Utopía y signos del Reino en la praxis cristiana

1 enero 2000

Síntesis del Artículo

«La utopía está en el horizonte», la del «Reino de Dios» —objeto central de la predicación de Jesús— está viniendo y, como ocurrió en la vida del Nazareno, comporta una «praxis profética». Signos de ese Reino: praxis de gratuidad en clima de profunda oración; praxis de caridad; compromiso por la justicia, la solidaridad los derechos humanos. En todos ellos, aunque vividos comunitariamente, se ha de manifestar una Iglesia no al servicio de sí misma, sino al servicio de la humanidad, al servicio del Reino.
 
¡ Felicísimo Martínez DíezO.P., es profesor del Instituto Superior de Pastoral (Madrid).
 

 
 

  1. La utopía del Reino de Dios

 
«¡Se han acabado las utopías!». Para los realistas más descarados, éste es un grito de victoria. Para los idealistas impenitentes, sólo es un lamento.¿Quién acabará teniendo razón? ¿O quizá ninguno? Porque mientras la historia de los humanos siga adelante, es muy difícil dar todas las utopías por muertas. O bien porque las utopías se niegan a morir, o bien porque la historia humana no sabe, no puede caminar sin ellas.
 
En el metro, en el tren, en el autobús se ven con frecuencia lectores inmersos en la lectura de los libros del psiquiatra vienés V. Frankl. Uno de sus libros más leídos hoy se titula El hombre en busca de sentido. Una afirmación recurrente de esta obra es la siguiente: el problema fundamental del ser humano no es el problema del placer, sino el problema del sentido de la vida. Sin placer se puede seguir viviendo, aunque malamente; sin sentido es imposible sobrevivir. Si falta el sentido, la única salida razonable es el suicidio o dejarse morir por inanición.
 
La utopía es una especie de sueño de un mundo mejor, más humano, más feliz. Ese mundo no está aún en ningún sitio. No tiene lugar. Eso significa etimológicamente la palabra «utopía»: sin lugar. Pero caminamos hacia él, porque creemos que es posible y, sobre todo, es el objetivo terminal de nuestros sueños y nuestros deseos. Por eso corremos tras ese mundo; él es nuestro horizonte, él marca nuestras metas, él da sentido a nuestras luchas, él concita nuestros esfuerzos y nos permite saltar o atravesar los obstáculos.
 
“Allí está, en el horizonte. Doy dos pasos, ella retrocede. Avanzo diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo avance nunca la alcanzaré. ¿Para que sirve la utopía? Para eso sirve…, para caminar” (E. Galeano). La utopía no está en ningún lugar, está en el horizonte, siempre está más allá. Nunca conseguimos alcanzarla en nuestra caminata histórica, pero nos mantiene inquietos y nos obliga a seguir caminando.
 
Las utopías germinan por todas partes, porque el ser humano se niega a vivir sin la esperanza de un mundo mejor que el presente. Germina en la filosofía, en el arte, en las religiones… Han diseñado utopías los filósofos, los artistas —especialmente los poetas—,  los místicos, los maestros espirituales… Uno de los servicios más valiosos que las religiones han prestado a la humanidad ha sido precisamente mantener viva la llama o la antorcha de la utopía, para que el túnel de la historia no se cierre oscuro sobre sí mismo.
 
Las Escrituras Sagradas de la religión judeo-cristiana nos ofrecen algunos diseños maravillosos de la utopía que resume las promesas de Dios y las esperanzas de los creyentes. He aquí algunos ejemplos.
El profeta Isaías pintaba el final de la historia como la consumación de una convivencia absolutamente armoniosa entre todos los seres de la creación. Y recurre para pintar su cuadro a la metáfora de los animales: “Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. La vaca y la osa pacerán; juntas acostarán a sus crías, el león, como los bueyes, comerán paja. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. Nadie hará daño, nadie hará Mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena del conocimiento de Yavéh, como cubren las aguas el mar” (Is 11, 6-9).
 
En el llamado «sermón de la montaña», Jesús diseñó la utopía del Reino como la consumación de una felicidad, de una bienaventuranza, que invertirá las desventuras de esta historia. “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3-10).
 
El autor del Apocalipsis, el último libro de la Biblia, presenta una visión majestuosa de la Jerusalén celestial. Dibuja una utopía capaz de animar a los cristianos perseguidos e inmersos en las tribulaciones de este mundo. “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva —porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya—. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo, y él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 1-4).
 
