Vocación y profesión: ¿para qué y cómo educamos?

1 mayo 1997

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Enrique Gervilla es Catedrático de Filosofía de la Educación en la Universidad de Granada.
 

SÍSTESIS DEL ARTÍCULO

 
La actual agonía de la “palabra vocación” –aplicando el dato de un hecho concreto- está estrechamente relacionada con un nuevo modo de entender la educación, ahora más vinculada a la “palabra profesión”. Resulta evidente que no hay educación sin un “saber hacer” específico; sin embargo queda por resolver una cuestión primera y fundamental: ¿Para qué educarnos? Dicho interrogante sigue invocando un “hacer-vocacional”.
 

  1. El hecho

El vocablo «vocación» ha pasado, entre nosotros, de gozar de una vida fuerte y vigo­rosa a una muerte rápida, prácticamente sin agonía. Hasta la década de los setenta la lite­ratura, y sobre todo los manuales de pedago­gía, hacían frecuente uso, y hasta quizás abuso, del término vocación. Hoy, por el contrario, apenas se alude a él, salvo en círculos religio­sos. Su lugar lo ha venido a ocupar el vocablo «profesión». Esta rápida desaparición no es sólo la muerte de una palabra sin más, sino un nuevo modo de entender la educación. La nue­va nomenclatura supone todo un cambio, además de terminológico, conceptual y valorativo que afecta a la naturaleza misma de la forma­ción humana, no exenta de razones ideológi­cas, políticas y sociales.
 
Hoy, para muchos, la educación, al igual que la medicina o la ingeniería, es una profesión. Y, en consecuencia, el profesor/educador es el profesional de la enseñanza/educación. Expre­siones tales como: «profesionales de la ense­ñanza», «centros de enseñanza», «tarea docen­te»…, de uso frecuente en ámbitos sindicales y laborales, pretenden, junto al interés manifies­to de la profesionalidad, ocultar cuanto la vo­cación y la misma educación supuso en tiem­pos pasados, aunque aún cercanos.
 

  1. Razones del hecho

Las razones de este cambio son múlti­ples. A nuestro entender son de especial im­portancia las siguientes.
 
–     La creciente tendencia de todos los sectores de la sociedad hacia la profesionalización, como preparación específica para «saber ha­cer», frente a la vocación como altruismo, ideal o afición.
 
–     Las connotaciones religiosas de la voca­ción son hoy infravaloradas, cuando no re­chazadas, en nuestra sociedad seculariza­da y pragmatista.
 
–       Catolicismo, hoy considerados arcaicos en una sociedad cambiante y tecnológicamente avanzada. En nuestra historia inmediata, la asociación edu­cador-vocación fue un hecho repetido, tanto en los manuales de pedagogía como en la le­gislación educativa. La Ley de Educación Pri­maria de 17 de julio de 1945, en su artículo 56, afirmaba que el maestro «ha de ser hom­bre de vocación clara y de ejemplar conduc­ta moral y social estimando su vocación co­mo un servicio debido a Dios y a la Patria».
 
–     La fuerte valoración del sustento o base eco­nómica de la profesión, frente al altruismo, entrega y desinterés de la vocación.
 
–     La defensa de unos intereses laborales ante la Administración demandando justos dere­chos, mediante manifestaciones, huelgas, me­didas de presión, etc., propios de cualquier profesión, entran en oposición con el sentido vocacional frecuentemente asociado a la idea de heroísmo, desinterés económico y servi­cio incondicional.
 
En consecuencia, pues, parece lógico y has­ta justificado, la sustitución del término voca­ción por el de profesión. Lo que nos pregunta­mos es si tal cambio contribuye a una mejor hu­manización y, en consecuencia, es un acierto beneficioso para la educación; o por el contra­rio, el poder de las circunstancias sociopolíti­cas se ha impuesto al margen de todo criterio educativo, pues los hechos, como bien sabe­mos, son constataciones sin más, por lo que de ellos no surge el deber-ser (lo bueno, lo me­jor), o al menos, no necesariamente. De aquí que la respuesta a esta cuestión, necesariamente, ha de ir precedida de la clarificación conceptual que encierran los vocablos vocación y profesión, así como la relación de los mismos con los dos grandes ámbitos de la educación: fines y medios
 

