Una versión secular de los Diez Mandamientos (para caminar)

1 enero 1999

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pie de Autor:
Luis de Sebastián es profesor en la Universidad «Pompeu Fabra» (ESADE, Barcelona).
 
Síntesis del Artículo:
Los diez mandamientos son producto de la experiencia y la observación milenaria de comportamientos humanos en las más variadas circunstancias. Aquí vienen contemplados en su «versión secular», no se explican por su referencia a la revelación cuanto por su carácter de «normas de caminantes», de pautas para ordenarse uno mismo, las relaciones con los otros y para ordenar la misma sociedad. Nacidos del esfuerzo por comprender las inclinaciones y los fallos de los seres humanos, siguen marcando hoy la ruta humana de la vida.
 
Misión Joven me ha pedido un artículo sobre mi obra Los Diez Mandamientos. Una versión secular (Ariel, Barcelona 1998)[1], quizá pensando que, si mi libro lleva a algunas personas a vivir mejor y con más sentido y a convivir con más solidaridad y respeto a los demás, algo se habrá ganado y estas estarán más cerca de los altos ideales que propone la versión religiosa de los mandamientos.
He partido del convencimiento de que los pecadores y las gentes apartadas de la Iglesia también necesitan mandamientos que les ayuden a ordenar su vida. La Iglesia sólo les ofrece el perdón, previo el arrepentimiento y el propósito de la enmienda. No es poco, pero no es suficiente. Los pecadores, un divorciado o divorciada que haya contraído matrimonio civil, por ejemplo, que para la Iglesia son personas que viven en pecado, también tienen obligaciones matrimoniales que cumplir.
¿Que obligaciones son esas? Los que no creen en el magisterio de la Iglesia ni en la infalibilidad del Papa, no por eso dejan de ser sujetos de obligaciones morales. Pero, ¿quien se las dicta? ¿Quién tiene autoridad para imponer preceptos morales a los indiferentes e incrédulos? La cuestión es grave, porque una gran parte de la sociedad española, sobre todo entre los jóvenes, se encuentra en esta situación de incredulidad e indiferencia ante el magisterio de la Iglesia. Simplemente no la creen y sus normas no les sirven de pauta y guía.
 
La Iglesia nos dice tajantemente: no fornicarás. Pero no nos dice nada para ordenar la fornicación, o el amor llamado libre, aunque la fornicación que condena la Iglesia puede ser de naturaleza muy diferente en unos casos que en otros. En «Los Diez Mandamientos. Una versión secular» he tratado de exponer lo que la ley natural, es decir, el sentido común basado en la misericordia, la solidaridad y el respeto a las personas individuales —a sus opciones y a sus vidas privadas—, propone a toda recta razón. Y no hay duda que entre aquella masa de pecadores que no obedecen a los mandamientos de Dios tal y como los enseña la Iglesia, hay mucha recta razón, mucha solidaridad y respeto a la persona, aunque no siempre y en todo, claro. No voy a caer en la defensa ingenua del «buen salvaje». Frecuentemente los pecadores lo son reduplicative, es decir, por la Iglesia y por el sentido común, pero no todos aquellos a quienes la Iglesia considera pecadores son malas personas ni malos ciudadanos. Al contrario, entre su número también florecen ejemplos de virtudes muy necesarias para la vida social y personal.
 
Mi libro no excluye a los mandamientos como los explica la Iglesia, y menos se opone a ellos. No es un libro impío ni blasfemo, aunque disienta de algunas normas de la Iglesia. No me he puesto a contradecir a la Iglesia ni a atacarla. He tratado más bien de llenar los agujeros que deja la doctrina de la Iglesia. A veces las explicaciones coinciden, a veces no. El magisterio ha deducido de los primeros principios intocables de la revelación algunos criterios para el comportamiento y la acción de sus fieles. Estos criterios no son los únicos compatibles con estos principios. No son los únicos que se pueden deducir.
Por ejemplo, no veo razón sólida alguna —de principio, me refiero— para apartar a las mujeres del sacerdocio, ni para prohibir el uso del condón ante una epidemia de sida.
A veces los preceptos religiosos coinciden exactamente con la lógica humana que fundamenta la convivencia y el bien común. No robar es de sentido común en una sociedad basada en la división del trabajo y en la propiedad privada y el no matar, a pesar de que la Iglesia no quiere hacerlo absoluto.
 
