Varios años después…

1 abril 2007

Personajes del evangelio

José Joaquín Gómez Palacios
 
El lenguaje de los Evangelios es escueto. El encuentro de muchos personajes con Jesús queda dibujado con unas breves frases. Sin embargo, tras las escasas palabras que les presentan y definen, pueden adivinarse rasgos de la personalidad que les define y de actitudes que orientaron sus vidas. Una forma de mirar con detenimiento a los personajes que desfilan por los evangelios es imaginar cómo pudo ser su vida varios años después de haber vivido el encuentro con el Maestro de Nazareth. Con un sencillo ejercicio de imaginación afloran valores que, en una lectura rápida, pueden quedar en un segundo plano.
Para iniciar el ejercicio es suficiente con formular la siguiente pregunta sobre algunos personajes: ¿Cómo pudo ser la vida del joven rico diez años después de su encuentro con Jesús?, ¿como vivió el ciego Bartimeo de Jericó?, ¿en qué terminó la historia de la viuda de Naín, a quien Jesús resucitó a su hijo…? Respondiendo a estas preguntas, y otras similares, se ponen en juego los valores del evangelio que hemos percibido en múltiples lecturas que de él hemos hecho. Surgen nuevas asociaciones de ideas.
A modo de ejemplo se sugieren los siguientes textos. El lector hallará otros muchos personajes en  evangelio que esperan a que nos fijemos en ellos para contarnos cómo fue su encuentro con Jesús.
 

  1. El joven rico (Mt 19, 16-22)

 
Había atardecido en la pequeña población de Betfagué. Muchos de sus habitantes regresaban de la cercana Jerusalén. Era el inicio del invierno y, desde el cercano Monte de los Olivos, se esparcía un tenue olor a aceitunas maduras y dispuestas para las almazaras.
Un conjunto de casas de piedra blanca destacaba del resto de viviendas humildes, levantadas con paredes de adobe y recubiertas con techumbres planas. En una de las casas nobles había un trajín de música y fiesta. El dueño daba un banquete para agasajar a dos ricos comerciantes llegados de lejanas tierras. El comercio era floreciente. En varios meses no se había producido ningún ataque a su larga caravana de asnos y dromedarios que transitaban el desierto de Negev cargados con telas, perfumes, resina de incienso y especias. No había reparado en gastos ni en prescripciones religiosas. El mundo de los negocios y del comercio tan sólo respeta sus propias reglas, y cualquier noche es buena para cerrar nuevos tratos.
Un sirviente llenó las copas con vino, añadió unas gotas de agua caliente y luego un poco de pimienta. Los invitados paladearon aquella delicia con muestras de alabanza y agradecimiento.
Frente a las esteras repletas de alimentos, unos músicos hacían sonar una animada melodía de flautas y liras, mientras que címbalos y panderos marcaban el ritmo. Una muchacha oriental danzaba para ellos. De pronto, el sirviente se acercó nuevamente al dueño de la casa. Le susurró unas palabras al oído, al tiempo que señalaba disimuladamente el pórtico que conducía al exterior… El amo reflexionó unos instantes. Luego, disculpándose ante sus invitados, se levantó y siguió al criado por el pórtico hasta la entrada. Habíacaído la noche.
Al llegar a la puerta se encontró con un hombre de mediana edad que se protegía del frío con un manto gastado y pobre. No se atrevía a levantar la mirada. El dueño de la casa hizo un leve gesto y el recién llegado habló con voz queda y temerosa.
Señor, disculpad mi atrevimiento. Pero sé que sois persona importante y valiente que no teme ni a los Sumos Sacerdotes ni a los influyentes saduceos… Llevo dos días huyendo de ellos por las callejas de Jerusalén. Me indicaron que vos… tal vez podáis darme refugio en vuestra mansión por esta noche. Mañana partiré con el alba.
El dueño de la casa no se sorprendió. No era la primera vez que alguien llamaba a su puerta buscando cobijo. En toda Jerusalén se conocía su riqueza y también su oposición a los dirigentes de la ciudad. Antes de responder afirmativamente, preguntó al recién llegado:
¿Por qué te persiguen? ¿No serás uno de esos ladrones que merodean por Jerusalén?
No, señor. Me persiguen por mantenerme firme a mis convicciones. Soy seguidor de Jesús de Nazareth, a quien hace tiempo crucificaron como a un malhechor, pero a quien Dios devolvió la vida. Sus discípulos sentimos su fuerza y su presencia que nos ayuda a vivir como hermanos.
El dueño de la casa no pudo reprimir el sobresalto al escuchar aquel nombre. Y recordó aquella mañana, junto al lago de Galilea, cuando Jesús le dijo: «Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y dáselo a los pobres; luego, ven y sígueme…» Pero él, ni dejó sus posesiones ni le siguió. Y sonrió levemente al pensar que tan sólo recordaba la petición del Maestro de Galilea cuando le iban mal los negocios. Con gesto de magnanimidad ordenó al criado que le escondiera en la parte trasera de los graneros. Y aquel hombre, antes de seguir al sirviente, levantó los ojos y le miró con infinita profundidad al tiempo que le decía con voz llena de respeto:
Señor, no tengo nada con qué pagaros, pero en nombre de Jesús de Nazareth, recibid la paz de Dios.
El señor regresó a la fiesta y continuó ejerciendo como atento anfitrión de sus invitados. Pero ni las suculentas viandas, ni la música, ni el licor de higos típico de aquella tierra de higueras, apartaban su mente de las palabras de aquel hombre que tanto le recordaba al Maestro de Galilea.
Luego el banquete terminó. Dejó de sonar la música. Las criadas fueron apagando, una a una, todas las lámparas de aceite… Los invitados se retiraron a sus aposentos. Reinó el silencio. Poco antes del amanecer dos sombras sigilosas cruzaron las callejas de Betfagué. El hombre del manto gastado y pobre iba delante, mostrando un nuevo camino al rico dueño de las caravanas del desierto que quedaban definitivamente atrás.
 

