¿Voluntarios en las aulas? La educación para la acción solidaria entre los jóvenes

1 enero 2001

Pedro Sáez es profesor de Geografía e Histo­ria y miembro del «Centro de Investigación para la Paz».
 

Protagonistas

EN un reciente texto de carácter di­vulgativo (El silencio de los adolescentes. Lo que no cuentan a sus padres, Temas de Hoy, Madrid 2000), Javier Elzo muestra el di­vorcio entre la elevada valoración que tie­ne el trabajo por la paz y la solidaridad para los jóvenes, y el escaso compromiso real de esos mismos jóvenes en las accio­nes, campañas y organizaciones que con­cretan socialmente el mencionado traba­jo.
 

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

El  propósito de este artículo es plantear una serie de interrogantes acer­ca de las complicadas concreciones educativas del voluntariado juvenil, es­pecialmente el que se desarrolla en el marco de la educación formal. En primer lugar, situarnos a los jóvenes como protagonistas de los escenarios es­colares y extraescolares donde se mueven, para indicar en segundo lugar cuáles son, a nuestro juicio, los principales problemas que aparecen y las po­sibles soluciones que pueden intentarse a la hora de abordar su compromiso social como objetivo educativo explícito. En todo caso, más que de teorías pedagógicas o Informes sociológicos, partimos de  trabajo con adolescentes.
 
¿A qué se debe esta paradoja, corrien­te entre los adultos, de valorar positiva­mente algo que realmente no se practica, cuando el tópico proclama la autentici­dad, es decir, la coherencia entre el dis­curso y la vida como uno de las señas de identidad constitutivas del «ser» joven?
Por otro lado, también resulta eviden­te que las principales manifestaciones de militancia solidaria en nuestros días, tan­to las ocasionales -por ejemplo, las acam­padas en favor del 0,7`%-, como las dura­deras -por ejemplo, el voluntariado en or­ganizaciones no gubernamentales-, están sustentadas por la presencia activa y el trabajo constante de la juventud. Sin em­bargo, esta militancia se parece poco a la de generaciones anteriores, sobre todo en lo que respecta a los valores que la legiti­man y justifican. Aunque aún subsista en algunos un peso ideológico o apostólico definido, la mayoría de las actitudes vita­les con que los jóvenes afrontan su com­promiso social son ajenas a los grandes discursos redentores de carácter colectivo, y están mucho más atentas al aprendizaje y crecimiento personales, o a la búsqueda de sentidos frente al hastío vital generado por la combinación de abundancia de bie­nes materiales y vacío- existencial.
Algunos interpretan el puzzle posmo­derno en que se debaten los jóvenes de hoy como una pérdida de valores, una amenaza a las ideas establecidas, o un desastre de dimensiones apocalípticas. Otros, sin negar los problemas que trae consigo, apostamos por explorar sus posi­bilidades, e intentar afrontar sus interpe­laciones. Y los procesos educativos son un territorio privilegiado para ello, por razones obvias. Otra cuestión es el hipo­tético sentido que puede tener una educa­ción para la militancia solidaria, dadas las actuales circunstancias por las que atra­viesan la escuela, la familia y la sociedad.
 
