EL CRISTIANISMO ANTE LA MAREA DE UNA ESPIRITUALIDAD SIN DIOS

1 diciembre 2010

LECTURA TEOLÓGICO-PASTORAL DESDE ESPAÑA

 
Antonio Jiménez Ortiz SDB
Profesor de Teología Fundamental, Facultad teológica de Granada.

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor percibe un interés por la espiritualidad, en ocasiones fuera de los cauces de las religiones institucionalizadas. Propone una actitud de discernimiento para interpretar este complejo fenómenos. La Nueva era se presenta muy atractiva a nuestros contemporáneos por su mensaje de fusión y unidad cósmica. Realmente lo que nos trae es una religiosidad sin trascendencia, una disolución del Dios trinitario, un vaciamiento radical de la fe cristiana. Los planteamientos de la Nueva Era recuerdan los planteamientos del gnosticismo, viejo conocido de la historia cristiana. El autor acaba haciendo algunas propuestas frente a esta tendencia de la Nueva Era.
La ambigüedad del resurgir del fenómeno religioso
En la encuesta realizada por el Secretariado para los no creyentes, entre 1983 y 1985, sobre «Ateísmo, no creencia e indiferencia religiosa en el mundo»[1], se mostraba el carácter generalizado de la búsqueda religiosa por ese tiempo: el ansia de sentido y espiritualidad, el deseo de trascendencia en la vida cotidiana, el afán de encontrar un fundamento en un mundo fragmentado, el interés por ciertas tradiciones religiosas…
Según el Secretariado sería ciertamente abusivo dar a esta búsqueda espiritual una interpretación específicamente cristiana, porque comprobaba la propensión hacia sectas más o menos exóticas, hacia líderes carismáticos que prometen conocimientos «trascendentales», hacia misterios de perfiles enigmáticos, incluso hacia cultos de carácter satánico. Con frecuencia no se trataba, en su opinión, de una vuelta a la experiencia religiosa auténtica, sino a la superstición y al politeísmo.
Ya desde los años 70 del siglo XX se venía detectando elementos de esa nueva y ambigua religiosidad entre adultos y jóvenes. Se percibía un interés sorprendente por la espiritualidad, que estaba acompañado por una actitud de sospecha y desconfianza frente a las religiones institucionalizadas, que no parecían responder a las ansias profundas de la gente: paz interior, armonía y equilibrio psíquico, reconciliación personal… La Trascendencia estaba ausente o muy deformada en ese universo de movimientos dispares y desconcertantes, en los que se mezclaban ocultismo y ciencia, técnicas terapéuticas y esoterismo, psicología y magia, con intuiciones o restos de cristianismo, islamismo, budismo, hinduismo o religiones arcaicas. Resulta imprescindible una actitud de discernimiento para poder percibir todos los mensajes de este complejo fenómeno que, treinta años después, se ha extendido en nuestras sociedades complejas.
En este magma confuso y sorprendente del resurgir de lo religioso sobresale el fenómeno de la Nueva Era, que se presenta como punto de convergencia de muchos de los nuevos movimientos religiosos alternativos. Posiblemente sea esta compleja corriente cultural, difícil de definir y de precisar, la que expresa de forma más completa el espíritu de la llamada nueva religiosidad, que se va extendiendo como una pacífica «conspiración», con la conciencia clara de estar promoviendo un nuevo paradigma cultural. La era de Acuario, preconizada por la Nueva Era, se caracterizaría por una nueva situación espiritual, con una profunda transformación de la conciencia, que permitiría la identificación del “yo” con “lo divino”, que sostiene la realidad, y la comprensión holística del cosmos, en la que quedarían superadas y reconciliadas todas las oposiciones y contradicciones, y en la que la conciencia cósmica y el espíritu universal y divino no constituirían más que una sola cosa.
