CREAR ESPACIOS DE COMUNIÓN EN LA ACCIÓN PASTORAL

1 diciembre 2011

Ramón Prat
Vicario general de la diócesis de Lleida

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor describe dificultades, retos y signos de esperanza en el paso de espacios comunes a la experiencia de comunión. Aporta criterios teológicos para un discernimiento positivo de la realidad actual y propone abrirla a una vivencia comunitaria gratificante. Finalmente elabora un decálogo de directrices personales, ambientales y estructurales, encaminadas a avanzar en la comunión en la vida de la Iglesia.
 
Después de constatar, en la experiencia vivida a lo largo de los últimos decenios, que los espacios comunes no son siempre espacios de comunión y, en un segundo momento, contrastar esta realidad con la experiencia vivida por las primeras comunidades cristianas, en este artículo intentaremos reflexionar sobre la urgencia de crear espacios reales de comunión en la acción pastoral.
La entraña de la Iglesia es la comunión y la misión. La comunión constituye el ser de la Iglesia. La misión es el quehacer de la misma. El puente necesario entre la comunión y la misión, entre el ser y el hacer, es el diálogo, tal como lo puso de manifiesto la encíclica emblemática del pontificado de Paulo VI Ecclesiam Suam (6 de agosto de 1964). Efectivamente, esta encíclica nos ofreció un modelo integral para la construcción de espacios de comunión en la acción eclesial. Aquel análisis, aquellos criterios y aquellas líneas de acción siguen siendo válidas para nuestro tiempo, porque conservan una plena vigencia en la actualidad. Especialmente, conviene recordar las características que configuran la calidad del diálogo eclesial: la claridad, la mansedumbre, la confianza y la prudencia[1].
Esta Encíclica programática del pontificado de Paulo VI, guió las tareas, la elaboración de los documentos y la formulación de las conclusiones del Concilio Vaticano II. Sin embargo, en el periodo posterior al Concilio, no ha sido tenida en cuenta suficientemente. Las consecuencias de esta falta de diálogo de calidad están en el origen de muchos de los conflictos que vivimos en la actualidad dentro de la Iglesia. Entre otras consecuencias, podemos señalar la reducción de los espacios de comunión a la mera existencia de espacios comunes. Hay que añadir que la renovación de la comunión eclesial no será posible hasta que retomemos un diálogo eclesial de calidad y en esta perspectiva de la Encíclica Ecclesiam Suam.
En esta colaboración, en un primer momento, describiré los retos y los signos de esperanza de la coyuntura actual de la sociedad y de la Iglesia. En un segundo momento, formularé algunos criterios teológicos pastorales de discernimiento evangélico de la situación, que puedan orientar la creación de espacios reales de comunión eclesial. Finalmente, en un tercer momento, sugeriré algunas directrices y líneas operativas más urgentes[2].