2.Escenarios
 
¿DEBE ocuparse la escuela de sus­citar una militancia que concrete los valo­res de la paz y la solidaridad en actos conscientes y organizados con una finali­dad social o política definida? La respues­ta más inmediata es negativa. Creemos que la escuela no es el lugar más idóneo ahora para la formación de esa militancia, entendiendo por tal la que obedece a los principios ideológicos definidos. En este sentido, la misión de la escuela no debería ser la mera transmisión de doctrinas ce­rradas, sino la creación de escenarios que hagan posible la pregunta sobre el qué hacer frente a la problemática realidad in­mediata y planetaria que nos rodea. Esto significa no sólo enseñar determinados hechos, sino también hacerlo desde unos presupuestos metodológicos que ayuden a comprender el mundo y a intervenir en él, según unos valores sociales y cultura­les ofrecidos -no impuestos-, como alter­nativa a los establecidos. Afecta, por lo tanto, al qué se aprende, al cómo se aprende y al para qué se aprende.
Veamos una experiencia que clarifica el sentido de las líneas anteriores. Hace tiempo participamos en un taller de tra­bajo con miembros activos, profesionales y voluntarios, de una conocida organiza­ción no gubernamental, que está vivien­do una fase de crecimiento y diversifica­ción de actividades. El objetivo del taller era llevar a cabo programas de educación para el desarrollo en las escuelas, elabo­rados por la propia organización no gubernamental. Nuestra tarea era propor­cionarles pistas sobre lo que se podría ha­cer al respecto en los institutos y colegios. Se trataba, pues, de algo muy práctico, así que comenzamos por una sencilla rueda de intervenciones, en la que cada partici­pante evocó sus años escolares, con el fin de rastrear en ellos los momentos en que temas como la paz o la solidaridad se ha­bían hecho presentes. La puesta en co­mún fue aparentemente desoladora: na­die había sido educado en esas cuestio­nes, a pesar de su juventud, ni siquiera aquellos que procedían de colegios reli­giosos de tradición misionera. Y, sin em­bargo, todos los asistentes al taller esta­ban militando activamente en una orga­nización solidaria. ¿Era, por tanto, nece­sario, llevar a las aulas algo que, en defi­nitiva, adquirieron fuera de la escuela?
Pero había otro interrogante que surgió al mismo tiempo que el anterior ¿Qué función puede cumplir la escuela en la gestación de un compromiso solidario? La segunda ronda de intervenciones que propusimos fue una evocación personal de aquellas experiencias escolares que to­dos consideramos inolvidables. Las res­puestas fueron esta vez mucho más alen­tadoras: las clases de Literatura que pro­vocaron el descubrimiento de la poesía para algunos; la profesora de Matemáti­cas con la que otros aprendieron el fasci­nante mundo de los-números; los ejer­cicios de Educación Física que supusieron para varios el descubrimiento del propio cuerpo; o las lecciones de Historia que verdaderamente ayudaron a muchos a comprender el presente…
¿Qué tienen en común todos estos en­cuentros y procesos educativos? Además de enseñar la materia correspondiente, proponen una forma de ver el mundo que va más allá de sus contenidos especí­ficos: a veces, es el descubrimiento de he­chos o conceptos; otras, el método escogi­do por el profesor, el clima ambiental cre­ado por el propio grupo, o la misma per­sona del educador. Habitualmente, es el conjunto de la experiencia el que abre esos horizontes de sensibilidad, creativi­dad e imaginación que conducen, una vez que se han hecho invisibles –es decir, que se han incorporado a la biografía de cada cual-, a asumir ciertos valores y ac­titudes. Esta era una de las razones por las que los asistentes al taller habían ad­quirido ese compromiso militante. ¿Ha­bría que concluir, por tanto, que cualquier itinerario educativo, cuando es verdade­ro, nos lleva al trabajo por la paz y la so­lidaridad, aunque no lo formule de ma­nera explícita? Parece que esta es la hipó­tesis que se desprende de la experiencia narrada. El problema reside en definir lo que entendemos por itinerario educativo «verdadero».
 
3.Procesos
 
¿QUIERE decir esto que la es­cuela hará bien en: olvidarse de poner en marcha iniciativas entre los jóvenes que alienten y encaucen su compromiso acti­vo en favor de los demás? Al contrario, creemos que, sin entrar en contradicción con lo anterior, puede y debe hacerlo. En primer lugar, porque hoy en día es difí­cil encontrar otras instancias de sociali­zación educativa para los jóvenes que re­sulten tan pertinentes como la escuela: las que aparecían fuera del ámbito esco­lar hoy escasean o ya no son las favoritas de los jóvenes, y tanto la familia como los medios de comunicación social no pa­recen asumir esa responsabilidad. En se­gundo lugar, porque, si queremos educar sobre, desde y para determinados valo­res, la educación formal tiene unos límites que hacen necesarios otros procesos para­lelos, y en muchas ocasiones previos o prioritarios con respecto a las clases con­vencionales.
Claro que sería mejor intentar romper esos límites de la educación formal o re­glada, pero mucho nos tememos que esa tarea resulte casi imposible. Habría que dotar de sentido global a la tarea educati­va, rompiendo con los compartimentos estancos y la cultura escolar impuesta por el poder. En un reciente viaje a Colombia, me hablaron de un centro educativo de Bogotá que ha decidido romper con la es­tructura por asignaturas del aprendizaje escolar convencional, y organiza el currí­culo a partir de la preguntas fundamenta­les que se hacen los seres humanos en su etapa adolescente o juvenil -¿quién soy yo?, ¿quién es el otro?, ¿de dónde vengo? o ¿qué va a ser de mi?-, y las respuestas que dan a estos interrogantes las diversas materias. Semejante planteamiento resul­ta sin duda sugestivo, dirán muchos, pe­ro irrealizable, concluirá la mayoría con un suspiro de alivio.
Los discursos educativos hablan de la necesidad de responder a los retos del presente, pero mantienen los esquemas decimonónicos, tanto en los contenidos que enseñamos como en lo que exigimos y valoramos a la hora de juzgar el apren­dizaje de nuestros alumnos: hay conteni­dos que no tiene cabida en las discipli­nas académicas, por mucho que ahora se disfracen de «áreas curriculares»; hay vi­vencias compartidas en las aulas que no
pueden calificarse ni figurar en los boleti­nes de notas. ¿Cómo vamos a pretender educar para la acción solidaria si perma­necemos aferrados a un conjunto de co­nocimientos que buscan el dominio inte­lectual y material del mundo, no su com­prensión emocional y compasiva?
 
