Vivir el sacramento del matrimonio en la pareja

1 noviembre 2005

Manuel Sánchez Monge
 
Mons Manuel Sánchez Monge es obispo de Mondoñedo-Ferrol
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El artículo explica el significado profundo del matrimonio cristiano en cuanto sacramento eclesial: presencia del amor y de la gracia de Dios en la propia vida matrimonial, en el amor de los esposos, en todas sus relaciones esponsales. Y hace una llamada a vivirlo en cristiano desde la perspectiva vocacional de ser testigos de la ternura de Dios. Destaca de manera especial, la importancia del crecimiento y maduración en el amor, para responder desde el amor conyugal a las crisis y conflictos siempre presentes en la existencia humana.
 
El problema más serio que la Iglesia tiene planteado hoy, en mi modesta opinión, no es ni el divorcio, ni el matrimonio de homosexuales, ni los matrimonios civiles y las uniones de hecho, aunque sean problemas que hayan provocado ríos de tinta en estos últimos meses. Pienso que el verdadero drama de la Iglesia son los matrimonios que debieran vivir cristianamente porque celebraron el sacramento del matrimonio, pero se han dejado arrastrar por el ambiente y viven exactamente igual que los que no tienen fe. Son muchos. Aunque no podemos olvidar a las familias cristianas, minoritarias desgraciadamente, que también hoy, luchando contra corriente, tratan de vivir coherentemente el evangelio de Jesús en el seno de su hogar.
Esta situación está reclamando de nosotros no admitir sin cautelas a la celebración del sacramento del matrimonio, pero sobre todo nos exige que ayudemos a los esposos cristianos a descubrir cuáles son los caminos concretos para vivir cristianamente su vida matrimonial y familiar en el mundo de hoy. El sacramento del matrimonio no se agota el día de la boda; es un sacramento permanente y por medio de él, Cristo sale al encuentro de los esposos y les acompaña a lo largo de toda su vida matrimonial y familiar. Por aquí se orienta el presente trabajo que quiere ser como una guía para encontrar el “tesoro escondido” en lo profundo de la vida cotidiana de los esposos cristianos. Nuestra sociedad necesita urgentemente que los matrimonios cristianos, estables y fecundos, se presenten como su célula básica, en nada comparable a otros tipos de convivencia; y que muestren el valor irremplazable de la familia como lugar adecuado para el nacimiento, crecimiento y educación de los hijos.
 

