[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pedro Coduras, S.J., psicólogo y director del Proyecto Hombre de Zaragoza.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor propone el voluntariado social como una escuela de ciudadanía y de discipulado, particularmente para los jóvenes. Y lo hace especificando un itineraria educativo, con orientaciones prácticas, para llevar adelante el «voluntariado radical» como e cuela de ciudadanía responsable y como catecumenado.
El ser humano no es una condición estática sino procesual, es decir, se va haciendo a través de los procesos en que se embarca. Como muy bien expresaba Kavafis en su poema «Ítaca»[1]:
«Ten siempre a Ítaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.”
Lo que nos enriquece es el «ir siendo, desde el ir haciendo/viviendo». La meta es convertirse en persona, utilizando el título más conocido de Rogers,pero el resultado va a depender del viaje que hagamos, de nuestra apertura a la sorpresa, a la implicación, al riesgo, etc.
La juventud es época de hacerse consciente de las posibilidades que uno/a tiene de crecimiento en una u otra dirección, es época de opciones y seducciones, es época de riesgo y apuestas. También es época de perplejidad y confusión. Las alternativas, los itinerarios a seguir, que se ofrecen a los jóvenes, de cara a hacerse personas adultas, son muchos y contradictorios.
En ese inmenso supermercado de ofertas se encuentra, entre muchas otras, el voluntariado social[2]. No es una oferta nueva, siempre ha existido, aunque en la actualidad venga envuelta de un aura mediática que la haga brillar algo más. Más allá del reciente relumbrón que se le quiere dar (a veces, por intereses neoconservadores bastardos), lo cierto es que el voluntariado social puede tener un papel educativo decisivo en el desarrollo de nuestra doble identidad como ciudadanos del mundo y (romo seguidores (discípulos) de Jesús de Nazaret [3].
Mi propuesta consiste en aprovechar el dinamismo del voluntariado social como escuela de ciudadanía y de discipulado, atendiendo al itinerario (proceso) de un voluntariado radical y teniendo en cuenta las características juveniles.
- Aviso para navegantes
- García Roca plantea que «para que las oportunidades sociales se conviertan en oportunidades educativas se requiere la voluntad del educador para valorarlas y reconocerlas como tales»[4]. Al aceptar este aviso de partida, tenemos que plantearnos varias interrogantes:
a/ Como educador, ¿cuál es mi valoración y reconocimiento del voluntariado social? Y esto no sólo significa un análisis de la potencialidad educativa del voluntariado, sino un análisis personal; es decir, responder a la siguiente pregunta: ¿qué papel juega (y ha jugado) la gratuidad, la implicación con otros, el acercamiento a sectores excluidos -o al menos, diferentes-, etc., en mi maduración como ser humano?
Sólo si respondemos positivamente a esas preguntas, podremos plantearnos el considerar el voluntariado como un proceso a ofrecer a los jóvenes con quienes trabajamos (sea como educadores, catequistas, animadores de grupos, etc.). Y es que a los jóvenes no les puede vender una experiencia, un proceso, alguien que no los ha vivido. La oferta tiene que ser creíble, ha de transmitirse limpiamente.
b/ En mi trabajo con los jóvenes, ¿prima una actitud esperanzada en su proceso de crecimiento, reflejado en la valoración continuada de los procesos en los que se implican?
Aunque la respuesta parezca obvia, no lo es. Cuestiones como notas, actividades realizadas, expectativas -prefijadas por el educador, no consensuadas- cumplidas, se convierten, básicamente, en los criterios evaluativos. Aquí, sin embargo, estamos hablando de animar un proceso largo, lento y complejo, por lo que el acompañante de ese proceso ha de tener paciencia, facilidad para encontrar aspectos positivos que permitan seguir motivando al caminante en su esfuerzo y no tener una meta fija sino un horizonte abierto.
c/ Por último hay que hacer un autoanálisis del proceso personal en cuanto a compromiso social y a seguimiento de Jesús, antes de proponerse el ofrecer caminos de crecimiento a otros. ¿Estoy dispuesto a poner sobre la mesa mi proceso personal, en el acompañamiento de los procesos de los jóvenes?, ¿con qué limitaciones?