  1. La viuda de Naín

 
La orgullosa ciudad de Jerusalén se había tornado inhóspita para los discípulos del Maestro. Los miembros del Sanedrín, que en un principio se limitaban a vigilar a sus seguidores, habían comenzado a encarcelarlos. Así fue como aquellas dos mujeres, que habían seguido a Jesús desde los inicios de su misión, emprendieron camino hacia el norte. Tal vez lejos de la presión de los Sumos Sacerdotes, todo fuera distinto.
Tras una semana de camino por las incómodas tierras de Samaría, arribaron a Naín. Un centenar de pequeñas casas se agazapaba a los pies del monte Dahí. Un riachuelo regaba fértiles campos de higueras y olivos. Comprendieron porqué los antiguos dieron en llamar a aquella población, Naín: «Lugar amable». El nombre del lugar les trajo el recuerdo de uno de los relatos que habían oído contar: En aquella aldea el Maestro devolvió la vida al hijo único de una pobre viuda. ¿Viviría todavía aquel joven?
No les fue difícil encontrar a la viuda. Habitaba una pequeña casa a las afueras de la población. La buena mujer les recibió amablemente. Les invitó a sentarse a la sombra de una higuera. Les obsequió con una jarra de agua del aljibe y un plato de arcilla repleto de higos frescos. Ante las preguntas de las dos mujeres, la anciana, clavando sus ojos en el horizonte, les explicó:
«Conocí a Jesús de Nazareth el día más triste de mi vida. Hacía poco más de un año que mi marido había fallecido. Pero aunque él marchó al Sheol para reunirse con nuestros antepasados, me dejó un hijo joven y fuerte. Mi hijo trabajaba los campos, mantenía lleno el granero, recolectaba los olivos, las higueras y las viñas… Nunca nos faltó el aceite y la sal; el pan, el vino y los frutos. Un aciago día llegó sudado del campo, entró en la bodega, se enfrío y murió. Le enterraron enseguida. Los vecinos me ayudaron a envolver su cuerpo en un sudario de lino. Con dos varas gruesas hicieron unas parihuelas. El cortejo fúnebre salió de la aldea, y justo al pasar bajo el arco de piedra por donde habéis pasado, nos tropezamos con Jesús. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas. Mis amigas no cesaban de gemir y gritar para mostrar su dolor. Cuando vieron a Jesús, cesaron en sus llantos. Se hizo silencio. El profeta deNazareth ordenó detenerse a los que portaban las parihuelas… Me miró con mirada de infinito cariño, y sin esperar a más, grito con voz serena y recia: ¡Muchacho, levántate!. Durante unos segundos no ocurrió nada. De pronto, mi hijo regresó a la vida. Yo me sentí resucitada junto él. Nunca más he vuelto a ver al Maestro, pero aquel día comprendí que el Dios de la Vida actuaba en la persona de aquel nuevo profeta»
Cuando concluyó el breve relato, las dos mujeres preguntaron a la anciana por su hijo. Deseaban conocer al que regresó de la muerte, hablar con él, tocarle… La anciana simplemente sonrió: «Mi hijo ya no está conmigo. Murió al poco tiempo.»
Una duda asaltó a las dos mujeres. Tal vez el signo de Jesús no fue tal signo. Intuyendo sus pensamientos, la anciana prosiguió:
«Semanas después adiviné en los ojos de mi hijo algo extraño. Estaba inquieto, como quien quiere tomar una decisión y no encuentra la forma de hacerlo. Antes mis preguntas, una noche me confesó que deseaba marchar de casa para ayudar a la gente, curar a los heridos, levantar a los caídos… devolver a los pobres campesinos de estas aldeas la vida que gratis había recibido. Me confesó que no emprendía camino por temor a dejarme sola. Cuando le escuché, tan sólo le dije: ¡Hijo, marcha mañana mismo. Yahvé cuidará de mí, como el Maestro de Galilea cuidó de ti! Al día siguiente marchó. Tan sólo se llevó una túnica, las sandalias y una cantimplora llena con aceite de nuestros olivos»
Tras estas palabras la anciana clavó su mirada en la ladera del monte. Las dos mujeres no se atrevieron a romper aquel silencio lleno de emociones. La viuda prosiguió:
«Varios meses después, unos campesinos me trajeron su cuerpo malherido. Ellos fueron quienes me contaron cómo mi hijo se opuso valientemente a los soldados y recaudadores del gobernador romano, que tras haberse llevado la escasa cosecha de una pobre familia, aún pretendían llevar a la mujer y los niños para venderlos como esclavos. Sólo vivió unas horas. Murió en mis brazos… por segunda vez. Perder a un hijo dos veces es un dolor inmenso para una madre. Pero murió sabiendo que entregaba con dignidad la vida que gratis había recibido del Enviado de Dios»
 