  1. Retos y signos de esperanza

A la hora de la praxis diaria, nos encontramos con unos retos que desafían la comunión y, también, con unos signos de esperanza que abren el horizonte de la misma. Estos retos y signos de esperanza emergen y se manifiestan en tres dimensiones: la dimensión socio-cultural o del entorno de la sociedad, la dimensión psico-afectiva o de la interioridad de cada persona y la perspectiva estrictamente evangélica, es decir, los que emergen del proyecto de Dios sobre la historia. Merece la pena precisar brevemente el sentido de estos desafíos a la comunión y de los signos de esperanza, porque en su conjunto, nos muestran un camino realista para la creación de espacios auténticos de comunión.
En general, el entorno socio-cultural actual no favorece la comunión. La crisis económica, social, ideológica y cultural presente, en un primer momento, conduce al individualismo y a la búsqueda de soluciones particulares, inmediatas y egocéntricas. Este clima de la sociedad, también afecta a la comunidad cristiana porque la Iglesia es parte de la sociedad. Sin embargo, hay que reconocer, también, que esta misma crisis nos está ayudando a tomar conciencia de la necesidad urgente de buscar soluciones comunitarias más globales y abiertas.
El universo interno psico-afectivo de muchas personas carece de unidad integral, de fortaleza y de silencio interior para escuchar la vida. Esta carencia mental y afectiva repercute en la identidad personal, en la falta de unas relaciones afectivas gratificantes y, como consecuencia, en la falta de una comunicación interpersonal de calidad. Sin embargo, esta situación, también, es percibida al mismo tiempo, como una necesidad urgente de comunicación, de buscar el sentido de la vida y, además, sitúa a muchas personas en el camino de la búsqueda.
Los retos y signos de esperanza socio-culturales y psico-afectivos son el caparazón exterior que esconde en su interior los verdaderos retos y signos de esperanza evangélicos. De hecho, los desafíos de la división exterior e interior, tienen sus raíces en unas causas espirituales profundas y, en definitiva, en el desarraigo de nuestro “misterio interior” respecto de la ternura del “Misterio Dios“. Este desarraigo del Misterio de Dios hace que muchas personas experimenten la existencia diaria sin “religación” interior y exterior (religión) y perciban la vida personal como “unas hojas que se las lleva el viento”. Podemos decir, por tanto, que la creación de espacios de comunión en la acción pastoral no es solamente una cuestión de búsqueda de unas mediaciones técnicas socioculturales y psico-afectivas, sino también de una verdadera conversión del corazón y de la apertura de la persona a Dios[3].
 

  1. Criterios teológicos pastorales

Para dar respuesta a los retos y signos de esperanza descritos en el apartado anterior, necesitamos unos criterios de discernimiento personal y comunitario. Estos criterios, que pueden acompañar un proceso real para la creación de espacios de comunión en la acción pastoral, han de ser elaborados, al mismo tiempo, a partir de la realidad vivida y de un análisis teológico pastoral de la misma. Estos criterios emergen de una triple perspectiva complementaria: la perspectiva evangélica, la eclesial y la espiritual.
 
2.1. Criterios evangélicos
El Evangelio nos ofrece explícitamente tres grandes criterios de fondo, interrelacionados entre si, para discernir si el camino de la comunidad cristiana es el correcto. El evangelio, en primer lugar, afirma como prioritario el criterio del amor (Jn 15, 12), porque afirma que solamente así los otros nos reconocerán como verdaderos discípulos de Jesús. Podemos añadir que, también, nosotros nos reconoceremos a nosotros mismos como discípulos de Jesús en estos inicios del siglo XXI.
En segundo lugar, el evangelio sugiere como fundamental el criterio de la unidad (Jn 17, 21) y anticipa que solamente si se cumple esta condición, el mundo creerá que El mismo Jesús es el enviado del Padre. Cuando estamos divididos o mantenemos solamente una relación fría y formal, se bloquea la transmisión del mensaje y se hace inviable el camino de la evangelización de la sociedad.
Finalmente, el evangelio afirma que la verificación de la autenticidad de la vida cristiana, el amor y la unidad, pasa por la evangelización de los pobres (Lc 7, 22-23). Este texto evangélico sitúa la transmisión de la buena noticia a los pobres, como el signo definitivo de la venida del Reinado de Dios. El lenguaje de Pablo de Tarso en sus cartas, en lugar de la metáfora “Reino de Dios” utiliza la expresión de la “Nueva Humanidad”[4].
Cuando los espacios comunes no son auténticos espacios de comunión en la acción pastoral, se debe a la inmadurez humana generada por las carencias sociales y personales, pero también y principalmente por la falta de amor/caridad, de unidad en la diversidad y por el abandono de la evangelización de los pobres.
 
