Enrique Gervilla
Enrique Gervilla es Catedrático de Filosofía de la Educación en la Universidad de Granada.
SÍSTESIS DEL ARTÍCULO
La actual agonía de la “palabra vocación” –aplicando el dato de un hecho concreto- está estrechamente relacionada con un nuevo modo de entender la educación, ahora más vinculada a la “palabra profesión”. Resulta evidente que no hay educación sin un “saber hacer” específico; sin embargo queda por resolver una cuestión primera y fundamental: ¿Para qué educarnos? Dicho interrogante sigue invocando un “hacer-vocacional”.
- El hecho
El vocablo «vocación» ha pasado, entre nosotros, de gozar de una vida fuerte y vigorosa a una muerte rápida, prácticamente sin agonía. Hasta la década de los setenta la literatura, y sobre todo los manuales de pedagogía, hacían frecuente uso, y hasta quizás abuso, del término vocación. Hoy, por el contrario, apenas se alude a él, salvo en círculos religiosos. Su lugar lo ha venido a ocupar el vocablo «profesión». Esta rápida desaparición no es sólo la muerte de una palabra sin más, sino un nuevo modo de entender la educación. La nueva nomenclatura supone todo un cambio, además de terminológico, conceptual y valorativo que afecta a la naturaleza misma de la formación humana, no exenta de razones ideológicas, políticas y sociales.
Hoy, para muchos, la educación, al igual que la medicina o la ingeniería, es una profesión. Y, en consecuencia, el profesor/educador es el profesional de la enseñanza/educación. Expresiones tales como: «profesionales de la enseñanza», «centros de enseñanza», «tarea docente»…, de uso frecuente en ámbitos sindicales y laborales, pretenden, junto al interés manifiesto de la profesionalidad, ocultar cuanto la vocación y la misma educación supuso en tiempos pasados, aunque aún cercanos.
- Razones del hecho
Las razones de este cambio son múltiples. A nuestro entender son de especial importancia las siguientes.
– La creciente tendencia de todos los sectores de la sociedad hacia la profesionalización, como preparación específica para «saber hacer», frente a la vocación como altruismo, ideal o afición.
– Las connotaciones religiosas de la vocación son hoy infravaloradas, cuando no rechazadas, en nuestra sociedad secularizada y pragmatista.
– Catolicismo, hoy considerados arcaicos en una sociedad cambiante y tecnológicamente avanzada. En nuestra historia inmediata, la asociación educador-vocación fue un hecho repetido, tanto en los manuales de pedagogía como en la legislación educativa. La Ley de Educación Primaria de 17 de julio de 1945, en su artículo 56, afirmaba que el maestro «ha de ser hombre de vocación clara y de ejemplar conducta moral y social estimando su vocación como un servicio debido a Dios y a la Patria».
– La fuerte valoración del sustento o base económica de la profesión, frente al altruismo, entrega y desinterés de la vocación.
– La defensa de unos intereses laborales ante la Administración demandando justos derechos, mediante manifestaciones, huelgas, medidas de presión, etc., propios de cualquier profesión, entran en oposición con el sentido vocacional frecuentemente asociado a la idea de heroísmo, desinterés económico y servicio incondicional.
