Jesús Rojano Martínez
Coordinador de pastoral de bachillerato en el Colegio de los Salesianos del Paseo de Extremadura (Madrid) y Profesor en el Instituto Superior de Pastoral y en el CES Don Bosco de Madrid.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor sostiene que entre el fundamentalismo y la irrelevancia de la pregunta religiosa no es fácil hablar de Dios hoy. Este hablar es difícil, pero es muy necesario. Es necesario regresar a Cristo para preguntarle cuál es el verdadero Dios. Dios que es amor, Padre y amigo. Hablamos de Dios con nuestras palabras y co0n nuestras obras.
Otros artículos de este número de Misión Joven hablan de la espiritualidad sin Dios que se va difundiendo en la cultura occidental. El lector puede encontrar mi presentación de dicho fenómeno en el número de Misión Joven de noviembre de 2009[1]. Aquí doy dicho análisis por supuesto. Pienso además, un año después, que esa tendencia se va confirmando y todo apunta a que irá a más.
Si para muchos Dios ya no es necesario para tener una espiritualidad profunda, ¿acaso sucede en este principio del siglo XXI para la vida espiritual lo que el astrónomo Laplace anunciaba para la ciencia en el XIX, que la “hipótesis Dios” no es ya necesaria? Efectivamente, así es para muchos de nuestros contemporáneos occidentales, también para muchos/as jóvenes, que están creciendo en este ambiente. He querido destacar con letra cursiva el adjetivo “occidentales” porque estas ganas de prescindir de Dios apenas se dan fuera del llamado “mundo occidental avanzado”.
Estando así las cosas, ¿podemos seguir hablando de Dios? ¿Quedan aún europeos con “sensibilidad de oído”, según la famosa expresión de Max Weber, para captar el lenguaje sobre Dios? Nos encontramos además hoy con un problema añadido de unos años para acá. Como la carta de Pedro pedía a los primeros cristianos, debemos estar “dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza; pero además debemos hacerlo con dulzura y respeto” (cf. 1 Pedro 3,15), es decir, hay que hablar de Dios de un modo razonable y con una actitud propositiva y respetuosa. Sin embargo, ante la cuestión de Dios, en nuestra cultura posmoderna predominan dos posturas que hacen imposible el diálogo: por un lado, la indiferencia que se niega a dialogar con los creyentes por considerar irrelevante la cuestión de Dios, y por otro el fundamentalismo religioso, que rechaza el diálogo porque lo considera peligroso y ya sabe exactamente a qué atenerse. No podemos olvidar, por tanto, que a la hora de volver a hablar sobre Dios nos encontramos en una difícil y desesperante Tierra de nadie, por aludir a la genial película de 2001 de Danis Tanovic sobre la guerra de la antigua Yugoeslavia. En nuestro caso, estamos en tierra de nadie entre indiferentes y fundamentalistas, y ahí se hace difícil hablar de Dios razonablemente.
- ¿De qué hablamos cuando hablamos de Dios?
Además de difícil, hay quien duda incluso que sea ético hablar hoy de Dios hoy. Nadie ha expresado mejor esta cuestión (y la correspondiente respuesta) que el filósofo judío Martin Buber, en un famoso texto que abre su libro Eclipse de Dios. Hacia 1920, el filósofo P. Natorp advertía a Buber sobre el abuso que se ha hecho de la palabra Dios a lo largo de la historia humana. La palabra Dios se ha pronunciado para representar burdas imágenes de lo Sagrado y para justificar en su nombre las mayores crueldades; una palabra, en definitiva, convertida en la clave de los fundamentalismos religiosos de todo signo. Las palabras textuales de Natorp eran éstas: “¿Cómo se atreve usted a decir una y otra vez? ¿Cómo puede usted esperar que sus lectores comprendan esa palabra con el significado que usted le quiere dar? Lo que quiere decir con ella se eleva por encima de toda captación y comprensión humanas; lo que usted quiere expresar justamente es esa sobreelevación; pero cuando pronuncia dicha palabra, la pone de golpe en manos del hombre. ¿Hay acaso alguna palabra humana tan mal utilizada, manchada y profanada como esta? Toda la sangre inocente que se ha derramado por ella le ha hurtado su esplendor. Toda la injusticia que se ha cubierto con ella, ha borrado su perfil. Cuando oigo llamar Dios al Altísimo, a veces me parece como si se blasfemara”[2].