2.2. Criterios eclesiales
El retorno al Evangelio es la clave de la renovación de cada cristiano y de la Iglesia, como comunidad de fe, esperanza y caridad. La experiencia histórica muestra que cuando la Iglesia retorna al evangelio, en el interior de las comunidades cristianas surge con naturalidad la creación de espacios de comunión, porque se hace real el pluralismo en la comunión, la unidad en la diversidad y el diálogo en la sinceridad y la veracidad.
La comunión eclesial no se edifica en la uniformidad, sino en la diversidad complementaria, que nace de la libertad de los hijos de Dios. Tampoco se confunde con un modelo de pensamiento único, sino que se manifiesta en un pluralismo que posibilita la expresión de la vitalidad del evangelio, vivido más como una sinfonía que como un sonido monocorde. Esta diversidad y este rico pluralismo complementario se produce cuando en la comunidad se crean las condiciones objetivas para un verdadero diálogo edificado en la sinceridad y la veracidad. La sinceridad es fruto de la libertad interior. La veracidad, o búsqueda permanente de la verdad, nace de la conciencia que nadie posee toda la verdad, sino que todos somos buscadores de la misma a lo largo de toda la vida. Por ello, es imprescindible la actitud de la humildad que renuncia a la prepotencia y lo espera todo de todos.
 
2.3. Criterios espirituales
A la luz de los criterios del evangelio y de los criterios de la vida eclesial edificados en el evangelio, se pueden poner las bases para la creación de espacios reales de comunión, porque solamente la vida en comunidad es el caldo de cultivo de la comunicación interpersonal. Esta comunicación en profundidad es la base antropológica para la vivencia de una espiritualidad encarnada en la vida real.
El primer fruto de esta espiritualidad, encarnada en la vida real, es la conversión del egocentrismo y de la egolatría, que impiden la comunión, hacia el respeto y el amor. El egocentrismo impide la creación de espacios de comunión, porque pretende situar el “ego” personal en el centro de todo y, de esta manera, bloquea la comunicación sincera con los demás. Con el paso del tiempo, el egocentrismo deriva hacia la egolatría, que no solamente dificulta la comunicación con los demás, sino que acaba por bloquear la comunicación con Dios.
La espiritualidad encarnada, cuando ha superado la tentación del egocentrismo y de la egolatría, produce un segundo fruto que consiste en la apertura a los demás desde la libertad y el amor. Esta apertura a los demás, en definitiva, acompaña la persona a dar el paso del narcisismo cerrado a la alteridad luminosa. Este cambio de mentalidad, justamente, es el elemento clave para pasar de compartir los espacios comunes sin comunicación, a vivir el tiempo presente como una oportunidad para ir creando espacios de comunión.
 

  1. Líneas de acción

Los criterios evangélicos, eclesiales y espirituales que hemos descrito brevemente, nos sitúan correctamente para construir unas mediaciones prácticas, capaces de dar respuesta los retos vividos y de potenciar los signos de esperanza que apuntan hacia el horizonte de la comunión. Se trata, por tanto, de crear unas mediaciones y estructuras personales, ambientales y estructurales. Al mismo tiempo, estas mediaciones han de estar interrelacionadas entre ellas mismas.
 
3.1. Cultivo de la espiritualidad encarnada
La primera línea de acción radica en el interior de cada cristiano y consiste en revivir la fe, que se manifiesta en la esperanza y se realiza en el amor. Se trata de cultivar una espiritualidad encarnada profunda. La espiritualidad implica la disponibilidad en manos del Espíritu para avanzar hacia el horizonte de la Bienaventuranzas (Mt 5, 1-11), por el camino de las obras de misericordia (Mt 25, 31-46. La encarnación genera el respeto, o la mirada atenta a la realidad cotidiana, para observar los retos y signos de esperanza y, también, escuchar la llamada de Dios a través de los signos de los tiempos (Lc 12, 54-56). La espiritualidad encarnada, además, conduce a integrar en el interior de la persona el misterio de la creación y el de la redención. Esta integración facilita la construcción de puentes entre las personas y los grupos.
Alguien puede pensar que esta propuesta es teórica. Nada más lejos de la realidad. La construcción de la comunión nace en el interior de cada persona y va creciendo mediante la comunicación con Dios en la oración, en el diálogo con los demás y, en definitiva, en la unidad de la vida cotidiana personal.
La condición de posibilidad para dejar brotar y hacer crecer esta espiritualidad encarnada es el cultivo real del silencio, la práctica del amor en el día a día, la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la celebración de la eucaristía[5].
 