Como en las anteriores cuestiones, no se trata de que todo educador tenga que ser voluntario social en su tiempo libre, sino dos cosas cruciales: primero, el que todo educador que se plantee ofrecer el voluntariado como propuesta educativa, tenga criterios, actitudes y experiencias coherentes con la oferta que está haciendo; y segundo, que se comprometa a acompañar los baches, sorpresas, perplejidades, gozos, etc., que irán viviendo los jóvenes que se aventuren a ser voluntarios.
Con estas tres cuestiones no se pretende abarcar todos los peligros asociados a considerar el voluntariado social como «oportunidad educativa», pero sí al amenos conjurar los más patentes: (a) paternalismo hipócrita, (b) dobles mensajes educativos y (c) desimplicación personal del acompañante.
Un último aviso. No existen las panaceas. Esta afirmación es comprobada, día a día, por los educadores. El voluntariado social, aunque útil como proceso educativo, no es el itinerario a seguir por todos. Es una buena bisagra entre el ser persona comprometida y responsable en la sociedad y seguidor radical de Jesús, pero existen otras bisagras, otros caminos igualmente válidos. A la lucidez de los educadores, y a vuestro conocimiento de los jóvenes dejo la valoración de para quiénes, en qué momento y con qué intensidad es conveniente plantear la oferta de un voluntariado social.
- Itinerario educativo del voluntariado
Entiendo lo educativo como el proceso en el que alguien nos acompaña en nuestro abrir los sentidos a la realidad y reflexionar sobre lo sentido, aportando la experiencia de quienes vivieron antes que nosotros e hicieron el mismo recorrido o similar.
En esa experiencia de contraste con lo real surge, desde los primeros años, la experiencia del otro y, más aún, de los distintos y los excluidos. ¿Quién no se ha quedado sin palabras ante la pregunta de un niño al ver nuestra reacción ante un pobre que pide limosna? Sin embargo, los itinerarios a ofrecer han de ser adecuados a las fuerzas del caminante. Por ello, una actividad de voluntariado social no debería ser planteada antes de un cierto desarrollo psicológico coincidente con la juventud, so pena de convertir el voluntariado en una actividad más del «rico menú extraescolar» con el que se llena la agenda de nuestros alumnos.
La realidad social no debe ser maquillada, mucho menos ocultada, ante los niños y adolescentes, pero el acercamiento a situaciones de marginación tiene que ser de modo gradual y seriamente acompañado. Y aquí distingo claramente entre lo que sería una «experiencia de realidad social marginal» (campos de trabajo, asistencia en instituciones, actividades benéficas, etc.) de lo que debe ser un voluntariado social (continuado, implicado con las personas, capaz de análisis, de denuncia y de promoción). Por ello, limito mi análisis posterior a los jóvenes (de dieciséis -aún mejor, de dieciocho- en adelante).
Si hay una etapa evolutiva del crecimiento humano analizada y comentada ésa es la juventud. En ella resaltan más los cambios socioculturales que vivimos todos. Pero, además, en nuestro tiempo, se ha hecho emblemática y, en cierto modo, ideal incluso para el mundo adulto,. lo cual nos habla no sólo de los jóvenes sino de la inseguridad en que vivimos los adultos nuestra existencia. La oportunidad educativa del voluntariado podemos analizarla en función de las características de éste y de las características de los jóvenes en este momento.
2.1 Voluntariado social como escuela de ciudadanía responsable
El voluntariado social posibilita tres experiencias claves en el aprendizaje de la ciudadanía: el descubrimiento de nuestra diversidad humana y social, la búsqueda y redefinición del Bien Común, la promoción del cambio social hacia la justicia e inclusión.
– Cruzando fronteras
(o de la compasión al reconocimiento)
Para poder educar la sensibilidad social es preciso percibir la complejidad de nuestra realidad. En un momento evolutivo de apertura a la diferencia como el que se produce en el paso de la adolescencia a la juventud, ponerse en contacto con personas cuya historia y presente no responde a las características de la persona joven voluntaria constituye una posibilidad de enriquecimiento personal Inestimable. De hecho, para muchos jóvenes, este «cruzar la frontera» es una de las motivaciones primeras de su voluntariado.
