contrario, da la impresión de que no llegan a todos porque las dividimos se-gún unos criterios de abundancia y egoísmo. Por eso el que queda fuera del reparto, con las manos vacías, llega a hundirse en una negra desesperación que no pocas veces conduce al sui-cidio.
Pero incluso aquellos que han acumulado en medida suficiente caen de repente en la cuenta de que el «tener» no basta para resolver los problemas de la existencia. Florecen los problemas de siempre. Nos encontramos con límites imprevistos. Y de esta forma surge una desesperación mucho más profunda que brota de la incapacidad para convivir con la expe-riencia del límite que las cosas no tienen la posibilidad de resolver. La desesperación es una solución. No es la única y por supuesto no es la mejor. La conciencia del límite puede resti-tuirnos el coraje de la búsqueda de la verdad en nuestra vida.
La educación cristiana ha insistido mucho sobre esta dimensión. Quizá demasiado o en términos poco apropiados. Hoy corremos el riesgo opuesto. En este punto se sitúa la primera de las tres aportaciones recíprocas –entre jóvenes y adultos- de los que estoy hablando.
Ciertamente, existen muchos límites en la vida de cada hombre. Frecuentemente de-penden de causas conocidas y controlables, aunque no fácilmente superables. Otros, como el dolor o el sufrimiento, la muerte y sus manifestaciones cotidianas, dependen de nuestra condi-ción humana. Sufrimos y estamos amenazados continuamente por la muerte porque estamos vivos. Contra los límites que dependen de la maldad del hombre aprendemos a rebelarnos, eliminando las raíces que los provocan, dentro o fuera de nosotros. Contra aquellos que de-penden de nuestra condición de hombres nos acostumbramos a convivir por amor a la verdad.
Llamo «experiencia de la finitud» a esta experiencia existencial. Devolver a los jóve-nes, de forma refleja y crítica, la experiencia de la finitud es sin lugar a dudas una exigencia a la que no podemos renunciar.
 

  •        El descubrimiento de la historia

La segunda exigencia que debería definir la relación de acogida entre jóvenes y adul-tos, consiste en la reconstrucción recíproca de un maduro sentido de la historia.
Lo sabemos bien: la historia –el útero materno en el que madura nuestra existencia – es una interrelación entre pasado, presente y futuro. La relación entre estos tres momentos de la historia no es una mera suma matemática como si bastara añadir un elemento al otro. Se trata de decidir ante todo, cuál de los tres momentos funciona como punto de referencia a la hora de interpretar al resto.
Nosotros procedemos de una época que hizo del pasado el criterio para valorar la vida; el presente tan sólo tenía la función de redescubrir la sabiduría del pasado y de campo de pruebas donde experimentar para el futuro. Los jóvenes de hoy, en cambio, viven curvados sobre el presente. El pasado es ignorado y el futuro se convierte en algo en lo que conviene no pensar demasiado, para poder vivir con tranquilidad el aquí y el ahora superando el riesgo de la inseguridad y del miedo.
Tanto en nuestro caso como en el suyo… hemos perdido el sentido de la historia, que es una interrelación dinámica entre pasado, presente y futuro. Acoger a los jóvenes significa para mí, gozar del presentismo, que ellos llevan dentro, descubriendo el pequeño fragmento de cada día como un gran don y una gran responsabilidad. Y al mismo tiempo, devolverles a quienes tienen sólo presente en sus vidas, la riqueza del pasado para poder abrirse a un futuro que es oportunidad de soñar y madurar.
De esta forma, caminando juntos, podemos encontrar el sentido de la historia . Cierta-mente no es poco para unos adultos que vivimos llenaos de extrañas nostalgias y para unos jóvenes, pobres de tradición y de perspectivas de futuro.
 

  •        El descubrimiento de una manera de intercambiar experiencias

Nosotros hemos recibido un sentido para nuestras vidas de los adultos, de los celosos educadores, de las diversas instituciones que tenían responsabilidad sobre nuestra vida. Parece que las cosas (las que poseemos o las que soñamos poseer) están ahora sustituyendo a estas diversas instituciones como consecuencia de la crisis que ellas viven por la violenta ruptura de la transmisión intergeneracional. En la lógica de la sociedad de consumo, las cosas pasan de tener un significado funcional, orientado a resolver problemas concretos de cada día, a consti-tuirse en una propuesta de sentido para la existencia.
 