En consecuencia, pues, parece lógico y hasta justificado, la sustitución del término vocación por el de profesión. Lo que nos preguntamos es si tal cambio contribuye a una mejor humanización y, en consecuencia, es un acierto beneficioso para la educación; o por el contrario, el poder de las circunstancias sociopolíticas se ha impuesto al margen de todo criterio educativo, pues los hechos, como bien sabemos, son constataciones sin más, por lo que de ellos no surge el deber-ser (lo bueno, lo mejor), o al menos, no necesariamente. De aquí que la respuesta a esta cuestión, necesariamente, ha de ir precedida de la clarificación conceptual que encierran los vocablos vocación y profesión, así como la relación de los mismos con los dos grandes ámbitos de la educación: fines y medios
- La educación: fines y medios
La respuesta a la pregunta para qué educar es él núcleo esencial de toda educación, por lo que no es posible realizar actividad educadora alguna sin la clarificación previa de tal interrogante. Llegar a un lugar o alcanzar una meta exige su previo conocimiento. ¿Hacia dónde camino? ¿Qué quiero alcanzar tras mis esfuerzos? Son preguntas que todo ser racional se formula ante cualquier quehacer o tarea. Posteriormente buscaremos los medios más adecuados y eficaces para llegar a la meta o alcanzar lo que deseamos. Así, para qué y cómo dan respuesta a las finalidades y a los medios de todo proceso educativo: teleología y mesología, meta y camino, fines y medios. Unos y otros imprescindible y estrechamente vinculados en aras a la eficacia: medios en función de los fines, pues todo divorcio entre el fin y los medios disminuye la significación de la actividad[1].
La educación es, así, un quehacer predominantemente teleológico, es decir, orientado hacia una meta, en una u otra dirección, con orden y con sentido. Ello hace que la finalidad sea algo esencialmente constitutivo de toda educación. Sin finalidad la educación estaría sometida al azar, a la ceguera, o bien sería un caos de contradicciones, impropias del ser humano caracterizado justamente por su racionalidad. Como ya afirmó Dewey, “actuar con fin equivale a actuar inteligentemente”[2] pues sólo actúa sin finalidad el hombre estúpido, el ciego, el falto de espíritu, o el falto de inteligencia. El fin es necesario para orientar, ordenar y dar sentido. «El ser racional actúa siempre mirando un para qué, que constituye el límite»[3]. Así pues, al hablar de educación, aludimos a la orientación intencionada del hombre, a la acción destinada al conseguir algo bueno. Por lo que la finalidad educativa es inseparable del valor: la teleología se toma aquí axiología.
A la decisión de les fines sigue, de cuerdo con los mismos, la elección de los medios, pues la teleología sería imposible sin el conocimiento de los medios. Éstos, como su misma etimología expresa (del latín médium: lo que está en el centro) es aquello que se encuentra entre dos puntos, o también, aquello que posibilita el paso de un lugar o estado a otro. En una carrera (curriculum) el espacio a recorrer entre la salida y la meta; en la educación lo que [4]separa el inicio del proceso (el deseo o la intención) de su consecución, lo que facilita el paso hacia la finalidad.
La eficacia de la educación se encuentra, así, entre dos graves problemas a resolver o dos grandes ignorancias a superar: los valores como meta (respuesta a la pregunta “para qué educar”) y la técnica como medio (respuesta a la pregunta “cómo educar”. Los dos momentos de los que ya Herbart dejó constancia en su Pedagogía general derivada del fin de la educación: ética o fin («entusiasmo por el bien», proyectos de acción valiosos) y psicología (conocimiento de la realidad, desarrollo psicológico y sus leyes).
- La educación ¿vocación o profesión?
Desde tales presupuestos adquiere pleno sentido responder a las siguientes preguntas:4 ¿Para qué educar, para la profesión o para la vocación? ¿La educación es una vocación o es una profesión? ¿Los profesores desempeñan una función vocacional o profesional? Quienes se preparan para ser educadores, ¿han de ser vocacionales o profesionales? Entre las múltiples metáforas5, que la historia de la educación nos ofrece sobre el educador, encontramos dos imágenes especialmente ilustrativas al respecto, como respuesta a tales interrogantes: el misionero y el profesional.
El misionero es el educador cuya vida, de modo altruista y desinteresado, dedica al servicio de la educación. La vocación se convierte en un apostolado, cuya principal recompensa reside en el ejercicio mismo de su actividad. El magisterio se ejerce a modo de ministerio que hace del educador un menesteroso, «un santo laico, abnegado, desinteresado y tan identificado con su tarea que llega a olvidarse de sí mismo»6.
