[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pedro Sáez es profesor de Geografía e Historia y miembro del «Centro de Investigación para la Paz».
Protagonistas
EN un reciente texto de carácter divulgativo (El silencio de los adolescentes. Lo que no cuentan a sus padres, Temas de Hoy, Madrid 2000), Javier Elzo muestra el divorcio entre la elevada valoración que tiene el trabajo por la paz y la solidaridad para los jóvenes, y el escaso compromiso real de esos mismos jóvenes en las acciones, campañas y organizaciones que concretan socialmente el mencionado trabajo.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El propósito de este artículo es plantear una serie de interrogantes acerca de las complicadas concreciones educativas del voluntariado juvenil, especialmente el que se desarrolla en el marco de la educación formal. En primer lugar, situarnos a los jóvenes como protagonistas de los escenarios escolares y extraescolares donde se mueven, para indicar en segundo lugar cuáles son, a nuestro juicio, los principales problemas que aparecen y las posibles soluciones que pueden intentarse a la hora de abordar su compromiso social como objetivo educativo explícito. En todo caso, más que de teorías pedagógicas o Informes sociológicos, partimos de trabajo con adolescentes.
¿A qué se debe esta paradoja, corriente entre los adultos, de valorar positivamente algo que realmente no se practica, cuando el tópico proclama la autenticidad, es decir, la coherencia entre el discurso y la vida como uno de las señas de identidad constitutivas del «ser» joven?
Por otro lado, también resulta evidente que las principales manifestaciones de militancia solidaria en nuestros días, tanto las ocasionales -por ejemplo, las acampadas en favor del 0,7`%-, como las duraderas -por ejemplo, el voluntariado en organizaciones no gubernamentales-, están sustentadas por la presencia activa y el trabajo constante de la juventud. Sin embargo, esta militancia se parece poco a la de generaciones anteriores, sobre todo en lo que respecta a los valores que la legitiman y justifican. Aunque aún subsista en algunos un peso ideológico o apostólico definido, la mayoría de las actitudes vitales con que los jóvenes afrontan su compromiso social son ajenas a los grandes discursos redentores de carácter colectivo, y están mucho más atentas al aprendizaje y crecimiento personales, o a la búsqueda de sentidos frente al hastío vital generado por la combinación de abundancia de bienes materiales y vacío- existencial.
Algunos interpretan el puzzle posmoderno en que se debaten los jóvenes de hoy como una pérdida de valores, una amenaza a las ideas establecidas, o un desastre de dimensiones apocalípticas. Otros, sin negar los problemas que trae consigo, apostamos por explorar sus posibilidades, e intentar afrontar sus interpelaciones. Y los procesos educativos son un territorio privilegiado para ello, por razones obvias. Otra cuestión es el hipotético sentido que puede tener una educación para la militancia solidaria, dadas las actuales circunstancias por las que atraviesan la escuela, la familia y la sociedad.
2.Escenarios
¿DEBE ocuparse la escuela de suscitar una militancia que concrete los valores de la paz y la solidaridad en actos conscientes y organizados con una finalidad social o política definida? La respuesta más inmediata es negativa. Creemos que la escuela no es el lugar más idóneo ahora para la formación de esa militancia, entendiendo por tal la que obedece a los principios ideológicos definidos. En este sentido, la misión de la escuela no debería ser la mera transmisión de doctrinas cerradas, sino la creación de escenarios que hagan posible la pregunta sobre el qué hacer frente a la problemática realidad inmediata y planetaria que nos rodea. Esto significa no sólo enseñar determinados hechos, sino también hacerlo desde unos presupuestos metodológicos que ayuden a comprender el mundo y a intervenir en él, según unos valores sociales y culturales ofrecidos -no impuestos-, como alternativa a los establecidos. Afecta, por lo tanto, al qué se aprende, al cómo se aprende y al para qué se aprende.