Ahora bien, tras esa motivación puede haber simplemente curiosidad morbosa (como la que se estimula desde los docudramas televisivos), por ello es importante, ya desde esta primera experiencia de contacto con otras historias distintas a la propia, acompañar a los voluntarios, ayudándoles a mirar con respeto e implicación. Estamos hablando de jóvenes que han crecido con un mando a distancia en la mano, su capacidad para pasar de un documental sobre el genocidio en Bosnia a un videoclip musical se puede proyectar en su experiencia de contacto con la exclusión y convertir a ésta en un episodio más de su actividad semanal. Y no hay nada más peligroso en el contacto con la exclusión que una mirada rápida y opresora sobre los excluidos que confirme los prejuicios ideológicos que legitiman la exclusión[5].
Por otra parte, sin esta primera experiencia compasiva, de empatía con los excluidos, con su historia y sus esperanzas, con los valores que ellos viven y realizan, será imposible avanzar en el proceso de cambia personal y social que el voluntariado puede alentar. De ahí que sea imprescindible que el acompañante de los jóvenes voluntarios tenga experiencia en “mirar con ojos prestados» por los otros.
– Mirando de abajo a arriba y de fuera dentro
(o del reconocimiento al análisis)
El voluntariado social, para serio auténticamente, ha de avanzar de la compasión al análisis, no puede quedarse en la calidez de una relación empática que no permita reflexionar sobre las causas de la exclusión. El objetivo, no podemos olvidarlo, es hacer posible una sociedad inclusiva.
Pero no podemos analizar con nuestros esquemas y desde nuestros parámetros simplemente. De hecho, sólo cuando los pensadores sociales han incluido en su reflexión la experiencia y reflexión de los de fuera (artesanos, burgueses, obreros, mujeres…), la sociedad ha incluido a poblaciones antes marginales en su seno y nuestro análisis social se ha enriquecido. Para ello es preciso reconocer la limitación y sesgo de la propia mirada y análisis.
Por ello, a la experiencia de cruzar fronteras, de establecer contactos, que ya hemos tratado, hay que acompañarla con el análisis de las causas que producen las situaciones personales y sociales que se están conociendo (y, necesariamente, queriendo). Este análisis social no puede ser, por tedioso y sesgado, una serie de herramientas sociológicas y psicológicas. Menos aún un compendio de filosofía social y de pensamiento social cristiano. Estamos hablando de jóvenes voluntarios, no de profesores de movimientos sociales. Acompañar esa reflexión supone ayudar al joven a entrar en las historias de las personas excluidas con las que tiene relación, y desde esas historias descubrir la visión que ellas tienen de la sociedad y la esperanza que alienta su existencia cotidiana.
No hay que tener prisa por obtener conclusiones. De nuevo, Kavafis, es un buen consejero: «mas no apresures el viaje…» No es fácil lo que aquí propongo, pero es profundamente humanizador. Las perplejidades, los quiebros que produce el darse cuenta que la visión de los excluidos es completamente distinta a la propia requiere un tiempo de reacción personal. Hay que dar ese tiempo. Además no es tiempo perdido, es tiempo de maduración en el que muchas opciones y seducciones de cada voluntario/a se van a ver confrontadas crudamente por la experiencia de los excluidos y en ese contraste, necesariamente, alienta el Espíritu.
– Cambiando personal y socialmente
(o del análisis a la denuncia y promoción)
Este es nuestro horizonte al proponer a los jóvenes un voluntariado social: la conversión personal y social. No podía ser otro. El voluntariado lo promueve, si y solo si, los pasos anteriores se han podido dar. De la compasión y el reconocimiento al análisis y la denuncia y, en último lugar, a la acción y el cambio. Pero, atención, hablamos de un cambio realizado, mano con mano, entre excluidos y voluntarios.
Es muy probable que este último paso quede fuera de nuestro alcance como educadores y acompañantes del proceso de los voluntarios. A nosotros nos compete, solamente, el ofrecerlo y alentarlo como objetivo final. Hemos de tener la esperanza y confianza en el proceso que los voluntarios irán realizando. Si avanzan en él, tarde o temprano será factible una «tierra nueva».