Una espiritualidad sin Trascendencia: la disolución del Dios trinitario
En los ambientes de la Nueva Era el tema de Dios va unido indisolublemente a la búsqueda de sí que el hombre realiza afanosamente: ¿Cómo encontrarse con uno mismo? ¿Cómo descubrir y alcanzar la propia identidad? Y la respuesta consiste en tomar conciencia de la propia interioridad, buceando en los estratos psicológicos más profundos, donde es posible descubrir la unidad del cosmos, a la que el propio yo pertenece y en la que es posible encontrarse y reconciliarse definitivamente.
El ser humano debe anular la distancia que le separa de la realidad y sumergirse totalmente en ella, hacerse una sola cosa con la vida que en ella late, renunciando al aislamiento de su Yo, sintiendo holísticamente el mundo como una unidad en la que todo se compenetra e influye recíprocamente. Todo está de algún modo en cada uno y cada uno está en el todo. Cuanto más a fondo penetra uno en el fundamento de la realidad, tanto más experimenta la unidad cósmica. Y en esta experiencia se descubre la propia identidad en la identificación con el todo[2].
Así esta nueva religiosidad está sostenida por una mística monística,interpretada como unificación del yo consigo mismo y con el mundo, como confluencia entre sujeto y objeto. El universo es presentado como una totalidad, como un organismo viviente. Quien profundiza en la realidad, hace la experiencia de la unidad del todo, en la raíz de lo existente todo está simplificado y unificado: Dios y mundo, espíritu y materia, alma y cuerpo, inteligencia y sentimiento… forman una única e inmensa vibración, un océano infinito de energía.
Especialmente en las religiones orientales encuentra la Nueva Era los caminos espirituales y las técnicas (yoga, zen, meditación trascendental y kundalini…) para alcanzar la experiencia mística del Todo Divino, de la Energía cósmica, que desarrolla la capacidad de la persona humana hasta superar los condicionamientos y limitaciones de la condición humana en el espacio y en el tiempo: «Hay dos principios claves que parecen surgir en toda experiencia mística. Podríamos llamarlos «flujo» y «totalidad» (…). Así como la ciencia demuestra la existencia de una red de relaciones subyacente a todo cuanto existe en el universo, una parpadeante red que conecta todos los acontecimientos, así también la experiencia mística de la totalidad trasciende y abarca toda separación (…). El amor (…) es comunicación, es un borrarse los límites, es llegar al final. El yo queda unido a un gran Sí mismo (…). Y como ese Sí mismo es total, el yo se une en El a todos los demás (…)»[3].
Para Ken Wilber, en la conciencia de unidad, el propio sentimiento de identidad se desplaza al universo entero, a la totalidad de los mundos, superiores o inferiores, sagrados o profanos. La conciencia de unidad no es tanto una ola determinada cuanto el agua misma. Y no hay diferencia ni separación entre el agua y cada una de las olas. El agua está igualmente en todas las olas, porque todas son agua[4]: «Así (…) nuestra práctica espiritual es ya en sí misma el objetivo. El fin y los medios, el trayecto y el destino, el alfa y el omega son una y la misma cosa.»[5].
A Dios se le ha de experimentar como flujo, como totalidad, como infinito caleidoscopio de la vida y de la muerte, como última causa, fundamento del ser. Dios es la conciencia que se manifiesta como el juego del universo. Dios es la matriz organizadora, que podemos experimentar pero no expresar, lo que da vida a la materia. No es preciso postular ningún objetivo para esta última causa, ni preguntarse quién o qué fue lo que causó el gran Big Bang, o lo que fuera, que dio origen al universo visible. Dios es la suma total de conciencia existente en el universo, que se expande a través de la evolución humana[6].
En palabras de K. Wilber: «Los físicos nos dirán que todos los objetos del cosmos son simplemente formas diversas de una única Energía, y no me parece que tenga la menor importancia que el nombre que le demos sea «brahman», «Tao», «Dios» o, lisa y llanamente, «energía».» «Tat tvam asi, dicen los hindúes. «Tú eres Eso. Tu verdadero Ser es idéntico a la Energía fundamental de la cual son manifestación todas las cosas en el universo». A este ser verdadero, las diversas tradiciones místicas y metafísicas que se han sucedido en la historia de la humanidad le han dado docenas de nombres diferentes. Se le ha llamado el Hijo de Dios, Al-insam Al-kamil (…). Todas estas palabras no son más que símbolos del mundo real de lo que no tiene fronteras»[7].