  1. Nos casamos por la Iglesia


Casarse por la Iglesia no es sólo un rito. El centro de la boda lo ocupa el sí que intercambian un hombre y una mujer. A partir de ese momento, se convierten en esposos. Este acontecimiento encierra un significado profundo: decir sí a otro es regalarle confianza. Quien se casa confía en el otro. Quien da su sí al otro lo afirma por completo. Cuando dos personas se aceptan como son, cuando dicen sí a todo lo que el otro es, surge un espacio en el que los dos pueden trasformarse cada día. El sí del otro es como un asidero para que lo múltiple y contrario que hay dentro de mí no me destruya, sino que me permita alcanzar la armonía de la unidad. La presencia amorosa del otro junto a mí me ayuda a sacar a la luz lo mejor de mí mismo. Quien se fía de otro y se confía a él, lo hace con la esperanza de ser fiel y de recibir fidelidad. Esta será su apoyo firme y su fuente de seguridad. De la misma manera que un árbol cuyas raíces son profundas puede crecer cada día sin perder firmeza, algo semejante ocurre en el matrimonio. Quien se casa, demuestra que su confianza en el otro es suficientemente fuerte como para vincularse con él de por vida.
Más aún, en la proximidad de dos personas que se afirman incondicionalmente, también otros se sienten afirmados y aceptados. Por eso la boda es una fiesta del sí, una fiesta de la alegría, en la que no sólo participan los novios porque todos nos sentimos aceptados los unos por los otros[1].
El sí que se dan los que se casan tiene mucho que ver con Dios. No se conocieron por casualidad; alguien les ha dado fuerza para superar las crisis que vivieron en el noviazgo y, por fin, no han tomado por sí solos la decisión de casarse. Dios andaba siempre por medio. Lo verdaderamente nuevo y original por parte de los esposos cristianos es que, animados por su fe cristiana, se comprometen a vivir su matrimonio como expresión, manifestación (es decir, sacramento) de la ternura del amor que Dios nos ha revelado en Cristo. La Biblia lo compara al amor de un padre y una madre por sus hijos, al amor de los esposos entre sí…. Al casarse en el Señor, los esposos cristianos se dicen el uno al otro: «Te amo con tal hondura, con tal verdad, con tal entrega y fidelidad que quiero que veas siempre en mi amor matrimonial la señal más palpable de cómo te quiere Dios. Cuando sientas cómo te quiero, cómo te perdono, cómo te cuido, podrás sentir de alguna manera cómo te quiere, te perdona y te cuida Dios». Y manifiestan públicamente a la comunidad cristiana: «Nosotros queremos vivir nuestro amor matrimonial como una manifestación, un sacramento del amor de Dios. Todos los que veáis cómo nos queremos, podréis intuir de alguna manera cómo Dios nos ama a todos. Queremos que nuestro amor y nuestra vida matrimonial os recuerden a todos cómo os quiere Dios».
Los esposos cristianos descubren el amor de Dios en muchas experiencias de la vida y en muchos lugares del mundo. Para ellos Cristo es, sobre todo, el Sacramento de Dios y a ese Cristo lo pueden descubrir en la Iglesia de muchas maneras, por ejemplo, en la Eucaristía, o en el sacramento de la Reconciliación. Pero ellos, en su propia vida matrimonial, en su encuentro interpersonal, en su amor conyugal es donde ahondan, disfrutan y saborean el amor de Dios, encarnado en Cristo y comunicado a través de su Iglesia. El encuentro sexual entre los casados cristianos no es el encuentro accidental entre dos cuerpos que se utilizan mutuamente para su propia satisfacción pasajera, sino el encuentro entre dos personas que se comunican y se funden en el seno de un amor integral, permanente y capaz de trascenderse.
Por tanto, los esposos cristianos se comprometen a compartir incluso su vida sexual, como expresión de un amor mutuo que exige fidelidad, como una realidad que desean sea reconocida socialmente y como una comunidad de amor abierta a la fecundidad. La base humana del sacramento del matrimonio no es algo material (como el pan y el vino de la Eucaristía), ni algo puramente exterior (como derramar agua sobre la cabeza del bautizado), sino la misma vida de los esposos, su entrega mutua, su encuentro amoroso. Es esta vida matrimonial la que se convierte en signo, en sacramento cristiano. Los esposos cristianos, por el sacramento que les une, se convierten en testigos de la ternura del amor de Dios para todos. Cuantos los conocen de cerca han de intuir de alguna manera que Dios les ama con entrañas de padre y de madre.
 
