Yo quiero ser como…

1 abril 2005

Carlos Domínguez Morano
 

Carlos Domínguez Morano es profesor de Teología y Psicología en la Universidad de Granada

 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El anhelo del “yo quiero ser como” expresa la necesidad de “llegar a ser”, de conquistar la identidad. El artículo muestra con claridad el sentido de la identidad como un proceso vivo y siempre inacabado de interacción con los demás, que a través de las propias decisiones va dando forma y “estilo personal” a la propia existencia. Explica también su desarrollo y construcción, señalando la importancia decisiva del período de la adolescencia-juventud, y abordando algunos problemas específicos que agravan actualmente la crisis normal de la identidad.
 

Todo Yo comienza con algo que no es él…

(Sigmund Freud)

 
 
Yo quiero ser como… La afirmación pareciera hacernos entender que, de alguna manera, reside en nosotros el lograr ser de un modo u otro mediante una libre elección entre los múltiples modelos que se nos ofrecen a lo largo de la vida. Pero, en realidad, antes siquiera de poder expresar tal deseo, ya estamos, de hecho, “siendo como”, “queriendo ser como”, o quizás más bien, “necesitando ser como”. Porque, tal como el psicoanálisis nos ha puesto de manifiesto, desde el mismo día de nuestro nacimiento no nos cabe otra alternativa para ser sino la de la identificación con esos otros que surgen a nuestro alrededor. Y esto sucede así, a pesar de que, en esos primeros estadios de la vida, esos otros no pueden llegar a configurarse como tales en nuestra experiencia interna más profunda.
 
Nos encontramos así, con lo que desde Freud, el psicoanálisis ha denominado “identificación primaria”; es decir, un modo primitivo de constitución del sujeto humano sobre el modelo de un otro que todavía no se considera como independiente y que, de un modo muy arcaico, es como incorporado, introducido en lo más íntimo de la propia realidad personal1. Y es en este sentido en el que Freud expresó la afirmación que encabeza el presente trabajo: Todo Yo comienza con algo que no es él…2, porque, efectivamente, en esa primera identificación, todavía ni siquiera existe un Yo que posibilite diferenciar la propia realidad de la que circunda al sujeto. Pero tan sólo sobre esa base se hará posible más adelante que podamos llegar a decir o pensar: Yo quiero ser como…
 
Tan sólo con posterioridad a esas primitivas identificaciones que nos van constituyendo, irá tomando cuerpo en nosotros un Ideal del Yo; es decir, una nueva estructura de personalidad que resulta de la convergencia entre el narcisismo infantil y las sucesivas identificaciones que se van llevando a cabo con los progenitores, sus sustitutos y los ideales colectivos del entorno socio-cultural. De ese modo, esa nueva instancia de la personalidad del Ideal del Yo se constituye como un modelo interno al que el sujeto intentará ajustarse a lo largo de toda la vida. Un modelo que, a lo largo de las diversas etapas de la existencia, va siendo configurado a partir de los modelos familiares, de maestros y educadores en general, de personajes relevantes del entorno social, de amigos y compañeros admirados, de héroes de ficción o de personajes históricos de la propia tradición cultural. Todos ellos van a formar parte, en una medida u otra, y no siempre de modo consciente, de esa representación interna de la que surgirá ese anhelo del yo quiero ser como… Anhelo que, a su vez, expresará una necesidad de “llegar a ser”, de conquistar lo que denominamos como una “identidad”.
 

