[vc_row][vc_column][vc_column_text]José Luis Corzo, Escolapio, es Catedrático de Pedagogía de la Religión en la Facultad de Teología «San Dámaso» y profesor en el Instituto Superior de Pastoral, ambos de Madrid.
Síntesis del Artículo
Dos historias, dos vidas –tres con la propia del autor-, son el fondo donde aparece «lo mucho que vale una buena educación». Para serlo, el artículo revisa primero algunas claves: educación e instrucción, asumir a cada chico y chica como son e integrarlos en una colectividad viva, unir escuela y vida, educación y afecto, y hacer posible que nos eduquemos juntos. En segundo lugar, se concretan seis criterios para valorar la calidad de la educación, seguidos de otras tantas claves para verificar y contrastar las diversas situaciones.
Me veo huésped una vez más de Misión Joven y bien que me alegro. Lo fui asiduamente con un tema similar (Claves educativas) durante todo el año 1993 y después en alguna que otra ocasión suelta. Aquellas claves se convirtieron en el libro Educar(nos) en tiempos de crisis (Ed. CCS, Madrid 21996), y dieron título a la revista del «Grupo Milani» que ahora dirijo, Educar(Nos); contenían -hasta entonces- mi concepto de la acción de educar. Me será imposible no recuperar alguna de las notas de aquel concepto, pero confieso que he vivido más y la idea de educación se me ha movido.
Ahora sé más, es decir, menos. Estoy cada vez más cierto de no poseer una idea completamente clara y distinta de educación: se mezcla con la de crecimiento, relación y vida humanas. Y al mismo tiempo -como ya sucedió cuando empecé en el gremio- me siento muy ajeno a cierta forma de hablar y escribir en el oficio: suele usarse educar como acción transitiva, como si de dar algo se tratara y sin duda ya estuviera poseído o debiera estarlo por quien se afana en educar a otros.
En relación con ello veo a muchos educadores temerosos del futuro que viene describir el presente como una hecatombe de los valores tradicionales que a toda costa pretenden inculcar. Me siento ajeno a ello y sospecho que si aprueban los resultados educativos logrados en algunos de sus mejores jóvenes, a mí me resultarán poco envidiables.
Pero vayamos por partes y metamos un poco más de carne en el asador para no especular en frío sobre asunto tan vivo y valioso como es educar.
1 Cipriano
A Cipriano lo conocí una mañana que lo trajo su madre a nuestra Casa-escuela por mediación de una asistente social de la Junta. Dificultades en casa por la bebida del padre que trastocaba todo. La madre, de más hijos, se veía en la cara que era una sufridora profesional. El chico tendría 14 años y cara de viejo. Atrasado en los estudios. Tampoco su cuerpo estaba bien configurado y le sobraba y le faltaba incoherentemente de todo, de piernas, de brazos, de espalda, de estatura, de proporciones en general.
Me decidí a quererle. No se puede educar sin amar me habían dicho y lo asimilé mucho desde el principio; cuando Cipriano, yo ya no era un novato. Le di cancha, le tuve en cuenta, le hice participar, le presté atención, le protegí de cualquier menosprecio de los compañeros y le encomendé a los mejores profesores voluntarios de la casa. Me enfrenté a su familia, que lo descuidaba en la ropa, en la higiene, en atención.
No se abrió fácilmente, pero era alegre de vez en cuando y disfrutó con los compañeros que más se le acercaron y de los que supo ser amigo. Se le veía contento de ser alguien en la casa y me gustaba verle intervenir e interesarse en la sesión diaria de lectura de noticias del periódico después de cenar.
Es una suerte educar a los pobres; enseguida se ven los beneficios, las huellas de tu acción y de tu entrega. Guardo una carta suya de años después, cuando el conflicto del Golfo Pérsico, en la que echaba de menos aquellas sobrecenas interrogándonos porqués y cómos sobre la información y lo informado. Buscaba, como entonces, el nombre verdadero que dar a cada cosa.