3.2. “Barrer delante de casa”
La segunda línea de acción consiste en tener un cuidado perseverante del propio compromiso y de la propia responsabilidad. Con frecuencia reivindicamos espacios reales de comunión por parte de los demás y, sin embargo no cuidamos aquellos que dependen de nosotros.
Por esta razón uso la expresión barrer delante de casa. En los pueblos se acostumbraba a barrer la calle, cada familia delante de casa. Cuando lo hacía todo el mundo, las calles del pueblo resplandecían. Posteriormente se contrató personal de limpieza, pero muchas personas no solamente dejaron de barrer delante de casa, sino que se ensuciaba la calle por falta de responsabilidad ciudadana. Ante esta contradicción, se busca la culpabilidad de los demás, sin preguntarse por la propia responsabilidad.
Todos podemos colaborar a construir espacios reales de comunión en la acción pastoral. Se trata de tomar iniciativas reales en los niveles más cercanos, para ir avanzando hacia los más lejanos. Si cada cristiano barriera delante de casa, toda la comunidad resplandecería y avanzaría hacia la comunión.
Barrer delante de casa consiste en la elaboración de la propia escala de valores humanistas y evangélicos. Ello supone escuchar y observar el doble de lo que hablamos. La verdad es que tenemos dos ojos y dos orejas, pero solamente una boca… Es una metáfora que expresa bellamente esta necesidad de observar y escuchar.
El testimonio histórico de los santos acredita esta vía real de construcción de los espacios reales de comunión. Normalmente, los santos surgen en tiempos de crisis de la humanidad, es decir, de dificultad tanto en la sociedad como en la misma comunidad cristiana. La diferencia respecto de la actitud de los demás, radica en el hecho que, mientras otras personas se dedican a la lamentación de la situación y a la autocompasión narcisista, las mujeres y los hombres santos gastan sus energías en el servicio humilde a las demás personas y en la generación de unas condiciones objetivas, que permitan la comunicación abierta con los otros miembros de la comunidad eclesial.
 
3.3. Acogida y acompañamiento de las personas
El cultivo de la espiritualidad encarnada y el compromiso personal en las pequeñas cosas de la vida de cada día, preparan la persona para acoger y acompañar a otras personas. Por supuesto, esta acogida y este acompañamiento personal son dos actitudes básicas e imprescindibles para generar espacios reales de comunión abierta.
La acogida consiste en abrir la propia vida a los demás, sin prejuicios, sin manipulación, sin prepotencia, ni intereses previos. Desde esta actitud de acogida es posible establecer unas relaciones interpersonales gratificantes, edificadas en la verdad, la libertad y el amor. En definitiva, acoger consiste en aceptar humildemente al otro desde su propia historia real, sus necesidades vitales y su proceso vital.
El acompañamiento, nace de la acogida incondicional de los demás y conduce a compartir el camino de la vida desde la pobreza y el amor. Efectivamente, la palabra “acompañamiento” viene del término “pan” y significa “asociación de personas que comparten el pan”. Evidentemente, la palabra “pan” no tiene un sentido solamente material, sino que es una metáfora de las necesidades de la vida física, psíquica, social y espiritual de los seres humanos.
Por esta razón, nos acompañamos mutuamente a “saber“, a “saber hacer“, a “saber estar”, en definitiva, a “saber ser”. Acompañamos a saber cuando compartimos la información y los conocimientos. Acompañamos a saber hacer cuando aprendemos a utilizar los conocimientos compartidos en la práctica diaria. Acompañamos a saber estar cuando vamos adquiriendo un sentido de proceso, que nos permite superar los bloqueos y potenciar las capacidades. Nos acompañamos a saber ser cuando descubrimos el horizonte de la vida y caminamos hacia este horizonte, agradeciendo los dones recibidos y, también, aprendiendo a convertir las dificultades en oportunidades para crecer.
La acogida y el acompañamiento interpersonal es la primera célula básica de la comunicación humana y, por tanto, de la edificación de la comunión real. Cuando en las relaciones intracomunitarias no se dan estas dos actitudes básicas, construimos estructuras formales y teóricas sobre el papel, que lo aguanta todo, pero que no solamente se convierten en estructuras inútiles, sino que incluso conducen a la inapetencia de cara a la participación e, incluso, al escepticismo.
Hay que añadir que la acogida y el acompañamiento interpersonal no tienen nada que ver con la reducción de la relación humana al individualismo y al aislamiento comunitario. En realidad, suministran a la comunidad personas equilibradas, capaces de establecer unas relaciones gratificantes con los otros miembros de la misma. Solamente hace falta analizar los conflictos comunitarios que conocemos, y podremos observar fácilmente que la mayoría de los conflictos, en gran parte, responden a problemas de inmadurez personal.