En esta nueva religiosidad de la Nueva Era, Dios y el mundo se contemplan por principio como una unidad cósmica. Se hace de Dios, el principio vital, el «espíritu» del universo, la fuerza inmanente que lo impulsa a su autoorganización evolutiva.
Pero Dios ya no es un Tú por encima de nuestra realidad finita, sino una cifra, un término colectivo, una objetivación de un ser fluctuante que sostiene y determina todo. Esta espiritualidad sin Trascendencia está sostenida por una forma más de panteísmo (“Todo es Dios”) o de panenteísmo (“Todo está en Dios”). Así Dios no es Alguien. Es Algo. No es el creador de todo. No es un ser de relación, de comunión, ni en sí mismo (Trinidad de personas), ni para con el hombre. No es el Dios de la revelación bíblica, que se revela en la historia y la convierte en historia de salvación por la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Para la Nueva Era Jesucristo no es el Verbo de Dios hecho carne ni el Espíritu Santo es una persona divina, enviada al mundo y al corazón de los creyentes para santificarlos.
Para la mayoría de los seguidores de la Nueva Era, Jesús no es el Salvador del hombre y del mundo ni el Hijo de Dios. Lo identifican simplemente como un gran maestro espiritual, un iniciado singular que como otros (Moisés, Buda, Mahoma…) ha sido investido por el Cristo cósmico, una energía llamada a veces crística, que constituye el fondo de todo ser. Esta energía universal cuando impregna la conciencia de un individuo iniciado, hace de él otro “cristo”, un ser verdaderamente nuevo “cristificado”, como lo fueron Jesús de Nazaret y otros grandes iniciados: “Así pues, Jesús fue un personaje histórico, un ser humano que vivió hace dos mil años; pero Cristo, el Cristo, el Mesías, es una condición de ser eterna y transpersonal a la que todos debemos llegar algún día. Jesús no dijo que este estado de conciencia elevado que en él se realizó fuera permanentemente suyo.”[8]
En los ambientes de la Nueva Era Jesucristo es la figura simbólica que mejor representa al “yo” en su estado más perfecto, cuando ha tomado conciencia de su identificación con el Todo[9]. Jesús es un avatar entre otros de un Cristo cósmico impersonal e intemporal, que emana del “uno” y que se revelaría a los que han alcanzado el grado más alto en el despertar de la conciencia integral. Por tanto, Jesucristo no es el Verbo encarnado de la fe cristiana, sino uno de los grandes realizadores de la fusión del yo humano con “lo divino”. Jesús descubre a los hombres que lo divino está en ellos y forma parte de su realidad psicológica[10].
 
El Dios de la fe cristiana
En la mística de la Nueva Era se elimina la tensión entre sujeto y objeto, queda vaciada de contenido la relación religiosa entre el yo y el Tú Trascendente. En lugar de gracia y de encuentro gratuito con el Dios personal, se habla de expansión de la conciencia y de reencuentro consigo mismo. Así se quiere hacer la realidad luminosa y trasparente. Se elimina la fragmentación interior y se presenta como totalmente irrelevante la exterior. Esta es sólo apariencia, sólo realidad ilusoria. Los datos psicológicos se convierten en criterio de la verdad. Se hace coincidir la profundidad del hombre con la profundidad de la realidad. Lo religioso se reduce a lo psicológico.