2. No todo termina con la boda
 
Para los esposos cristianos, la boda es el punto de partida de una vida matrimonial que queda toda ella marcada por el sacramento. Por eso, la vida matrimonial entera, con todas sus vivencias y expresiones, es fuente de gracia, expresión eficaz del amor de Dios que se hace realmente presente en el amor de los casados. La mutua entrega, el perdón dado y recibido dentro del matrimonio, las expresiones de amor y ternura, la intimidad sexual compartida, la abnegación de cada día con sus gozos y sufrimientos, con su grandeza y su pequeñez,… toda esa vida matrimonial es sacramento, lugar de gracia, experiencia sacramental donde Dios se hace realmente presente para los esposos.
Por eso, los esposos cristianos viven toda su experiencia humana y su vida cristiana de manera diferente a los que no se casaron por la Iglesia. Ellos pueden y deben encontrarse con el perdón de Dios en el sacramento de la Reconciliación, pero pueden y deben encontrarse también con el perdón de Dios que se les ofrece en el perdón que mutuamente se regalan el uno al otro. Los esposos cristianos pueden y deben alimentar su vida y su amor cristiano en la Eucaristía vivida con la comunidad, y también pueden y deben alimentar su vida y su amor en el disfrute gozoso de su amor matrimonial. Necesitan acercarse a la comunidad eclesial a la que pertenecen; su mismo matrimonio lo viven como sacramento dentro de esa comunidad eclesial, pero ellos viven toda su vida cristiana de manera matrimonial.
Este carácter sacramental da una hondura y una plenitud diferente a su abrazo conyugal. Los esposos cristianos no «hacen el amor», sino que lo celebran. La unión sexual de los esposos cristianos es una fiesta, donde ellos, con su propio cuerpo, con su capacidad erótica, con la fusión de sus cuerpos y de sus almas, con el disfrute compartido, hacen presente en medio de ellos a Dios. Es sobre todo en esa experiencia íntima donde mejor pueden entender y saborear su amor matrimonial como sacramento del amor de Dios.
El lazo mutuo que une a las personas que se casan no tiene por qué convertirse en una traba, más bien lo que hace es unir lo que en ellos amenaza desagarrarse. Toda persona puede experimentar en sí el desgarramiento interior. Entonces necesita un lazo que mantenga unida la pluralidad. Ese lazo es el amor. La ligazón a otra persona expresa el amor incondicional hacia ella y la confianza en que ese vínculo hace bien a los dos, que los mantiene vivos y supera el desdoblamiento interior en ellos[2].
El don de Jesucristo no se agota en el momento de la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia. Jesucristo permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. Por eso los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de casados, están fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios.
 
3. Testigos de la ternura de Dios
 
Para los cristianos, el matrimonio no es camino para el que no vale para sacerdote o religioso; se trata de una verdadera vocación. A algunos de sus hijos, Dios les llama por medio del bautismo, de la confirmación y del sacramento del matrimonio a vivir su vida cristiana en los gozos y las preocupaciones de los que forman un hogar. Su vocación es ser testigos vivientes de la ternura del amor de Dios para con todos. En las circunstancias familiares concretas, y no a pesar de ellas, se santifican. La vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos viene especificada por el sacramento del matrimonio que han celebrado y se traduce concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar. De ahí nacen la gracia y la exigencia de una auténtica y profunda espiritualidad conyugal y familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la creación, de la alianza, de la cruz, de la resurrección y del signo. Nos encontramos ante todo un reto para los esposos cristianos en orden a lograr que su vida real y concreta sea expresión de su espiritualidad específica y original, que no es precisamente la de un sacerdote o un consagrado. Porque Dios no llama sólo al matrimonio, sino que llama en el matrimonio. Cada día han de estar despiertos los esposos cristianos para descubrir a qué les invita el Señor, porque el Señor siempre es capaz de sorprender.
Para madurar en esta vocación, se requiere una preparación adecuada y especial, porque es un camino específico de fe y de amor. Una vivencia feliz de la vocación matrimonial redunda en bien de la Iglesia y de la sociedad.
Y no olvidemos que junto a la vocación va unida siempre la misión. La Palabra de Dios subraya que, para los esposos cristianos, el matrimonio supone la respuesta a la vocación de Dios y la aceptación de la misión de ser signo del amor de Dios a los hombres. No en vano lo considera participación en la alianza definitiva de Cristo con su Iglesia. Por esto los esposos llegan a ser cooperadores del Creador y Salvador en el don del amor y de la vida.
 
4. ¿ Qué es eso de vivir en pertenencia?