Terminó con nosotros la FP agraria y aprendió otro oficio por su cuenta del que ahora vive. Ha ganado dinero, me llama con frecuencia y me invita a cenar. Está solo y bebe con exceso. Como todos, lo niega y se busca una ruina cada noche que sale. Sufre.
Destila pesimismo y desconfianza hacia los suyos. No acaba de asentar. Necesita una novia me digo siempre, pero no hay rastro de ello y va haciéndose mayor. A veces me ha llamado con la única intención de hacerme saber que sigue vivo. No parece muy apegado a ello y alude vagamente algunas veces a cortar por lo sano, como otro conocido suyo del que me habló. ¿Qué queda ahora en Cipriano de lo nuestro? me pregunto insistente.
¿Qué más tuve que hacer? Jesucristo tal vez le hubiera reconciliado con su aspecto, con su padre y su vino, con su soledad propia, pero Cipri se mantuvo distante, aunque yo no le ahorré ni una misa de sábado durante aquellos años. Me oyó hablar de él.
2 Juan Pedro
A Juan Pedro lo conocí con padre y madre un inicio de curso. Ya era agricultor de vocación y se inscribía en la escuela normalmente. Quería ser más. Defender su tarea. Debió gustarles a toda la familia nuestro eslogan necesario entre aquellas penurias: ser agricultor es una profesión, no una condena.
El padre era el alcalde y había decidido lo que su hijo tenía que aprender de nosotros. Ni un céntimo más; era seguro de sí y nos trataba con amabilidad hasta el borde de servilismo que se debe a los maestros, pero ningún posicionamiento para el chico debía ser distinto de los suyos. El propietario de su hijo era él y lo dejaba bien claro cuando lo devolvía a la casa-escuela tras las salidas al pueblo una vez al mes.
Juan Pedro se aprovechó de nuestras enseñanzas y opinó en todo como su padre hubiera hecho: gobierno socialista o ucedero, África hambrienta o safariana, Reagan o Gorbachov, este compañero necesitado o aquél otro juerguista y marrullero, no eran más que obstáculos a esquivar si amenazaban la tranquilidad propia, el modelo previsto que había que alcanzar: un status social seguro y confortable, una hacienda agraria cada vez mejor, sin apariencias, una vida casera y aldeana con buen coche para los traslados y una regular astucia cultural para defenderse de las trampas habituales entre los agentes del mundo agropecuario.
Ni una vez en los dos o tres años de convivencia asidua se equivocó Juanito. ¡Era su padre mismo! Yo tampoco me equivoqué del todo. Nunca fui a su casa y puse cara seria si el padre me estimulaba la satisfacción propia haciéndome saber que las notas eran excelentes y que ya le había dicho como alcalde al jerarca tal o cual de la comarca que su hijo estaba educándose con los escolapios.
Necesita una novia que le meta en danza, me dije alguna vez alucinando…, y seguro que ya la habrán encontrado. También Juanito se mantuvo aparentemente distante de Jesucristo en la misa semanal.
Nunca me ha escrito ni he vuelto a verle pero seguro que le ha ido bien y será un hombre de provecho. La educación paterna creo que le ha bastado y protegido. ¿La nuestra? ¿Habrá contribuido a la del padre?
3 Releer la vida
Releo estas dos escenas de mi experiencia educadora para anotar las reflexiones que contribuyan a comprender mejor el hecho educativo.
3.1. Enseñanza e instrucción
Un mínimo imprescindible es diferenciar la educación de la instrucción o enseñanza. ¡Ojalá ésta última ayude a educar y el progreso en adquirir conocimientos programados también eduque! Pero me temo que no. No me conformo con un buen estudiante y no estoy dispuesto a eliminar a uno sólo de los malos.
Cipriano necesitaba educación, no buenas notas. Y Juan Pedro también, por el extremo opuesto. Hubiera sido un desastre proporcionar al primero en su corta vida un nuevo fracaso escolar y para ello se necesitaba el éxito. No sé si logramos que el segundo entendiera esta diferencia: muchos colegios y familias igualan lo académico con el desarrollo personal, pero la educación va más honda.