  1. La educación: fines y medios

La respuesta a la pregunta para qué educar es él núcleo esencial de toda educación, por lo que no es posible realizar actividad educadora alguna sin la clarificación previa de tal interro­gante. Llegar a un lugar o alcanzar una meta exi­ge su previo conocimiento. ¿Hacia dónde cami­no? ¿Qué quiero alcanzar tras mis esfuerzos? Son preguntas que todo ser racional se formula ante cualquier quehacer o tarea. Posteriormen­te buscaremos los medios más adecuados y efi­caces para llegar a la meta o alcanzar lo que de­seamos. Así, para qué y cómo dan respuesta a las finalidades y a los medios de todo proceso educativo: teleología y mesología, meta y cami­no, fines y medios. Unos y otros imprescindible y estrechamente vinculados en aras a la efica­cia: medios en función de los fines, pues todo divorcio entre el fin y los medios disminuye la significación de la actividad[1].
La educación es, así, un quehacer predomi­nantemente teleológico, es decir, orientado hacia una meta, en una u otra dirección, con or­den y con sentido. Ello hace que la finalidad sea algo esencialmente constitutivo de toda educa­ción. Sin finalidad la educación estaría someti­da al azar, a la ceguera, o bien sería un caos de contradicciones, impropias del ser humano ca­racterizado justamente por su racionalidad. Como ya afirmó Dewey, “actuar con fin equivale a actuar inteligentemente”[2] pues sólo actúa sin fi­nalidad el hombre estúpido, el ciego, el falto de espíritu, o el falto de inteligencia. El fin es ne­cesario para orientar, ordenar y dar sentido. «El ser racional actúa siempre mirando un para qué, que constituye el límite»[3]. Así pues, al hablar de educación, aludimos a la orientación inten­cionada del hombre, a la acción destinada al conseguir algo bueno. Por lo que la finalidad educativa es inseparable del valor: la teleología se toma aquí axiología.
 
 
 
A la decisión de les fines sigue, de cuerdo con los mismos, la elección de los medios, pues la teleología sería imposible sin el conocimiento de los medios. Éstos, como su misma etimología expresa (del latín médium: lo que está en el centro) es aquello que se encuentra entre dos puntos, o también, aquello que posibilita el pa­so de un lugar o estado a otro. En una carrera (curriculum) el espacio a recorrer entre la salida y la meta; en la educación lo que [4]separa el ini­cio del proceso (el deseo o la intención) de su consecución, lo que facilita el paso hacia la fi­nalidad.
 
La eficacia de la educación se encuentra, así, entre dos graves problemas a resolver o dos grandes ignorancias a superar: los valores co­mo meta (respuesta a la pregunta “para qué educar”) y la técnica como medio (respuesta a la pregunta “cómo educar”. Los dos momen­tos de los que ya Herbart dejó constancia en su Pedagogía general derivada del fin de la educa­ción: ética o fin («entusiasmo por el bien», pro­yectos de acción valiosos) y psicología (conoci­miento de la realidad, desarrollo psicológico y sus leyes).
 

  1. La educación ¿vocación o profesión?

Desde tales presupuestos adquiere ple­no sentido responder a las siguientes pregun­tas:4 ¿Para qué educar, para la profesión o para la vocación? ¿La educación es una voca­ción o es una profesión? ¿Los profesores de­sempeñan una función vocacional o profesio­nal? Quienes se preparan para ser educado­res, ¿han de ser vocacionales o profesionales? Entre las múltiples metáforas5, que la historia de la educación nos ofrece sobre el educador, encontramos dos imágenes especialmente ilus­trativas al respecto, como respuesta a tales in­terrogantes: el misionero y el profesional.
 
El misionero es el educador cuya vida, de mo­do altruista y desinteresado, dedica al servicio de la educación. La vocación se convierte en un apostolado, cuya principal recompensa reside en el ejercicio mismo de su actividad. El magis­terio se ejerce a modo de ministerio que hace del educador un menesteroso, «un santo laico, abnegado, desinteresado y tan identificado con su tarea que llega a olvidarse de sí mismo»6.
 
