Utopía y senderos de esperanza en el mundo de hoy

1 enero 2000

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Síntesis del Artículo

Los senderos actuales de la utopía están en lo cotidiano, donde se produce el «deshielo de la razón». Pero ahí también existe el «pozo» de la exclusión, que nos exige dirigir la mirada por tres ventanas de esperanza: la experiencia de la dignidad humana, la memoria de las víctimas y los objetivos de la vida. Esos senderos de esperanza están siendo ya transitados por muchas personas —nuevos movimientos sociales, etc.— que buscan esa auténtica mundialización basada en relaciones fraternales. Éste es el esquema argumental del artículo, salpicado constantemente con sugerencias educativas concretas.
 
Joaquín García Roca es profesor en la Universidad de Valencia.
 

 
 

La historia asigna nuevos lugares al deseo y se encarga de ir domiciliando las utopías de la humanidad; de este modo, el universo parpadea signos emergentes, que iluminan la nueva condición humana y emiten fulgores de señales e indicaciones, que traen noticia de una sociedad-otra. Hay chispas en el interior de nuestra condición, aquí y ahora, que gesticulan una historia esperanzada. El siglo no está vencido por el desaliento y la resignación, sino que en su vientre germinan semillas de otro orden. Los trazos de las utopías son como campos magnéticos; aunque estemos continuamente rodeados de cautiverios, reversos y desgarros, la noche no es un domicilio, sino una circunstancia; en el interior del lado oscuro de la vida, que permanentemente nos acompaña, sigue siendo sonoro el rostro del Deseo.

¿Dónde están hoy los fulgores, aunque sean tan breves y las chispas mesiánicas? ¿Con qué materiales se construyen hoy las utopías? ¿Cómo educar para construir esperanzadamente la historia?

 
 

  1. Lo cotidiano: domicilio de la utopía

 
            Las formas de desear han estado vinculadas a un modo concreto de imaginar el futuro, inducido por el gran proyecto del capitalismo industrial; era un proyecto para una sociedad venidera, la de la riqueza de las naciones, el progreso y el reino de la libertad. La sociedad industrial confundió la utopía con aquello distante que justificaba aplazar permanentemente la satisfacción: “ahora estamos mal… pero mañana estaremos mejor, si somos capaces de trabajar y no apresurar las satisfacciones”.
La utopía era traída por el esfuerzo, la paciencia y la ingeniería técnica a la hora de diseñarla. Era el tiempo que cultivaba la futurología y la ciencia ficción, que servía de “sistema de alarma temprana, al mostrar lo que puede ocurrir, lo que podría pasar y sencillamente lo que debería ocurrir”[1].
 
Hoy sabemos que no existe otro tiempo que no sea el interior al sistema; y que no hay ninguna sociedad ahí fuera, esperándonos, que no sea la que nosotros seamos capaces o incapaces de construir, que no sea la que ya seamos capaces o incapaces de crear ahora mismo[2]. Como presentía Cavafis en su viaje a Ítaca, “ni al feroz Poseidón has de encontrar,/ si no lo llevas dentro del corazón,/ si no lo pone ante ti tu corazón” (Cien poemas, 1987, p. 45).
 
Asistimos hoy a un cambio de registro en la representación de las utopías. La esperanza humana ha cambiado de residencia y el tiempo humano del futuro, que ha vehiculado la esperanza en la sociedad industrial, se está convulsionando a favor del presente. Estamos experimentando una «deslocalización» del espacio, por un lado, y una «presentificación» del tiempo, por otro, que cambian de forma radical las categorías en las que se basa la construcción de la esperanza.
La utopía  recupera la pasión por el presente y por la vida cotidiana, que se han convertido en el último refugio de la más profunda esperanza. Esta revolución de las expectativas ha obligado al propio Juan Pablo II a inculturar el símbolo de la utopía cristiana desde otras categorías, con el consiguiente desconcierto en las filas de una sociedad crédula pero descreída. Cuando se afirma que el cielo y el infierno no son un lugar ni un tiempo determinado, se está recuperando el dinamismo actual de la esperanza, que se resiste a representarse con esquemas espaciales y temporales impropios.
 