3.4. Promoción de grupos de diálogo fe/vida y no solamente grupos de actividades y servicios
Las tres líneas de acción anteriores son sutiles, pueden aparecer como teóricas y, a primera vista, no se observan fácilmente. Sin embargo, si lo miramos más atentamente vienen a ser como la columna vertebral interna de las líneas de acción más externas y visibles. De hecho, son las que dan consistencia a la transformación de los espacios comunes a los espacios de comunión y comunicación.
Entre estas líneas de acción operativas más concretas hay que destacar, como la primera de todas, la necesidad de la promoción de grupos de diálogo de la fe y la vida diaria concreta.
A menudo en las comunidades cristianas hay una tendencia a organizar los equipos de acción necesarios para mantener y cultivar el dinamismo de la comunidad. Ciertamente, estos equipos de trabajo pastoral son necesarios, pero cuando descuidamos las necesidades básicas de las personas, se convierten en estructuras formales tecnocráticas e, incluso, en estructuras de poder dentro de la comunidad. Por esta razón, a veces, al mismo tiempo que ofrecen su servicio, tienden a la absolutización del grupo de servicio, a ignorar a los demás y, en el peor de los casos, conducen a la fragmentación de la comunidad.
Para que estos equipos mantengan su calidad, es preciso cuidar a las personas y disponer de espacios de diálogo que tienen como finalidad el acompañamiento de cada persona en sus necesidades básicas, el análisis de la realidad para detectar lo retos y signos de esperanza, la contemplación de la Palabra de Dios como iluminación de la experiencia vivida, la celebración de la fe como anticipación gozosa de la Nueva Humanidad, el aprendizaje del compromiso cristiano en el mundo profesional, familiar, social, cultural y político. En definitiva, los grupos de diálogo fe/vida tienen como objetivo principal el cultivo de la espiritualidad y el diálogo con el mundo.
Estos equipos de fe/vida tienen diversos modelos como, por ejemplo, los grupos de estudio de evangelio, los grupos de revisión de vida, los que nacen del catecumenados de adultos, las comunidades eclesiales de base, los grupos que emergen de las diversas escuelas de espiritualidad, etc. En la Iglesia tenemos una larga experiencia de estos espacios para la personalización de la fe. Lo importante es que cada mujer y cada hombre encuentren su espacio vital y que, al mismo tiempo, vivan la propia experiencia eclesial, y aprendan a respetar a los otros modelos comunitarios como convenientes y complementarios.
 