Merece la pena citar la extensa respuesta de Buber: “Sí, esta palabra es, de entre todas las palabras humanas, la que soporta una carga más pesada. Ninguna ha sido tan manoseada ni tan quebrantada. Por eso mismo no puedo renunciar a ella. Las distintas generaciones humanas han depositado sobre ella todo el peso de sus vidas angustiadas hasta aplastarla contra el suelo; allí está, llena de polvo y cargada con todo este peso. Las diferentes generaciones humanas han destrozado esta palabra con sus divisiones religiosas; por ella han matado y han muerto; en ella están todas y cada una de las huellas de sus dedos, todas y cada una de las gotas de su sangre. ¿Dónde podría encontrar yo una palabra mejor para describir lo más alto? Aunque tomara el concepto más puro y resplandeciente de la cámara más recóndita en la que los filósofos guardan su tesoro más preciado, lo único que en él podría hallar es una imagen intelectual que no nos vincula, mas no la presencia de Aquel en el que pienso, de Aquel a quien el linaje humano ha venerado y envilecido con su monstruoso vivir y morir. Me refiero a Aquel a quien invocan las diversas generaciones humanas, angustiadas por el infierno o en camino hacia las puertas del cielo. Es cierto que dibujan caricaturas y debajo escriben la palabra «Dios»; se matan entre ellos y dicen que lo hacen «en nombre de Dios». Pero cuando desaparecen toda locura y todo engaño, cuando los hombres se colocan ante Él a solas, en la oscuridad, y ya no dicen «Él», «Él», sino que suspiran «Tú», «Tú», y gritan «Tú» todos, cuando todos ellos piensan en El mismo y único, y cuando añaden «Dios», ¿no es este el auténtico Dios al que llaman el Uno, el Viviente, el Dios de los hijos de los hombres? ¿No es Él quien les oye? ¿No es Él quien les escucha? ¿No es, pues, justamente por esto, la palabra «Dios» la palabra de la invocación, la palabra hecha nombre, la palabra sagrada en todos los tiempos y en todas las lenguas humanas? Debemos estimar a los que no la admiten porque se rebelan contra la injusticia y el abuso que tan de buen grado se justifican con la palabra «Dios»; pero no podemos abandonar esta palabra. ¡Qué fácil resulta entender que algunos propongan callar durante un tiempo sobre las «cosas últimas» para redimir las palabras del abuso a que se las ha sometido! Pero de esta manera es imposible redimirlas. No podemos limpiar la palabra «Dios», no es posible lograrlo del todo; pero levantarla del suelo, tan profanada y rota como está, y entronizarla después de una hora de gran aflicción, esto sí podemos hacerlo”[3].
Para el creyente en el Dios de Jesús hay un camino privilegiado para “levantar del suelo y limpiar la palabra Dios”, y volver a ofrecerla con coherencia a los hombres y mujeres del siglo XXI. Dicho camino consiste en tener claro que la cuestión teológica prioritaria no es si se cree en Dios, sino en qué Dios se cree. Es importante recuperar ese camino, ya recorrido por los primeros cristianos: “Hoy es necesario regresar a Cristo para preguntarle cuál es el verdadero Dios, cuál es el verdadero rostro de Dios, qué Dios se ha revelado en él, y para hacer un juicio a nuestras imágenes de Dios. Hay que hablar de Dios a partir de Cristo, no viceversa”[4]. En efecto, no podemos manchar más el nombre santo de Dios hablando de él desde categorías “humanas, demasiado humanas” (F. Nietzsche) que provocan miedo, desazón o rechazo. Con frecuencia nuestras malas catequesis y predicaciones han generado ateos, como constató el Concilio Vaticano II (cf. Gaudium et Spes 19).
- Dios es amor
El lenguaje cristiano sobre Dios debe construirse sin olvidar nunca la advertencia del comienzo del evangelio de Juan: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Si los cristianos hablamos de Dios no podemos contar nada distinto de lo que nos contó, con obras y palabras, Jesús de Nazaret. Y el Dios revelado en Cristo es esencialmente amor; es amigo de los humanos, hasta el punto de que ya no nos llama siervos, sino amigos, y nos da a conocer lo que le ha revelado su Padre (cf. Jn 15,15). Según Jesús, el único Dios que existe es el Padre misericordioso descrito en las parábolas del capítulo 15 de san Lucas. Por eso dirán los primeros cristianos que sólo en la persona de Jesús se nos da la plena salvación (cf. Hch 4,12).