  1. De las identificaciones a la búsqueda de una identidad

Desde la vertiente de la psicología social se afirma que toda sociedad contiene un amplio repertorio de identidades: niño, niña, padre, madre, policía, maestro, ladrón, sacerdote, coronel, etc. A través de una especie de lotería invisible, dichas identidades se asignan a los diferentes individuos. Algunas son asignadas desde el mismo momento del nacimiento, como niño o niña; otras son asignadas con el paso de los años, como “niño listo” o “niña bonita” (o, por el contrario, “niño estúpido” o “niña fea”). Otras identidades incitan, por así decirlo, a su adscripción, y los individuos las obtienen a través de un esfuerzo deliberado, como el poder llegar a ser “policía” o “sacerdote”. Sin embargo, independientemente de si una identidad es asignada o conseguida, en todos los casos llega al individuo a través de un proceso de interacción con los demás. Son los otros quienes le identifican de una manera especifica. Y únicamente si los otros confirman una identidad se puede decir que ésta se corresponde con el individuo que la posee. De una manera importante, estamos hechos de las palabras de los otros.
 
A partir de lo que vamos viendo, el concepto de identidad hay que entenderlo como el resultado de un proceso complejo en el que, a través de múltiples identificaciones previas, los otros se fueron convirtiendo en parte de nosotros mismos. La identidad, por otra parte, hay que entenderla también como expresión de una tendencia inconsciente a establecer una continuidad en la propia experiencia personal, así como a conferir un sentimiento de unidad y de integración en la multiplicidad y dispersión de las previas identificaciones que se fueron llevando a cabo.
Esa identidad, que se manifiesta en las opiniones de la persona, en sus ideales, sus criterios, su conducta y su función en la sociedad, no es, sin embargo, un mero precipitado de las identificaciones llevadas a cabo previamente. Como muy bien señala E. Erikson, la identidad no es una mera suma de las diferentes formas de identificación, sino que constituye una síntesis dinámica, resultante de un proceso de asimilación y de rechazo de estas identificaciones previas y de la interacción entre el desarrollo personal y las influencias sociales.
 
Necesitamos alcanzar una identidad, porque es ella la que nos posibilita decir y decirnos a nosotros mismos “soy yo”, diferenciarnos de los otros y narrarnos, contarnos, ante esos otros para ser por ellos reconocidos y comprendidos. La identidad, por otra parte, expresa un sentirse vivo y activo, ser uno mismo, al mismo tiempo que manifiesta una tensión activa, confiada y vigorizante de sostener lo que nos es propio. Al mismo tiempo, la identidad se presenta también como un campo de fuerzas, de luchas, a veces de conflictos, en los que se va trenzando el carácter con la disciplina. Un proceso vivo, pues, que no se ve nunca concluido sino con la propia muerte.
 
La identidad, pues, en tanto proceso vivo y siempre inacabado, no se constituye desde una plena pasividad por parte del sujeto. Cuenta también como factor esencial la propia decisión en ir dando forma y estilo, “estilo personal”, a ese material que la vida ha ido configurando en cada uno. Construcción de sí mismo, pues, en la que articulamos nuestro querer, nuestra decisión y nuestra aspiración ideal con lo que a través de los otros se fue sedimentando en nuestro interior. Es, por eso, como la firma personal con la que rubricamos las identificaciones que se fueron haciendo en nosotros o, también, la firma que negamos, con mayor o menor éxito, a aquellas otras que en el pasado se fueron llevando a cabo en el interior de nuestra más íntima dinámica personal.
 
De este modo, resulta que la identidad es -como atinadamente lo expresó- Juan Rof Carballo- un concepto fronterizo, bifronte. Está en el límite de la psicología individual y la cultural, en la frontera que separa la más íntima biografía del ser humano y la historia que se va desplegando a su lado3. Es por eso que la identidad contiene la historia de la relación entre el individuo y su sociedad y de la forma particular de solución encontrada frente a sus problemas. De una parte, pues, tenemos el “Yo quiero” que habla de nuestra mismidad, y de otra parte el “ser como…”, que nos remite a esas figuras y representaciones modélicas que el propio sistema social nos brinda, nos sugiere, nos propone o, de alguna manera también, nos impone.
 