Y esto es inaceptable para la fe cristiana. “Es verdad: Tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador” (Is 45, 15) y en la Primera Carta de Juan (4, 12), se lee: “A Dios nadie lo ha visto nunca”. Dios es un misterio. Al deseo de Moisés de ver el rostro de Dios, éste responde: “Cuando pase mi gloria te meteré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi palma hasta que haya pasado, y cuando retire la mano podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás” (Ex 33, 22-23). En contra de lo que opinan los pensadores de la Nueva Era, Dios es un misterio personal, un misterio de amor y de vida. En el credo profesamos “Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible…”. No podríamos entender a Dios sin ese poder creador que determina nuestra condición de criaturas, el sentido de la realidad finita y la meta última de lo que llamamos la creación.
En el pensamiento bíblico la reflexión sobre la naturaleza y el cosmos como obras de Dios brota de la experiencia salvífica del creyente. En una historia de dolor e injusticia es posible mantener la esperanza, el anhelo de la salvación porque Yahvé es el soberano de todo: del pasado, del presente y del futuro, de los hombres y del mundo, de la historia y del cosmos. Él es Yahvé Sebaoth: el “Señor de los ejércitos” de todas las criaturas del cielo y de la tierra…
A pesar de las diferencias de tiempo, estilo y material utilizado, la reflexión bíblica señala siempre hacia un mismo núcleo: Dios, libremente y por amor, es el creador del mundo, él llama a la existencia a todas las criaturas. Dios creó y crea en cada instante, porque si no fuera así, todo lo contingente, lo creado se hundiría en la nada. Dios como creador es el Misterio trascendente, que “más allá” de la criatura se hace paradójicamente presente en ella, como fundamentación última de su ser creatural, de su autonomía y de su posibilidad como ser. En su inmanencia Dios continúa siendo el trascendente, diferente de todo lo creado, a lo que da consistencia permanentemente.
Dios no forma parte de nuestra realidad mundana. Es el presupuesto incondicionado de todo lo que existe, y nuestro saber no puede disponer de él, como si se tratase de un objeto entre otros objetos. Es el fundamento del que vivimos, en el que realmente nos comprendemos, y en el que morimos. En la cuestión de Dios se juega el sentido de nuestra vida y de nuestra muerte, el sentido de nuestra historia y de toda la realidad. Y los cristianos confesamos que en Jesús de Nazaret, el Cristo, hemos descubierto definitivamente el rostro de ese Misterio.
Que Jesús de Nazaret sea admirado en los ambientes de la Nueva Era parece lógico. Lo que llama la atención poderosamente es que incluso su figura histórica queda empequeñecida y es interpretada tendenciosamente por medio de categorías esotéricas. Jesús no es comprensible sin Dios. En él vive centrado. Hacer su voluntad es la clave de su existencia. Y habla de él con ternura, con pasión. No podemos comprender a Jesús, ni sus palabras, ni sus milagros, ni su muerte, ni su resurrección, si no aceptamos que el corazón de su ser fue Dios, como valor absoluto, como misterio de amor. Jesús estaba lleno de Dios y por eso no tenía más remedio que hablar de él constantemente y vivir en su presencia. Y se dirige a él usando el vocablo arameo abba, palabra procedente del balbuceo infantil como nuestro “papá”, y que debiera ser traducida por la expresión “padre querido” o “padre mío”. Con esta palabra se dirigían los niños en la intimidad familiar a su padre, y también la empleaban los adultos en la relación con sus padres y con personas de especial veneración: abba se usaba en diversas situaciones de la vida cotidiana con una connotación afectiva especialmente acentuada. El término abbaen labios de Jesús supone confianza y obediencia, abandono en Dios y reconocimiento de su soberanía, una experiencia única, original, exclusiva de la inmediatez de Dios.
En el Antiguo y Nuevo Testamento, comprobamos cómo la fe del hombre es siempre respuesta al amor, a la misericordia, a la gracia de Dios. Desde la experiencia de la presencia de Dios en la vida del creyente, éste abre los ojos a la realidad de un amor, que lo amó primero y desde siempre. El cristiano se siente inmerso en un plan eterno de salvación, que, sin bloquear su libertad y responsabilidad, le precede desde siempre.