La Biblia primero y luego la tradición cristiana han llamado a esta utopía el Reino de Dios o el Reino de los Cielos. Ese Reino de Dios fue el objeto central de la predicación y de la praxis de Jesús.
 
 

  1. El Reino de Dios está viniendo

 
La utopía se parece a un sueño, pero no se identifica con él. La diferencia entre ambos consiste en una forma muy distinta de conectarse con la realidad.
El sueño tiene una relación muy peculiar con la realidad. Unas veces nos desconecta de ella. Otras veces se limita a invertir la realidad gratuitamente, sin dar razones de tal inversión. Y con frecuencia no hace más que reproducir la vida pasada idealizándola. Por eso, los sueños nos conducen muchas veces a la frustración. Cuando despertamos, caemos en la cuenta de que la realidad sigue siendo la misma, tan dura y tan imposible como antes de soñar.
 
La utopía nos conecta con la realidad. También procura invertirla, pero no gratuitamente, sino mediante una llamada a la transformación de la misma. Ofrece razones para la transformación. Nos orienta hacia una realidad futura, totalmente nueva, pero posible. Por eso, lejos de conducirnos a la frustración, induce en nosotros la animación, la motivación, un empeño responsable para cambiar la historia en la dirección de la utopía. Nos convence de que los sueños utópicos se pueden convertir en realidad, pueden llegar a realizarse. Así se convierte en fuente de esperanza.
 
Por eso, la utopía cristiana ha estado siempre asociada con la profecía. Alguien ha descrito la utopía del Reino de Dios como el objetivo; y la profecía como el método. La utopía del Reino es la meta final de la historia de salvación; la profecía es el método para que esa utopía se vaya haciendo realidad. Ir poniendo signos del Reino, ir poniendo prácticas proféticas es una forma de dar razón de la esperanza, una forma de  mostrar ya en el presente que la utopía del futuro es posible, está en curso, se está verificando. Los signos proféticos son la semilla de la utopía.
 
La historia de Jesús ejemplifica bien esta relación entra la utopía del Reino y la praxis profética.
En su presentación en la sinagoga de Nazaret, lee un texto de Isaías que describe bien la utopía del Reino que Jesús predica y practica: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación de los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y para proclamar un año de gracia del Señor” (Is 61,1-2). E inmediatamente, Jesús anuncia: “Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy” (Lc 4,21). Todo el hoy de la vida de Jesús, todas sus palabras y prácticas históricas son una prueba de que la utopía del Reino está ya en acción, ha comenzado a realizarse. Es una prueba capaz de sustentar la esperanza de que la realización del Reino es posible, y su consumación tendrá lugar algún día.
 
Sus milagros son signos o pruebas fehacientes de que el Reino de Dios está ya presente y actuando. Los fariseos sólo ven en los milagros gestos poco menos que demoníacos. Se los atribuyen a la acción de Belcebú a través de Jesús. Pero Jesús replica presentando los milagros como una presencia activa del Reino. Son una prueba fehaciente de que Dios está ya actuando por medio de su persona. “Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt 12, 28). La utopía del Reino es posible, porque ya está en curso, se está verificando en la historia de Jesús. No es un mero sueño. Hay razones fundadas para una esperanza firme en la consumación final.
 
La historia de Jesús es un modelo y un desafío para la comunidad cristiana. Esta está obligada a seguir poniendo signos del Reino de Dios en la historia humana. Así dará razón del mensaje que anuncia, de la fe que profesa, de las promesas que predica. Sólo las prácticas cristianas pueden dejar claro que las promesas divinas están en curso, que la utopía del Reino es posible, que la esperanza cristiana no es un sueño, sino el camino firme hacia unos nuevos cielos y una nueva tierra, “en los que no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatiga, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4).
 
No es poco el aporte de las Iglesias cristianas a esta humanidad, si consiguen avivar la esperanza y mantenerla firme a pesar de todos los signos en contra. Son muchos los signos que se empeñan en negar la posibilidad de que algún día llegue a realizarse la utopía del Reino de Dios. Las Iglesias están llamadas a poner signos que se empeñen en probar que esa utopía ha comenzado ya a realizarse. ¿Cuáles son las prácticas cristianas o los signos del Reino más significativos para el hombre y la mujer hoy?
 
