De forma inesperada, no buscada -suele ocurrir a veces con algunas cosas importantes-, encuentro un libro sobre oración, me parece sugerente y me pongo a leer. Tiene ya unos años, pero no ha perdido interés; el autor vale la pena (hablo de Franz Jalics, Aprendiendo a orar, Ediciones Paulinas, 1984).
Llego al capítulo titulado “Quedarse en silencio”. Habla de la oración sencilla, en silencio, como el diálogo de dos personas que se quieren, luego callan y se limitan a estar juntas durante un rato. Hay muchos cristianos, dice, que piensan que ese tipo de oración es para “monjes y beatas” que no tienen nada que hacer, pero las personas “modernas”, ocupadas en tantos quehaceres, no tienen tiempo para ese “lujo”; y que, si se dedica un tiempo a rezar, hay que emplearlo en algo más “productivo”, como reflexionar, tomar conciencia de defectos, fallos, convertirse, trabajar la Biblia, pero no estar en silencio sin hacer nada.
(Y aquí te pregunto a ti -persona que lees esto, posiblemente del ambiente salesiano- si eres también de la opinión de esas muchas personas cristianas, según el autor. Es decir, si crees que eso de la oración en silencio suena mucho a perder el tiempo. ¿Y la gente cercana a ti, del ambiente religioso que sea, piensa igual?)
Y lo que viene a continuación lo escribo literalmente, porque me pareció muy sugerente. Dice así:
(Lee despacio, mira de llegar al fondo de cada frase; compara lo que lees con tu experiencia personal de oración).
“Pero aun sin buscarlo, esa oración de silencio tiene más poder de transformación que cualquier otro tipo de oración. Su eficacia consiste en un crecimiento interior que se hace palpable en la actividad. Es difícil expresarlo. Diría que da mucha paz; una paz que luego empieza a invadir la vida y queda como una música de fondo, como un estado de ánimo, como algo adquirido. Esa paz produce gran serenidad frente a las peripecias de la vida. Esa serenidad es evidentemente una madurez que permite solucionar más cristianamente los problemas que cuando uno tiene que hacer lo mismo a fuerza de una elaboración razonada. Aquí el fruto es una transformación interior y lo demás viene instintivamente”.
Pero mi sorpresa vino en el párrafo siguiente:
“Por eso también las personas que han promovido el reino de Dios en la historia de los dos mil años de la Iglesia han sido de oración muy simple, empezando por San Pablo hasta Don Bosco y Juan XXIII”.
Sorpresa agradable, que F. Jalics ponga a Don Bosco como ejemplo de “oración muy simple”. Cuidado: simple, sencilla, no “simplista” ni superficial. Porque es una oración que transforma, da paz, da serenidad frente a las “peripecias de la vida”… y supone dedicar un tiempo a estar a solas con el Padre, para acrecentar la unión con Él en el día a día.
(¿Cómo lo ves? ¿Superaremos algunos tópicos sobre la oración personal de Don Bosco? Yo ahí lo dejo…)
Pepe Alamán, sdb.