Sin embargo, como en los pasos anteriores, sí hay actitudes a reforzar, por ejemplo, la pertenencia a un grupo o asociación que asegure el recuerdo de este objetivo, que posibilite la estabilidad del compromiso y refuerce en los momentos de desencanto, cansancio y fracaso que, inevitablemente, forman parte del camino hacia el cambio social. Cuanto trabajamos en aras del asociacionismo juvenil, del compromiso de los jóvenes en tareas concretas y altruistas, de su asumir responsabilidades va en esta línea.
2.2. El voluntariado como «catecumenado»
Nadie duda de que el seguimiento de Jesús, el discipulado, es un proceso de crecimiento en la fe. Para ello hemos ido adaptando procesos educativos desde la escuela y la catequesis en los que hacer accesible la fe y ciertas vivencias religiosas a las distintas edades de los chavales con los que trabajamos. La dificultad está, muchas veces, en la separación que hacemos de la esperanza y la caridad en ese proceso.
¿Cómo puede crecerse en la fe, sin hacerlo en esperanza y amor? ¿Seguimos creyendo que basta la pequeña comunidad -tantas veces homogénea y cerrada en sí misma- de nuestra pastoral juvenil para alentar esperanza y amor? ¿Seguimos anclados en una concepción ilustrada de la fe? ¿Qué hubiera sido de nuestra fe sin el choque con el helenismo de las comunidades paulinas, sin los conflictos con los pobres de los otros (cf. Hch 6,1), resultante de la inclusión de gentes distintas a los fundadores? Más aún, ¿qué sería del Evangelio, de Jesús de Nazaret sin los relatos de curaciones -que tantas veces hemos dejado de lado con nuestra visión técnico-científica-?
El voluntariado social aparece como un puente entre la fe y la esperanza y el amor en el proceso de crecimiento como discípulo de Jesús. Si realmente queremos discípulos y no meramente creyentes, habrá que posibilitar experiencias vitales en las que la persona practique su fe y no sólo litúrgicamente o en contextos reducidos casi ghettos. Lo que a nivel adulto sería vivir la dimensión pública de la fe, aquí va a ser aprendizaje de una vida cristiana en la que Wa fe se haga operativa en la caridad» (Gál 5,6).
Ese puente tiene tres pilares básicos: gratuidad, comunidad de memoria y opción por los pobres. Los tres son comprensibles desde la fe en Jesús, el Cristo. Los tres refuerzan y dan viabilidad a la fe en Jesús, aquí y ahora.
– Dios nos amó primero
Todo cuanto de bueno somos, vivimos y nos rodea tiene su origen y su sentido en ese «amor primero» de nuestro Dios, manifestado en la entrega de Jesús, su Hijo. Esta es la experiencia fundante de nuestra identidad como creyentes. En esa expresión primera se encierra la dualidad del don: somos don recibido en orden a vivir ese regalo de nuestra existencia, recursos, etc., como don ofrecido a los demás[6].
Por desgracia, en nuestra experiencia de fe, a veces fue primero la culpa o el deber en lugar del amor del Padre. De cara a una experiencia de voluntariado social necesitamos partir del agradecimiento por el don recibido. Ahora bien, al igual que en la experiencia de fe, es posible iniciar la andadura sin «cumplir los requisitos», porque el Espíritu (con la ayuda de un acompañamiento hondo) se ocupará de poner ante nosotros ese amor primero. Lo que no es renunciable es el tener, al menos, teóricamente claro este punto de partida. El voluntariado no puede ser ejercicio de restitución, de obligado cumplimiento, condición sine qua non para pertenecer a un grupo, etc. Ha de ser gratuito y, por tanto, desde el principio basado y tendente a la gratuidad que sólo nace de la gratitud existencial a un Dios que me/nos ha desbordado amorosamente.
– Comunidad de caminantes, comunidad de memoria
Una comunidad de memoria es aquélla que tiene una historia común (tradición) que cuenta, re-crea y vuelve a contar (y a contarse); que tiene, también, unas prácticas comunes (estilo/s de vida, sacramentos, compromiso, etc.). Los discípulos de Jesús somos, evidentemente, una comunidad de memoria. Ahora bien, ¿somos capaces de re-crear y volver a contar nuestra historia de salvación o sólo somos repetidores sin sentido de una historia heredada y no internalizada?