  1. El hijo mayor ( Lc 15, 11-31)

 
Hablaba poco y trabajaba mucho. Antes que el sol se levantara por las colinas estaba camino de los campos para aprovechar la luz. Supervisaba puntualmente las metódicas faenas de la cebada y el trigo. Recogía las almendras. Antes de que terminara el verano, tenía limpio y dispuesto el lagar para pisar las uvas. Cuando acababa de envasar el mosto en grandes tinajas, no cesaban de girar las grandes piedras de las almazaras para extraer el aceite de las aceitunas. Amasaba cuidadosamente los higos, con la proporción exacta de harina, para conseguir un pan de higo que durara hasta el año siguiente… Respetaba el descanso del sabat, pero su mente no cesaba de repasar tareas pendientes. Tal vez por todo ello se enfadó tanto cuando su padre hizo una fiesta para celebrar el regreso de su hermano pequeño, que había marchado de casa derrochando parte de la herencia y viviendo como un perdido. Aunque aquel primer enfado, fue tan sólo inicio y presagio de otros enojos mayores.
Tras la fiesta en honor del pequeño, todo pareció volver a la normalidad. Pero de pronto, sin que nadie supiera explicar el motivo, el pequeño volvió a marchar de casa. Y volvió a aflorar la misericordia en el padre, que diariamente subía a la torre construida al lado del viñedo para otear el horizonte en búsqueda de su hijo menor.
Las idas y venidas del hermano pequeño se hicieron habituales. Cada vez que marchaba, el padre subía a la atalaya de la viña cargado de compasión, aguardando el momento del regreso.
Mientras todo eso ocurría, el mayor seguía levantándose antes del sol para aprovechar la luz y tenerlo todo dispuesto. Hablaba poco y trabajaba mucho… y maldecía en su interior aquella extraña compasión de su padre hacia el hermano pequeño.
Pasaron muchos años. El hermano pequeño asentó la cabeza. Creó una familia, se marchó definitivamente de la hacienda dejando todos los campos al hermano mayor, y regresaba de tanto en tanto para que el padre, ya anciano, viera a los nietos.
Mientras todo esto ocurría, el hermano mayor hacía tiempo que se había casado y cuidaba diligentemente de su familia. Sus hijos también habían crecido. El padre era ya muy anciano. Su mirada se había tornado borrosa y sus pasos lentos. Pasaba largas horas sentado bajo la sombra de la higuera que crecía junto a la casa, musitando oraciones y madurando pensamientos de sabiduría.
Un día de aquellos, el hijo mayor cruzó rápido por debajo de la higuera. El anciano padre llevaba muchos años viéndole cruzar con prisa, afanándose en los quehaceres del campo… pero aquella forma de caminar y aquel gesto adusto en su rostro eran distintos. El anciano padre le preguntó hacia dónde se dirigía… Fue entonces cuando el hijo mayor se detuvo ante el padre y le reveló el secreto que guardaba desde hacía varios días: «Padre, disculpadme si no os he dicho nada, pero debo ir a la torre de la viña a otear el horizonte… para ver si regresa mi hijo que hace días marchó de casa»
El anciano padre le siguió con la vista y quedó unos segundos en silencio. Quizás el hijo mayor comenzaba a comprender cuánto es capaz de esperar un padre al hijo que marchó de casa.
 