Educar para la esperanza no consiste en familiarizarse con la realidad virtual que se construye por Internet, como supusieron aquellos jóvenes de la secta solar que se quitaron la vida para poder navegar por el espacio, ya que “el cuerpo era lo único que les molestaba para tal empresa”; consiste, más bien, en acercarse a la realidad de los sufrientes. Al contrario de lo que sucedía en los diseños de la «Ciudad del Sol», en la que no se podía «mostrar nunca fatiga», las utopías actuales están preñadas de realidad y son inductoras de procesos; no hay soluciones puntuales, sino respuestas secuenciales y procesos largos.
Aceptar que en lo provisional hay también esperanza, es nuestra forma humana de esperar. No podemos educar en la alternativa del todo o nada; más bien, sabemos que las soluciones totales y definitivas no son para navegantes. Hay que enseñar a desear otra sociedad, conociendo a la vez los desengaños que nos reserva aquélla que la reemplazará[3]. Para tomar el cielo hay que tener los pies muy puestos en la tierra
 
Por esta razón, el compromiso con la utopía invita a la búsqueda humilde y al diálogo. La utopía no está de espaldas a la densidad histórica ni a las oscuridades. Hay un pasaje bíblico que resulta abrumador por su provocación: «El Señor quiere habitar en una densa nube» (1Re 8,12); y, de este modo, nadie posee la utopía, sino que sólo se puede caminar confiadamente hacia ella. Como advertía Albert Camus, la manera de no ver nada es mirar de cara al sol; hay cosas que se ven mejor en la penumbra. El modo de aparecer la utopía no está reñido con la oscuridad ni con la complejidad.
 
 

  1. El deshielo de la razón

 
La razón fría que construía el futuro de la humanidad, se ha hermanado con la razón cálida de los sentimientos y afectos. La razón que convirtió el mundo en un artefacto, se descubre a sí misma transida de afectos y de sentimientos. Y recupera, de este modo, el sentido de la sabiduría que combina informaciones y sentimientos, datos y emociones; todo está enredado de esperanzas y citas.
La racionalidad funcional se instaló en nuestra civilización y debilitó el llamado ético, la acción colectiva, la empatía hacia los suficientes. La dictadura de la razón tecnológica declaró innecesarios y perjudiciales las emociones y los afectos; la utopía fue aplastada por el cálculo, el control y la previsión.
 
Hoy amanece otra realidad de la razón, que valora la experiencia vital, entrelaza las diferentes formas de conocimiento para guiarnos por el mundo y reconoce los afectos como vehículos del conocimiento. Asistimos al nacimiento de una nueva sabiduría, que abre itinerarios espirituales en nuestra época. Nuestro tiempo tiene un fulgor especial allí donde constata que lo esencial es invisible a los ojos, que no éramos tan soberanos ni autónomos como llegamos a creer.
 
La razón no pierde nada cuando mira al ser humano singular y vinculado, cuando apuesta por armonizar cabeza y corazón, cuando recupera el poder de la ternura. Con la recreación de la razón, la humanidad abandona la ideología del conquistador y comienza a tomar conciencia de las diferencias; de este modo, comienza a salir de una visión uniformizante, reductora, pero fuertemente racionalizadora, para adoptar una manera de concebirse a sí misma mucho más polifacética, multipolar, compleja, que  desafía toda racionalización simplista y todas las ideologías de la conquista, en cuyo nombre el crecimiento destruía los recursos naturales, despreciaba la diversidad de la naturaleza y ahogaba sus voces en su amplia gama de singularidades.
 