La gracia de Dios, su amor infinito, le ilumina y le acompaña en el camino hacia la opción de fe, como decisión humana libre y razonable: “Y añadió: Por eso os he dicho que nadie puede acudir a mí si el Padre no se lo concede” (Jn 6, 65). “Sabemos que todo concurre al bien de los que aman a Dios, de los llamados según su designio. A los que escogió de antemano los destinó a reproducir la imagen de su Hijo, de modo que fuera él el primogénito de muchos hermanos” (Rom 8, 28-29). “Pues es Dios quien, según su designio, produce en vosotros el deseo y su ejecución” (Flp 2, 13).
Los cristianos pensamos que el hombre encuentra a Dios, si Dios se deja encontrar por el hombre: el misterio de Dios es inaccesible a nuestras posibilidades humanas, si la gracia de Dios no nos abre el camino hacia el encuentro con él. Sin embargo, esto no significa que nuestra libertad sea pisoteada. El sí depende de nuestra voluntad, pero será siempre la respuesta a un amor que desde siempre nos amó.
 
Actitud lúcida y crítica ante el desafío de esta espiritualidad sin Dios
Con la Nueva Era podemos compartir el rechazo frente a la absolutización de la racionalidad positivista que mutila por principio la realidad, ya que ignora o rechaza dimensiones humanas, estéticas, simbólicas, religiosas que sólo son accesibles a una comprensión integral, en que la intuición, promovida con entusiasmo por los pensadores de la Nueva Era, tiene su propio sitio.
Esta nueva religiosidad nos ayuda a valorar con más profundidad la complejidad de lo real, donde la afirmación de la trascendencia de Dios debe incluir, al mismo tiempo, la aceptación de su misteriosa inmanencia. Nos enseña además a penetrar en el misterio del ser humano, que no puede ser explicado desde una mera visión mecanicista, que ha de ser contemplado en íntima y constante referencia con su entorno natural, en solidaridad con el destino de este mundo concreto. También podemos compartir con este movimiento el rechazo del materialismo y del consumismo. La profunda crisis cultural en la que estamos inmersos tiene un aspecto espiritual que no puede ser minusvalorado ni torpemente interpretado. Es real la búsqueda de sentido, de encuentro consigo mismo, de religiosidad, de armonía con el cosmos, de espiritualidad.
Frente al escepticismo y al cinismo, frente al miedo y a la angustia que se palpa en nuestras sociedades occidentales, la Nueva Era se empeña en alentar el optimismo y la participación en los procesos que conforman la cultura actual. No podemos aceptar el cómo lo hace, pero pensamos que gran parte de su atractivo depende de ese sentimiento de seguridad y liberación que transmite. Como creyentes estamos llamados a ser signos de esperanza entre los hombres. Podemos aprender del entusiasmo de los seguidores de la Nueva Era.
No se pueden negar los auténticos valores humanos (gozo, armonía personal, sensibilidad ecológica, sentido de la solidaridad y de la responsabilidad, valoración del cuerpo, de la austeridad, de la creatividad y de la autonomía personal…) que se alientan y estimulan desde grupos de esta nueva religiosidad, ni tampoco sus intuiciones acertadas sobre los conflictos y crisis que nos están afectando en este momento histórico. Hay que reconocer la validez de ciertas propuestas en el campo cultural, ecológico, en el ámbito de la política, de la economía, de la educación, de la salud y del equilibrio psicológico.
Pero tenemos que señalar con decisión aquellos aspectos que suponen un vaciamiento radical de la fe cristiana[11].
En la Nueva Era no hay lugar para la experiencia religiosa de la fe[12]. Se habla de espiritualidad y de mística, pero ambas están sostenidas por el saber, por el conocimiento, por el supuesto dominio del hombre de los resortes del universo.
Dios no es un Tú, que nos interpela, que nos convoca, que nos ama, que sale libremente a nuestro encuentro y al que nosotros podemos responder en libertad por la fe. Dios es una energía cósmica, disponible para mis manejos esotéricos y para mis necesidades psicológicas.