A veces he oído hablar sobre la afirmación de San Juan de que “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16) como si fuera sólo una especie de metáfora. Pero Juan no dice que Dios sea el Motor Inmóvil, el Acto Puro, el Omnipotente, Causa sui… y además, amor. No, la definición de Juan es clara y meridiana, y no podemos aguarla o relativizarla sin traicionar el núcleo central del Evangelio. Como bien dice Torres Queiruga, “la afirmación joánica debe constituir, pues, el punto de partida y la matriz permanente de todo discurso cristiano. Toca su mismo corazón. Es una frase nuclear e irradiante. Todo lo demás es consecuencia. Si Dios es amor y si Dios es el origen, intuimos que el amor constituye la esencia de la realidad, la última palabra de la comprensión, criterio definitivo del juicio”[5]. Ese Amor que es Dios fue descrito en la primera literatura cristiana como ágape: “El amor es más que un atributo divino, es el nombre mismo de Dios, en que se expresa su naturaleza […]. El ágape no es algo de Dios, es Dios mismo, su substancia, de tal modo que es imposible que Dios no ame”[6]. Tiene razón el filósofo Vattimo cuando dice que “si esto [decir que Dios es ante todo amor] es un exceso de ternura, es Dios mismo quien nos ha dado ejemplo de ello”[7].
Viene bien recordar, además, que un teólogo de profunda espiritualidad, como fue el recientemente fallecido Segundo Galilea, dedicó un libro a tratar sobre la amistad de Dios hacia el ser humano: “La novedad cristiana es una nueva y liberadora relación con Dios y con los demás. La experiencia cristiana no es creer en Dios, sino relacionarnos con Dios como amigo. Dios ya no es una idea, o un ser distante, o un creador y juez, sino que es un amigo que nos llama a la amistad sin límites. Jesús nos reveló que Dios es padre y amigo, y ambos símbolos se completan, pues el padre es significativo si es amigo, y el mejor amigo de un hijo debería ser el padre. La experiencia cristiana de Dios es la experiencia del amor de amistad, en el sentido más fuerte de la palabra”[8]. Si nuestro hablar sobre Dios no transmite a los/as jóvenes que deben aspirar en su relación con Dios a una profundidad e intensidad como la descrita por Segundo Galilea, está fallando lamentablemente. Y esa relación no se gana a pulso, en una especie de esfuerzo titánico, de tipo pelagiano, pues la iniciativa es de Dios, pues “Él nos ha amado primero (1 Jn 4,19). Se trata de aprender a abrirse a la continua acción amorosa de Dios, no de conseguir ese amor como si de entrada estuviera lejano.
Es muy conocida la descripción de Dios por parte de San Anselmo como “el ser mayor que puede ser pensado”. Sin embargo, hay otra frase de San Buenaventura con una formulación semejante, pero con un cambio de acento esencial: “Dios es mejor de cuanto se puede pensar”[9]. Esta afirmación debería transformarse hoy en programa pastoral. El ser humano actual no puede aceptar oír hablar de un Dios vengativo, incitador de la violencia o discriminador. En eso, se parece mucho al filósofo griego Jenófanes, que ya en el siglo V a.C. defendía que, si existe Dios, no puede ser igual o peor que nosotros, sino infinitamente mejor. Y lo bueno es que Jenófanes y los hombres y mujeres de hoy aciertan en esa suposición, ya que el Dios revelado en Jesucristo es tal y como decía San Buenaventura: siempre mejor de lo que nos podamos imaginar.
Hasta tal punto Dios es mejor que su amor nos llega a parecer casi una locura. Por ejemplo, el teólogo ortodoxo ruso Evdokimov llega a hablar, como Schelling, del “amor loco de Dios”[10]. En efecto, Schelling afirmó que el amor de Dios es tan superlativo que parece de locura: es un “Dios chiflado por el hombre”[11]. De hecho, Schelling elaboró una cristología filosófica a partir de la encarnación en debilidad y humildad de Cristo (llamada por Pablo kénosis), explicando ésta como la concreción histórica de la absoluta libertad divina y del infinito amor de Dios[12]. En una luminosa reflexión, Adophe Gesché también ha abierto un camino a través de esta idea de la «locura» vinculada al Dios-amor[13].