“Hemos visto que el desarrollo, al mismo tiempo, obra por y para la realización de un modelo de humanidad masculino, adulto, burgués, blanco, suscita una reacción múltiple, que no solamente rechaza la dominación de este modelo, sino también el valor de este modelo. Así, fermentos juveniles, femeninos, multiétnicos, multirraciales, actúan, pero en desorden, sin que llegue todavía a constituirse un nuevo modelo de humanidad fundado a la vez en la realización de la unidad genérica de la especie y en la realización de las diferencias”[4].
 
La racionalidad económica, que se creía aplicable de manera universal, uniformaba el mundo hasta convertirlo en un mercado; de este modo, la mercancía se apoderaba de la conciencia y lo convertía todo en artefacto que se podía intercambiar.
 
La educación es un compromiso con las diferencias y con las singularidades, que obliga a abandonar los mapas y a reconocer que  las fronteras somos nosotros, como decía «El paciente inglés», o que el extranjero es alguien a quien todavía no hemos conocido.
Educar para la esperanza sólo es posible pleiteando con el narcisismo y sus satélites, la prepotencia, el egocentrismo y el absolutismo; sólo es posible desarrollando la empatíacomo capacidad de participar con afecto de la realidad ajena, de situarse con cariño y comprensión en la realidad misma. Cuanto más se comprende algo, más se puede amar; como escribió Paracelso, médico del siglo XV, “quien se imagina que todos los frutos maduran al mismo tiempo que las fresas, no sabe nada de las uvas”.
 
 

  1. Pozos  con vista

 
            La mayor herida de la utopía es la exclusión, que niega la justicia y no escapa al dolor personal y al desgarro social, encoge el corazón, que se gasta con la pena y el llanto y representa la profanación del hombre. Se trata de un proceso dentro del cual grupos enteros de la sociedad son privados de una participación real. Las fronteras son tan tenues que se transitan sin pasaporte y no necesitan aduanas especiales; basta culpar a los excluidos de su situación y que ellos acaben creyendo en su propia impotencia; ni siquiera es posible trazar límites entre terrenos económicos, sociales y políticos.
Cuando las chabolas están rodeadas de campos de tenis y el archipiélago de la miseria está envuelto de clubes de la abundancia, la pobreza se convierte en exclusión; cuando las personas sin techo caminan por las calles rodeadas de casas vacías y luces de neón, la pobreza se convierte en expropiación.
 
En la exclusión, se expresa la crueldad profunda de una sociedad que se construye sobre el orillamiento de los débiles. La vida de los excluidos está llena de humillaciones que empujan al «borde», a ese espacio donde vivir es un ejercicio de resistencia o de precipitación hacia el abismo de la indigencia y el tiempo sólo marca los rastros del camino de las penalidades y privaciones. Porque eso es ser excluido: no contar nada por insignificancia y morir antes de tiempo.
Las exclusiones son auténticos agujeros negros que concentran y densifican la energía destructiva que afecta a la humanidad y ostenta la dudosa distinción de poseer la mayor población de penados y habitantes de la calle. Las lluvias y los huracanes sólo matan a aquéllos que habían construido sus casitas en las tierras baldías de los ríos; como denunciaba Monseñor Romero, “las culebras sólo muerden a los descalzos”.
 
Hay vidas que están confinadas en habitaciones sin vistas, un mundo cerrado e impermeable, que tienen el muro como horizonte absoluto. ¿Se podrán reconstruir esas vidas? ¿Podrán unirse ambas orillas? ¿Se abrirán algunas ventanas de futuro? ¿Existe alguna invitación educativa capaz de  romper el destino de los excluidos, esas «fortalezas sin puente levadizo», ese “mundo encerrado en sí mismo como una isla en la sociedad?” (A. Camus, El primer hombre).
 
Educar es familiarizarse con esas iniciativas, gérmenes de fantasías, que inauguran un mundo y testifican que el horizonte insuperable de nuestro tiempo no es la política del Fondo Monetario Internacional.
Tres ventanas alimentan una espera esencial: la experiencia de la dignidad humana, que se sustancia hoy en los derechos humanos; la memoria de las víctimas, que se convierten así en el gran auxiliar de la esperanza; y los objetivos de vida.
 