En el libro aludido defiendo la opinión de que los mandamientos son preceptos funcionales, dados, inventados o establecidos, como se quiera, para ordenar la vida en sociedad. Insisto en lo de la vida en sociedad, porque creo que tienden más a esto que a ordenar la vida interior de los seres humanos considerados aisladamente, como sujetos ontológicos distintos.
En cierta manera este libro es un texto de ética social, que usa en la exposición el esquema tradicional de los diez mandamientos de Moisés en el Deuteronomio. También se puede considerar como una continuación de mi obra anterior —La Solidaridad. Guardián de mi hermano (Ariel, Barcelona 1996)—, en la que trataba más de las normas generales y específicas para el buen orden de la sociedad, de la manera de organizar las instituciones y conseguir su recto funcionamiento. En este nuevo se trata de los comportamientos de las personas individuales y de los colectivos que son necesarios para que las instituciones funcionen bien y la vida en sociedad esté ordenada, sea agradable y productiva. Una última referencia: el libro está dedicado a Ignacio Ellacuría, amigo entrañable y compañero de fatigas en El Salvador, quien me enseñó a liberar la mente de ataduras ancestrales para penetrar el terreno de lo audaz-razonable.
Pasemos ya una rápida revista de los mandamientos.
 
 
            El mandamiento del amor
«Que no hay que amarse a uno mismo sobre todas las cosas»
 
El primer mandamiento, el mandamiento del amor, no puede ser más tradicional en su enunciado. Pero en una versión secular, es decir, desde la perspectiva de los que o bien no creen en Dios o bien  —provisional o metodológicamente— ignoran su existencia no puede mandar amar a Dios, de cuya existencia se abstrae. Manda, eso sí, amar al prójimo. Lo que debe tranquilizar al creyente, porque si Dios realmente existe ya se sentirá amado por quien ama sinceramente a su prójimo.
El mandamiento profundizando de tejas abajo afirma la transcendencia del amor, la superación del yo en el verdadero amor, en lo cual la versión secular coincide con la religiosa. La razón humana, aun sin estar iluminada por la fe, puede descubrir que amarse a uno mismo sobre todas las cosas es el principio de todos los comportamientos egoístas, antisociales y antihumanos. El egoísmo individual o grupal está en la raíz de todos los desórdenes éticos y morales.  Frente al egoísmo se afirma la misericordia, el respeto a los demás y la solidaridad.
 
 
El mandamiento de la tolerancia
«Que no hay que usar en vano los nombres “sagrados”
(amistad, justicia, democracia, bien común…)»
 
El segundo mandamiento es el mandamiento de la tolerancia. Lo que incluye naturalmente el rechazo de la blasfemia y las expresiones de irrespeto y rechazo a nuestra religión —como también el jurar en vano —, que es parte integrante de nuestra cultura, y en la que nosotros creemos. Pero por la misma lógica que se condena la blasfemia, se debe condenar las faltas de respeto a otras formas de religión y, desde luego, perseguirlas y denigrarlas.
Este mandamiento manda, en general, respetar sinceramente a las creencias de la gente y a todo aquello en que la gente cree y estima. De allí se llega a afirmar la tolerancia de creencias e ideologías, sobre lo que la Iglesia no predica mucho.
 
 
El mandamiento del descanso
«Que se debe tener tiempo para el descanso.
para estar con los demás, para disfrutar, para hacer lo que queramos»
 
Tercero: El mandamiento del descanso. La Iglesia manda el descanso semanal, para que quede tiempo para honrar a Dios, o para ponerse a tiro de los sacerdotes y los predicadores, porque si no se remitiese el trabajo semanal, los sacerdotes no tendrían ocasión de predicar, dirá la versión secular. En todo caso es un mandamiento que rima perfectamente con las necesidades de los seres humanos de dedicar tiempo a aquellas actividades del espíritu que ennoblecen a su ser.
Si sólo trabajáramos, por obligación o para ganar dinero, no nos quedaría tiempo para cultivar el espíritu, ni para reír y divertirnos, ni para ejercitar las capacidades de creación artística o de disfrute de lo bello. Seríamos como trabajadores más o menos hábiles con un espíritu atrofiado. La limitación del tiempo de trabajo es una necesidad humana. Como lo es el tener tiempo para el trabajo, porque los desempleados no lo tienen y parece una broma decirles que están obligados a santificar las fiestas, cuando están todo el día en una fiesta no deseada y poco divertida. Los mandamientos no mandan trabajar, porque suponen que esa es la suerte del ser humano. No debiéramos suponerlo y hacer más para que todo el mundo pueda trabajar y santificar las fiestas con el descanso
 
 
El mandamiento de la familia
«Que hay que honrar a los padres, a los que hacen de tales
y tratar bien a los hijos y respetar, todos, las obligaciones familiares»
 
En este mandamiento se trata del orden que debe reinar al interior de la célula esencial de la sociedad. No solo hace falta que los hijos honren a los padres, también es necesario que los padres respeten y, en algún sentido honren a los hijos. En la familia no debe haber asimetrías ni privilegios, ni reyes de la casa, ni hijos mimados, ni padres con pretensiones de ejercer la propiedad sobre sus hijos. Los hijos no son propiedad de los padres y no deben ser sus servidores, como aquellos tampoco de los hijos.
La familia debe ser una célula de solidaridad, un ámbito de respeto y del reconocimiento de los deberes y obligaciones mutuas de todos los miembros de la familia, de unos para con otros. El respeto, el amor y la tolerancia deben ser los principios que hagan de las familias ámbitos de crecimiento y desarrollo personal, y de bienestar y felicidad.
 