 

  1. Orad sin interrupción…, que el Reino de Dios es gratuito

 
Poner prácticas de gratuidad es urgente en la cultura del mercado global. Es necesario para recordarnos y recordar a nuestros contemporáneos que el Reino de Dios es gratuito. Aunque sea a costa de caminar contra corriente, ir en dirección contraria,  condenarse a la marginalidad, apostar por una práctica contracultural.
En nuestro mundo no es fácil convencer a muchas personas de que la oración sea siquiera una práctica. «Práctica» o «praxis» suena hoy a acción, movimiento, militancia. De ninguna forma se asocia con contemplación, quietud, gratuidad. Porque la praxis o las prácticas suenan espontáneamente a algo productivo, útil, utilitario, eficaz. Estos sí son valores de primer orden en el mercado cultural actual. Aquellos están a la baja. Pero precisamente por eso, hoy es urgente poner prácticas de oración.
 
Hoy casi nada es gratuito. Todo se compra y se vende. Todo se tasa y se paga. Todo hay que merecerlo o ganárselo a pulso. Nadie regala nada. Y esto sucede no sólo en los niveles largos del mercado global, de las mercancías, de las cosas. Sucede también en nuestro pequeño mundo, en el mundo de las relaciones personales. Por eso quizá el amor, la amistad, el perdón, la reconciliación… son bienes escasos y hasta se convierten en mercancías, lo que equivale a destruirlos. ¿Qué queda del amor, de la amistad, del perdón, de la reconciliación… si no son gratuitos?
¿Y qué queda de la utopía del Reino de Dios si éste no es gracia, don, oferta gratuita? Nada. Si no es gracia, no es el Reino de Dios. Si no encontramos gestos de gratuidad en nuestro mundo, ¿quién podrá convencernos de que la utopía del Reino no es un mero sueño?; ¿quién podrá sustentar nuestra fe en que el Reino de Dios se está realizando?
 
La praxis de la oración es un signo del Reino, un testimonio de que el Reino de Dios está presente, se está realizando, llega en gracia. Es praxis común en todas las religiones. Buscar tiempos gratuitos, hacer silencio interior, leer y contemplar la historia desde lo más hondo de sus procesos, contemplar la realidad hasta atravesar las capas más superficiales y hacernos con su sentido trascendente, ir a lo esencial para encontrarnos con lo absoluto o el Absoluto, descubrir la revelación del Absoluto en las cosas más pequeñas y cotidianas…  Son gestos que nos acercan a la utopía y nos liberan de la rutina y la superficialidad. Aguzan la conciencia y nos permiten ver más allá. Son ejercitaciones que nos devuelven a la realidad y nos sacan de la falsa ilusión. Son prácticas cuya productividad no se mide en términos comerciales, sino en términos de gratuidad.
Es lo que han hecho los grandes orantes, los grandes místicos, los grandes maestros espirituales… en todas las religiones. Sin ellos la humanidad ya hubiera renunciado hace mucho tiempo a la utopía, a la esperanza en un final feliz de la historia, a la fe en un Dios empeñado en llevar la vida de todos y cada uno a su plenitud.
 
Las Iglesias cristianas deberían ser expertas en gratuidad. Porque han recibido una revelación a través de Cristo Jesús: que el Reino de Dios es gracia, que no es recompensa a méritos propios ni a derechos adquiridos, que se nos ofrece como don a nuestra libertad, que hasta los últimos son los primeros. Esa es la Buena Noticia, ese es el Evangelio de Jesús.
 
El mismo Jesús quiso testificar esta gratuidad, esta Buena Noticia, dando espacio a los tiempos gratuitos, a la praxis de la oración, ejerciendo no sólo de predicador y taumaturgo, sino también de orante y maestro espiritual. Consciente de que la venida del Reino estaba asociada a su persona y su actividad, no dedicó todo sus tiempo a predicar o a hacer milagros. Hizo espacio para la vida oculta en Nazaret, para retirarse al desierto, para subir a la montaña, para adentrarse en la noche o recluirse en la soledad… Todas ellas son metáforas de la oración, del encuentro con Dios, del clamor por la venida del Reino en gracia: «Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad…».
 
Las utopías describen mundos tan perfectos y maravillosos, tan edénicos o paradisíacos, que nunca podrán ser hechura de manos humanas. Al menos el Reino de Dios es obra de Dios. No lo construirá sin nosotros porque estima en mucho nuestra libertad y el trabajo solidario del ser humano que colocó en el centro de la creación. Pero tampoco ese Reinado de Dios será el resultado final de nuestra militancia, porque es don y gracia.
 