Veamos una experiencia que clarifica el sentido de las líneas anteriores. Hace tiempo participamos en un taller de trabajo con miembros activos, profesionales y voluntarios, de una conocida organización no gubernamental, que está viviendo una fase de crecimiento y diversificación de actividades. El objetivo del taller era llevar a cabo programas de educación para el desarrollo en las escuelas, elaborados por la propia organización no gubernamental. Nuestra tarea era proporcionarles pistas sobre lo que se podría hacer al respecto en los institutos y colegios. Se trataba, pues, de algo muy práctico, así que comenzamos por una sencilla rueda de intervenciones, en la que cada participante evocó sus años escolares, con el fin de rastrear en ellos los momentos en que temas como la paz o la solidaridad se habían hecho presentes. La puesta en común fue aparentemente desoladora: nadie había sido educado en esas cuestiones, a pesar de su juventud, ni siquiera aquellos que procedían de colegios religiosos de tradición misionera. Y, sin embargo, todos los asistentes al taller estaban militando activamente en una organización solidaria. ¿Era, por tanto, necesario, llevar a las aulas algo que, en definitiva, adquirieron fuera de la escuela?
Pero había otro interrogante que surgió al mismo tiempo que el anterior ¿Qué función puede cumplir la escuela en la gestación de un compromiso solidario? La segunda ronda de intervenciones que propusimos fue una evocación personal de aquellas experiencias escolares que todos consideramos inolvidables. Las respuestas fueron esta vez mucho más alentadoras: las clases de Literatura que provocaron el descubrimiento de la poesía para algunos; la profesora de Matemáticas con la que otros aprendieron el fascinante mundo de los-números; los ejercicios de Educación Física que supusieron para varios el descubrimiento del propio cuerpo; o las lecciones de Historia que verdaderamente ayudaron a muchos a comprender el presente…
¿Qué tienen en común todos estos encuentros y procesos educativos? Además de enseñar la materia correspondiente, proponen una forma de ver el mundo que va más allá de sus contenidos específicos: a veces, es el descubrimiento de hechos o conceptos; otras, el método escogido por el profesor, el clima ambiental creado por el propio grupo, o la misma persona del educador. Habitualmente, es el conjunto de la experiencia el que abre esos horizontes de sensibilidad, creatividad e imaginación que conducen, una vez que se han hecho invisibles –es decir, que se han incorporado a la biografía de cada cual-, a asumir ciertos valores y actitudes. Esta era una de las razones por las que los asistentes al taller habían adquirido ese compromiso militante. ¿Habría que concluir, por tanto, que cualquier itinerario educativo, cuando es verdadero, nos lleva al trabajo por la paz y la solidaridad, aunque no lo formule de manera explícita? Parece que esta es la hipótesis que se desprende de la experiencia narrada. El problema reside en definir lo que entendemos por itinerario educativo «verdadero».
3.Procesos
¿QUIERE decir esto que la escuela hará bien en: olvidarse de poner en marcha iniciativas entre los jóvenes que alienten y encaucen su compromiso activo en favor de los demás? Al contrario, creemos que, sin entrar en contradicción con lo anterior, puede y debe hacerlo. En primer lugar, porque hoy en día es difícil encontrar otras instancias de socialización educativa para los jóvenes que resulten tan pertinentes como la escuela: las que aparecían fuera del ámbito escolar hoy escasean o ya no son las favoritas de los jóvenes, y tanto la familia como los medios de comunicación social no parecen asumir esa responsabilidad. En segundo lugar, porque, si queremos educar sobre, desde y para determinados valores, la educación formal tiene unos límites que hacen necesarios otros procesos paralelos, y en muchas ocasiones previos o prioritarios con respecto a las clases convencionales.