Una tentación de nuestro tiempo consiste en casarse o convivir sin pertenecerse. Sin embargo, necesitamos sentir que pertenecemos a los nuestros, que somos parte de su vida, que cuando llegamos a casa alguien nos espera y hasta nos echa de menos. Vivir en pertenencia con una persona es, en primer lugar, saber que, al tiempo que nos pertenece, nosotros le pertenecemos a ella. El sentido de pertenenciaes una necesidad profunda del ser humano y un deseo universal.
Vivir perteneciendo a alguien (amigo, familiar, esposo….) es algo más que sentirse vinculado a él. Es un reconocimiento del valor y del sentido que tiene para nosotros la persona a la que nos adherimos. En otras palabras: esta persona, lejos de resultarnos caduca o irrelevante, suscita en nosotros una estima grande. A la estima va unida la confianza en su competencia y en su honestidad. Esta confianza nos induce a fiarnos y a apoyarnos en ella. La confianza se entrelaza con el afecto, conquistando de este modo el corazón de los que se pertenecen. En virtud de él, las dichas y las desgracias son compartidas. Pertenecer a alguien alcanza los dinamismos operativos de la persona, traduciéndose en un compromiso activo con el otro. Tal compromiso se expresa, en primer lugar, en la aceptación exterior e interior de sus criterios o convicciones fundamentales y de sus pautas de comportamiento. Se manifiesta igualmente en la cooperación del sujeto en los proyectos y actividades comunes. En resumen, requiere estima, confianza, afecto, compromiso.
Felizmente se dan muchos casos de vivir en pertenencia sana y robusta. Hemos de confesar, con todo, que en algunos otros encontramos una patología que alcanza a uno, a varios y, en algunos casos, a muchos elementos de la adhesión. A veces se difumina el sentido de pertenencia y en su lugar se instala la desafección. Cuando languidece la estima, ocupan su puesto la indiferencia y el menosprecio. Si se cuartea la confianza surge, en contrapartida, el recelo. Cuando se debilita el afecto, le sustituyen la agresividad o la indiferencia. Se quiebra el compromiso y llenan su hueco la pasividad y las adhesiones parciales. Pero la auténtica pertenencia confiere seguridad y apoyo. Y no consiste tan sólo en dar; también es recibir. El anillo que llevan en sus dedos los comprometidos y los casados da a entender que no están disponibles para cualquiera, sino que voluntaria y libremente pertenecen a alguien.
 

  1. El amor conyugal ha de crecer y desarrollarse

 
La boda no es meta definitiva para el amor conyugal; si acaso sería meta volante. Los esposos cristianos han de crecer y madurar en su amor matrimonial. Parece a primera vista que el amor fuera algo espontáneo, instintivo. Sin embargo, el amor es algo vivo que crece y se desarrolla, tiene un dinamismo interno que sigue sus propias leyes.