El profesional, por el contrario, de modo muy distinto, entiende la educación como preparación para saber hacer. Más que oficio es profesión7 cuya profesionalidad exige una preparación científico-técnica, así como la pertenencia a un status profesional (económico, social y cultural). La metáfora del profesor como técnico se vincula a la concepción tecnológica de la actividad profesional práctica que pretende ser eficaz y rigurosa: es la denominada «racionalidad técnica». Se trata de solucionar problemas mediante la aplicación de teorías y técnicas científicas. Con palabras de Nassif es un «proceso pedagógico organizado de habilitación cultural, científica, técnica y práctica de las personas destinado a encauzar el proceso educativo en sus diversos niveles, sectores y formas»8.
Una y otra metáfora describen concepciones educativas diversas y, por lo mismo, fines y medios distintos. La opción por una u otra supone la clarificación previa de los conceptos vocación y profesión, así como su vinculación con la naturaleza de la educación.
4.1. La vocación
La vocación, según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (1992), es una «inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión». Este sentido religioso, que la Real Academia de la Lengua otorga a la vocación, tiene su origen en la etimología latina del término y en su sentido bíblico. La vocación hunde, así, sus raíces en el vocablo vocatio cuya traducción equivale a la expresión «acción de llamar», esto es, el resultado de una vox (la acción y efecto de un vocare o llamar). Una llamada a alguien para que desempeñe una misión. Éste fue el sentido originario que le otorgó el cristianismo. De aquí su connotación religiosa, que, si bien entre nosotros, no es exclusiva, sí es predominante. Alguien (Dios) llama a alguien (ser humano) para algo (tarea a desempeñar) mediante algún procedimiento o medio de comunicación: oral, escrito, directo o a través de mensajeros. Así, Dios llama a Abraham para que salga de su tierra (Gen 12), a Moisés, en la zarza ardiente, para que libere a su pueblo de la esclavitud (Ex 3), a Isaías, a Jeremías, a Samuel o a San Mateo…
Vocación y religión
La vocación es, de este modo, una elección divina, una llamada dirigida a la conciencia, que modifica radicalmente la existencia del ser humano, haciendo de éste un hombre nuevo. No se trata de un mandato o imposición, sino más bien de una invitación, pero de una fuerza tal, que en su cumplimiento radica la felicidad del ser humano, pues la llamada de Dios incluye siempre el bien personal. Ello, en modo alguno, significa la carencia de problemas o dificultades, pues, a veces, el seguimiento de la vocación entra de lleno en el ámbito de la heroicidad, cual es el caso de los profetas bíblicos.
Vocación y profesión
Fuera del ámbito religioso, aunque estrechamente vinculado a éste, la vocación, como también expresa la Real Academia de la Lengua, puede significar también «advocación, convocación, llamamiento, inclinación a cualquier estado, profesión o carrera». Por lo que «errar la vocación» es dedicarse a cosa para la cual no se tiene disposición, o bien mostrar tenerla para otra que no se ejercita. De este modo, la vocación pierde su sentido teológico, pasando a ser un vocablo de uso frecuente en el lenguaje popular y en las diversas ciencias humanas: filosofía, psicología, pedagogía, sociología…, si bien con distinto significado, según tiempos y autores, pero siempre en un sentido positivo de agrado, deseo vehemente, ilusión, desarrollo o satisfacción personal por la tarea que se realiza.
La vocación no es, pues, un asunto de estómago, ni de riquezas, ni siquiera de pan, sino de corazón, de ilusión, de ideales. No se trata del cumplimiento estricto de la obligación, sino del entusiasmo que trasciende la reglamentación del deber. Quien siente la vocación por la música, tendrá, para comer, que enseñar historia, hacer zapatos o barrer las calles, pero nada de ello le ocasiona el gozo que le proporciona la música. Una cosa es el estómago y la tranquilidad, y otra la cabeza y el corazón. La profesión de educador si no da mucha riqueza, sí asegura el pan sin muchos quebraderos de cabeza. Asegurar el pan es el primer problema y el más necesario, pero no es el principal, ni el de mayor dignidad.