 
Dignidad y derechos humanos
 
En ciertos lugares, bullen sueños y deseos de dignidad; como sugería la canción de Serrat, “son bienaventurados los que están en el fondo del pozo, porque ya sólo pueden ir hacia arriba”. Sabemos que todo empezó en un sueño, como ya Galdós ponía en boca de Benina, en Misericordia: “Digo que no hay justicia; y, para que la haiga, soñaremos todo lo que nos dé la gana; y soñando, un suponer, traeremos acá la justicia”. El deseo de dignidad para todos es otro proveedor de futuro, una dignidad que no se concede ni se otorga, porque nunca la perdieron, simplemente se reconoce. La dignidad ha llegado a la conciencia a través de los derechos humanos. Ampliar y extender los derechos humanos es la energía misma de la utopía actual.

Memoria de las víctimas
 
La utopía es traída actualmente también por la memoria de las víctimas. No deja de ser curioso que la esperanza de los pueblos se esté construyendo sobre los informes que intentan recuperar las imágenes del horror y los escenarios del suplicio. El Informe sobre la verdad en El Salvador, en Guatemala o en Argentina, han marcado el camino desde la memoria hacia la utopía. En todos estos informes, quedaron registradas las desapariciones, torturas y secuestros de miles de seres humanos, a menudo jóvenes idealistas, que fueron ejemplos de lucha ética[5]. La memoria del sufrimiento es un proveedor de utopías y, en consecuencia, de futuro. Lo dijo Valle Inclán: “Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos”. El rechazo de lo intolerable, como ejercicio de la memoria, se convierte así en el gran proveedor de la dignidad, ya que sin vomitivos no hay dignidad. «Cuando el viento aúlla en el mar —comenta el náufrago de García Márquez—, cuando las olas se rompen contra los acantilados, uno sigue oyendo las voces que recuerda»[6].
 
Objetivos de la vida
 
La musculatura de la utopía es la vida misma, como fue entendida por Primo Levy en el campo de concentración: «casi nunca tuve tiempo que dedicar a la muerte; tenía otras cosas en las que pensar: encontrar un poco de pan, descansar del trabajo demoledor, remendarme los zapatos, robar una escoba, interpretar los gestos y las caras que me rodeaban. Los objetivos de la vida son la mejor defensa contra la muerte, no sólo en el Lager» (P. Levy, Los hundidos y los salvados). Cuando los grandes pisotean a los débiles, objetivos de vida son su defensa; cuando el Ministerio de Economía se opone a la ley de extranjería, objetivo de vida es protestar; cuando el herido está indefenso, objetivo de vida es asistirle. Se comprende el lamento de Hérder Cámara al percibir que no siempre la caridad perturba la injusticia, ni siempre está interesada en cambiar las relaciones de poder: “cuando doy comida a los pobres, me llaman santo, y cuando pregunto por qué no tienen comida, me llaman comunista”.
 
 

4. La organización de los don nadie

 
El siglo ha generado nuevas metas de humanización y emancipación, que parecen alcanzables: la erradicación de la pobreza, la emergencia de la ciudadanía mundial, el camino hacia el universalismo moral y jurídico, la mejora sustantiva de la educación y la salud. Como reconoce el Informe del PNUD de 1999: «Los adelantos tecnológicos mundiales ofrecen grandes posibilidades para el desarrollo humano y para erradicar la pobreza, pero no con las prioridades actuales… Se necesita un nuevo compromiso con la ética del universalismo», que constituirá de este modo el corazón mismo de la educación de los jóvenes.
 