La mayoría de los cristianos hemos aprendido a rezar. Hemos conjugado las peticiones insistentes y las promesas dolorosas. Y así se diluyó muchas veces la gratuidad del Reino. Este apareció con frecuencia como un asunto espiritual, pero comercial, respuesta a nuestras prestaciones. ¿No tendremos que aprender a orar? ¿No debemos recuperar prácticas de oración pura, en la que de nuevo se nos desvele y se revele al mundo, a esta cultura del mercado,  la gratuidad del Reino? ¿No tendremos que ejercitarnos de nuevo en la fe y en la esperanza, sin las cuales no hay utopías válidas?
 
Tras décadas de militancia generosa y compromiso temporal, las comunidades cristianas vuelen a sentir la necesidad de recuperar la oración, la alabanza y la acción de gracias, el silencio contemplativo y la experiencia mística, la dimensión carismática de la vida humana y cristiana. Conviene atender a esta dimensión orante de la vida, sin olvidar aquella dimensión militante, para que quede claro que todo es gracia, incluida la militancia. Este es un signo de los tiempos en la Iglesia y en la sociedad. Es un signo memorativo que refuerza nuestra fe en la presencia del Reino de Dios. Es una práctica contracultural en medio de una cultura del mercado. No es necesaria solamente para dar testimonio; es obligatoria para colocarse atinadamente en esta historia de salvación que se encamina hacia la plenitud del Reino.
 
¿Y si el mundo no comprende este testimonio? ¿Y si la cultura mercantil hace mofa de esta quietud orante y contemplativa? ¿Y si este signo resulta insignificante para  el mundo contemporáneo? ¿Y si nos acusan de alienados e irresponsables? Habrá que revisar constantemente la calidad de nuestra oración. Pero igualmente habrá que seguir poniendo prácticas de oración y contemplación, como testimonios vivos de que el Reino de Dios está viniendo y se encamina a su consumación, por obra y gracia de Dios…, y a pesar de todos los signos en contra. No es pequeño el servicio que la comunidad cristiana presta a la cultura del comercio global, cuando deja sentir la eficacia de la gratuidad a través de la oración y la contemplación. Ciertamente, es eficacia en otro son.
 
El mundo actual tampoco está tan cerrado a la gratuidad. Desencantado, sin alma, sin oxígeno espiritual para respirar… a veces vuelve sediento en busca de fuentes de agua viva. ¿Las encontrará en nuestras comunidades cristianas, en nuestras asambleas de oración, en nuestras capillas y templos, en nuestros monasterios… o sencillamente cuando se acerque a algún creyente?
 
 

  1. Y por encima de todo la caridad…, o las prácticas comunitarias

 
«Caridad». La palabra está muy desgastada y, por consiguiente, bastante desacreditada. ¿Con qué se asocia? ¿Con una limosna ridícula que pretende ocultar o disimular la injusticia? ¿Con una compasión que humilla al compadecido? ¿Con unos gestos solidarios aparentes y puntuales que salpican unas relaciones humanas infectadas de clasismo, xenofobia, racismo, sexismo…. y muchos ismos más? ¿Con unas rutinas y convencionalismos que nunca arrancan procesos de conversión? ¿Con una serie de «obras de misericordia» privadas de amor y llenas de mandamientos?… Si así fuera, la práctica de la caridad no conseguirá convencernos de la presencia del Reino. “Que vuestra caridad no sea una farsa” (Rm 12, 9).
 
Pero la caridad no siempre ha sido eso. Ha habido mucho Evangelio en gestos humildes y anónimos de caridad cristiana realizados por cristianos humildes y anónimos. Han sido gestos que se convirtieron en luz y sal, que pusieron vida y devolvieron el gusto de vivir a muchas personas. Este haber de la comunidad cristiana no puede negársele a lo largo de sus veinte siglos de existencia. Pero sigue pendiente el «debe» de una caridad a veces olvidada y a veces mal practicada, falseada en sus motivaciones y desacertada en sus realizaciones..
 
Porque no hay caridad verdadera si no hay gratuidad. El nombre castellano de la «caridad» se inspiró en el nombre griego de la «Xaris», que significa gracia, gratuidad, don, benevolencia… Por eso, poner prácticas de caridad es una forma de manifestar que el Reino de Dios ya está viniendo en gracia, ya se está realizando y camina hacia su consumación final.  Es una forma de mostrar a creyentes y no creyentes que el Reino de Dios no es un sueño, sino una utopía en camino.
 