Ante todo, obliga a aceptar al otro tal como es. Amar al otro como quisiéramos que fuera, es, en el fondo, amarnos a nosotros mismos, o sea egoísmo puro y duro. Espontáneamente tendemos a lanzar sobre el otro la imagen idealizada del otro sexo, que nos forjamos durante la infancia y la adolescencia. Esto agrava la dificultad de amar. Por otra parte, es preciso no sucumbir a la tentación de suprimir las diferencias. «Quien no se resigna a aceptar la interpelación de la diferencia, o anula al otro con voluntad de dominio o se anula a sí mismo, refugiándose, por lo general, en el papel de víctima, o entra en componendas que le permitan disimular la diversidad», ha advertido M. Cuyás[3]. Anular al otro no es indicio de personalidad vigorosa; son más bien los débiles quienes necesitan reducir a nada a los que tienen a su lado. El respeto mutuo es la condición primera y la apremiante consecuencia de esta primera ley del amor; cuando los esposos se han perdido el respeto -con palabras, gestos, comportamientos- inician una pendiente donde todo lo negativo es posible.
La segunda ley es dialogar. La capacidad de escucha es uno de esos logros que marcan la madurez humana, condición indispensable para la plenitud del amor. Es punto de partida y es meta a la vez. Es vaciarse de sí mismo para acoger al otro, ser sensibles a su presencia, captar lo que nos quieren transmitir más allá de sus palabras, a través de sus gestos, de sus silencios. Escuchar y luego guardar, saborear…, es una manera de ser, de vivir hacia dentro, dando lugar al otro en nuestra propia vida. Es una forma de no prescindir del otro, de no hacernos indiferentes a lo que le pasa. Escuchar es la base de la vida conyugal y de la vida en familia. Aunque brille por su ausencia en muchos hogares, desgraciadamente. Para dialogar es preciso vencer dos dificultades muy frecuentes: la falta de tiempo y la soberbia. Siempre se encuentra tiempo para lo que ocupa los primeros lugares en la propia escala de valores. Nada es más rentable para los esposos que el tiempo invertido en cultivar el diálogo conyugal. La humildad, por otra parte, nos permite dialogar sabiendo que lo más importante y difícil es escuchar porque escuchar es más que oír.
Finalmente, la tercera es crecer. O se ama siempre más y mejor o el amor se agota y desaparece. Crecimiento cuantitativo, extensivo y perfectivo. «El grado y la intensidad de los encuentros sexuales –recomienda el autor citado- debe atemperarse, con todo, a la capacidad de entablarlos sin caer en servidumbres, que bloquearían la propia expansión, o en vinculaciones, cuyas imprevistas exigencias no sería uno capaz de controlar»[4]. La fijación en las satisfacciones pasajeras bloquea a la persona. Porque las tendencias humanas no son meras fuerzas instintivas que comienzan y terminan en sí mismas, sino que están al servicio de proyectos de existencia plena. Ser persona madura consiste en saber integrarlas para lograr las grandes metas a las que el ser humano se siente llamado. La fidelidad puede y debe ser capacidad creativa; convertida en rutina, pasividad y aburrimiento no interesa a nadie.