Vocación y educación
La educación ha sido entre nosotros, durante muchos años, considerada como vocación. Los textos de pedagogía, hasta tiempos muy cercanos, insistían en ello como cualidad fundamental de todo educador. “Por vocación -escribió L. A. Lemus- entendemos esa llamada interior que condiciona a un individuo hacia el ejercicio de una determinada actividad de trabajo en donde encuentra alto grado de satisfacción personal. La vocación no tiene en cuenta otros factores como la dificultad del trabajo, la mayor o menor remuneración económica, o los riesgos, sinsabores o vicisitudes a que puede conducir la actividad elegida; el espíritu de servicio social y la complacencia personal del que ejerce la profesión o trabajo es la principal característica de la vocación. Es indudable que sin vocación no se puede ser maestro […]. Todas las profesiones requieren un cierto grado de vocación y cuanto más se tiene mayor será el rendimiento profesional, mejor la calidad del trabajo realizado y más grande la satisfacción personal”9.
La vocación es así, en su sentido etimológico y teológico originario, una tarea primordialmente misionera o sacerdotal. El error, a nuestro entender, radica en que el predominio vocacional minusvalore o anule lo profesional: la preparación científica y técnica. La educación, además de ilusión, es saber realizar dicha ilusión; junto al placer del hacer es necesaria la eficacia del saber-hacer.
La sola vocación, personalmente entendida, puede que proporcione satisfacción y gozo a quien la practica, pero la ignorancia del no saber-hacer repercute negativamente en quienes la sufren. Las implicaciones sociales, que generalmente la vocación conlleva, han de ser punto de referencia esencial para quien la ejerce. No basta al médico tener mucha vocación, si ignora cómo sanar al enfermo. Es preferible saber alcanzar la salud sin ilusión, a poseer gran ilusión revestida de ignorancia. Los males, que la sola vocación ocasiona, son padecidos por los destinatarios. Si pudiésemos detectar los «daños vocacionales» de quienes con muy buena voluntad, y casi sólo con ésta, se dedican a la educación, posiblemente, los datos nos asombrarían. Saber-hacer no es cuestión de bondad, sino de ciencia, aunque mejor si ésta va acompañada de bondad.
La educación, como ya indicamos, posee una finalidad valiosa, ilusionante, que deja insaciable al ser humano. Pero para llegar, o acercarse, a la meta es necesario conocer el camino. Saber para qué sin saber cómo hace ineficaz el proceso educativo. De aquí que la verdadera vocación no esté desligada de la profesión, o lo que es lo mismo, toda vocación conlleva una dimensión profesional. Sin embargo, vocación y actitud no siempre se identifican, por lo que es posible sentir una fuerte atracción hacia una actividad y carecer de actitudes para su ejercicio. Cuando tal correspondencia no existe, puede encontrarse la persona en un callejón sin salida. La expresión “errar uno la vocación”, como ya indicamos, expresa justamente esta situación: dedicarse a algo para lo cual no se tiene disposición o preparación, o bien mostrar tenerla para otra que no se ejercita.
4.2. La profesión
Los diccionarios son coincidentes en sostener que la profesión es un empleo, facultad u oficio, que se ejerce públicamente como ocupación habitual y continuada en el ámbito laboral. Tal ocupación puede realizarse enseñando o haciendo algo. En cualquier caso, la actividad a realizar queda definida como: formación específica, seguimiento de determinadas reglas, aceptación de un determinado código deontológico y objetivo beneficioso (sustento económico).