Se puede cambiar el nombre, si se quieren evitar los malentendidos que la «caridad» ha ido acumulando a lo largo de la historia humana y cristiana. Pero no debemos renunciar a sus prácticas. Siempre han sido necesarias las prácticas de la caridad para cargar la vida de sentido y hacerla digna de ser vivida. Pero quizá hoy son más necesarias que nunca, porque andamos escasos de sentido e indigentes de dignidad. Y, sobre todo, muy solos o solitarios, muy carentes de comunicación y comunidad. Dicen los expertos que la soledad se está convirtiendo en la enfermedad más grave de la era de las comunicaciones y de la cultura de la democracia. ¿No será el individualismo creciente el lado sombrío de una caridad enfriada?
 
Y, si alguien tiene que poner prácticas de caridad por coherencia con su Evangelio, son los cristianos. Porque el Evangelio  de Jesús no se cansa de repetir que el mandamiento nuevo y único es el amor, y que todos los mandamientos se reducen al amor a Dios y al prójimo. Juan lo repite machaconamente. Y Pablo no se cansa de repetir que la caridad es la plenitud de la Ley. Ese es el corazón, la substancia, el núcleo, la entraña… del mensaje cristiano, de la experiencia cristiana, de la vida cristiana. «Si me falta el amor, no me sirve de nada, nada soy, nada soy…», canta la comunidad.
 
Pero la caridad y el amor son palabras usadas y abusadas. Han de llenarse de gestos objetivos y de prácticas históricas para que no se vacíen de contenido. Gestos y prácticas de amor y caridad son: la caricia y el abrazo, el acompañamiento y la amistad,  la palabra oportuna en el momento oportuno de consuelo o de animación, las obras de misericordia y los gestos de compasión, el servicio y la solidaridad, buscar juntos la verdad, compartir los bienes y los talentos, reconocer y respetar la dignidad del otro,  el perdón y la reconciliación… Todas estas prácticas son amor y caridad cuando son gratuitos, por amor del otro, sin pedir nada a cambio ni esperar recompensa. Aunque la caridad casi siempre termina siendo recíproca, porque, como dice la sabiduría popular, «amor con amor se paga».
 
Poner estas prácticas tan humildes y modestas, y tan necesarias hoy, es poner signos del Reino de Dios en medio de la historia humana. Si hacemos todo esto con los hermanos y las hermanas, es que el Reino de Dios está llegando a la humanidad. Es poner en acción el Evangelio predicado por Jesús y continuar las prácticas de Jesús. Es devolverle a la humanidad la confianza en que la utopía del Reino de Dios, aunque esté lejos aún, se está acercando.
Estas prácticas, tan humanas y tan cristianas, tejen esa relaciones cortas que construyen la comunidad. Son prácticas comunitarias… llamadas a romper la lógica o la ilógica de una cultura del individualismo, o de una atmósfera de soledad.
 
El aparato institucional de las Iglesias pretende servir a esta causa comunitaria, pero no es una experiencia comunitaria. Nuestras parroquias masivas tienen el mismo propósito, pero no consiguen la calidad ni la calidez de una comunidad humana y cristiana. Quizá por eso y para luchar contra la agresión que suponen hoy el individualismo y el anonimato, crece el clamor por las prácticas verdaderamente comunitarias, por la creación de microcomunidades. Es un signo de los tiempos en las Iglesias. Y es un signo de la presencia del Reino.
 
Las nuevas comunidades cristianas son pequeñas utopías en acción, o pequeños fragmentos de la gran utopía del Reino. Muestran que la utopía del Reino es posible, está en curso. Esa función han cumplido allí donde los conflictos políticos o raciales parecían hacer imposible la convivencia entre grupos enfrentados (servios y albanokosovares, utus y tutsis…). Esa función están cumpliendo para aquellas personas que venían de la soledad y la marginación y han sido rehabilitadas en su dignidad de personas y de hermanos o hermanas por pura gracia, simplemente por ser personas y por ser hijos de Dios. Y todos y todas lo somos. Esa función están cumpliendo para quienes buscan pruebas de que la utopía del Reino de Dios que predican los cristianos no es un sueño, sino un proceso histórico que está en curso y tiene garantía de llegar a su plenitud, por pura gracia.
 