¿Quién será el nuevo actor del universalismo? Será plural y no único, mestizo y ecuménico. Y siempre tendrá la presencia activa de los excluidos, que se sustancian actualmente en los movimientos sociales. La acción, que rompe el destino de ciertas existencias, es inseparable del sincero reconocimiento en las potencialidades de los excluidos sociales. Hay trazos de utopía cuando los pobres, los débiles y los excluidos dejan de ser objetos de ayuda y comienzan a ser sujetos de historia. Allí donde se abandona el talante prepotente del que sabe frente al que no sabe, del que tiene frente al que no tiene.
Los que se acercan como educadores, acaban siendo simples educandos; a los que fueron como padres, los convirtieron en hermanos; a los que fueron como salvadores, les regalaron la amistad. La esperanza hoy es traída por la presencia activa de los excluidos. Quieren ser sujetos de su propia historia y protagonistas de su propio destino. Los ausentes de la historia se organizan y, con la presencia activa de los últimos, una hendedura social se puede cambiar en ocasión de crecimiento; una caída, en vuelo; y una oscuridad, en independencia moral.
 
Los movimientos sociales son auténticos sismógrafos de la nueva conciencia y de las nuevas oportunidades: en los movimientos de mujeres, que se sacuden el yugo del patriarcalismo milenario y buscan definir su identidad en reciprocidad con lo masculino; en los movimientos religiosos, que propugnan un diálogo de religiones más allá de sus respectivas ortodoxias; en los movimientos a favor de la tierra, que proclaman el destino universal de la tierra; en la defensa de los derechos humanos, que gritan la común dignidad desde todos los rincones del mundo. No están dispuestos a morir de resignación ni a ser sustituidos por nadie ya que, como cantaba Luis Pastor, «cada cual a su faena, porque en esto no hay suplente».
 
Los que ayer vagaban entre el sueño y la desesperación hoy se organizan: los sin tierra, los sin techo, los sin trabajo. El «sin» no es ya un yacimiento de impotencia, sino que desencadena la acción colectiva. Y es que hay verdades que sólo se sostienen juntas, hay infiernos que sólo pueden nombrarse en compañía.
 
Ríos de gentes avanzan en silencio, sobre los latifundios vacíos; son los sin tierra: rompen el candado y entran. Son culpables de no respetar el derecho de propiedad de los zánganos ni la prohibición de no cultivar la tierra que ha dictado el Banco Mundial. Grupos de indios entran y salen de entre nieblas, con pasamontañas; ayer estaban condenados a la servidumbre, hoy son señores silenciados de Chiapas. Son culpables de querer la comunión con su tierra e impedir que el petróleo lo invada todo.
 
Mujeres que desenmascaran el poder que las humilla: luchan contra el machismo o contra la explotación del género. Son culpables de desafiar el orden patriarcal y de romper las relaciones de dominio.
Jóvenes insumisos que desertan del ejército para expresar su rechazo al estamento militar: “no me importa: voy a ir a la cárcel, pero me siento libre; desobedecer a algo con lo que estoy en pleno desacuerdo, como es el Ejército, me da una sensación de libertad real y palpable”, afirma Carlos Pérez, en el momento de entregarse como prófugo a la justicia militar («El País», 30-X-99). Son culpables de creer militantemente en la paz y la no violencia. Es un grito que no ha podido ser acallado, a pesar de la política gubernamental y militar.
 
Pasean por las calles del mundo, con la rabia por montera y la indignación del humillado: son las madres y las abuelas de los desaparecidos. Son culpables de haber desafiado la impunidad del poder y el terrorismo de Estado, que provocó la destrucción de tantas familias; padres y madres, como escribe Sábato, en su atormentada fantasía, enterraron y resucitaron a sus hijos, sin saber, siquiera, la monstruosa realidad.
Será difícil calcular cuántos padres murieron o se dejaron morir de angustia y de tristeza, cuántos otros enloquecieron. La sangre, el horror y la violencia cuestionan a la humanidad entera y nos demuestran que no podemos desentendernos del sufrimiento de ningún ser humano.
 