La mejor teología del siglo XX no permaneció ajena a esta realidad del Dios-Amor. Si Dios nos quiere y nos llama amigos, parece claro que no podía permanecer indiferente al ser humano, como el Motor Inmóvil aristotélico, sino que ha querido acercarse a nosotros. Con esta frase Karl Rahner plasmó esa experiencia en su lenguaje característico: “El genuino y único centro del Cristianismo y su mensaje es para mí la real autocomunicación de Dios –en su más genuina realidad y magnificencia- a la criatura”[14]. En esa misma línea, el Papa Benedicto XVI comentaba en un discurso de febrero de 2010: “El Señor dice: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». Ya no siervos, que obedecen al mandamiento, sino amigos que conocen, que están unidos en la misma voluntad, en el mismo amor. La novedad, por lo tanto, es que Dios se ha dado a conocer, que Dios se ha mostrado, que Dios ya no es el Dios ignoto, buscado pero no encontrado o sólo adivinado de lejos. Dios se ha dejado ver: en el rostro de Cristo vemos a Dios, Dios se ha hecho «conocido», y así nos ha hecho amigos”[15]. El teólogo francés Duquoc saca las consecuencias de esto y afirma acertadamente que el Dios de Jesús se nos revela como un Dios diferente, un Dios Padre: en Él la dialéctica amo-esclavo es sustituida por la de paternidad-filiación[16]. Es también llamativo que incluso un filósofo marxista de moda, como es el esloveno Zizek, reconozca que “tal vez el verdadero logro del cristianismo haya sido elevar a un Ser amado (imperfecto) al lugar de Dios, o sea, al lugar de la perfección misma”[17].
En los evangelios, una de las manifestaciones prácticas de la inmensa bondad de Dios es la acción sanadora y curativa de Jesús. A veces pensamos que eso no se da ya, que formaba parte de la cultura taumatúrgica del siglo I, pero no de la nuestra. Sin embargo, la idea de que la auténtica relación con Dios, bien vivida, es curativa y aporta felicidad positiva la encontramos, por ejemplo, en el pragmatismo de William James. James concibe a Dios como “alguien que echa una mano”[18], como amigo, camarada, compañero… pero no Juez. Creer en Dios da esperanza para vivir. James describe en su interesante y extensa obra Variedades de la experiencia religiosa esa influencia positiva y esperanzadora de lo que él denomina “mentalidad religiosa sana”[19]. La cara opuesta es la religiosidad enferma, que engendra culpabilidad insana o fanatismo. Esa dimensión curativa de la fe también es reconocida por el Papa actual: “Curar es una dimensión fundamental de la misión apostólica, de la fe cristiana en general. Eugen Biser define el cristianismo incluso como una «religión terapéutica», una religión de la curación. Cuando se entiende con la profundidad necesaria se ve expresado en esto todo el contenido de la «redención»”[20].
También Adolphe Gesché ha escrito bellas páginas sobre el Dios que ya no nos llama siervos sino amigos. Este teólogo de Lovaina invitaba a “abogar por una cristología feliz, desarrollada cuidadosamente siguiendo las huellas de lo que resultó ser para nosotros un ramalazo de luz y una noticia gozosa”[21]. Esta idea de Dios es un gran regalo, pero también una tarea, pues “hay en cada uno de nosotros un dios sombrío del abismo que encubre una violencia arcaica, prehistórica y que hay que vencer como al antiguo dragón […]. Para que el hombre sea libre y ya no se sienta amenazado, debe saber que su Dios no es un Dios amenazador, sino un Dios pacífico”[22]. “Se puede asegurar que Jesús rechaza para sí mismo y denuncia para los demás el miedo ante Dios. Para Jesús la entrada en el Reino de Dios supone alegría y felicidad”[23]. “Dios ya no es un Dios extraño, alejado o celoso (el dios de Prometeo), sino un Dios interesado por el hombre. No es ya una divinidad aplastante y destructora”[24]. Gesché subraya que “no parece que, para Jesús, haya que recurrir a la maldición o al dramatismo para encontrar a Dios”[25]. Gesché habla de la kénosis como prueba decisiva de que Dios es amor: “Si nosotros tenemos un Dios de kénosis, un Dios que se entrega en el acontecimiento, en la historia, entonces lo relativo no tiene por qué temer la muerte al contacto con un absoluto que se desliza en el mismo tejido de la contingencia”[26]. Y añade: “Nuestro teísmo occidental nos ha situado muy lejos de lo que hubiera debido ser una comprensión sana y generosa de la proximidad de Dios y el hombre. Hemos sobrevalorado a Dios, creyendo que así lo engrandecíamos, pero al hacer esto, ¿no lo hemos «deshonrado y despreciado» (Ireneo, Contra las herejías, III), puesto que no hemos respetado la grandeza verdadera que él mismo se dio, la de hacerse cercano y «amigo del hombre” (Liturgia oriental)?”[27]. De modo parecido razona Bernard Rey, al hablar así del actuar respetuoso del Dios-Amor: “El amor se propone, se expone, pero nunca se impone. Imponiéndose o imponiendo Dios se habría negado a Sí mismo”[28].