3.2. Asumir a cada chico como es
Asumir a cada chico tal cual es parece también una observación de principiantes. Pero ¡qué difícil!
¿Quién sabe en una evaluación inicial o previa hacerse cargo de la complejidad de Cipriano? La lista de sus experiencias más íntimas, familiares, sociales, laborales, incluso biológicas, que habían marcado sus 14 años, ya desentonaba elocuentemente de la mía. Suponiendo que hubiera sido capaz de detectarlas pronto, sin la confidencia y el paso muy atento del tiempo, no me hubiera sido fácil reconstruirlas en mí mismo y llegar a entenderlas.
A decir verdad me sucede lo mismo con Juanito y su familia, su medio social; la cultura rural y agraria de esos pequeños pueblos castellanos me era completamente ajena.
Durante mis primeros años salmantinos creí que me haría con ella fácilmente, pero en veinte años no lo logré del todo. Baste un ejemplo. El disimulo y el silencio me parecían despreciables e inculcaba en los chicos la denuncia, el paso al frente y el dar la cara.
Un día supe que la convivencia familiar simultánea de varias generaciones en el medio rural convertía la transigencia y el callar en virtudes aquilatadas para la solidaridad y la buena vecindad tan necesarias.
Pues bien, en el plano individual la dificultad de comprender y asumir se acentúa. Cualquier niño se identifica con las manos cariñosas de sus padres, rugosas o no, con el olor de casa (a establo, a vino, a detergente), con el rostro aseado, sudoroso o sin afeitar del padre más grande de todos los posibles. Asume el gusto ornamental de la familia, el comedor añejo, las fotos de su historia, las servilletas de los días grandes, las colchas y las enormes camas de la alcoba. También en las chabolas o en los carromatos de los zíngaros sucede así.
Los niños hacen buenas las formas aprendidas, las opiniones de sus padres y el modo de comportarse con lo ajeno y lo propio. Captar todo eso, asumirlo y valorarlo no es nada fácil, aunque imprescindible; destrozarlo con nuestras opiniones y condenas, con nuestro estilo estético y nuestras normas de urbanidad es la cosa más sencilla e infame del mundo. Me pregunto si la colonización no se habrá llamado también educación alguna vez.
Me hubiera gustado colonizar a Juanito, pero su padre me lo impidió. (En educación la familia está siempre por medio, pero no es la única que educa ni la que debe someter a los demás: el niño no es propiedad de nadie, ni de la familia ni del Estado, el niño es suyo y ojalá sepa poco a poco concertar en sí mismo a los diversos instrumentos educativos).
De Cipriano en cambio, yo hubiera aceptado mediante cualquier rito iniciático ser guiado hasta él para comprenderle y quererle así, como se merecía, con su familia y todo (aunque con ella tampoco hubo sólo rosas).
3.3. Integrar en una colectividad viva
Entre la educación ideal, que asume el mundo del muchacho para que responda por sí mismo y viva, y la educación que lo transporta hacia otros intereses ajenos, ha de haber una tercera vía: integrarlo en una colectividad viva que se hace explícita conciencia de la disyuntiva universal: ¿se trata de un sálvese quién pueda o cuentan los demás, de instalarse en lo adquirido o de progresar juntos, de mantenerse o liberarse?
No es sólo cuestión de plantear las preguntas, sino de vivirlas. Al fin y al cabo, la vida no se vive en solitario, sino con otros, y la educación igual. No me parecería poco que Cipriano y Juan Pedro hubieran convivido con nosotros una parte de su vida, ya que apenas logramos nosotros compartir la suya: con Juanito no me interesó y con Cipriano no supe.
En proporción con la dificultad de comprender a cada chico está la de programar bien sus objetivos finales. ¿Qué era lo más necesario para Cipri? ¿Un oficio? Se arregló por su cuenta al margen del que le ofrecimos nosotros. Sin duda le vinieron bien nuestras enseñanzas, pero lo esencial era que ganara confianza en sí mismo y se sintiera acogido e integrado en una colectividad viva e interesante.