La relación intergeneracional (a través de la cual se transmite el sentido y la esperan-za) se encuentra en crisis por el surgimiento de un número excesivo de «padres», de institu-ciones que pretenden decirnos una palabra sobre el sentido de nuestra vida.
En esta tercera constatación se sitúa la tercera exigencia que cualifica el diálogo entre jóvenes y adultos. En una cultura de la objetividad, el derecho y la posibilidad de realizar una propuesta donde se busca y se produce el sentido de la vida, estaba marcada predominante-mente por la discriminación entre lo verdadero y lo falso. Cuando una propuesta era objeti-vamente verdadera, alcanzaba el derecho de ser una auténtica oferta. Al derecho del que la proponía correspondía el deber de toda persona sensata de acogerla. Como mucho se toleraba una cierta resistencia al nivel de los pequeños detalles de cada día como consecuencia de la debilidad del hombre.
Hoy –nos guste o no- la lógica ha cambiado. El nuevo criterio que hace que una pro-puesta sea digna de ser tenida en cuenta no es su verdad o falsedad, sino su significatividad. Sólo aquello que es sentido como subjetivamente significativo, porque pertenece a los esque-mas culturales que una persona ha hecho propios, merece ser tomado en cuenta. Se nos pre-gunta sobre la verdad sólo después de haber respondido afirmativamente a la cuestión de la significatividad. Cuando una propuesta es percibida como poco expresiva se sitúa fuera de juego sencillamente por estar fuera del juego personal.
Es fácil constatar los límites de los dos modelos. Menos fácil resulta proponer alterna-tivas. Mi hipótesis discurre por la vía de la significatividad para llegar a la de la verdad: hacer propuestas, provocando hacer experiencias. Provocar hacer experiencias es una forma, inteli-gente y madura de realizar propuestas.
Quien anima a otros a hacer experiencias, los está proponiendo de hecho propuestas profundas que inciden en sus personas. Cuando una propuesta se ofrece por medio de una ex-periencia, ésta se carga de un nivel alto de significatividad. Consigue superar la barrera de la indiferencia y, aquella no menos infranqueable, de la falsa tolerancia que el pluralismo mo-derno parece exigir, para abrir los horizontes de la propia existencia.
La fuerza comunicativa que evocan las experiencias, nos conduce de forma espontánea hacia decisiones firmes que implican a varias personas, incluso en un tiempo como el actual en el que los proyectos no pasan por su mejor momento.
Los adultos acogen a los jóvenes, haciendo propia, con alegría y reconocimiento su contestación a ese universo de afirmaciones seguras e inamovibles que han desencadenado en la historia guerras, devastaciones y formas violentas de marginación. Nosotros adultos libe-rándonos de nuestra arrogancia y seguridades, regalamos a los jóvenes el realismo de la ver-dad y la fuerza de la objetividad que no depende ni del consenso ni de los pactos interesados.
El intercambio y el enriquecimiento mutuo se realiza haciendo juntos experiencias que comprometan la propia vida.
 

  1. ¿Qué jóvenes?

Como conclusión planteo una última pregunta que podría haber sido el punto de partida de toda mi reflexión.
La condición juvenil actual está marcada por la complejidad y se fragmenta en diferentes tipologías. ¿Qué significa en esta situación elegir a los jóvenes como interlocutores? ¿Con qué jóvenes nos confrontamos? ¿Por quiénes apostamos?
Mi hipótesis es clara: elijo como referentes a todos los jóvenes. Ciertamente es importante y urgente confrontarse, con apertura y disponibilidad, con los jóvenes más sensibles y com-prometidos, aquellos que quizá han sabido elaborar con sabiduría un proyecto para su existen-cia dentro de los profundos cambios que la caracterizan.
Pero creer en los jóvenes no puede significar sólo escuchar a este tipo de jóvenes. No re-presentan a la mayoría de los jóvenes de este tiempo. Representan una perspectiva madura… pero bastante alejada de la más difundida entre la juventud.
También estos jóvenes que viven una existencia menos «organizada» tienen cosas que de-cirnos en nuestro empeño por dar rostro y palabra al Dios de Jesús en el aquí y el ahora. No podemos contraponer a unos con otros. Debemos llegar a todos. Necesitamos una categoría de interlocutores que nos devuelva esta posibilidad y nos reafirme en la validez del proceso.
Para alcanzar y realizar este acercamiento global, creo que debo preferir a los más margi-nados, a los menos sensibles, a aquellos que nos dan más preocupaciones que consuelos. Es-tos «pobres» representan, para mí, aquella categoría que puede ofrecer el criterio para comprender y dialogar efectivamente con todos.

Riccardo Tonelli

estudios@misionjoven.org