4.Condiciones
 
CUANDO hablamos de condiciones, nos referimos a algunos aspectos a con­siderar a la hora de poner en marcha iniciativas solidarias entre los jóvenes, es­pecialmente en el ámbito de la educa­ción formal, y que afectan, sobre todo, al papel del educador en el proceso. No en­tramos en los contenidos o tareas de esas iniciativas solidarias, sino en los compo­nentes educativos comunes a las mis­mas.
Los adolescentes que acuden de mane­ra voluntaria a un grupo que trabaja al­rededor de los temas señalados, no lo hacen solamente para ser consecuentes con sus ideas, sino que, además, pre­tenden resolver otras necesidades, al­gunas incluso bastante ajenas a las in­tenciones del educador que ha promo­vido dicho grupo. Hay que tener claro, por tanto, que la «gestión» de un gru­po de estas características es más com­plicada que la de un equipo de fútbol, aunque las motivaciones de los inte­grantes de este último colectivo sean también muy heterogéneas. Saber aco­ger, respetar y aprovechar esta diversi­dad de motivaciones es una tarea inclu­so más importante que apuntar al gru­po a la campaña de la organización no gubernamental de turno.
 

  • El trabajo solidario con adolescentes de­be tener un principio y un final estruc­turados y previstos. Se admite su ge­neración espontánea o sus crisis de crecimiento y contracción, pero no su agonía lenta y sin más sentido que el sostenimiento por parte del educador de un proyecto agotado, que los parti­cipantes en el mismo ya han dejado de hacer suyo. Antes que las acciones por sí mismas, hay que valorar lo que tie­nen estas de procesos de aprendizaje, dentro de una etapa que no puede eter­nizarse de manera reiterativa, sino que ha de avanzar y renovarse continua­mente.
  • Por lo tanto, es preciso buscar el equi­librio entre la atención a la persona, la creación y el mantenimiento del gru­po, y la resolución de la tarea plantea­da. Ningún grupo de jóvenes sobrevi­ve si sólo se dedica a realizar acciones externas al mismo, a no ser que esté di­rigido de forma autoritaria o burocrá­tica, y que no importe el mantenimien­to de las personas, sino la eficacia a corto plazo del trabajo realizado. Por otro lado, tampoco resulta ejemplar la tendencia al «ombliguismo» de mu­chos grupos y comunidades, encanta­dos de haberse conocido, pero incapa­ces de hacer algo juntos de puertas afuera de su rincón.
  • Los compromisos asumidos por el gru­po responderán en todo momento a la escala en que se mueva, y a la capaci­dad real para poder llevarlos a cabo. No debe soslayarse cierto grado de de­safío y esfuerzo para poder llevar a ca­bo la acción correspondiente, pero es contraproducente exigir al grupo -o que el propio grupo se fije- metas im­posibles de cumplir, dadas las dimen­siones y el alcance de las mismas. El grupo ha de verificar en todo momen­to que lo que intenta conseguir está a su alcance, y no le supera, para evitar acciones estériles generadoras de im­potencia.
  • Para finalizar este epígrafe, es indis­pensable poner en marcha estructuras de participación, tanto en las tareas co­mo en la gestión del propio grupo. El protagonismo de los jóvenes en estas acciones es fundamental. No negamos la importancia del educador, en tanto que animador del grupo, mediador o acompañante de las personas, pero desconfiamos de los modelos vertica­listas, o, peor aún, seudoparticipativos, en los que, tras la apariencia de demo­cracia, se esconde un férreo control por parte del educador, seguro de las me­tas y los medios.