  1. El desarrollo de la identidad.

La construcción de la identidad -tal como la ha descrito E. Erikson, la figura más emblemática en la elaboración de este concepto- se lleva a cabo en ocho estadios diferentes a lo largo del desarrollo. Los cuatro primeros tienen lugar durante el período de la infancia y son los de confianza básica, autonomía, iniciativa y competencia o aprendizaje. El quinto estadio, de particular importancia como veremos, es el que acaece en el período de la adolescencia y es el de identidad propiamente dicha. Tras esta etapa se sucederán -ya en la vida adulta- los estadios de intimidad, capacidad de creación y, finalmente, integración 4. Cada uno de estos estadios encuentra también su respectivo riesgo opuesto: desconfianza, duda, culpabilidad, sentimiento de inferioridad, confusión de identidad, aislamiento, estancamiento o desesperación. Y dependiendo de la elaboración que se lleve a cabo de estas posibilidades positivas o negativas, resultarán actitudes fundamentales que configurarán, de un modo u otro, al conjunto de la personalidad. Y así tenemos que de la primera etapa de confianza básica o desconfianza, llegará o no a tener lugar una disposición vital para mantener una esperanza en la vida; del par autonomía-duda dependerá la actitud voluntariosa que se pueda llegar a conquistar, y así en adelante, el sentimiento de competencia, la coherencia con uno mismo, la actitud amorosa frente a los otros , el cuidado o la sabiduría, serán expresiones de esa particular dialéctica establecida en cada uno de estos períodos del desarrollo identitario.
 
Es importante señalar también que los diferentes estadios están todos condicionados de un modo fundamental por el que hay que considerar como germen de todos los demás: el primero de ellos, que tiene lugar a lo largo del primer año de vida, y que se ha descrito como confianza básica. Sin ella, no hay posible construcción de identidad, y del modo en el que se haya afianzado o no en esos primeros momentos de la vida, va a depender el desarrollo de todos los estadios restantes. De ahí, que sea obligado tener en consideración que muchas situaciones problemáticas en las identidades de nuestros adolescentes y jóvenes pueden muy bien encontrar su auténtica raíz en unas situaciones primitivas en la que, por la incidencias familiares en las que se criaron, no se les proporcionó esa confianza básica, fuente de la seguridad y confianza en ellos mismos, en la vida y en los demás. Toda una amplia y compleja problemática sobre las transformaciones de los modelos familiares que tienen lugar en la actualidad tendría que ser tenida en cuenta a este propósito, si bien no es posible adentrarnos en ella en este espacio presente.
 

  1. Identidad y adolescencia.

Pero, como se señaló más arriba, junto a ese primer período de la vida, el de la adolescencia-juventud, desempeña también un papel particularmente decisivo en la construcción de la identidad. Es una etapa, por ello, en la que en el “yo quiero ser como” se juegan aspectos muy relevantes de la futura dinámica de personalidad; en definitiva, la construcción de una identidad propia, diferenciada, la elaboración de un proyecto vital en sus distintas esferas. Sólo así se podrá dar una adecuada respuesta a ineludibles preguntas como las de ¿quién soy yo?, ¿qué quiero hacer con mi vida?, ¿en qué quiero trabajar?, ¿cómo quiero que sea mi vida social y mi vida familiar?, ¿cuáles son mis criterios morales?, ¿cuáles son los valores por los que merece la pena comprometerse?
 
Durante ese período de la adolescencia, la interacción entre la subjetividad personal y la dinámica cultural es particularmente influyente y determina aspectos de gran importancia para la vida futura. Nos encontramos en una etapa en la que, más allá del estrecho ámbito familiar, el adolescente se abre al horizonte más amplio de la sociedad en la que tendrá que aprender a desenvolverse. En esta situación, es normal y hasta conveniente -como luego tendremos ocasión de ver- que el joven experimente una crisis y que muestre un cierto grado de desorganización y confusión, ya que el logro de su identidad supone redefinir aspectos claves de sí mismo y de su relación con el ambiente.
 