Estos párrafos de Gesché aluden a un problema decisivo para hablar hoy con sentido y razonablemente de Dios. No podemos ser ingenuos o acríticos con las imágenes que fabricamos y transmitimos de Dios. Otro gran teólogo, Bernard Sesboüé lo explica así: durante siglos han convivido en nuestra cultura dos imágenes de Dios, la del señor omnipotente justiciero y la del Dios amor, próximo y misericordioso, y “todo el movimiento de la revelación bíblica, desde el Antiguo Testamento, pero más aún en el Nuevo, consiste en reducir la primera imagen a la segunda para manifestar su verdad. Sí, Dios es dueño y señor, pero lo es tanto que es capaz de manifestarse como Siervo y de ejercer un señorío irresistible en el corazón del hombre en el acto mismo en que se pone a sus pies para lavárselos, ya que hace de toda su vida un servicio. Sí, Dios es omnipotente, pero nunca manifiesta mejor su omnipotencia que en la omni-debilidad de sus dos brazos extendidos en la cruz. Sí, Dios es supremo legislador, pero su ley se reduce en definitiva a un solo mandamiento: «Amamos los unos a los otros como yo os he amado». Sí, Dios es soberano juez de vivos y muertos, pero su justicia no es justiciera sino justificante”[29]. El gran exegeta alemán Ernst Käsemann planteaba con toda crudeza el peligro de las imágenes falsas de Dios, que no respetan la definición neotestamentaria del Dios-Amor: “El Creador que entra en conflicto con la criatura es un Dios falso y los dioses falsos hacen inhumanos incluso a los piadosos”[30].
Jon Sobrino lo ha resumido con una frase más sencilla y fácil de recordar, más cercana a la de San Buenaventura: tenemos que conseguir con nuestra acción y nuestras palabras sobre Dios que la gente de hoy comprenda que “Dios es bueno y que es bueno que haya Dios”[31]. Por tanto, “hablamos” de Dios no sólo con palabras, sino aún más con nuestras obras. Comenzábamos este epígrafe con una cita de San Juan y lo acabamos con otra que completa la anterior: “A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (1 Jn 4,12). Nuestro lenguaje sobre el amor de Dios deja de ser creíble cuando no va acompañado de acciones coherentes con el amor. En el amor o desamor hacia los demás nos jugamos nuestra relación con Dios: “Quien ama pasa de la muerte a la vida (1 Jn 3, 14). Según Pablo, incluso la entera creación puede verse redimida, renovada y salvada en ese amor de Dios (cf. Rom 8, 19).
- Sí, pero…
Con todo, debemos tener en cuenta una advertencia importante. Reflexionó mucho sobre ella el filósofo danés Kierkegaard: “Según Kierkegaard, una forma de vida religiosa en sentido auténtico está caracterizada por la constante preocupación por no sustituir la representación de Dios por una creación propia de carácter narcisista”[32]. La cultura actual posmoderna, a veces tan narcisista, hiperemotiva e individualista, desgasta rápidamente algunas palabras. Una de ellas, como sabemos, es la palabra amor. Hoy corremos con frecuencia el riesgo de no leer todo el evangelio, sino sólo lo que concuerda con nuestra propia imagen de Dios.