Comunidades cristianas no sometidas a ortodoxias ni a circuncisiones: mantienen viva la memoria subversiva del crucificado y se atreven a anunciarle como el viviente. Saltan y cantan ante la tumba de monseñor Romero y se ríen de quien pide un milagro para canonizarle. Son culpables de estimar más la cripta  que los doseles de la catedral.
Emigrantes que desafían las barreras de alambre espinoso entre África y Europa. Su error fue no hacerse mercancía; como recomendaba con irónica amargura una ilustración de El Roto, «haceos mercancías y pasaréis sin problemas» («El País», 12-VII-98).
 
 

  1. La eraecológica

 
            La mundialización propone una relación fraternal del ser humano con la tierra y un tipo de desarrollo sostenible que respete los diferentes ecosistemas y garantice una buena calidad de vida a las generaciones venideras. Empezó siendo una preocupación por algunas especies amenazadas (las ballenas, el oso panda…) o por la creación de zonas verdes. En su primera formulación, la ecología se entendió a sí misma  como un fragmento de la biología, que se ocupaba del medio ambiente y supo observar que la propia tierra está enferma y necesita ser curada en su integralidad.
Nace, de este modo, la intuición básica de la perspectiva ecológica, el descubrimiento de la tierra como un superorganismo vivo: las piedras, las aguas, la atmósfera, la vida y la conciencia están entrelazadas entre sí, en una total inclusión y reciprocidad. Los seres humanos son la tierra que piensa, que espera, que ama, que ora y que ha entrado en la fase de decisión y creatividad. Todo está relacionado con todo, en todos los puntos y en todos los momentos. Se da una radical interdependencia entre los sistemas.
Así, el siglo engendró la comunidad cósmica y la comunidad planetaria, en la que no sólo ha crecido la conciencia de la destrucción de la tierra, sino que ha convulsionado el arrogante poder del ser humano.
 
Se ha creado una nueva alianza con la naturaleza. Las llamadas «tres ecologías» constituyen el nuevo arco iris de la utopía: junto a la ecología ambiental y su preocupación por el medio ambiente, amanece la ecología social, que supone e implica una nueva relación con la naturaleza, un acceso equitativo a sus recursos y una recta relación entre los seres humanos, que no produzca ricos y pobres, participantes y excluidos; y la ecología mental, bajo la forma de energías psíquicas, símbolos, patrones de comportamiento, ideas y valores.
El sueño de la mundialización comporta las tres ecologías: la reconciliación consigo mismo (ecología mental), la convivencia con los demás semejantes (ecología social) y el respeto a los demás seres (ecología ambiental).
 
Las tres ecologías inauguran el nuevo rostro de la justicia, que siempre ha sido la sombra inseparable de la utopía. El sueño de la mundialización tiene en su agenda la necesidad de articular las dos justicias: la injusticia social, consecuencia de la agresión contra los derechos de los trabajadores, de los marginados, de los excluidos; y la injusticia ambiental, que es la violencia contra el medio ambiente, la atmósfera, las aguas…
El desafío educativo está en conseguir que los seres humanos se entiendan como una gran familia. Pero esto no será posible sin renunciar a parte de los propios derechos y a una cierta cultura de la satisfacción; pero sobre todo, sin descubrir el mundo como ser los unos para los otros y llegar a estar los unos con los otros, abiertos a dar y recibir unos a otros y unos de otros. La mundialización requiere la utopía de la ciudadanía mundial para toda la familia humana. n
 

Joaquín García Roca

[1] CLARKE, A.: Entrevista, El País, 1 de noviembre 1999
[2] A. MELLUCCI, «La experiencia individual y los temas globales en una sociedad planetaria», en: Los movimientos sociales, Trotta, Madrid 1998, p. 364.
[3] E.M. CIORAN, Historia y utopía, Madrid 1981, p. 137.
 
[4] E. MORIN, Sociologie, Fayard, París 1984, p. 449.
 
[5] E. SÁBATO, Antes del fin, Seix Barral, Barcelona 1999, p. 117.
[6] G. GARCÍA MÁRQUEZ, Relato de un náufrago, Madrid 1981, p. 38.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]