El Diccionario de la Real Academia, bajo el vocablo profesión, nos ofrece un triple significado. Un primer sentido etimológico: Professio/nis = Acción y efecto de profesar. Y profesar (de profeso) se dice que es enseñar o ejercer una doctrina, ciencia, arte u oficio con inclinación voluntaria y continuada. O bien, sentir algún afecto, inclinación o interés y perseverar voluntariamente en ellos: profesar cariño, odio…
Una segunda acepción religiosa. Ceremonia eclesiástica en que alguien profesa en una orden religiosa. Profeso (del lat. Professus, part. de profiteri: declarar) se dice del religioso que ha profesado, esto es, el acto por el cual un religioso o religiosa emite sus votos de pobreza, castidad y obediencia, pasado el tiempo de su noviciado. Es, a la vez, un contrato temporal entre el novicio y la comunidad y un ofrecimiento que el novicio hace de sí mismo a Dios.
Y un tercer sentido sociológico. Empleo, facultad u oficio que una persona tiene y ejerce con derecho a retribución. Ello crea un status diferencial entre las diversas profesiones. La profesión, si bien no debe identificarse con el status, sí es un índice social del mismo, muy útil para determinar la escala de estratificación. De aquí que el adjetivo, profesional, se aplique a quien pertenece a una profesión; a quien practica habitualmente una actividad, incluso delictiva, de la cual vive; o también a lo hecho por profesionales y no por aficionados. Así, en el ámbito laboral, la categoría profesional es el conjunto de actividades que constituyen la especialización del trabajador, ocupando una posición o categoría dentro de la clasificación profesional.
Hoy la profesión, en el lenguaje educativo, ha perdido su significado religioso, conservando parte de su sentido etimológico y encontrándose en todo su vigor su acepción sociológica. Baste recordar, al respecto, los criterios internos que, recogiendo otros estudios sobre la profesión, enumera J. M. Touriñán10:
- Formación técnica reglada, mediante conocimiento institucionalizado, que capacita al profesional para explicar y decidir la intervención propia de la función.
- Reconocimiento social de la actividad a desarrollar, status social.
- Orientación de la prestación como servicio público, es decir, a la satisfacción de una necesidad social.
- Conocimiento especializado, esto es, un nivel de competencia en una determinada actividad y al mismo tiempo específico, es decir, un campo de acción en el que el profesional resuelve problemas que otros conocimientos especializados no solucionan.
En síntesis, pues, la profesión es un saber-hacer socialmente reconocido, un cuerpo específico de conocimientos técnicos destinados a alcanzar unos fines. Al profesional, pues, se le pide responsabilidad y eficacia: solución de problemas. En ello reside su prestigio, su status y hasta su posición económica. Ello puede generar diversas organizaciones profesionales con la pretensión de ayuda mutua y defensa de intereses comunes.
La educación es, sin duda alguna, un saber-hacer o no es educación, al menos educación real, por cuanto la acción educativa es para alguien o no es para nadie. Con ello en modo alguno pretendemos desestimar los conocimientos especulativos, imprescindibles en cuanto saberes científicos, sino destacar su destino y vinculación con la práxis. Lo propio del profesional de la educación es la intervención pedagógica destinada al perfeccionamiento del ser humano y, por lo mismo, a la solución de problemas educativos. Aquí, en la competencia, reside su credibilidad, prestigio, reconocimiento social y hasta su posición económica. Si a ello va unida la vocación, o gusto por la tarea, el educador habrá encontrado simultáneamente su vocación y su profesión, la autorrealización personal y el servicio eficaz a los demás.
El error actual -razonable, dados los precedentes históricos inmediatos ya aludidos- consiste en considerar la educación sólo como profesión, desestimando, cuando no rechazando, su dimensión vocacional. Se olvida, con cierta frecuencia, que educar es tarea de naturaleza distinta a la de poner ladrillos o hacer muebles. Construir seres humanos es tarea distinta a la de construir pintes o casas. El albañil o el arquitecto, por trabajar directamente sobre materia, se diferencian esencialmente del médico y del educador, cuya acción directa son las personas. La ilusión, el altruismo y el gusto por lo que se hace, propio de la vocación, es algo que también, consciente o inconscientemente, se enseña y se aprende. Un aprendizaje imperceptible para los puentes o los edificios, pero de gran incidencia y eficacia en formación de las personas. No es del todo excepcional que algunos alumnos se hayan decidido por una u otra carrera gracias al entusiasmo e ilusión con que sus profesores les transmitieron unos conocimientos determinados.