Las prácticas comunitarias permiten, a su vez, experimentar —en vivo y en directo— que la gracia y la militancia no son enemigos enfrentados, sino dos vertientes del Reino de Dios, dos dimensiones esenciales de la experiencia cristiana. Esa reconciliación entre la gracia y la responsabilidad histórica, entre el don de Dios y el compromiso humano, tan difícil de formular en el discurso teológico, se hace vivencia y experiencia cuando se ponen prácticas comunitarias.
 
 

  1. La justicia, la solidaridad y los derechos humanos…,

    o la Justicia del Reino
 
La justicia, la solidaridad y los derechos humanos evocan las llamadas «relaciones largas» entre los miembros de la sociedad. Le dan una nueva dimensión a la fe y a la experiencia cristiana: la dimensión pública o política. Pertenecen de plano a la utopía del Reino de Dios y su justicia.
 
¿No es verdad, como denunció la teología política, que la vida cristiana había padecido un cierto proceso de «privatización»? ¿No es verdad que a veces hemos pretendido vivir el Evangelio por propia cuenta, con los ojos cerrados, ajenos a los avatares de la historia, o por lo menos desentendiéndonos de la historia de los demás? ¿No es verdad que incluso las microcomunidades actuales corren a veces el riesgo de recluirnos sobre sí mismas en una especie de burbuja o ambiente cálido y romántico, ajenas a las luchas de los demás humanos? ¿Son estas privatizaciones y estos recluimientos los caminos acertados hacia la plenitud del Reino?  No. «¿Dónde está tu hermano o tu hermana?». Esta pregunta que resuena fuerte desde las primeras páginas del Génesis, debe seguir resonando fuerte en el corazón de los creyentes y de las iglesias.
 
Afortunadamente, nuevos movimientos de la teología y de la espiritualidad cristiana han reclamado la dimensión pública o política del mensaje y de la praxis cristiana. Una cosa es la política como lucha por el acceso al poder, y otra muy distinta es la política como dimensión esencial de toda palabra y de todo silencio, de toda acción y toda omisión. Hay palabras y silencios que respaldan unas estructuras y relaciones justas y solidarias entre los seres humanos, entre los grupos humanos, entre los pueblos. Hay palabras y silencios en connivencia con la injusticia y la insolidaridad. Y lo mismo vale de las acciones y las omisiones. Los creyentes y las iglesias no deben olvidar estas obviedades del más elemental análisis político.
 
Jesús no fue un líder político. Tampoco intentó formar parte del gobierno. Pero sus palabras y sus silencios, sus acciones e incluso sus omisiones… tuvieron una incidencia demoledora en las estructuras políticas y sociales de turno. La injusticia y la mentira no pueden soportar la presencia de la justicia y la verdad. El comercio no puede tolerar el amor gratuito. Su vida terrena se estrelló contra la fuerza del poder. Pero el poder acabó estrellándose contra su inocencia, o contra la fuerza del amor, de la justicia y de la verdad.
 
Aprendan los creyentes y los cristianos a calibrar la significación pública y política de su fe y de su praxis. Estas pueden poner signos del Reino de Dios en la historia humana si van cargadas de justicia y de verdad. Pero pueden envalentonar a los enemigos del Reino si se hacen conniventes con la injusticia y la mentira, hasta borrar del horizonte toda utopía del Reino. Pregúntense qué prácticas pueden avivar hoy el fuego de la utopía del Reino de Dios y su Justicia.
 
No faltan quienes protestan —dentro y fuera de la Iglesia—: eso es hacer política, eso es reduccionismo, eso es secularismo del malo. Y pretenden, con buenas o no tan buenas intenciones, que los cristianos y las iglesias se dediquen a asuntos espirituales, que se encierren en sus templos, que la religión se enclaustre en la sacristía. Pero, ¿será acertado dividir los asuntos entre asuntos seculares y asuntos espirituales? ¿Por qué hemos de empeñarnos en mantener ese divorcio entre lo natural y lo sobrenatural, cuando son dos dimensiones de esta única creación y de esta única historia de salvación? ¿Cómo podrá Dios implantar su Reino y su Justicia sin meter sus manos en los asuntos temporales?  ¿Por qué hemos de ver la militancia y el compromiso temporal como una negación del carácter gratuito del Reino de Dios?
 