Hablar del Dios-Amor no es hablar de un Dios romanticón o de una afectividad ñoña o blanda. El amor de Dios es también entregado, exigente con uno mismo, kenotizado. Y Dios quiere que amemos como Él ama. Así, no es fácil cumplir el mandato de Jesús de amar sin límites, empezando por aquellos a quienes más nos cuesta amar: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,44-48). Dios es un Padre loco de amor por el ser humano, pero no un padre blandengue. En este sentido, puede resultarnos útil contrastar nuestro lenguaje sobre Dios Padre con un libro reciente de la periodista y redactora de la revista cristiana 21rs Mª Ángeles López Romero, titulado irónicamente Papás blandiblup[33].
También Jon Sobrino ha expresado bien esta advertencia: “Creo en el Dios que se manifestó en Jesús, un Dios-Padre, un Dios bueno, por lo tanto, en quien se puede descansar, y un Padre que sigue siendo Dios y que, por lo tanto, no nos deja descansar”[34]. A veces descuidamos el segundo aspecto. Porque Dios es Amor, nos ha creado capaces de madurar, de entregarnos, de luchar por el Reino, de amar en medio de dificultades y de dar con esfuerzo lo mejor de nosotros mismos. Igual que no existen el Dios castigador ni el Dios vengador ni el Dios amargado, tampoco el Dios blandiblup.
- Conclusión
Así pues, ¿se puede volver a hablar de Dios en nuestro tiempo? Por supuesto que sí. Como en todos los tiempos. También ahora es el tiempo apropiado para ello, quizá incluso con más urgencia que en otros ahoras históricos. Como decía san Pablo, hoy también es tiempo de salvación; hoy también es kairós: “Ahora el momento favorable; mirad, ahora el día de salvación” (2 Cor 6,2). Sólo debemos tener en cuenta que para hablar con sentido hoy de Dios, tendremos que:
– Transmitir y practicar a un Dios que es Amor Infinito.
– Reconvertirnos continuamente al Dios manifestado en Jesucristo y revelado definitivamente en el Evangelio.
– Purificar las malas imágenes de Dios que se deslizan en nuestro lenguaje una y otra vez.
– Llenar más de Evangelio nuestra acción pastoral. Sólo el contraste permanente con la Palabra de Dios nos permite hablar de lo que primero hemos contemplado. No podemos dejar de recordar como paradigmática la lectio divina con miles de jóvenes del Cardenal Martini en la catedral de Milán. Ojalá se repitiera en más sitios y tiempos, y surjan maestros de su categoría.
– Y nunca olvidar que, al final, no todo depende de nosotros, y que “todo aquel que crea en el Dios escondido tendrá que buscarlo durante toda su vida” (San Juan de la Cruz). No basta con que le hablemos, sino que los destinatarios de la acción pastoral tienen que poder llegar a decir como los samaritanos a la mujer que les habló de Jesús: “Ya no creemos por tus palabras; sino que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4,42).
Jesús Rojano Martínez
[1] J. ROJANO, Una tendencia actual: la espiritualidad sin Dios, en Misión Joven 394 (noviembre 2009), pp. 5-14.
[2] M. BUBER, Eclipse de Dios. Estudios sobre las relaciones entre religión y filosofía, Salamanca, Sígueme, 2003, pp. 41-42. Sobre Buber y su libro, resulta muy útil consultar este texto del filósofo de la Universidad de Huelva Luis Miguel Arroyo: ¿Hablar de Dios hoy? Una reflexión en la frontera. Conferencia en la apertura de curso en el Seminario Mayor Diocesano de Huelva, 04.10.2010, accesible en <http://www.diocesisdehuelva.es/pdf/Hablar%20de%20Dios%20hoy.pdf>.
[3] M. BUBER, Eclipse de Dios, pp. 42-43.
[4] F. MARTÍNEZ, Creer en Jesucristo, vivir en cristiano: cristología y seguimiento, Estella, Verbo Divino, 2005, p. 466. Cf., en este mismo libro, una buena presentación de Jesucristo como revelador de Dios en pp. 466-475.
[5] A. TORRES QEIRUGA, Un Dios amor y sólo amor, en A. ÁVILA (ed.), El grito de los excluidos. Seguimiento de Jesús y teología, Homenaje a Julio Lois, Estella, Verbo Divino, 2006, p. 76. Cf. el artículo entero y sus citas bibliográficas: pp. 75-92.