En el itinerario voluntario se trata de ir viviendo y contando la propia historia de salvación entretejida con las historias (también de salvación, aunque aplastada por el pecado colectivo) de aquellos excluidos a los que nos acercamos y con quienes caminamos.
En los estudios sociológicos sobre el voluntariado una cuestión queda clara en torno a la motivación religiosa. Ésta no es incompatible con el individualismo (por ejemplo, aquellos que son voluntarios para crecer personalmente y enriquecerse, al margen de lo que les ocurra a los beneficiarios de su acción voluntaria) y tampoco correlaciona positivamente con la continuidad en el compromiso voluntario. Sin embargo„ cuando tras el compromiso voluntario de una persona está su pertenencia a una comunidad creyente, los objetivos personales se difuminan y la implicación se mantiene en el tiempo[7], ¿por qué? Muy sencillo, porque en la acción voluntaria uno/a se enfrenta con los «poderes de este mundo», con un pecado social denso, con una realidad injusta que es, también, terca. El desencanto e incluso el resentimiento hacia los excluidos hacen presa de los voluntarios en los momentos de crisis. Por eso, sólo cuando tras el compromiso personal hay un «lenguaje de compasión y ternura», una esperanza de la que puede darse razón y una experiencia (la pascual) del paso por el fracaso y la muerte para llegar a la vida plena, es asumible el fracaso y soportable el desaliento.
Esto que nos afecta a los adultos, cuánto más a los jóvenes. De nuevo subrayo la necesidad de acompañar, esta vez desde los iguales, desde los otros miembros de la comunidad, a quienes se aventuran en los márgenes sociales. La aportación de vida, de narraciones de sufrimiento y esperanza, de experiencias de encuentro con Cristo pobre y humilde, serán motor de la comunidad en muchos momentos. A su vez, la comunidad ha de cuidar de retroalimentara los voluntarios sociales con espacios de silencio y contemplación, con el lenguaje y la historia común (la Escritura) y con el recuerdo eucarístico de la entrega, en un primer momento fracasada, de Jesús por la vida de todos.
Puede parecer teórico-teológico cuanto viene dicho en este apartado. No lo es. ¿Cuántos voluntarios, cristianos bien intencionados, han abandonado su tarea al encontrarse con excluidos que han compartido su historia con ellos, por no poder soportar la carga de angustia y dolor que latía en esos relatos? La comunidad tiene que ofrecer en esos momentos el mayor tesoro que posee: la historia de Jesús de Nazaret, con su entrega, su fracaso y… su resurrección. Y tiene que hacerlo desde el respeto a la experiencia de fracaso, desencanto e impotencia de los voluntarios, pero sin resignación, porque -si es verdaderamente creyente- sabe que la muerte y el pecado no tienen la palabra final.
Por otra parte, si la comunidad quiere ser auténticamente cristiana tiene que ampliar sus fronteras sociológicas, incluir a los alejados y distintos. Para esta tarea los voluntarios sociales son insustituibles, pero ésta no es tarea de pioneros y exploradores, sino de constructores de puentes que cuenten con el respaldo de una comunidad abierta.
Y, por último, la comunidad tiene que escribir (al igual que las primeras) su evangelio, su lectura de la historia de Jesús, de lucha contra el mal, de apuesta y seducción por el Amor primero, de caídas y de esperanzas. La comunidad tiene que contribuir al «quinto evangelio» que la Iglesia, comunidad de comunidades, necesita para aportar esperanza a nuestro mundo.
– Una herramienta insustituible: la opción por los pobres
Aunque esta opción late en las páginas anteriores (no otra cosa es lo que decía antes de pedir prestada la mirada a los pobres y excluidos), aquí hay que hacer una breve reflexión sobre su importancia en el recorrido catecumenal.