 
El mandamiento de la vida
«Que no hay que matar a nadie por ningún motivo»
 
El quinto manda no matar en ningún caso. Su fiel cumplimiento lleva a que no se deben reconocer ni aceptar excepciones, como la pena de muerte. Escandaliza a muchas personas que la jerarquía católica no sea tajante en este tema, ni que condenen con más energía y claridad todos los episodios pasados de persecuciones, ejecuciones, cruzadas promovidos por la misma Iglesia contra los que pensaban de otra manera con gran sacrificio de vidas humanas.
El respeto a la vida nos debe llevar también a pensar en los miles de niños y personas que mueren una muerte prematura, víctimas de enfermedades curables, simplemente porque pertenecen a comunidades o naciones pobres. La muerte hace estragos entre los niños pobres, por ejemplo, ante la impasibidad de los cristianos que nos gastamos, entre otras cosas, millones y millones de pesetas en armas y cosas igualmente inútiles aunque no tan inmorales. La afirmación de la vida tiene que darse en la prevención de tanta muerte injustificada en el mundo pobre. En la prevención del sida, por ejemplo, que está diezmando a la población de África.
Sin una preocupación verdadera por los millones de seres humanos hechos y derechos que mueren de pura pobreza, el celo que se despliega contra el aborto resulta un poco hipócrita y contradictorio, porque es un celo para traer a la vida a seres normalmente infelices a los que luego se abandona a su suerte. La cuestión del aborto debe enfrentarse con mucha comprensión hacia las personas adultas que se ven forzadas por razones externas o internas a abortar, reconociendo lo que es filosófico —o materia de fe— y lo que es factual en la discusión de tan delicado tema. En todo caso no se puede pretender imponer como legislación civil lo que es la manera de ver las cosas de ciertos católicos.
 
 
El mandamiento del sexo
«Que no hay que usar el sexo para hacer el mal»
 
El sexo es una potencia natural que nos ha dado el Creador para reproducirnos, para expresar amor y para disfrutar de su ejercicio. El disfrute es funcional, quizá en sus raíces está pensado como el precio por una reproducción que tiene sus inconvenientes, pero ahí está. Capacidad de reproducción, signo de afecto y potencial de disfrute, eso es la realidad del sexo humano.
El ejercicio del sexo ha sido regulado por la Iglesia Católica de una manera muy clara y tajante. Sólo se puede disfrutar de la actividad sexual dentro del matrimonio, es decir, entre personas casadas, y normalmente con vistas a la reproducción, es decir, sin evitar la posibilidad de la misma. Es una fórmula para ordenar la actividad sexual, seguida por muchas personas con mayor o menor éxito. No se puede menospreciar ni ridiculizar. Pero hay muchas más personas que no aceptan esta fórmula para regular su actividad sexual.
Dado que la actividad sexual tiene que ser regulada de alguna manera, otra fórmula provendría de fundamentar toda actividad sexual en la verdad y el respeto a los sentimientos de la otra persona. Que el sexo no se emplee para engañar, conseguir favores, dinero o ventajas de cualquier tipo, que no use a las personas para satisfacciones pasajeras con un discurso mendaz y promesas falsas. La intención define la bondad o malicia del ejercicio de la actividad sexual. En este terreno, naturalmente, se peca mucho, no tanto por las acciones físicas mismas, sino por las circunstancias que rodean las acciones.
 
 
El mandamiento de la propiedad
«Que no hay que robar a nadie (y menos al pobre)
ni de lo que es de todos»
 
La propiedad privada es una institución que a estas alturas de la historia todo el mundo ha aceptado como esencial para la distribución y uso de los bienes materiales. Es una institución que deber ser respetada para que la sociedad funcione bien, de ahí el rechazo social al robo, la estafa, la explotación y el abuso de cualquier manera que sea.
Respetada debe ser, pero dentro de los límites naturales que fija el destino universal de los bienes materiales, porque como dice el proverbio «en caso de necesidad los bienes privados se convierten en públicos».
¡Que mandamiento más mal cumplido! ¡Cuántas formas de violencia económica —lo que más se condena en este mandamiento—, se dan en nuestros días de desarrollo económico, de neoliberalismo y de globalización! Los pecados contra el séptimo mandamiento causan mucho dolor y mucha muerte, sobre todo por aquellas acciones que acumulan miseria sobre los pobres de la tierra.
La versión secular también recuerda la necesidad de la restitución para que haya perdón, de manera que no sólo las personas ricas, sino también los países ricos debieran preocuparse, para ser perdonados de sus expoliaciones y robos, de la reparación a los más pobres por medio de la ayuda al desarrollo, el comercio justo, la inversión productiva y la implantación de un nuevo orden económico internacional, en el que el desarrollo de los más pobres sea posible.
 