El profesional, por el contrario, de modo muy distinto, entiende la educación como prepara­ción para saber hacer. Más que oficio es profe­sión7 cuya profesionalidad exige una prepara­ción científico-técnica, así como la pertenencia a un status profesional (económico, social y cul­tural). La metáfora del profesor como técnico se vincula a la concepción tecnológica de la activi­dad profesional práctica que pretende ser eficaz y rigurosa: es la denominada «racionalidad téc­nica». Se trata de solucionar problemas me­diante la aplicación de teorías y técnicas cientí­ficas. Con palabras de Nassif es un «proceso pedagógico organizado de habilitación cultural, científica, técnica y práctica de las personas destinado a encauzar el proceso educativo en sus diversos niveles, sectores y formas»8.
 
Una y otra metáfora describen concepcio­nes educativas diversas y, por lo mismo, fines y medios distintos. La opción por una u otra supone la clarificación previa de los concep­tos vocación y profesión, así como su vincula­ción con la naturaleza de la educación.
 
4.1. La vocación
La vocación, según el Diccionario de la Re­al Academia Española de la Lengua (1992), es una «inspiración con que Dios llama a algún es­tado, especialmente al de religión». Este senti­do religioso, que la Real Academia de la Len­gua otorga a la vocación, tiene su origen en la etimología latina del término y en su sentido bí­blico. La vocación hunde, así, sus raíces en el vocablo vocatio cuya traducción equivale a la expresión «acción de llamar», esto es, el resultado de una vox (la acción y efecto de un voca­re o llamar). Una llamada a alguien para que de­sempeñe una misión. Éste fue el sentido origi­nario que le otorgó el cristianismo. De aquí su connotación religiosa, que, si bien entre noso­tros, no es exclusiva, sí es predominante. Al­guien (Dios) llama a alguien (ser humano) para algo (tarea a desempeñar) mediante algún pro­cedimiento o medio de comunicación: oral, es­crito, directo o a través de mensajeros. Así, Dios llama a Abraham para que salga de su tierra (Gen 12), a Moisés, en la zarza ardiente, para que libere a su pueblo de la esclavitud (Ex 3), a Isaías, a Jeremías, a Samuel o a San Mateo…
 

Vocación y religión

La vocación es, de este modo, una elección divina, una llamada dirigida a la conciencia, que modifica radicalmente la existencia del ser hu­mano, haciendo de éste un hombre nuevo. No se trata de un mandato o imposición, sino más bien de una invitación, pero de una fuerza tal, que en su cumplimiento radica la felicidad del ser humano, pues la llamada de Dios incluye siempre el bien personal. Ello, en modo alguno, significa la carencia de problemas o dificulta­des, pues, a veces, el seguimiento de la voca­ción entra de lleno en el ámbito de la heroici­dad, cual es el caso de los profetas bíblicos.
 

Vocación y profesión

Fuera del ámbito religioso, aunque estrecha­mente vinculado a éste, la vocación, como tam­bién expresa la Real Academia de la Lengua, puede significar también «advocación, convo­cación, llamamiento, inclinación a cualquier es­tado, profesión o carrera». Por lo que «errar la vocación» es dedicarse a cosa para la cual no se tiene disposición, o bien mostrar tenerla pa­ra otra que no se ejercita. De este modo, la vo­cación pierde su sentido teológico, pasando a ser un vocablo de uso frecuente en el lenguaje popular y en las diversas ciencias humanas: filo­sofía, psicología, pedagogía, sociología…, si bien con distinto significado, según tiempos y auto­res, pero siempre en un sentido positivo de agrado, deseo vehemente, ilusión, desarrollo o satisfacción personal por la tarea que se realiza.
La vocación no es, pues, un asunto de es­tómago, ni de riquezas, ni siquiera de pan, si­no de corazón, de ilusión, de ideales. No se trata del cumplimiento estricto de la obliga­ción, sino del entusiasmo que trasciende la re­glamentación del deber. Quien siente la voca­ción por la música, tendrá, para comer, que en­señar historia, hacer zapatos o barrer las ca­lles, pero nada de ello le ocasiona el gozo que le proporciona la música. Una cosa es el estó­mago y la tranquilidad, y otra la cabeza y el co­razón. La profesión de educador si no da mu­cha riqueza, sí asegura el pan sin muchos que­braderos de cabeza. Asegurar el pan es el pri­mer problema y el más necesario, pero no es el principal, ni el de mayor dignidad.
 