¿Se nos ha olvidado una de las tesis centrales de la tradición profética: «Hacer justicia es conocer a Dios»? ¿No damos crédito ya al capítulo 25 del evangelio de Mateo sobre el juicio final: «Lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos pequeños conmigo lo hicisteis»? ¿Donde ha quedado la insistencia de Juan en vincular esencialmente el amor a Dios y el amor al hermano, el conocimiento de Dios y el amor al hermano? ¿Es que la creación y la redención caminan por vías separadas? ¿Qué significa ese dogma central de la fe cristiana que es la encarnación del Hijo de Dios, sino que Dios ha asumido esta causa humana como su propia causa?
 
¿Qué tendrán que hacer hoy los creyentes y las Iglesias para acreditar la utopía del Reino de Dios y su Justicia en este mundo «irredento»? Poner prácticas personales, comunitarias e institucionales de justicia, de solidaridad y de defensa de los derechos humanos, para que las víctimas y los excluidos dejen de serlo y todos los seres humanos se humanicen.
 
Estas prácticas tendrán que empezar por casa, es decir, al interior de las mismas Iglesias, si éstas quieren ser germen o semilla del Reino. La práctica de la justicia y de la solidaridad en las Iglesias convertirá a éstas en Iglesias más cristianas. Hará de ellas un testimonio de que la implantación del Reino no sólo es posible, sino que ya está realizándose parcialmente. La opción por los pobres, los marginados y excluidos es el argumento práctico que acredita a las Iglesias ante el mundo. De lo que la Iglesia haga con las minorías étnicas y con los excluidos sociales, con los laicos, con las mujeres, con los pobres, con los drogodependientes, con los homosexuales, con los emigrantes… dependerá, en buena parte, su credibilidad o su crédito evangélico.
 
El respeto y la promoción de los derechos humanos en las Iglesias es compromiso esencial de toda vida cristiana. Reconocer la dignidad e igualdad esencial de todos sus miembros, cualquiera sea su condición personal o estado de vida; respetar su derecho a la libertad y a la libre expresión; promover cauces de diálogo y participación en un ambiente democrático… son ejercicios que aproximarán a las Iglesias a aquella comunidad de iguales que Jesús quiso. La opción preferencial por los más débiles es una prueba de que la utopía del Reino está en camino.
 
Pero las Iglesias no están al servicio de sí mismas, sino al servicio de la humanidad, al servicio del Reino de Dios en medio de la historia humana. Por eso ha de extender la práctica de la justicia y la solidaridad, la promoción de los derechos humanos, más allá de sí misma. Para cumplir su misión evangelizadora de una forma creíble, hoy les es necesario a las Iglesias y a los creyentes hacerse presentes en aquellas plataformas que luchan por la construcción de un mundo más justo y más humano.
 
Es un signo de la presencia actuante del Reino de Dios que estas plataformas se hayan multiplicado, con objetivos tan importantes como los siguientes: por la paz y contra la guerra, el terrorismo, el armamentismo o contra las minas antipersonales; por la amnistía internacional y por la abolición de los presos políticos; por la democracia y contra toda clase de militarismo y dictaduras; por la liberación de las mayorías o minorías oprimidas o excluidas  por razones étnicas, raciales, sexistas, religiosas, económicas…; por la condonación de la deuda externa y la solidaridad con los pueblos del tercer mundo… Cáritas, Cruz Roja, Manos Unidas, Médicos sin fronteras… y un sin fin de ONG y voluntariados —pese a sus lagunas y ambigüedades— son un testimonio de que la utopía del Reino de Dios no se ha apagado en nuestro mundo.
 
La presencia y la colaboración de los creyentes y de las Iglesias en estas y otras plataformas es una práctica del Reino de Dios y su Justicia. Es una profesión práctica de fe cristiana. Es una forma de testificar ante el mundo que la utopía del Reino de Dios y su Justicia es meta terminal para toda la humanidad.
 
Esa misma colaboración con todas las personas e instituciones comprometidas en la lucha por la justicia, la solidaridad y los derechos humanos amplía, a su vez, los límites del ecumenismo entre las Iglesias y las religiones. Hace de éste un ecumenismo verdaderamente universal, que es un anticipo de lo que será la comunión final de toda la humanidad cuando la utopía del Reino sea consumada. Este es el diálogo más eficaz de una Iglesia samaritana con el mundo herido. Todos los seres humanos, creyentes o no, son compañeros de camino en este peregrinar militante hacia la realización plena de la utopía del Reino de Dios y su Justicia. n
 

Felicísimo Martínez