 
El mandamiento de la verdad
«Que no hay que mentir, engañar,
calumniar ni dar falsos testimonios»
 
Sin verdad, la vida social es costosa y difícil. La gente suele decir la verdad y cada uno de nosotros nos la creemos. Imaginémonos lo que sería nuestra vida cotidiana si no pudiéramos creer a todos los demás seres humanos de los que dependemos para vivir, el locutor de la radio, el conductor del autobús, el maestro, el médico, el tendero, el juez.
La verdad, como la solidaridad, son necesarias para una vida en la que los hombres dependemos cada vez más unos de otros. La verdad es debida en los juicios, a lo que más se refiere la Biblia. Cuando se aparece como testigo en un juicio, de cuya deposición depende la suerte del acusado, la verdad es una verdad debida. También es debida cuando de ella depende la suerte de los demás en cualquier forma y grado que sea. A veces no es debida, y se puede reservar, si alguien quiere que se le releve algo a lo que no tiene derecho. Nuestros pensamientos, por ejemplo, son secretos, como les ha hecho Dios. Pero fuera de eso, todos los ataques a la verdad, la calumnia, la hipocresía, el cultivar las apariencias, el presumir, etc. son comportamientos que deforman la convivencia.
 
 
El mandamiento de la fidelidad
«Que no hay que desear la mujer ni el hombre del prójimo,
ni tratar de romper parejas o familias»
 
La Iglesia Católica, con gran sentido común, ha separado en el último mandamiento a la mujer de las posesiones materiales, objeto del deseo de los hombres, a diferencia de cómo lo formula el Deuteronomio (Cap. 5,10-12) que los pone juntos en su último mandamiento. Desear la mujer del prójimo es un deseo de una naturaleza diferente que desear sus propiedades, tierras, animales, enseres, etc.
Este mandamiento trata de defender la estabilidad de la vida en común, en el seno de la familia tradicional, o de la unión de hecho. La vida no debe ser un intento constante de ligar, de conquistar y enamorar. Lo contrario es desconocer el secreto de la felicidad en el amor y en la vida en común.
En la versión secular de este mandamiento no se prohíbe el divorcio. El divorcio generalmente es una secuela de la disolución real y efectiva del vínculo que mantiene unidas a las parejas. No pasa lo mismo con el vínculo sacramental, que es por definición irrompible. Pero si el vínculo humano de amor y respeto, que es frágil y frecuentemente se rompe, falta en la vida de la pareja, no se gana mucho con seguir viviendo juntos. El vínculo legal se rompe y se puede empezar de nuevo. La Iglesia hace bien en poner difícil esta ruptura, aunque quizá exagere al hacerla irreparable. La versión secular también elogia a su manera la fidelidad y la perseverancia en el amor.
 
 
El mandamiento de la moderación
«Que no hay que codiciar los bienes ajenos
y menos para quitárselos»
 
El último mandamiento prohíbe la concupiscencia de las cosas, de las posesiones materiales, el consumismo, el gasto excesivo y la diversificación extrema e irracional en la producción y el comercio.
El exceso de consumo de los países ricos está teniendo efectos nocivos en el medio ambiente, en la madre tierra que nos nutre y nos sustenta. Nos está haciendo además que vivamos a costa de los que no consumen bastante, de los que no tienen para comer, alojarse, vestir y cuidar su salud mínimamente. La pobreza de los muchos es el resultado de los excesos de los menos. El equilibrio ecológico y la justicia social exigen que no consumamos tanto, que no produzcamos tantas cosas diferenciadas e inútiles. Eso supone que no debemos ponernos como meta en la vida el tener muchas cosas, las que tienen los más ricos, o aquellos con quienes nos queremos emular. Contra todos estos desórdenes se aúna la cultura de la moderación, del goce de los placeres sencillos y baratos, como contemplar la naturaleza o pasear por el bosque. ¡
 
Luis de Sebastián
[1] Espero que no se arrepientan de ello, y que la invitación no se deba a un malentendido. Me hace pensar que no es así el hecho de que quienes promueven la revista están real y profundamente preocupados por la juventud actual, que parece entregada a la buena vida, en la medida en que cada cual puede lograrla, al placer y la diversión, sin atender a muchas normas morales[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]