Vocación y educación

La educación ha sido entre nosotros, duran­te muchos años, considerada como vocación. Los textos de pedagogía, hasta tiempos muy cercanos, insistían en ello como cualidad fun­damental de todo educador. “Por vocación -escribió L. A. Lemus- entendemos esa llama­da interior que condiciona a un individuo hacia el ejercicio de una determinada actividad de trabajo en donde encuentra alto grado de satis­facción personal. La vocación no tiene en cuen­ta otros factores como la dificultad del trabajo, la mayor o menor remuneración económica, o los riesgos, sinsabores o vicisitudes a que puede conducir la actividad elegida; el espíritu de servicio social y la complacencia personal del que ejerce la profesión o trabajo es la principal característica de la vocación. Es indudable que sin vocación no se puede ser maestro […]. Todas las profesiones requieren un cierto gra­do de vocación y cuanto más se tiene mayor será el rendimiento profesional, mejor la cali­dad del trabajo realizado y más grande la sa­tisfacción personal”9.
 
La vocación es así, en su sentido etimológi­co y teológico originario, una tarea primordial­mente misionera o sacerdotal. El error, a nues­tro entender, radica en que el predominio vo­cacional minusvalore o anule lo profesional: la preparación científica y técnica. La educación, además de ilusión, es saber realizar dicha ilu­sión; junto al placer del hacer es necesaria la eficacia del saber-hacer.
 
La sola vocación, personalmente entendida, puede que proporcione satisfacción y gozo a quien la practica, pero la ignorancia del no sa­ber-hacer repercute negativamente en quienes la sufren. Las implicaciones sociales, que ge­neralmente la vocación conlleva, han de ser punto de referencia esencial para quien la ejer­ce. No basta al médico tener mucha vocación, si ignora cómo sanar al enfermo. Es preferible saber alcanzar la salud sin ilusión, a poseer gran ilusión revestida de ignorancia. Los males, que la sola vocación ocasiona, son padecidos por los destinatarios. Si pudiésemos detectar los «daños vocacionales» de quienes con muy buena voluntad, y casi sólo con ésta, se dedi­can a la educación, posiblemente, los datos nos asombrarían. Saber-hacer no es cuestión de bondad, sino de ciencia, aunque mejor si ésta va acompañada de bondad.
 
La educación, como ya indicamos, posee una finalidad valiosa, ilusionante, que deja insaciable al ser humano. Pero para llegar, o acercarse, a la meta es necesario conocer el camino. Saber para qué sin saber cómo hace ineficaz el proce­so educativo. De aquí que la verdadera voca­ción no esté desligada de la profesión, o lo que es lo mismo, toda vocación conlleva una dimen­sión profesional. Sin embargo, vocación y acti­tud no siempre se identifican, por lo que es po­sible sentir una fuerte atracción hacia una activi­dad y carecer de actitudes para su ejercicio. Cuando tal correspondencia no existe, puede encontrarse la persona en un callejón sin salida. La expresión “errar uno la vocación”, como ya indicamos, expresa justamente esta situación: dedicarse a algo para lo cual no se tiene dispo­sición o preparación, o bien mostrar tenerla pa­ra otra que no se ejercita.
 
4.2. La profesión
Los diccionarios son coincidentes en sos­tener que la profesión es un empleo, facultad u oficio, que se ejerce públicamente como ocupación habitual y continuada en el ámbito la­boral. Tal ocupación puede realizarse enseñan­do o haciendo algo. En cualquier caso, la actividad a realizar queda definida como: forma­ción específica, seguimiento de determinadas reglas, aceptación de un determinado código deontológico y objetivo beneficioso (sustento económico).
 