[6] C. SPICQ, Ágape en el Nuevo Testamento, Madrid, Cares, 1977, p. 1276. En esta obra pueden encontrarse muchas referencias bibliográficas sobre la de Dios como amor-ágape.
[7] G. VATTIMO, Creer que se cree, Barcelona, Paidós, 1996, p. 127.
[8] S. GALILEA, La amistad de Dios. El cristianismo como amistad, Madrid, Ediciones Paulinas, 1987, p. 27.
[9] SAN BUENAVENTURA, Itinerarium mentis in Deum VI, 2, en ID., Obras de san Buenaventura, I: Dios y las criaturas, Madrid, BAC, 1968, p. 524.
[10] Cf. P. EVDOKIMOV, El amor loco de Dios, Madrid, Narcea, 1990.
[11] F. W. J. SCHELLING, Darstellung des philosophischen Empirismus, en: Werke [ed. K. F. A. Schelling], vol. X, Stuttgart, J. G. Cotta, 1856-1861, p. 273. Cf. W. KASPER, Crisis y nuevo planteamiento de la cristología en el pensamiento de Schelling, en VV. AA., Teología de la cruz, Salamanca, Sígueme, 1979, pp. 191-211; S. ZIZEK, El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, Valencia, Pre-Textos, 2002, pp. 137-139.
[12] Cf. W. KASPER, Crisis y nuevo planteamiento de la cristología en el pensamiento de Schelling, pp. 207-211.
[13] Cf. A. GESCHÉ, Jesucristo. Dios para pensar, VI, Salamanca, Sígueme, 2002, pp. 46-48.
[14] K. RAHNER, Sobre la inefabilidad de Dios. Experiencias de un teólogo católico, Barcelona, Herder, 2005, p. 28.
[15] BENEDICTO XVI, Lectio divina a los seminaristas de Roma, <http://www.zenit.org/article-34359?l=spanish>.
[16] Cf. Ch. DUQUOC, Dios diferente, Salamanca, Sígueme, 1981; C. GEFFRÉ, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación, pp. 171-182; E. SCHILLEBEECKX, Jesús, La historia de un viviente, pp. 232-246.
[17] S. ZIZEK, El títere y el enano. El núcleo perverso del cristianismo, p. 158.
[18] W. JAMES, Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Madrid, Alianza Editorial, 2000, p. 230. Cf. pp. 115-125.
[19] W. JAMES, Las variedades de la experiencia religiosa. Estudio de la naturaleza humana, Barcelona, Península, 2002, pp. 121-184.
[20] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, Madrid, La Esfera de los Libros, Madrid, 2007, p. 214.
[21] A. GESCHÉ, Jesucristo. Dios para pensar, VI, p. 17.
[22] A. GESCHÉ, Jesucristo. Dios para pensar, VI, pp. 54-55. Cf. pp. 51-57.
[23] A. GESCHÉ, Jesucristo. Dios para pensar, VI, p. 70.
[24] A. GESCHÉ, Jesucristo. Dios para pensar, VI, p. 77.
[25] A. GESCHÉ, Jesucristo. Dios para pensar, VI, pp. 67-68. Cf. pp. 202-236.
[26] A. GESCHÉ, Jesucristo. Dios para pensar, VI, p. 56.
[27] A. GESCHÉ, Jesucristo. Dios para pensar, VI, p. 259.
[28] B. REY, La discreción de Dios. Espacio para la libertad y la misión, Santander, Sal Terrae, 1998, p. 114.
[29] B. SESBOÜÉ, Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación, II, Salamanca, Secretariado Trinitario, 1990-1993, p. 232.
[30] E. KÄSEMANN, La llamada de la libertad, Salamanca, Sígueme, 1985, p. 35.
[31] J. SOBRINO, Jesucristo liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret, Madrid, Trotta, 2001, 4ª ed, p. 192.
[32] H. PUTNAM, Cómo renovar la filosofía, Madrid, Cátedra, 1994, p. 196.
[33] Cf. Mª A. LÓPEZ ROMERO, Papás blandiblup. Retrato de las dudas y las debilidades de los padres, Madrid, San Pablo, 2010. Cf. también el blog personal de la autora: http://blogs.21rs.es/papasblandiblup.
[34] J. SOBRINO, El principio-misericordia, p. 23.