Así pues, no resulta nada fácil ese tránsito desde las identificaciones infantiles llevadas a cabo en el ámbito familiar hacia esas otras que ahora se abren ante su horizonte. Esas nuevas perspectivas con las que el adolescente ahora se confronta establecen necesariamente una lucha interna entre la asimilación y la repulsa con de las figuras parentales. El camino que lleva al “descubrimiento de sí mismo” -afirma J. Rof Carballo- está sembrado de cadáveres, de figuras que durante un tiempo han funcionado como “modelos”, como “ídolos”, como “padres”, y a los que ahora se intenta destronar implacablemente, a veces abrumando a la figura antes adorada con el mayor de los desprecios. Y es a través de un constante caminar entre identificaciones con figuras amadas y admiradas y un abandono y aniquilamiento de esas admiraciones como, poco a poco, va fraguándose la identidad. Una identidad que nace, pues, de la repudiación selectiva y de la asimilación mutua de identificaciones infantiles y de su reabsorción en una configuración nueva5. Cuando el repudio se impone masivamente por las circunstancias que sean, nos veríamos abocados a una “identidad negativa”, que explicaría una buena parte de las conductas antisociales que presentan algunos adolescentes.
 
Bien sabemos que, en ese horizonte, las relaciones con sus iguales van a jugar un papel fundamental. En los subgrupos de la adolescencia, en efecto, los amigos, colegas, admiradores, adversarios, vienen a confirmar al ser individual como alguien nuevo que puede llegar a ser. Y, en esta situación, aparecen también otras instancias que parecen ofrecerle la confianza que antes, en los primeros estadios de su vida, se encontró en la protección parental.
 
La interacción de lo personal y lo cultural que tiene, pues, lugar a lo largo de todo el desarrollo personal, juega de modo particularmente intenso en este período, en el que se ha de lograr la integración que asegure una cierta unidad al sujeto adulto. Porque sólo si al final de la adolescencia – y alrededor de los veinte años- se culmina sin especiales conflictos esa integración psico-social, se podrá evitar el síndrome de difusión de identidad o identidad difusa de la que nos habló Erikson. En esa situación, el sujeto acaba ignorando quién es o hacia dónde va. Y todo ello tendrá una expresión dramática en la ausencia de objetivos y la apatía, en la incapacidad de esforzarse con cierta intensidad o durante un tiempo prolongado en una determinada dirección, en la dificultad para decidir o para comprometerse con las propias decisiones, etc. En la identidad difusa nos encontramos con una especie de barco vacío mecido por las aguas. Estas características, si bien son relativamente frecuentes al principio de la adolescencia, pueden ser consideradas ya como un problema cuando se prolongan en exceso, impidiendo una adecuada autorrealización en edades posteriores. Los adultos con difusión de identidad son inseguros, inestables y tienen una gran dificultad para comprometerse con proyectos o acciones emprendidas. Dan la impresión de estar viviendo permanentemente en la adolescencia, en la crisis de identidad que caracteriza a esa etapa de la vida.
 
En el polo opuesto, nos podemos encontrar también con lo que se podría denominar una “identidad prematura”. En esta condición, el individuo puede tener proyectos y objetivos claramente definidos, pero estos no son el resultado de una búsqueda personal entre distintas alternativas, sino la consecuencia de una presión social excesiva (generalmente de la propia familia) o también de su propia dificultad para soportar la incertidumbre que genera el cuestionamiento de una identidad proporcionada por otros. Los adolescentes que establecen sus proyectos vitales de forma prematura, sin crisis ni cuestionamiento de las opciones propuestas por otras personas, pueden parecer más tranquilos y equilibrados que sus compaeros cuando estos atraviesan por dicha crisis. Pero tampoco se deberían olvidar los riesgos que encontraríamos en esta situación de identidad prematuramente definida. Entre ellos, cabría destacar los del empobrecimiento de dicha identidad, limitando las posibilidades de desarrollo del individuo, así como su capacidad para comprometerse y luchar por lo que ha elegido. Igualmente, puede suceder que se produzcan graves discrepancias entre las decisiones adoptadas (ocupación, pareja, estilo de vida) y determinadas características personales, con el consiguiente riesgo que de ello se deriva en el desarrollo posterior. La insatisfacción puede impregnar de modo importante el conjunto de sus vida. Como también puede suceder que la crisis de identidad sobrevenga en edades posteriores, cuando su solución resulta más difícil.
 