Considerar la educación sólo como profesión es empobrecer la praxis educativa, en cuyo proceso el mundo de los valores no sólo se encuentra en la finalidad, sino en todas y cada una de las acciones del proceso, pues es imposible llevar a cabo el más mínimo acto educativo sin una referencia expresa o implícita a los valores. El acierto de todo educador se encuentra entre dos saberes: el saber de la axiología y el saber-hacer de la tecnología. La axiología sin tecnología nos introduce en la pura especulación; la tecnología sin valores nos conduce a una educación deshumanizada y desilusionada, toda una contradicción con el quehacer educativo cuya esencia es humanizar.
De hecho, una separación estricta entre vocación y profesión es de hecho difícil, cuando no imposible, máxime en la educación. En ambos casos sería más correcto hablar de predominio que de exclusión. Las definiciones de la Real Academia de la Lengua, a las que anteriormente hemos aludido, así lo manifiestan. En el vocablo vocación existen referencias a la profesión y éste remite también a aquél. Se da, pues, una implicación profesional en la vocación y una implicación vocacional en la profesión.
- Interrogantes al futuro vocacional/profesional de los educadores
El futuro es siempre pregunta y problema, de repuesta insegura y de solución incierta. No obstante, el deseo de conocer más allá del presente y el ansia de prevenir impulsa al ser humano a reflexionar sobre el destino desde el presente. De este modo, adelantamos el futuro a tenor de los hechos y datos, positivos o negativos, que nos ofrece el presente. Desde estos presupuestos, enumeramos algunos hechos actuales que constituyen un cierto motivo de preocupación para el futuro de la educación y, en consecuencia, para los educadores.
Uno de ellos es la existencia de «numerus clausus» en casi todas las universidades y carreras. Este hecho, altamente positivo en algunos aspectos, tales como generador de orden, racionalización espacio-profesores-alumnos, mayor calidad de la enseñanza, mejor selección de los profesionales que necesita la sociedad, etc., se toma negativo en cuanto al tema que nos ocupa. Muchos alumnos no estudian lo que quieren (aquello acorde con sus intereses e inclinación), sino lo que pueden, lo que la nota de la selectividad les permite hacer. En tales casos, la vocación queda frustrada, viéndose obligado el alumno a cursar lo que no desea y, lo que es peor aún, a desempeñar en el futuro una profesión no-vocacional, un quehacer desilusionante. Las insatisfacciones personales y las consecuencias sociales parecen evidentes. ¿Será la sociedad del futuro una sociedad desilusionada?
Peor situación aún tienen quienes, por encontrarse en peores condiciones, se les niega la entrada misma en el sistema. Para estos el período de formación ha concluido, a pesar su yo. Ni vocación, ni profesión. La salida laboral, en el mejor de los casos, o bien el paro, son las soluciones del sistema a los menos formados. Las estructuras, siempre más poderosas que las personas, son, a veces, vehículo de deshumanización para algunos. Un sistema selectivo y competitivo, ¿será también educativo?
Otro problema de preocupación es el actual Plan de Estudios, destinado a formar futuros educadores: Pedagogía y Magisterio. El predominio de materias instrumentales es, al menos teóricamente, una cierta garantía y acierto en el buen saber-hacer. El aspecto negativo viene dado desde la escasa presencia de materias más humanísticas, cuando precisamente la educación consiste en humanizar. El énfasis entre lo humanístico y lo técnico es siempre una opción, máxime cuando el espacio y el tiempo son limitados. Optar es valorar, y oficialmente la opción se ha inclinado a favor de lo técnico o instrumental.