3.5. Equilibrio entre el servicio comunitario interno y el compromiso temporal
A partir de la experiencia de los espacios comunitarios de vivencia y personalización de la fe, por supuesto, también es necesaria la creación de aquellos servicios para que no le falte nada a la comunidad en su desarrollo integral. Entre estos equipos de servicio hay que destacar el servicio catequético, el servicio litúrgico, la acción social, el servicio de la acogida y de acompañamiento de los diversos procesos de fe de las personas, el servicio de la administración, el servicio de la presencia en los medios de comunicación social, etc.
Sin embargo, el más importante de todos los servicios es el servicio de la caridad, porque además de ser transversal a todos los servicios anteriores citados, al mismo tiempo, también es la punta de lanza, o el objetivo final de todos los servicios de la Iglesia en el mundo. La acción caritativa y social de la Iglesia en el mundo, justamente, es la verificación de la calidad espiritual de la misma.
Por esta razón, los dirigentes de la comunidad han de estar muy atentos a mantener un equilibrio entre la dedicación de los laicos a las tareas internas de la comunidad y el compromiso de los laicos en el interior de la sociedad para transformarla según los criterios evangélicos y los criterios de la enseñanza social de la Iglesia.
Estos últimos decenios no se ha atendido suficientemente este equilibrio y se ha producido una concentración excesiva del compromiso de los laicos en las actividades internas eclesiales, olvidando que su identidad consiste en ordenar según Dios los asuntos temporales. Conviene revisar la situación presente, para priorizar y dinamizar la presencia de los cristianos en el universo económico, cultural, social y político.
 
3.6. Priorizar la participación y el compromiso de los grupos en los proyectos de acción caritativa y social
El compromiso temporal de los cristianos en el mundo no agota todas las posibilidades del dinamismo evangélico mediante la militancia en las estructuras y organizaciones sociales. Por esta razón, es importante complementar esta acción transformadora de la sociedad, mediante la dinamización y coordinación de las entidades cristianas de acción caritativa y social[6].
La acción social, a través de la promoción de la justicia y la paz en el mundo es fundamental para la vivencia del evangelio, aunque podemos afirmar que la justicia surge del compromiso de la ética civil, edificada en la razón, y constituye la base mínima de la caridad.
La caridad complementa y lleva a la plenitud la acción por la justicia, porque conduce a las personas, a la comunidad, y a su acción racional en la transformación del mundo, hacia un nuevo horizonte más amplio y dilatado. Dinamiza cada persona y la acompaña a vivir como Jesucristo vivió y a amar como El amó[7]. De esta manera, la caridad desarrolla la justicia y la orienta hacia una nueva plenitud.
 
 
3.7. Asambleas comunitarias parroquiales, arciprestales y diocesanas
Las líneas de acción que acabamos de describir son las líneas operativas básicas para conseguir que los espacios comunes se vayan transformando en espacios de comunión. Sin embargo, son necesarias también, otras estructuras, que posibiliten la transformación, ofrezcan un soporte a las anteriores y dinamicen el crecimiento de las mismas.
La primera estructura dinamizadora del proceso comunitario de comunión es la asamblea parroquial o diocesana. La asamblea comunitaria, aunque no es una estructura primaria, es el primer espacio de oración, de aprendizaje del diálogo comunitario abierto, de intercambio de experiencias, de la coordinación y la dinamización de la comunidad parroquial o diocesana, para ir aprendiendo a partir de la experiencia real y poder transformar las dificultades en oportunidades para crecer.
Por la brevedad de este artículo, no me extiendo en analizar esta línea de acción y me remito a la reflexión teológica y pastoral sobre las “Asambleas parroquiales” que hice hace un tiempo y que publicó la revista Vida Nueva en uno de sus “Pliegos” de la edición semanal[8]. El lector encontrará en aquel artículo, los desafíos y los signos de esperanza de la experiencia de las asambleas parroquiales, los criterios teológicos pastorales de superación y, algunas pistas de acción para la promoción y dinamización de las mismas.
 