El Diccionario de la Real Academia, bajo el vocablo profesión, nos ofrece un triple signifi­cado. Un primer sentido etimológico: Profes­sio/nis = Acción y efecto de profesar. Y profe­sar (de profeso) se dice que es enseñar o ejer­cer una doctrina, ciencia, arte u oficio con in­clinación voluntaria y continuada. O bien, sen­tir algún afecto, inclinación o interés y perse­verar voluntariamente en ellos: profesar cari­ño, odio…
 
Una segunda acepción religiosa. Ceremonia eclesiástica en que alguien profesa en una or­den religiosa. Profeso (del lat. Professus, part. de profiteri:declarar) se dice del religioso que ha profesado, esto es, el acto por el cual un re­ligioso o religiosa emite sus votos de pobreza, castidad y obediencia, pasado el tiempo de su noviciado. Es, a la vez, un contrato temporal en­tre el novicio y la comunidad y un ofrecimiento que el novicio hace de sí mismo a Dios.
 
Y un tercer sentido sociológico. Empleo, fa­cultad u oficio que una persona tiene y ejerce con derecho a retribución. Ello crea un status diferencial entre las diversas profesiones. La profesión, si bien no debe identificarse con el status, sí es un índice social del mismo, muy útil para determinar la escala de estratificación. De aquí que el adjetivo, profesional, se aplique a quien pertenece a una profesión; a quien practica habitualmente una actividad, incluso delictiva, de la cual vive; o también a lo hecho por profesionales y no por aficionados. Así, en el ámbito laboral, la categoría profesional es el conjunto de actividades que constituyen la es­pecialización del trabajador, ocupando una posición o categoría dentro de la clasificación profesional.
 
Hoy la profesión, en el lenguaje educativo, ha perdido su significado religioso, conservan­do parte de su sentido etimológico y encon­trándose en todo su vigor su acepción socio­lógica. Baste recordar, al respecto, los criterios internos que, recogiendo otros estudios sobre la profesión, enumera J. M. Touriñán10:
 

  • Formación técnica reglada, mediante cono­cimiento institucionalizado, que capacita al profesional para explicar y decidir la inter­vención propia de la función.
  •  Reconocimiento social de la actividad a de­sarrollar, status social.
  • Orientación de la prestación como servicio público, es decir, a la satisfacción de una ne­cesidad social.
  • Conocimiento especializado, esto es, un ni­vel de competencia en una determinada ac­tividad y al mismo tiempo específico, es de­cir, un campo de acción en el que el profe­sional resuelve problemas que otros conoci­mientos especializados no solucionan.

 
En síntesis, pues, la profesión es un saber-­hacer socialmente reconocido, un cuerpo es­pecífico de conocimientos técnicos destinados a alcanzar unos fines. Al profesional, pues, se le pide responsabilidad y eficacia: solución de problemas. En ello reside su prestigio, su status y hasta su posición económica. Ello puede ge­nerar diversas organizaciones profesionales con la pretensión de ayuda mutua y defensa de in­tereses comunes.
 
La educación es, sin duda alguna, un saber-­hacer o no es educación, al menos educación real, por cuanto la acción educativa es para al­guien o no es para nadie. Con ello en modo al­guno pretendemos desestimar los conocimien­tos especulativos, imprescindibles en cuanto sa­beres científicos, sino destacar su destino y vin­culación con la práxis. Lo propio del profesional de la educación es la intervención pedagógica destinada al perfeccionamiento del ser humano y, por lo mismo, a la solución de problemas educativos. Aquí, en la competencia, reside su credibilidad, prestigio, reconocimiento social y hasta su posición económica. Si a ello va unida la vocación, o gusto por la tarea, el educador habrá encontrado simultáneamente su voca­ción y su profesión, la autorrealización personal y el servicio eficaz a los demás.
El error actual -razonable, dados los prece­dentes históricos inmediatos ya aludidos- consiste en considerar la educación sólo como profesión, desestimando, cuando no rechazando, su dimensión vocacional. Se olvida, con cier­ta frecuencia, que educar es tarea de naturaleza distinta a la de poner ladrillos o hacer muebles. Construir seres humanos es tarea distinta a la de construir pintes o casas. El albañil o el arqui­tecto, por trabajar directamente sobre materia, se diferencian esencialmente del médico y del educador, cuya acción directa son las perso­nas. La ilusión, el altruismo y el gusto por lo que se hace, propio de la vocación, es algo que también, consciente o inconscientemente, se enseña y se aprende. Un aprendizaje imper­ceptible para los puentes o los edificios, pero de gran incidencia y eficacia en formación de las personas. No es del todo excepcional que algunos alumnos se hayan decidido por una u otra carrera gracias al entusiasmo e ilusión con que sus profesores les transmitieron unos co­nocimientos determinados.
 