  1. Problemas específicos de hoy.

Si el período de adolescencia y juventud ha implicado siempre unas dificultades, no caben duda de que hoy se añaden obstáculos específicos para estos procesos que venimos analizando. De manera que la crisis normal de identidad puede manifestarse en la actualidad con una intensidad que vengan a agravar la confusión, el malestar y la resolución del proceso. Una expresión de este acrecentamiento del problema lo podríamos constatar en el aumento de los índices de deserción educativa, delincuencia y violencia que afecta a un sector juvenil en proporciones crecientes a lo largo de los últimos años; o lo que también se expresa por esa especie de exhibición ostentosa de la propia marginalidad, a través de la vestimenta estrafalaria, peinados rompedores, adornos agresivos, etc., en una pretensión de construir la propia identidad precisamente por la ausencia de la que es socialmente reconocida y aceptada.
 
Evidentemente, la juventud es un colectivo muy diverso y plural. Y -como tantas veces se ha repetido, aunque otras tantas lo olvidemos- en realidad, no existe una juventud sino toda una serie de constelaciones de jóvenes. En el Informe-Encuesta de la Fundación Santa María realizado en 1997, el profesor Javier Elzo nos ofreció una tipología (que hoy sigue manteniendo, aun aceptando que se puedan dar determinadas variaciones porcentuales) en la que se nos diferenciaba entre pasotas (un 10,11% de jóvenes), postmodernos (el 24,3%), reaccionarios (15%), conservadores-liberales (13,86%), radicales (2,17 %), e integrados (34,42%)6.
 
No vamos a entrar aquí en una descripción detallada de los rasgos característicos de la llamada postmodernidad, ya de alguna manera son bien conocidos por todos. Pero sí habrá que tener en consideración lo que ésta onda cultural supone de cara a la formación identitaria de nuestros adolescentes y jóvenes. Y, ciertamente, uno de los rasgos que caracterizan a nuestras sociedades occidentales postmodernas y que marca de manera decisiva la dinámica juvenil es el de la ausencia de unos proyectos colectivos, con la consiguiente exaltación del individualismo7.
 
Esto supone que los nuevos modos de construir la identidad, a diferencia de lo que podía acaecer en las sociedades tradicionales, «holistas» (de carácter global y poco diferenciado), se ven confrontados a esgrimirse con toda una serie casi infinita de solicitaciones, que necesariamente dificultan la integración personal. Generaciones anteriores podían elaborar los procesos de identidad a partir de un núcleo interno de convicciones (religiosas, éticas, ideológicas) que se presentaban de modo bastante monolítico ante los sujetos. Pero las generaciones jóvenes de hoy han de ensayar otros modos de resolución de la crisis de identidad. Es más difícil ya encontrarla a través de un núcleo unitario de referencias ideales, sean en el campo político, ético o religioso. De ahí que esa identidad venga a construirse más bien como una especie de membrana extensa y dúctil hasta donde sea posible. Una identidad, pues, marcada por un enorme sentido de lo pragmático, con una escasa propensión a fanatismos ideológicos, pero también con una importante desafección en los campos de la política o la religión y con una notable predisposición a mostrarse favorable y cambiante ante los mil influjos comunicativos e informativos que la sociedad ofrece.
 