3.8. Renovación de los Consejos de Pastoral
La continuidad de las asambleas parroquiales y diocesanas, como dinamizadoras de la comunión de la comunidad cristiana, exige la creación de los Consejos de Pastoral. Efectivamente, los Consejos son necesarios para ir creando las condiciones objetivas que permitan pasar del uso material de espacios comunes a la generación de espacios comunitarios, para coordinar la vida de la comunidad, elaborar los planes de acción, y tener una pedagogía que vaya acompañando la realización operativa y la revisión de los mismos.
La clave de los Consejos de Pastoral radica en su capacidad de diálogo para poner de acuerdo con el evangelio a los hechos y la vida del Pueblo de Dios. Este diálogo se edifica sobre diversos criterios, como son el clima comunitario, el criterio de la identidad, de la comunicación, de la participación, de la capacidad de crear sinergias entre la homogeneidad y la heterogeneidad de los miembros, y del criterio de la relación de la vida interna de la comunidad cristiana con la sociedad civil.
Este objetivo central de los consejos de pastoral es un arte, y está más cerca del diálogo fraternal evangélico que de un debate de participación basada en el reparto del poder, o bien de la aplicación de una normativa estatuaria jurídica. Sin embargo, la capacidad del diálogo interno del Consejo de Pastoral, vivido en profundidad, genera unas nuevas relaciones de cooperación que conducen a la eficacia y a la alegría.
La condición de posibilidad y de calidad de la dinámica de los Consejos depende en gran parte del ministerio el presbítero de la comunidad. El presbítero de la comunidad cristiana, a la luz de la praxis del Nuevo Testamento tiene más la función de síntesis comunitaria (comunión), que la síntesis de todas las funciones (acción). El ministerio presbiteral en la comunidad, entre las funciones principales de su misión, ha de ser el elemento aglutinante de la comunión, pero también dinamizador de las capacidades de cada uno de sus miembros. Por esta razón, todos los bautizados estamos llamados a ser miembros activos y complementarios, porque todos servimos para algo, pero nadie sirve para todo.
 
3.9. Creación de estructuras internas de diálogo para solucionar los conflictos
La condición humana hace que en las relaciones interpersonales se generen conflictos. Hay que contar con ello. Por esta razón, conviene crear espacios para resolver estas situaciones conflictivas.
Estos espacios han de ser personales cuando los conflictos se generan en las relaciones interpersonales. Pero, en otras ocasiones, los conflictos son de orden estructural. En este caso ha de haber espacios estructurales para dialogar. Cuando no existen estas estructuras, se produce un efecto muy destructivo de la comunidad, porque en vez de hablar con las personas, y hablando se entiende la gente, se habla de las personas. El resultado es el alejamiento entre los miembros de la comunidad e, incluso, a veces una ruptura.
No hay que tener miedo a pasar por los conflictos inevitables de la vida. El miedo es paralizante y destructivo. Cuando superamos el miedo, los conflictos aparecen como un signo de vida de la comunidad y, lo que es más importante, son dificultades que se convierten en oportunidades para crecer y mejorar.
La experiencia personal de todos nos demuestra que hemos crecido más cuando hemos afrontado nuestros conflictos internos con sinceridad, que en los periodos de nuestra vida que hemos caído en la rutina. Lo mismo podemos decir de las relaciones interpersonales, de las relaciones de pequeño grupo y de las relaciones estructurales. Lo malo no es tener conflictos, sino el no dotarnos de los medios adecuados para afrontarlos y resolverlos.
 
3.10. Práctica de la “Lectura creyente de la realidad”
Las directrices y las líneas de acción, encaminadas a transformar los espacios comunes en espacios de comunión, descritas en los apartados anteriores, para mantener la profundidad evangélica, necesitan de una reflexión teológica pastoral constante. Solamente así, las líneas de acción transformadoras de la comunidad tienen una consistencia suficiente para acompañar el dinamismo comunitario y para reaccionar positivamente frente los desafíos y las evoluciones de la vida diaria.
La metodología adecuada para este acompañamiento teológico pastoral es la metodología de la Lectura Creyente de la Realidad[9]. El dinamismo de esta metodología desarrolla la reflexión teológica pastoral en tres grandes momentos, íntimamente relacionados entre si. El primer momento consiste en la mirada atenta a la realidad, para detectar los retos y signos de esperanza de la misma, es decir, auscultar los “signos de los tiempos”[10]. En un segundo momento del proceso, realiza una tarea de discernimiento de la realidad concreta observada y analizada, a la luz de los criterios evangélicos, con la finalidad de ayudar a superar los retos y estimular el crecimiento de los signos de esperanza. Finalmente, y a la luz de este discernimiento evangélico y humanístico, elabora las directrices o líneas prácticas de acción para transformar la realidad observada y discernida. De esta manera, la lectura creyente de la realidad ayuda a transformar las dificultades en oportunidades de crecimiento personal y comunitario.
Hay que añadir que esta metodología teológica actúa no tanto como un círculo cerrado, sino como un espiral que va penetrando en la contemplación creyente de la vida real. De esta manera, una vez verificadas en la práctica las directrices operativas, este método teológico periódicamente vuelve una y otra vez a observar, discernir y elaborar unas directrices para ir iluminando la experiencia comunitaria y acompañarla hacia la madurez posible.
El lector del artículo podrá observar, fácilmente, que en la elaboración y redacción de este mismo artículo que está leyendo, he utilizado esta metodología de la lectura creyente de la realidad. He de añadir que es la metodología teológica pastoral con la que he trabajado a lo largo de los últimos cuatro decenios, desde la elaboración de la tesis doctoral.
 