  1. El ciego Bartimeo (Marcos 10, 46-52)

 
Cuando recobró la vista, tan sólo tenía una obsesión: seguir al Maestro. Si fuertes fueron sus gritos para hacerse notar al paso de la gente que rodeaba a Jesús, más fuertes fueron los primeros deseos de acompañar a quien le había dado la posibilidad de descubrir la luz y los colores. Pero su vida estaba ligada para siempre al mercado de la rica ciudad de Jericó; oasis entre palmeras y puerta abierta a las largas caravanas que llegan del desierto.
Su triste vida de mendigo cambio con el encuentro del Maestro que devolvió la luz a sus pupilas, la esperanza a sus días oscuros y la fe a su espíritu cansado. Con la vista recibió una forma nueva de mirar la vida en profundidad. Todavía recuerda con una sonrisa cuando regresó a su mísera casa de adobe, tras aquella jornada de luz y emociones. Rodeado de pobreza, se restregaba los ojos, una y otra vez, absorto por el milagro de un sol anaranjado ocultándose por entre las palmeras del oasis.
Cuando cayó la noche, pasó largo tiempo contemplando el movimiento de la luz de una lámpara de aceite: soplaba levemente y contemplaba cómo la llama se agitaba durante unos momentos para luego quedar quieta… Así una y otra vez. Cuando se cansó de jugar con la lámpara de aceite, salió fuera y observó las estrellas. Y, viendo la luz blanca de la luna sobre los tejados chatos de las casas de Jericó, comprendió el significado del nombre de su ciudad: la ciudad de la Luna.
Pasados los primeros descubrimientos, regresó al rincón del mercado donde cada día pedía limosna. Allí permaneció, como si nada hubiera cambiado, con su cuenco de madera, esperando aquellas monedas que eran su sustento diario. Los primeros días fueron un ir y venir de gentes curiosas que acudían a certificar su mirada de mendigo ciego, antes vacía y ahora repleta de luz. A medida transcurrieron los días, las visitas disminuyeron. Y quienes se llegaban hasta él, ya no sentían ninguna compasión y se alejaban sin depositar moneda alguna. Así fue como el ciego Bartimeo comprendió que, aunque había recobrado la vista, su vida no había cambiado en nada: seguía siendo el mismo mendigo de antes. Y comenzó a pensar cómo hacer para cambiar su vida.
Quienes frecuentaban diariamente el mercado echaron a faltar aBartimeo. Su rincón permanecía vacío. Alguien comentó que se había unido a una caravana de mercaderes que se dirigía Damasco. Muchos le olvidaron. Sin embargo, meses después se volvió a escuchar la voz de Bartimeo en el rincón del mercado. Ya no era el mendigo ciego que pedía una moneda por compasión. Se había convertido en un comerciante de extraños productos que ofrecían nuevas posibilidades. Hombres y mujeres descubrieron unos extraños objetos de los que alguna vez habían oído hablar a mercaderes llegados de lejanas tierras: Sobre pequeños aros de metal sostenidos por un delgado mango,Bartimeo había colocado finas láminas de piedras de colores. Los habitantes de aquella ciudad tenían la posibilidad de ver la vida de colores. Y sobre la algarabía del mercado volvía a escucharse, una y otra, vez la voz recia deBartimeo: ¡Acercaos, quienes no tenéis luz en los ojos para ver la vida! ¡Bartimeo os enseñará a mirar la vida con el color rojo de los rubíes!  ¡Con el color verde de la esmeralda! ¡Acercaos para mirar la vida con la luz de la fe y la esperanza!
Durante los primeros días fue muy grande la demanda de anteojos color rojo-rubí y azul-turquesa… Pasadas las primeras semanas muchos acudieron para prender a mirar la vida con fe y esperanza. Y Bartimeo, sin saber todavía cómo, les repetía las palabras del maestro de Nazareth que había devuelto la luz a sus ojos y la esperanza a sus días cansados.