Claro que sería mejor intentar romper esos límites de la educación formal o reglada, pero mucho nos tememos que esa tarea resulte casi imposible. Habría que dotar de sentido global a la tarea educativa, rompiendo con los compartimentos estancos y la cultura escolar impuesta por el poder. En un reciente viaje a Colombia, me hablaron de un centro educativo de Bogotá que ha decidido romper con la estructura por asignaturas del aprendizaje escolar convencional, y organiza el currículo a partir de la preguntas fundamentales que se hacen los seres humanos en su etapa adolescente o juvenil -¿quién soy yo?, ¿quién es el otro?, ¿de dónde vengo? o ¿qué va a ser de mi?-, y las respuestas que dan a estos interrogantes las diversas materias. Semejante planteamiento resulta sin duda sugestivo, dirán muchos, pero irrealizable, concluirá la mayoría con un suspiro de alivio.
Los discursos educativos hablan de la necesidad de responder a los retos del presente, pero mantienen los esquemas decimonónicos, tanto en los contenidos que enseñamos como en lo que exigimos y valoramos a la hora de juzgar el aprendizaje de nuestros alumnos: hay contenidos que no tiene cabida en las disciplinas académicas, por mucho que ahora se disfracen de «áreas curriculares»; hay vivencias compartidas en las aulas que no
pueden calificarse ni figurar en los boletines de notas. ¿Cómo vamos a pretender educar para la acción solidaria si permanecemos aferrados a un conjunto de conocimientos que buscan el dominio intelectual y material del mundo, no su comprensión emocional y compasiva?
4.Condiciones
CUANDO hablamos de condiciones, nos referimos a algunos aspectos a considerar a la hora de poner en marcha iniciativas solidarias entre los jóvenes, especialmente en el ámbito de la educación formal, y que afectan, sobre todo, al papel del educador en el proceso. No entramos en los contenidos o tareas de esas iniciativas solidarias, sino en los componentes educativos comunes a las mismas.
Los adolescentes que acuden de manera voluntaria a un grupo que trabaja alrededor de los temas señalados, no lo hacen solamente para ser consecuentes con sus ideas, sino que, además, pretenden resolver otras necesidades, algunas incluso bastante ajenas a las intenciones del educador que ha promovido dicho grupo. Hay que tener claro, por tanto, que la «gestión» de un grupo de estas características es más complicada que la de un equipo de fútbol, aunque las motivaciones de los integrantes de este último colectivo sean también muy heterogéneas. Saber acoger, respetar y aprovechar esta diversidad de motivaciones es una tarea incluso más importante que apuntar al grupo a la campaña de la organización no gubernamental de turno.
- El trabajo solidario con adolescentes debe tener un principio y un final estructurados y previstos. Se admite su generación espontánea o sus crisis de crecimiento y contracción, pero no su agonía lenta y sin más sentido que el sostenimiento por parte del educador de un proyecto agotado, que los participantes en el mismo ya han dejado de hacer suyo. Antes que las acciones por sí mismas, hay que valorar lo que tienen estas de procesos de aprendizaje, dentro de una etapa que no puede eternizarse de manera reiterativa, sino que ha de avanzar y renovarse continuamente.
- Por lo tanto, es preciso buscar el equilibrio entre la atención a la persona, la creación y el mantenimiento del grupo, y la resolución de la tarea planteada. Ningún grupo de jóvenes sobrevive si sólo se dedica a realizar acciones externas al mismo, a no ser que esté dirigido de forma autoritaria o burocrática, y que no importe el mantenimiento de las personas, sino la eficacia a corto plazo del trabajo realizado. Por otro lado, tampoco resulta ejemplar la tendencia al «ombliguismo» de muchos grupos y comunidades, encantados de haberse conocido, pero incapaces de hacer algo juntos de puertas afuera de su rincón.
- Los compromisos asumidos por el grupo responderán en todo momento a la escala en que se mueva, y a la capacidad real para poder llevarlos a cabo. No debe soslayarse cierto grado de desafío y esfuerzo para poder llevar a cabo la acción correspondiente, pero es contraproducente exigir al grupo -o que el propio grupo se fije- metas imposibles de cumplir, dadas las dimensiones y el alcance de las mismas. El grupo ha de verificar en todo momento que lo que intenta conseguir está a su alcance, y no le supera, para evitar acciones estériles generadoras de impotencia.