Considerar la educación sólo como profe­sión es empobrecer la praxis educativa, en cu­yo proceso el mundo de los valores no sólo se encuentra en la finalidad, sino en todas y cada una de las acciones del proceso, pues es im­posible llevar a cabo el más mínimo acto edu­cativo sin una referencia expresa o implícita a los valores. El acierto de todo educador se en­cuentra entre dos saberes: el saber de la axio­logía y el saber-hacer de la tecnología. La axio­logía sin tecnología nos introduce en la pura es­peculación; la tecnología sin valores nos con­duce a una educación deshumanizada y desi­lusionada, toda una contradicción con el que­hacer educativo cuya esencia es humanizar.
 
De hecho, una separación estricta entre voca­ción y profesión es de hecho difícil, cuando no imposible, máxime en la educación. En ambos casos sería más correcto hablar de predominio que de exclusión. Las definiciones de la Real Academia de la Lengua, a las que anteriormen­te hemos aludido, así lo manifiestan. En el vo­cablo vocación existen referencias a la profesión y éste remite también a aquél. Se da, pues, una implicación profesional en la vocación y una im­plicación vocacional en la profesión.
 
 
 

  1. Interrogantes al futuro vocacional/profesional de los educadores

 
E1 futuro es siempre pregunta y problema, de repuesta insegura y de solución incierta. No obstante, el deseo de conocer más allá del pre­sente y el ansia de prevenir impulsa al ser hu­mano a reflexionar sobre el destino desde el presente. De este modo, adelantamos el futuro a tenor de los hechos y datos, positivos o ne­gativos, que nos ofrece el presente. Desde es­tos presupuestos, enumeramos algunos he­chos actuales que constituyen un cierto moti­vo de preocupación para el futuro de la educa­ción y, en consecuencia, para los educadores.
 
Uno de ellos es la existencia de «numerus clausus» en casi todas las universidades y carre­ras. Este hecho, altamente positivo en algunos aspectos, tales como generador de orden, ra­cionalización espacio-profesores-alumnos, ma­yor calidad de la enseñanza, mejor selección de los profesionales que necesita la sociedad, etc., se toma negativo en cuanto al tema que nos ocupa. Muchos alumnos no estudian lo que quieren (aquello acorde con sus intereses e inclinación), sino lo que pueden, lo que la nota de la selectividad les permite hacer. En tales casos, la vocación queda frustrada, vién­dose obligado el alumno a cursar lo que no desea y, lo que es peor aún, a desempeñar en el futuro una profesión no-vocacional, un que­hacer desilusionante. Las insatisfacciones per­sonales y las consecuencias sociales parecen evidentes. ¿Será la sociedad del futuro una so­ciedad desilusionada?
 
Peor situación aún tienen quienes, por en­contrarse en peores condiciones, se les niega la entrada misma en el sistema. Para estos el período de formación ha concluido, a pesar su­ yo. Ni vocación, ni profesión. La salida laboral, en el mejor de los casos, o bien el paro, son las soluciones del sistema a los menos formados. Las estructuras, siempre más poderosas que las personas, son, a veces, vehículo de deshu­manización para algunos. Un sistema selectivo y competitivo, ¿será también educativo?
 
Otro problema de preocupación es el actual Plan de Estudios, destinado a formar futuros educadores: Pedagogía y Magisterio. El pre­dominio de materias instrumentales es, al me­nos teóricamente, una cierta garantía y acier­to en el buen saber-hacer. El aspecto negativo viene dado desde la escasa presencia de ma­terias más humanísticas, cuando precisamen­te la educación consiste en humanizar. El én­fasis entre lo humanístico y lo técnico es siem­pre una opción, máxime cuando el espacio y el tiempo son limitados. Optar es valorar, y ofi­cialmente la opción se ha inclinado a favor de lo técnico o instrumental.
 