6. La redención del amor conyugal.

El hombre, como señaló el Papa Juan Pablo II, «no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente»[5].
Esta revelación del amor tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: Jesucristo, Redentor del hombre, que así revela plenamente el hombre al propio hombre. Por el sacramento del matrimonio, el amor de Jesús –fiel y lleno de ternura- se une al amor de los esposos y lo transforma. Cristo sana el amor de la pareja siempre quebradizo y siempre expuesto al afán de posesión, a las proyecciones psicológicas y a los egoísmos humanos.
Cuando el abrazo conyugal es signo y vehículo de un verdadero amor interpersonal, este amor no nace sólo ni principalmente del instinto sexual, sino que es un amor, marcado ciertamente por la condición sexuada de la persona, pero asumido, purificado, fortalecido y santificado por el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Cuando el amor humano está transformado por el amor de Dios y de Cristo que habitan en nosotros, la relación amorosa entre hombre y mujer tiene las características de un amor sexuado, pero tiene también las cualidades del amor sobrenatural de Cristo a su Iglesia, del amor gratuito, fiel y misericordioso con que Dios ama a su Iglesia y nos ama a cada uno de nosotros, en Cristo y por Cristo.
La familia es, ante todo, «comunidad de personas, para las cuales el modo propio de existir y vivir juntos es la comunión… Sólo las personas son capaces de vivir en comunión. La familia arranca de la comunión conyugal que el Concilio Vaticano II califica como alianza, por la cual el hombre y la mujer se entregan y aceptan mutuamente»[6]. Este es el proyecto de Dios, «desde el principio», el contenido normativo de una realidad que existe desde «el principio» (cf. Mt 19,6).
Es el amor el alma de la familia: el amor de Cristo Redentor presente en la familia, vivido y trasparentado en las relaciones familiares. La verdad, la esencia y el cometido de la familia son definidos, en última instancia, por el amor. Por esto la familia recibe la misión de vivir, custodiar, revelar y comunicar el amor como reflejo vivo de Dios que es amor, que es comunión en el amor de personas, del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.
Muchos matrimonios naufragan –aunque parezca una paradoja- porque esperan demasiado el uno del otro. Esperan del otro amor absoluto, comprensión total y fidelidad plena. Pero lo absoluto, lo total y lo pleno sólo lo puede regalar Dios. Con su presencia permanente al lado de los esposos, Cristo les comunica la esperanza de que su unión será inquebrantable e invulnerable. El matrimonio vivido como sacramento, el contacto tierno de los cónyuges, que culmina en la unión sexual, es vehículo por el que pasa el amor de Dios. El amor de los cónyuges en su dimensión corporal es el lugar en que les es dado experimentar a Dios más intensamente. El acto sexual apunta siempre más allá de sí mismo, al misterio inagotable e infinito de Dios.
El evangelista San Juan (2,1-12) nos expone lo que Jesús piensa del matrimonio en su relato de la boda en Caná a la que asistieron él, su madre y sus discípulos. Es una historia simbólica. Cristo transforma el amor de los esposos en vino nuevo del Reino: su vida adquiere un sabor nuevo. Muchos matrimonios temen que con el paso del tiempo su amor vaya desapareciendo poco a poco o se vuelva insípido. La rutina, es verdad, puede dar al traste con la fuerza encantadora del primer amor. Pero a este miedo Jesús da una respuesta que podría sonar así: “Porque Dios se ha hecho hombre, el vino de tu amor nunca se agota. Si entras en contacto con el amor de Dios que hay en ti, tu vida tendrá siempre un sabor nuevo. Puedes celebrar tranquilo la fiesta del amor”[7].
San Pablo, por su parte, exhorta: “Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia” (Ef. 5,28s). No le preocupan a San Pablo los deberes que los matrimonios deben cumplir, sino que invita a un trato atento y respetuoso entre ambos. En el matrimonio cristiano no hay lugar para la opresión, el dominio de unos para con otros, sino todo lo contrario: ambos cónyuges deben preocuparse de reconocer la dignidad del otro y proporcionarle la ayuda necesaria para que llegue a ser plenamente él mismo. Si purificamos de elementos condicionados por la época esta comparación entre el amor de Cristo a la Iglesia y el amor matrimonial de los cristianos de la carta a los efesios, podremos ver algo esencial del misterio del amor matrimonial. Los cónyuges no sólo se encuentran recíprocamente en su amor, sino que en él tocan el misterio del amor de Cristo. El matrimonio es un internarse en el misterio del amor de Jesucristo y un entrenamiento para vivir la entrega total. A través del amor cotidiano, los esposos cristianos pueden experimentar el amor entrañable de Cristo de manera semejante a como lo experimentan en una celebración religiosa.
Una de las causas de las crisis familiares es la reducción del amor a sexo, olvidando otras dimensiones profundas, que él presupone y suscita. Sólo cuando en el encuentro, entrega y fidelidad del esposo y de la esposa se mira ante todo a la persona, se tiene capacidad para asumir dificultades y esperanzas de otro orden. La felicidad real reclama confianza absoluta, fidelidad inquebrantable todos los días de la vida y entrega a la persona, de las que nace el gozo más allá de obtener un placer. Sin fidelidad absoluta no hay solidez afectiva; no hay gozo perdurable. Una familia asentada en tal comunión de amor de personas, rezuma cariño y crea la posibilidad de adentrarse con gozo en el mundo. Los hijos encuentran en ella el suelo de una realidad sólida para percibir que vivir es una posibilidad gozosa y una gracia; no una desgracia o un azaroso destino.
 