Si este nuevo modo de identidad tuviera un núcleo último, éste bien podría ser el de la propia libertad, pues los valores han dejado de estar orientados por las fuentes de las instituciones y encuentran su centro esencialmente en el propio sujeto y en sus aspiraciones individuales. Esta individualización de los valores hace que la dinámica juvenil se centre fundamentalmente en las relaciones primarias, tales como las personales, sexuales y de pareja; con una conciencia, a veces exacerbada, de las libertades personales y los derechos individuales en todas estas áreas 8. En alguna medida, se podría afirmar que ya no se trata tanto de “ser como”, sino más bien de “ser lo que soy”; es decir, ser joven, puesto que este estado de cosas conduce inexorablemente a una aguda autoconciencia juvenil, a falta de modelos indetificatorios provenientes del mundo adulto.
 

  1. Identidad y compromiso.

Pero, evidentemente, todo esto plantea una serie de problemas serios de cara a la construcción de una identidad mínimamente sólida. Es un hecho que el sujeto humano se va construyendo a sí mismo y va configurándose en su identidad a través de las diversas opciones que va llevando a cabo a lo largo de su existencia. De alguna manera, nos construimos a partir y a través de la decisiones vitales que vamos tomando y que van marcando una dirección concreta, particular, única, a nuestra vida. Vamos haciendo camino al andar. Un camino que va tomando dirección precisamente por los compromisos personales que se van asumiendo y que comportan, de modo ineludible, la renuncia a otras posibles direcciones alternativas.
 
Pero el hecho es que, junto a la escasez de proyecto colectivos, hoy nos encontramos con unas posibilidades tales de elección en todos los ámbitos que dificultan de modo muy importante la toma de decisiones (habida cuenta de la inevitable renuncia que toda elección implica) y producen fácilmente un bloqueo y paralización en el desarrollo y construcción de la identidad. La dificultad para comprometerse en la vida con la toma de decisiones que comporten cierta radicalidad y, sobre todo, definitividad, se acrecientan de modo considerable. Y ello, al margen de otras consideraciones éticas o religiosas, tiene un efecto de primer orden en la construcción de la identidad.
 
Nos movemos en una sociedad que progresivamente va adquiriendo un estilo “zapping” en la que pareciera que se trata de contar con la posibilidad de elegirlo todo, para acabar, finalmente, en la posibilidad no comprometerse con nada. Nunca, en efecto, tuvimos a nuestra disposición tantas posibilidades para optar en todos los terrenos de la existencia. Desde niño, se elige con alegría y con todo tipo de oportunidades, los juguetes, la indumentaria, las comidas, los estudios, las amistades, todo conforme a una oferta que se multiplica portentosamente y de la que Internet es, desde luego, uno de los mejores exponentes. Unas nuevas posibilidades económicas así lo facilitan y una mentalidad que privilegia ante todo lo subjetivo, lo singular y lo propio lo estimula y lo favorece. Y así venimos a encontrarnos con una peligrosa situación en la que se favorece la aspiración a ser libre para poder elegirlo todo y, al mismo tiempo, disfrutar perpetuamente de esa libertad en un creciente presentismo, defendiéndose de cualquier compromiso de futuro que pudiera venir a restringir ese inmenso campo de posibilidades. El coste, sin duda, puede ser el de un serio estancamiento para el logro de una identidad. Una identidad que, tras la crisis de la adolescencia, se ha de resolver precisamente por la realización de una serie de compromisos en aspectos centrales de la vida como son los de la opción vocacional, las creencias ideológicas y religiosas y las vinculaciones interpersonales.
 
Según J. E. Marcia, autor que destaca en las investigaciones empíricas realizadas a partir de la teoría de E. Erikson, las áreas en las que ese compromiso podría tomar cuerpo son seis: 1) filosofía de la vida (área compuesta que incluye religión, política y valores en general), 2) padres (relación del sujeto con sus progenitores y valoración que hace de la misma), 3) amigos, 4) escuela, ocupación futura y tiempo libre (importancia concedida al colegio, a la preparación para una vocación futura y las actividades durante el tiempo libre), 5) características personales (apariencia física o características del cuerpo, rol sexual y personalidad) y, 6) relaciones íntimas (un campo que no es explícitamente sexual, pero incluye, por ejemplo, relaciones prematrimoniales)9.
 