Y finalmente el desempleo. El horizonte del paro amenaza por igual a la profesión y a la vocación. La persona forzosamente desem­pleada siente el absurdo de haberse prepara­do «para»…, sin la existencia real de ese «pa­ra», sin la meta o lugar que le permita la llega­da que académicamente ha conseguido. Ni vocación, ni profesión, sino contradicción de una sociedad que, por una parte, prepara per­sonas para desempeñar una vocación/profe­sión y, por otra, les niega el ejercicio de la ilu­sión que en ellas ha generado.
 
El conflicto persona-sociedad es hoy, en este tema como en tantos otros, un dilema de difícil solución: el ideal de la conjunción formación y ocupación frecuente y desgraciadamente se toma disyunción: formación o empleo. Perso­nalmente, y dado que una sola de las opciones sin la otra siempre es negativa11, me inclino por la formación, pues prefiero una sociedad mayo­ritariamente formada, y en parte desempleada, a una sociedad minoritariamente formada y em­pleada. Construir personas (la formación), tam­bién a nivel superior, ya es un valor en sí mismo, prescindiendo de otras consecuencias.
 

  1. Conclusiones

– La sustitución del vocablo vocación por el de profesión, en el lenguaje educativo ac­tual, tiene su fundamento en circunstancias socio-políticas y no en la naturaleza de la educación.
 
–  Desligado de tales hechos circunstanciales, el educador, para llevar a cabo eficazmente su tarea (la educación: fines y medios), ha de ser vocacional y profesional, pues en la
educación, no es posible, ni conveniente, una separación radical entre una y otra.
 
– La vocación sin profesión hace frecuente­mente inútil la acción educativa, al encon­trarse el educador entre el deseo de hacer y la ignorancia de no saber-hacer. La profe­sión sin vocación conduce al. educador al extremo opuesto: un saber-hacer carente de ilusión, cuando no de deshumanización.
 
– Propugnamos para el futuro, en aras de la autorrealización personal de los educado­res y del bienestar de la sociedad, una for­mación de vocaciones, es decir, una estre­cha vinculación ideal-técnica en la que la vocación se haga profesión y la profesión se realice con la ilusión de la vocación.
 
Enrique Gervilla
 
 
 
“Como individuos y como ciudadanos tenemos perfecto derecho a verlo todo del color característico de la mayor parte de las hormigas y de gran número de teléfonos antiguos, es decir, muy negro. Pero en cuanto educadores no nos queda más remedio que ser opti­mistas, ¡ay! Y es que la enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse. Quien no quiera mojarse, debe abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el optimismo, que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué consiste la educación. Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la ca­pacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima, en que hay cosas (sím­bolos, técnicas, valores, memorias, hechos…) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento”.
 

  1. SAVATER,El valor de educar, Ariel, Barcelona 1997,18.

 
[1] J. DEWEY, Democracia y Educación, Losada, Bue­nos Aires 1978, p. 188.
[2] Ibíd., p. 115.
[3] ARISTÓTELES, Metafísica, 994 a,b.
[4] No pretendemos decir que los fines de la educación queden reducidos a estos interrogantes. La pluralidad teleológica es tal que nos conduciría a la problemática antropológica: tantos fines de la educación como mo­delos de hombre que la educación trata de realizar.

5 La acción del educador se ha expresado histórica­mente a través de múltiples imágenes, suficientemente ilustrativas, de su función educadora, tales como: el es­clavo, el soberano, el misionero, el olvidado, el culpa­ble, el profesional o el científico (R. NASSIF, Teoría de la educación, Cincel, Madrid, 1985, pp. 155-171).

6 Ibíd., p. 158.
 
7 Oficio y profesión se distinguen según el tipo de formación requerida en extensión del aprendizaje y en el nivel de calificación. Cuanto mayor es el tiempo y más amplios los conocimientos y las técnicas, más se acerca a la profesión.
 
8 R. NASSIF, o. c., p. 168.
9 A.L. LEMUS, Pedagogía. Temas fundamentales, Ka­pelusz, Buenos Aires 1969, p. 133.
 
10 J. M. TOURIÑÁN, Las exigencias de la profesionaliza­ción como principio del sistema educativo, en «Revista de Ciencias de la Educación», n° 164, p. 417.
 
 
11 Selección laboral al principio del proceso formati­vo, o selección laboral al final del proceso de formación.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]