7. Las crisis y los conflictos matrimoniales
 
No es bueno para nadie presentar el amor de los esposos cristianos como algo idílico y paradisíaco. Sería pecar contra la verdad de la vida real y ponerse una venda ante los problemas de cada día. En toda vida matrimonial se dan conflictos pequeños o grandes. Lo anormal sería que no los hubiera. Ignorar, por tanto, esta realidad sería verdaderamente peligroso. Porque la presencia de conflictos o de crisis no quiere decir que el matrimonio vaya mal; no son necesariamente perjudiciales. Aunque es verdad que algunas crisis en la vida matrimonial endurecen a las parejas y hacen que entre ellas aumente el desamor, pudiendo llegar, más tarde o más temprano, a la ruptura de la convivencia. Pero también hay crisis que, de hecho, pueden dar ocasión a una nueva vitalidad, a una madurez mayor, aunque no de manera automática. Cuando se pierde el trabajo, cuando muere una persona querida, cuando la salud queda dañada para siempre…, la convivencia queda perturbada y a veces se dan pérdidas irreparables. Pero también en ocasiones como éstas, algunas personas han experimentado en sus vidas algo completamente nuevo, más vivo y más profundo. Precisamente los matrimonios felices han sido capaces de resolver positivamente sus crisis y sus conflictos. Los conflictos conyugales son situaciones provocadas por la dificultad que tienen los casados para armonizar intereses encontrados, por las diversas mentalidades o por los caracteres difíciles. Advirtamos en todo caso que, cuando la situación conflictiva no se resuelve a tiempo, desencadena un enfriamiento del amor y eventualmente alguna crisis de mayor o menor importancia.
Se han tipificado las diversas etapas que suele recorrer la vida matrimonial así como las crisis que las acompañan[8]. Cuando estas crisis se resuelven bien contribuyen a una mayor madurez y a un amor de mejor calidad. Cuando se vive una situación de conflicto conviene cuidar:
– la objetividad: no hay que agrandar los problemas ni dramatizar; que lo pequeño sea pequeño y lo grave sea grave;
la generosidad: en el conflicto conviene rebajar al máximo el amor propio y llenarse de generosidad para poder comprender y perdonar;
– la flexibilidad: saber ceder, sin adoptar posturas rígidas;
– la oración: para superar el conflicto, los cristianos pueden y deben contar con la ayuda de Dios. Es bueno que se pregunten juntos: ¿cuál es la voluntad de Dios sobre el conflicto que nos afecta? ¿Qué nos está pidiendo el Señor para encontrar la mejor solución?
Para que las crisis supongan crecimiento es necesario que uno y otro adopten determinadas actitudes y comportamientos.
– No sumirse en la depresión y la pasividad de manera permanente. Intentar ser creativos.
– No pretender volver a toda costa a la situación anterior posiblemente irrecuperable. Rebelarse contra la crisis y añorar tiempos pasados supone perder energías que se han de emplear en busca de nuevos enfoques y vías inéditas.
– Una gran ayuda para superar las crisis es la disposición de ambos miembros de la pareja a colaborar, a buscar juntos.
– Mantener viva la esperanza o el convencimiento de que se puede dar un sentido a la vida también en circunstancias como las que están atravesando[9].
El verdadero amor es resistente; es fuerte como la muerte, dice el Cantar de los cantares (8, 6s). Así como las tempestades obligan al árbol a que afiance sus raíces, así al amor no lo debilitan los conflictos, sino que lo fortalecen. La pareja que ha superado numerosos conflictos es cada vez más capaz de resistir, no teme que su amor se pueda venir a bajo de buenas a primeras. Es consciente de que no tiene un seguro que le pueda ahorrar las crisis, pero como la capacidad de resistencia de su amor se ha visto fortalecida, mira el futuro con confianza.