Así pues, parece que el logro de una sana identidad o la exclusión o la moratoria de la misma dependerá en muy buena medida del modo en el que el joven se vincule y comprometa con determinadas posiciones en esos campo de la religiosidad, la política, la formación académica, así como en el ámbito de sus relaciones familiares, amistosas y afectivas.
 
Y a este respecto, no deja de resultar significativo que, dentro de este amplio espectro de vinculaciones y compromisos en los que se elabora la construcción de la identidad, los jóvenes de hoy parezcan mostrar una clara tendencia a involucrarse preferentemente en instancias afectivas y relacionales (familiares, amistosas o eróticas10), mientras que las relaciones y actitudes respecto a las instituciones (académicas, políticas, religiosas, etc.) generen más fácilmente actitudes de recelo, desconfianza o, incluso, menosprecio. En efecto, según el último informe sobre la juventud española publicado por el Instituto de la Juventud (INJUVE), los jóvenes españoles no parecen manifestar grandes preocupaciones vitales y se encaminan en la búsqueda de la felicidad fundamentalmente a través de la armonía de sus relaciones interpersonales con los amigos, la pareja y la familia, así como en una enorme predilección por el mundo de las nuevas tecnologías11.
 
Todo ello hace pensar que los modelos sociales que se ofrecen en la actualidad no logran conectar suficientemente con las aspiraciones básicas de muchos de nuestros jóvenes, de manera que acierten a despertar en ellos la motivación (consciente e inconsciente) de ese “yo quiero ser como” que expresa la dinámica de identificación. En ello confluye, sin duda, la actual irrelevancia de cualquier tipo de utopía o de proyecto colectivo que caracteriza a las sociedades postmodernas, así como la incapacidad de las instituciones (particularmente las políticas y religiosas) para sintonizar con la dinámica personal y sociocultural de la mayor parte de los jóvenes de nuestros días.

Carlos Domínguez Morano

estudios@misionjoven.org

 
1Cf. LAPLANCHE, J. – PONTALI, J. P., Diccionario de psicoanálisis, Labor Madrid 1971, s.v. Identificación primaria.
2Cf. Psicología de las masas y análisis del Yo, cap. VII, La identificación, O.C., III, Biblioteca Nueva, Madrid 1973, 2585-2588.
3Cf. J. ROF CARBALLO, Rebelión y futuro, Taurus, Madrid 1979, 132.
4E. ERIKSON, Sociedad y adolescencia, Siglo XXI, México 1977; Identidad, juventud y crisis, Taurus, Barcelona 1990.
5J. ROF CARBALLO, Ib. 159.
6Cf. J. ELZO y otros, Jóvenes españoles 99, Fundación Santa María, Madrid 1999.
7Cfr. G. LIPOVETSKY, La era del vacío. Ensayo sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona 1986. Sobre este tema me detuve recientemente en el trabajo “La alteridad difuminada. Reflexiones en los tiempos de los vínculos.com”: Proyección LI (2004) 347-367.
8Cfr. ANDRÉS ORIZO, F. Sistemas de valores en la España de los 90, CIS, Madrid 1996.
9 Cf. MARCIA J. E., “Development of Ego Identity status”: Journal of Personality and Social Psychology 3 (1966) 551-558; “Identity six years after: A follow-up study”: Journal of Youth and Adolescence 5 (1976) 145-160.
10 Según el último informe sobre la juventud española, el el 81% de los jóvenes entre 15 y 29 años declaren haber tenido relaciones sexuales completas. Cfr. el VI Informe «Juventud en España», correspondiente al año 2004 del Instituto de la Juventud (INJUVE) www.mtas.es/injuve.
11