5.Propuestas
 
ESTE último apartado ofrece algunas sugerencias de trabajo juvenil solidario, que hemos llevado a cabo en los últimos años de manera relativamente satisfacto­ria, tanto en el desarrollo metodológico como en los efectos a corto y medio plazo. No obstante, no se enumeran a modo de recetas mágicas o soluciones caídas del cielo. En el terreno de las estrategias di­dácticas hay pocas cosas que descubrir. Además de ofrecer algunas pistas para enriquecer lo que a buen seguro vienen realizando no pocos educadores, nuestra intención es describir brevemente aque­llas experiencias que han servido de hilo conductor a las reflexiones del artículo.
 

  • En primer lugar, hablaremos de la enor­me potencialidad creativa del teatro. Consideramos que la creación y el mantenimiento de un grupo de teatro en un centro educativo resulta un ejer­cicio de educación para la solidaridad casi indispensable, por sí mismo y por servir de punto de arranque para otras muchas tareas. Por lo mismo, la utili­zación de la dramatización en la prác­tica educativa escolar diaria pone en manos del grupo una enorme varie­dad de procedimientos expresivos a la hora de liberar y enriquecer la palabra.
  • La educación estética -música, danza, teatro, poesía- es otra manera de apro­ximarnos solidariamente a la intercul­turalidad. No se trata únicamente de que un grupo intercambie sus tradicio­nes culturales, sino de que el propio centro educativo, en sentido de espa­cio físico y comunidad educativa, vaya generando una estética, una determi­nada disposición ambiental, que facili­té el encuentro solidario entre la diver­sidad humana que lo compone.
  • Dentro de ese espacio de encuentro re­sulta importante la organización de un espacio-aula de solidaridad, donde los estudiantes puedan reunirse y preparar sus acciones, recibir y debatir con las organizaciones no gubernamentales lo­cales, producir la información que se difundirá en el centro, y hacerse visi­bles en la vida del mismo de manera continuada. El uso de este local como espacio para la mediación y el trata­miento de los conflictos escolares rela­cionados con la paz y la solidaridad resulta igualmente muy pertinente, si toda la comunidad educativa es capaz de reconocer y apoyar las iniciativas surgidas desde ese lugar.

 
 
 

  • La comunidad educativa debe configu­rar su propio calendario alternativo a las conmemoraciones oficiales o a los ri­tos académicos establecidos -por ejem­plo, las evaluaciones-. Aunque se pue­de guiar por las celebraciones estable­cidas -por ejemplo, el Día Escolar de la NoViolencia y la Paz-, lo mejor es ela­borar un argumento que de sentido a todo el curso, desde septiembre hasta junio, y que facilite la organización de actividades desde cada área curricular, curso o nivel.
  • Finalmente, la creación de redes entre centros educativos, para facilitar inter­cambios, hermanamientos y encuen­tros, alrededor de áreas geográficas o de proyectos globales, junto con otros movimientos sociales externos pero im­plicados con las tareas de la escuela.

 
Concluimos con una referencia cinema­tográfica. La película de Adolfo Aristara­m, Un lugar en el mundo (1992), recoge lo que, desde nuestro punto de vista consti­tuye una excelente visualización de una experiencia educativa de crecimiento per­sonal en torno a los valores de la solidari­dad. Las acciones de los adultos, heroicas y contradictorias, están percibidas a tra­vés de la mirada adolescente de Ernesto, que va descubriendo, no el «lugar en el mundo» que le han asignado, sino la ne­cesidad de buscarlo por sí mismo. Esta es la difícil tarea que compete a los educa­dores: mostrar las posibilidades de reali­zación personal y social como espacios abiertos que cada ser humano debe crear y construir junto con las demás.

Pedro Sáez