Queremos acompañar a verdaderos discípulos del único Maestro. Sólo animando la «preferencia por los pequeños» seremos coherentes con lo que pretendemos. No se trata de exclusivismos ni de exclusiones, sino de inclusión. Pero, para ello es preciso atender, acercarse e integrar a los que siempre quedan fuera. Tan fuera están de «lo nuestro» que ni siquiera entienden nuestras historias ni nuestras prácticas. La única posibilidad de corregir esta injusticia es el mestizaje, al igual que hizo Pablo con los helenistas hace casi dos mil años, o la Iglesia latina con godos y celtas… Y el mestizaje, si no se impone violentamente, sólo cabe desde una opción preferencia¡ por estar, hablar, reír, hacer fiesta, sufrir y esperar junto a los de fuera. Ésa es la opción por los pobres, llegar a una relación con ellos que haga imposible contar nuestra historia sin incluir la de ellos.
- ¿Es posible un voluntariado así?
Y después de esta reflexión sobre la “oportunidad educativa» del voluntariado social, ¿qué?, ¿cómo plantear algo tan complejo, necesitado de acompañamiento…? Propongo un proceso como orientación a la hora de incluir el voluntariado entre las ofertas a los jóvenes, desde un centro educativo o una comunidad cristiana:
- Cada educador, animador comunitario, catequista que se plantee el motivar un voluntariado social ha de responder honradamente a las tres preguntas del primer apartado. Y aún mejor si lo hace junto a quienes van a aventurarse en ese compromiso.
- La comunidad (la educativa, la de jóvenes, la parroquial) tendría que reflexionar sobre el espacio que se va a dar, en su seno, a las experiencias de los voluntarios, las energías que se van a dedicar a su acompañamiento, la apertura a integrar (con el proceso y graduación que vea conveniente) a los beneficiarios de la acción voluntaria de sus miembros.
- Contar con las gentes (asociaciones) que ya trabajan en el mundo de la exclusión social. No sólo por conveniencia en aspectos como formación y acompañamiento, sino por identidad voluntaria. Se trata de movilizar la sociedad, no de enriquecerse, una vez más a costa de los mismos.
- Como educadores que somos, habrá que evaluar conjuntamente con los jóvenes voluntarios, con las asociaciones de voluntariado en las que participen y, cuando sea posible, con los beneficiarios, lo caminado y vivido. También la comunidad tendrá que evaluar cómo la experiencia de voluntariado de algunos ha enriquecido, complejizado ycristianizadosu experiencia de encuentro con Dios.
Por último, conviene recordar a la luz de la historia de Jesús y de la memoria del sufrimiento, lucha y esperanza de la humanidad que nuestro objetivo no es otro que el de actuar con justicia, amar con ternura y caminar humildemente junto a nuestro Dios.
Pedro Coduras, S.J.
[1] K. KAVANS, Poesías completas, Ed. Peralta, Pamplona 1976, 46-47.
[2] J. García Roca define el voluntariado social como: «un servicio gratuito y desinteresado que nace de la triple conquista de la ciudadanía: como un ejercicio de la autonomía individual, de la participación social y de la solidaridad para con los últimos». Cf. J. GARCÍA ROCA, Solidaridad y Voluntariado, Sal Terrae, Santander 1994, 62.
[3] En otro sitio he abordado el voluntariado, pensando en el mundo de los adultos, como proceso de aprendizaje de esa doble identidad de la ciudadanía responsable y del discipulado comprometido. Cf. R CODURAS, Voluntarios: Discípulos y ciudadanos, Ed. Cristianisme i Justicia, Barcelona 1995.
[4] J. García Roca, Constelaciones de los Jóvenes, Ed. Cristianisme i Justicia, Barcelona 1994. pp. 37-38.
[5] Como orientación práctica para «enseñar a mirar» recomiendo el estudio de X. QUINZÁ, Nos prestan su mirada: Para aprender a escuchar las historias de los demás, ayudarles y dejamos transformar por ellas, Voluntariado de Marginación Claver, Madrid 1896. Refleja perfectamente lo que aquí estoy proponiendo: una relación de doble implicación en la que también la mirada ha de acabar siendo compartida.
[6] Cf. F JARAMILLO, El voluntariado social. La mística de la gratuidad, «Corintios XIII» 65(1993), p. 176.
[7] Cf. R. WUTRNOW, Actos de Compasión, Alianza Ed., Madrid 1996. Aunque su estudio es claramente estadounidense, ofrece una visión sugerente del papel de la fe y, especialmente, de la comunidad en la acción voluntaria.
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