- Para finalizar este epígrafe, es indispensable poner en marcha estructuras de participación, tanto en las tareas como en la gestión del propio grupo. El protagonismo de los jóvenes en estas acciones es fundamental. No negamos la importancia del educador, en tanto que animador del grupo, mediador o acompañante de las personas, pero desconfiamos de los modelos verticalistas, o, peor aún, seudoparticipativos, en los que, tras la apariencia de democracia, se esconde un férreo control por parte del educador, seguro de las metas y los medios.
5.Propuestas
ESTE último apartado ofrece algunas sugerencias de trabajo juvenil solidario, que hemos llevado a cabo en los últimos años de manera relativamente satisfactoria, tanto en el desarrollo metodológico como en los efectos a corto y medio plazo. No obstante, no se enumeran a modo de recetas mágicas o soluciones caídas del cielo. En el terreno de las estrategias didácticas hay pocas cosas que descubrir. Además de ofrecer algunas pistas para enriquecer lo que a buen seguro vienen realizando no pocos educadores, nuestra intención es describir brevemente aquellas experiencias que han servido de hilo conductor a las reflexiones del artículo.
- En primer lugar, hablaremos de la enorme potencialidad creativa del teatro. Consideramos que la creación y el mantenimiento de un grupo de teatro en un centro educativo resulta un ejercicio de educación para la solidaridad casi indispensable, por sí mismo y por servir de punto de arranque para otras muchas tareas. Por lo mismo, la utilización de la dramatización en la práctica educativa escolar diaria pone en manos del grupo una enorme variedad de procedimientos expresivos a la hora de liberar y enriquecer la palabra.
- La educación estética -música, danza, teatro, poesía- es otra manera de aproximarnos solidariamente a la interculturalidad. No se trata únicamente de que un grupo intercambie sus tradiciones culturales, sino de que el propio centro educativo, en sentido de espacio físico y comunidad educativa, vaya generando una estética, una determinada disposición ambiental, que facilité el encuentro solidario entre la diversidad humana que lo compone.
- Dentro de ese espacio de encuentro resulta importante la organización de un espacio-aula de solidaridad, donde los estudiantes puedan reunirse y preparar sus acciones, recibir y debatir con las organizaciones no gubernamentales locales, producir la información que se difundirá en el centro, y hacerse visibles en la vida del mismo de manera continuada. El uso de este local como espacio para la mediación y el tratamiento de los conflictos escolares relacionados con la paz y la solidaridad resulta igualmente muy pertinente, si toda la comunidad educativa es capaz de reconocer y apoyar las iniciativas surgidas desde ese lugar.
- La comunidad educativa debe configurar su propio calendario alternativo a las conmemoraciones oficiales o a los ritos académicos establecidos -por ejemplo, las evaluaciones-. Aunque se puede guiar por las celebraciones establecidas -por ejemplo, el Día Escolar de la NoViolencia y la Paz-, lo mejor es elaborar un argumento que de sentido a todo el curso, desde septiembre hasta junio, y que facilite la organización de actividades desde cada área curricular, curso o nivel.
- Finalmente, la creación de redes entre centros educativos, para facilitar intercambios, hermanamientos y encuentros, alrededor de áreas geográficas o de proyectos globales, junto con otros movimientos sociales externos pero implicados con las tareas de la escuela.
Concluimos con una referencia cinematográfica. La película de Adolfo Aristaram, Un lugar en el mundo (1992), recoge lo que, desde nuestro punto de vista constituye una excelente visualización de una experiencia educativa de crecimiento personal en torno a los valores de la solidaridad. Las acciones de los adultos, heroicas y contradictorias, están percibidas a través de la mirada adolescente de Ernesto, que va descubriendo, no el «lugar en el mundo» que le han asignado, sino la necesidad de buscarlo por sí mismo. Esta es la difícil tarea que compete a los educadores: mostrar las posibilidades de realización personal y social como espacios abiertos que cada ser humano debe crear y construir junto con las demás.
Pedro Sáez
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