¿Y a Juan Pedro qué menú debíamos ofrecerle? Su comanda familiar estaba clara desde el principio, pero me sabía a poco y hasta a egoísmo y yo no la quería compartir. Lo único importante era que los dos respondieran por sí mismos a llamadas que su vida les hacía -y que apenas nosotros sabíamos oír-. Tal vez Juan Pedro se haya enfrentado ya con el alcalde.
3.4. Escuela y vida
Nuestra vida de entonces -como en cualquier escuela o internado- se impone sin muchas dificultades a los chicos. Se trata de estructuras fuertes, por las que ya han pasado muchos otros y obligan a chicas y chicos a adaptarse. Otro riesgo, más que una cualidad de las instituciones educativas. Sorprende ver en ellas tanta actividad, tanto educador y educadora desbordados de trabajo y tan perfectamente ajenos a la actualidad del mundo. Basta hablar con sus alumnos para comprender que viven ajenos, como en un mundo exclusivo de adolescentes, con el que no se mezclan las cosas adultas.
El antídoto no puede ser otro que verificar una y otra vez que palpamos la vida y no inventos y artificios. Cipri y Juanito traían la suya y ninguno de los dos debía dejarla en el perchero de la entrada. Sus padres, nos gustaran o no, merecían atención y opinión y sitio y voz y voto (algunas veces). También lo merecían los acontecimientos de la crónica diaria nacional e internacional, que nos acercaba el periódico diario. También los huéspedes que invitábamos cada viernes por la tarde a dejarse preguntar por todos nosotros; ¡una sesión maravillosa para conocer gente nueva y modos de vivir y resolver nuevos problemas!
3.5. Educación y afecto
Me sorprende releer dos veces en mis relatos el recurso a una novia eficaz, talismán afectivo que sin duda esconde algún poder curativo. Y es que nada puede hacerse en educación sin los sentimientos (de gusto o disgusto, de agrado o de rabia) ni sin los afectos recibidos y entregados, compartidos con quienes se crece y se vive.
Con Cipriano, tal vez ese vínculo liviano de cartas y teléfono, de alguna cena juntos, es la marca mejor de haber crecido los dos alguna vez, de tener algo a medias.
Lo malo es que los afectos no se inventan ni se improvisan ni pueden multiplicarse al libre antojo.
Uno no puede querer a todos, ni a cualquiera, sin inventarse una forma abstracta y seguramente inhumana de querer; una forma enseguida contradictoria de pretender apoyar al que oprime y desear al mismo tiempo la libertad del oprimido. Seguramente una forma sutil y cómoda, de tan universal, de camuflar la ausencia de un solo amor concreto en la vida de tantos educadores imposibles. Por el contrario, no es extraño que algunos de ellos hayan agotado su capacidad de asumir más chicas y chicos en sus vidas, que hayan saciado su capacidad de relaciones personales auténticas y ahora sólo sean buenos profesores y basta.
Llamarse al ejemplo de Cristo equivale (como en mis relatos) a olvidar que su presencia transita en su Espíritu y su Palabra a través nuestro. Es improbable que pida de nosotros un amor sin corazón concreto ni opciones preferentes claras. Como diría Paulo Freire, conviene saber que en este mundo nuestro tan sangrante siempre se educa irremediablemente a favor y en contra de alguien a la vez. Ignorarlo puede ser fatal.
Por otra parte, qué mal se entiende la educación con estructuras mastodónticas saturadas de gente y qué bien con los pequeños grupos, incluso de internado temporal, que sin anular la familia la relativice.
3.6. También nosotros nos educamos
Esos dos episodios -y tantos otros- me han salido del alma, como debe ser, porque también yo me eduqué en ellos. Cipriano ha construido alguna parte de mí mismo, como Juan Pedro, aunque me parezca secundario y semiolvidado. Ambos configuraron parte de lo que soy ahora y, sin embargo, ninguno de los tres estamos acabados. Educar, sin duda, admite intensidades muy variadas e inacabables. Hay situaciones educativas y destructoras, saberes con los que se vive y se crece y saberes que matan, personas que hacen vivir con abundancia (Jn 10,10) o con raquitismo.