Y finalmente el desempleo. El horizonte del paro amenaza por igual a la profesión y a la vocación. La persona forzosamente desempleada siente el absurdo de haberse preparado «para»…, sin la existencia real de ese «para», sin la meta o lugar que le permita la llegada que académicamente ha conseguido. Ni vocación, ni profesión, sino contradicción de una sociedad que, por una parte, prepara personas para desempeñar una vocación/profesión y, por otra, les niega el ejercicio de la ilusión que en ellas ha generado.
El conflicto persona-sociedad es hoy, en este tema como en tantos otros, un dilema de difícil solución: el ideal de la conjunción formación y ocupación frecuente y desgraciadamente se toma disyunción: formación o empleo. Personalmente, y dado que una sola de las opciones sin la otra siempre es negativa11, me inclino por la formación, pues prefiero una sociedad mayoritariamente formada, y en parte desempleada, a una sociedad minoritariamente formada y empleada. Construir personas (la formación), también a nivel superior, ya es un valor en sí mismo, prescindiendo de otras consecuencias.
- Conclusiones
– La sustitución del vocablo vocación por el de profesión, en el lenguaje educativo actual, tiene su fundamento en circunstancias socio-políticas y no en la naturaleza de la educación.
– Desligado de tales hechos circunstanciales, el educador, para llevar a cabo eficazmente su tarea (la educación: fines y medios), ha de ser vocacional y profesional, pues en la
educación, no es posible, ni conveniente, una separación radical entre una y otra.
– La vocación sin profesión hace frecuentemente inútil la acción educativa, al encontrarse el educador entre el deseo de hacer y la ignorancia de no saber-hacer. La profesión sin vocación conduce al. educador al extremo opuesto: un saber-hacer carente de ilusión, cuando no de deshumanización.
– Propugnamos para el futuro, en aras de la autorrealización personal de los educadores y del bienestar de la sociedad, una formación de vocaciones, es decir, una estrecha vinculación ideal-técnica en la que la vocación se haga profesión y la profesión se realice con la ilusión de la vocación.
Enrique Gervilla
“Como individuos y como ciudadanos tenemos perfecto derecho a verlo todo del color característico de la mayor parte de las hormigas y de gran número de teléfonos antiguos, es decir, muy negro. Pero en cuanto educadores no nos queda más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse. Quien no quiera mojarse, debe abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el optimismo, que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué consiste la educación. Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias, hechos…) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento”.
- SAVATER, El valor de educar, Ariel, Barcelona 1997,18.
[1] J. DEWEY, Democracia y Educación, Losada, Buenos Aires 1978, p. 188.
[2] Ibíd., p. 115.
[3] ARISTÓTELES, Metafísica, 994 a,b.
[4] No pretendemos decir que los fines de la educación queden reducidos a estos interrogantes. La pluralidad teleológica es tal que nos conduciría a la problemática antropológica: tantos fines de la educación como modelos de hombre que la educación trata de realizar.
5 La acción del educador se ha expresado históricamente a través de múltiples imágenes, suficientemente ilustrativas, de su función educadora, tales como: el esclavo, el soberano, el misionero, el olvidado, el culpable, el profesional o el científico (R. NASSIF, Teoría de la educación, Cincel, Madrid, 1985, pp. 155-171).
6 Ibíd., p. 158.
7 Oficio y profesión se distinguen según el tipo de formación requerida en extensión del aprendizaje y en el nivel de calificación. Cuanto mayor es el tiempo y más amplios los conocimientos y las técnicas, más se acerca a la profesión.
8 R. NASSIF, o. c., p. 168.
9 A.L. LEMUS, Pedagogía. Temas fundamentales, Kapelusz, Buenos Aires 1969, p. 133.
10 J. M. TOURIÑÁN, Las exigencias de la profesionalización como principio del sistema educativo, en «Revista de Ciencias de la Educación», n° 164, p. 417.
11 Selección laboral al principio del proceso formativo, o selección laboral al final del proceso de formación.