8. El amor sólo puede crecer con el perdón

Finalmente, hay que tener en cuenta que el amor conyugal pide siempre respuesta, pero la persona amada puede que no corresponda a quien la ama o que no lo haga exactamente como ella esperaba. Entonces el que ama puede sentirse decepcionado, no correspondido y hasta traicionado. Por otra parte, la convivencia diaria origina roces, momentos de malhumor, nerviosismo, tensiones y cansancios en los que es imposible no herir al otro con faltas de delicadeza, inadvertencias e incluso con ofensas culpables. Es necesario perdonar. El verdadero amor, en circunstancias como éstas, se convierte en perdón, comprensión, disponibilidad para la reconciliación. En muchas ocasiones el amor matrimonial sólo puede crecer con el perdón. La vida matrimonial exige una actitud de perdón, de comprensión de la debilidad del otro, de paciencia, de disponibilidad para la reconciliación. Casarse con una persona es estar dispuesto a perdonarle siempre.
El perdón no es un sentimiento, sino una decisión, escribió Madre Teresa de Calcuta. El perdón no es sentimentalismo edulcorado; es condición indispensable para poder vivir una vida plenamente humana. Hacer del rencor el motor de su vida y el centro de su existencia es fruto muchas veces de pensar que no hace falta perdonar, que el tiempo lo solucionará todo. Sin embargo, el paso del tiempo en muchas ocasiones, no hace sino enconar las heridas y ahondar el resentimiento.
Y no basta cualquier perdón. Quien en el matrimonio perdona, pero no olvida, o perdona como quien hace un acto de indebida generosidad, se verá acusado de sus propias debilidades. «El amor no se irrita, no lleva cuentas del mal, disculpa sin límites» (1 Cor 13,4-6). Los esposos cristianos no pueden olvidar que el sacramento del matrimonio les convierte en iconos del amor de Dios que perdona siempre, aunque no merezcamos su perdón.
Ciertamente, las heridas son inevitables. Las palabras y los gestos ofensivos que el otro me dirige, me hieren. No se puede evitar herir a la persona con quien convives, por mucho que la ames. A veces tocamos -queriendo o sin querer- los puntos sensibles de la pareja. Como en la convivencia con la pareja nos mostramos más como somos, sin disimular nuestro lado oscuro, nuestras diferencias chocan unas con otras, se producen incomprensiones, los defectos de carácter producen heridas. A decir verdad, esas heridas dejan huella en nuestro corazón y en nuestra alma. Tal vez no siempre graves, pero pequeñas decepciones, pequeños desprecios… cuando vienen de la persona que más amamos, duelen y duelen de verdad. A veces acuden a nuestra mente después de la discusión y hacen que la herida sea más profunda. Y hay que tener en cuenta que las heridas que no se curan bien, debilitan el amor o lo matan.
No se trata de ser generosos sin más, perdonar y… a otra cosa. Como quien se quita algo de encima lo antes posible. Frecuentemente este comportamiento, aparentemente tan noble y generoso, encierra una forma de represión. Aunque no queramos, deja en el alma un rencor sordo que acaba creando distancias entre la pareja. Si hurgo en mi herida, volverá a supurar y el pus de mis sentimientos heridos hará que la relación quede contaminada. Y lo más seguro es que si me siento herido, heriré al otro, aun sin darme cuenta de ello.
Cuando se producen heridas, ofensas, hay que recorrer el camino de la reconciliación, que tiene su itinerario y sus pasos bien señalados.
El primer paso, nada fácil, es reconocer ante el otro que le hemos herido, aunque fuese sin pretenderlo. Sin un acto de humildad, difícilmente cicatrizan las heridas. La valentía no se muestra permaneciendo enfadado y alejado, sino acercándose y reconociendo los propios errores.
El segundo paso es pedir perdón. Cuesta mucho pedir perdón: es como reconocer que estamos supeditados a otra persona para que las cosas puedan funcionar de nuevo. Pero en una relación donde entra en juego la intimidad, no se puede prescindir del pedir perdón.
El tercer paso es frecuentemente el desagravio. Cuando la otra persona ha sido testigo de cómo reconocimos nuestra culpa y le hemos pedido perdón, seguramente se ha sentido aliviada y es posible que haya perdonado de corazón. Pero a veces, las palabras no bastan y es necesario añadir una acción: un acto de desagravio. Mostrarnos dispuestos y ofrecernos a hacer algo concreto para crear un contrapeso a la herida causada.

Manuel Sánchez Monge

estudios@misionjoven.org

 
 
[1] Cf. A. GRÜN, El matrimonio, bendición para la vida común, San Pablo, Madrid 2002, 8.
[2] Cf. A. GRÜN, El matrimonio…., 9.
[3] M. CUYÁS, Antropología sexual, PPC, Madrid 1991, 52
[4] M. CUYÁS, Ibid., 33.
[5]JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemtor Hominis, 10
[6] JUAN PABLO II, Carta a las familias, 7.
[7] Cf. A. GRÜN, El matrimonio…, 17-18.
[8] Cf. M. SÁNCHEZ MONGE, ‘Serán una sola carne’. Estudio interdisciplinar del matrimonio y la familia, Atenas, Salamanca 1996, 218-226.
[9] Cf. H. HELLOUSCHEK, El amor y sus reglas de juego. Las crisis en la relación de pareja como oportunidad de crecimiento, Sal Terrae, Santander 2003, 146-148.