  1. Conclusión: Buscar lo que nos une, antes que lo que nos separa

En la acción pastoral de la Iglesia y, por supuesto en la pastoral juvenil, es urgente vivir una verdadera vida comunitaria en el quehacer diario. Efectivamente, la vida comunitaria es el caldo de cultivo de la fe. La experiencia pone de relieve, que no es posible la apertura de las personas a la fe cristiana sin el testimonio y el acompañamiento comunitario. Por esta razón, no hay que confundir el hecho de disponer de espacios comunes, que son mediaciones convenientes y necesarias, con la experiencia de la comunión.
En este artículo, he descrito los retos y los signos de esperanza que bloquean el paso de disponer de espacios comunes a la experiencia de los espacios de comunión. He aportado unos criterios teológicos que permiten un discernimiento positivo de la realidad actual para abrirla a una vivencia comunitaria gratificante. Finalmente, he elaborado un decálogo de directrices personales, ambientales y estructurales, encaminadas a avanzar en la dirección correcta y potenciar la comunión en la vida de la Iglesia.
En definitiva, como afirmó el Papa Juan XXIII en muchas ocasiones y, especialmente, en la convocatoria del Concilio Ecuménico Vaticano II, se trata de buscar lo que nos une, antes que lo que nos separa. La verdad es que en la práctica reciente no hemos hecho mucho caso de esta propuesta renovadora de la Iglesia, pero siempre estamos a tiempo.

Ramon Prat i Pons

 
[1] Paulo VI, Ecclesiam Suam, n. 75
[2] Para una visión más amplia del análisis de este artículo, ver la trilogía de libros, a través de los cuales he ido proponiendo un proyecto pastoral de renovación eclesial:

  1. Y les lavó los pies. Una antropología según el evangelio, Editorial Milenio, Lérida, 1977. (Objetivos del proyecto).
  2. El hilo de la vida. Quince imágenes de libertad, Editorial Milenio, Lérida, 2003. (Testimonios de vida y modelos de identificación).
  3. La caña de pescar. Un camino para explorar el misterio de la vida, Editorial Milenio, Lérida, 1009. (Metodología teológica pastoral del proyecto).

[3] Ef. 3, 6. “todos los pueblos tienen parte en la misma herencia, forman el mismo cuerpo, comparten la misma promesa”.
[4] Ef. 2, 15.
[5] Hechos de los Apóstoles 2, 42
[6] Ver las Encíclicas de Benedicto XVI, Deus Caritas est, sobre la entraña del “ser cristiano” y, también, Caritas in veritate, como el paradigma del “hacer cristiano”.
[7] Concilio Provincial Tarraconense (1995), 76.
[8] Ver el Pliego “Las Asambleas parroquiales”, dentro de la revista Vida Nueva, 2678 (2009) 23 – 30.
[9] Ramon Prat i Pons, La misión de la Iglesia en el mundo. Ser cristiano, hoy, Secretariado Trinitario Ediciones, Salamanca, 2004. pp. 127 – 144.
[10] Lc. 12, 54 – 56.