4 Criterios de Calidad
1 Es mala la educación bancaria, la que da saber sabido y acotado, valores poseídos de antemano al margen de la bolsa. Es buena la educación adherida a la vida misma, esa red de relaciones entretejidas, que hacen consistir al chico, su familia y su mundo como a todos nosotros, desde lo próximo a lo más lejano. Si no se logra compartir su red, bueno será que los chicos puedan compartir la nuestra, si es real.
2 Es mala la educación que arroja inútiles por la borda, que selecciona, que no vence el fracaso. Ni con aprobar basta. Hay que asegurar un nivel más profundo de atención a cada uno.
3 Es buena la educación que revisa una a una las relaciones vitales para darle a cada cosa su nombre y cambiarlo cuando haga falta. Revisa la familia, la tele, las noticias, las diferencias Norte-Sur, las decisiones que se van tomando en casa, en el grupo, la escuela y uno mismo. Tonta la educación que no se entera de nada o se cree neutral y al margen.
4 Es mala educación la que responde a todo, y buena si deja interrogantes, acentúa sorpresas, señala los misterios, inquieta el alma, da tiempo al tiempo y aprende a esperar. (Si quiere ser cristiana, enseñará bien este mundo para que sea translúcido y aparezca el Señor, presente en el amor, la sed, el hambre, la injusticia de muchos…).
5 Es buena si hay afectos, vínculos personales, amor concreto y defensa de real de los últimos, opción preferencial inexcusable. (No es mala la educación si se notan estas preferencias y no se disimulan).
6 Es educación si los chicos influyen en los educadores y crecen juntos, cada cual en su fase y su estilo. Si no, no.
5 Verificación y contraste de situaciones
Cabe preguntarse si la escuela actual, pública o privada, en manos del mercado laboral y mediante una descarada y constante intervención política, sea un lugar educativo relevante. Instructivo sí, pero tan ajeno a la actualidad vital, que estas chicas y chicos parecen sometidos a un tratamiento de alienación. Su mundo cada vez resulta más ajeno al nuestro. Urge la globalización o interdisciplinariedad de estudios vivos y concretos: del barrio, la inmigración, la geopolítica, el arte, la economía…
Las cifras del fracaso escolar (maquilladas constantemente) denuncian por sí mismas el divorcio entre escuela y educación. Urge recuperar lo educativo en la escuela o aumentarán los ámbitos privados paralelos (grupos de todo tipo), a la larga clasistas.
Los educadores no pueden jugar al mismo tiempo a integrar a los chicos en este mundo injusto (neoliberal) y a criticarlo. La respuesta a la realidad que nos llama será asunto final de cada uno, pero el análisis debe ser colectivo y muy crítico. Corresponde en primer lugar a la escuela y también a la familia o a cualquier ambiente que pretenda ser educativo. El desafío de la injusticia, la amenaza ecológica o imperialista hay que conjugarlas con la vida propia: la educación ha de dar pistas inmediatas de acción: objeciones de conciencia, voluntariado, consumo alternativo, etc.
Urge enseñar a dudar, a ignorar, a asombrarse. O mejor, urge que los educadores sepan menos, enseñen menos, transmitan menos verdad y más asombro, perplejidad y duda… incluso adoración religiosa del amor de Cristo, tan raro y condescendiente.
A estos chicos hay que quererlos más y discutir con ellos, ser menos permisivos y más provocadores. Si anhelamos un mundo más justo para los últimos, querremos enrolar a éstos de cerca. Y tienen que notarlo. Si ellos son de los últimos, con mayor razón.
Convendría no usar en transitivo el verbo educar. Al menos en reflexivo: educarse. Pero mejor en colectivo: nos educamos juntos, simultáneamente. Y bajar el tono: muchos de nosotros no estamos ni medio maduros para otra cosa que no sea enseñar lo ya sabido, porque hace tiempo que no cambiamos hacia nada nuevo, que hemos dejado de responder y casi nunca estamos a la altura de Juanito y Cipriano. ¾
José Luis Corzo
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