Sobre los planteamientos de la Nueva Era se proyecta la alargada sombra de un viejo conocido del cristianismo: el gnosticismo. Sus ecos resuenan con total claridad en sus grupos y redes, en su aproximación esotérica a la realidad, en su concepción cíclica del tiempo, en su dualismo «historizado», que enaltece el futuro que se avecina frente a la negatividad y decadencia del viejo paradigma del presente y del pasado.
Desde una visión dualista de la realidad, el gnosticismo antiguo atacaba los fundamentos mismos de la fe cristiana, recreándolos totalmente y proponiendo una nueva espiritualidad y una ética distinta. Los «elegidos» se sentían en posesión de un conocimiento exclusivo de los misterios divinos, a través de una singular revelación, que posibilitaba la salvación del hombre, rompiendo las cadenas que lo ataban a este mundo sensible, en poder de las tinieblas, y haciéndolo llegar a la plenitud, al mundo de la luz.
El gnosticismo actual de la Nueva Era no es elitista. No se huye del mundo real concreto, sino que se pretende transformarlo por medio del saber humano para convertirlo en un mundo perfecto, lugar de la autosalvación del hombre. Se disuelve la trascendencia divina, pero se habla continuamente de religiosidad, de mística. Se propone una ética exigente y los valores humanos son promovidos con ardor. No se ataca abiertamente a ninguna religión, pero sus contenidos doctrinales son despreciados y considerados el mayor peligro para la búsqueda personal de la nueva espiritualidad.
En la Nueva Era el camino de la salvación está escondido en el propio «yo». A través de experiencias subjetivas y de técnicas psicofísicas se alcanza la «nueva conciencia integral», la «iluminación» definitiva en el encuentro consigo mismo en el «sí mismo» transpersonal que abarca la totalidad, como energía cósmica que fluye por toda la realidad.
La Nueva Era se alimenta de concepciones y mitos gnósticos y actualiza, a través de un cientifismo confuso y bajo el influjo de las tradiciones místicas orientales, el saber humano como camino de salvación del hombre. Quiere dominar al Misterio y ponerlo a su servicio[13].
 
Frente a ciertas tendencias en la experiencia religiosa, cuatro propuestas
La Nueva Era, con su realidad magmática y polimorfa, nos ofrece la posibilidad de evidenciar ciertas tendencias que se están generando en el campo religioso y que nos sitúan ante retos realmente difíciles:
 

  • La tendencia a un “deísmo espiritualista” en detrimento de un “teísmo personalizado y personalizante”, con la circunstancia agravante de una instrumentalización pragmatista de lo sagrado, que queda sometido al principio de verificación de la utilidad para el individuo.
  • La tendencia al individualismo religioso, con una actitud de sospecha y de distanciamiento explícito frente a la realidad institucional y comunitaria de la experiencia religiosa: la religión se concibe sin referencias normativas y la espiritualidad como mera búsqueda subjetiva.
  • La tendencia a subrayar de forma unilateral lo emotivo y sentimental en el ámbito religioso, llegando a desvincular la creencia de lo ético.
  • La tendencia a la depreciación de los contenidos doctrinales: desaparece en los individuos la coherencia dogmática y se da una presión hacia lo “herético”, conduciendo a una selección personalizada de los contenidos y a su recombinación heterogénea sin cuestionarse la identidad religiosa.
  • La tendencia a sobrevalorar el testimonio personal, rechazando al mismo tiempo el papel normativo de una autoridad religiosa.
  • La tendencia al empobrecimiento simbólico: los símbolos religiosos tradicionales aparecen opacos por amnesia o indiferencia simbólicas.

 
Frente a estas tendencias me permito hacer las siguientes propuestas:

  • Que la Iglesia sitúe explícitamente en el centro de su evangelización el núcleo trinitario de la fe: la experiencia de la misericordia infinita de Dios Padre, revelado en Jesús el Cristo, por el amor y la fuerza del Espíritu Santo.
  • Que la Iglesia haga creíble su oferta de salvación, vinculando la fe con experiencias humanas de sentido, con historias concretas de humanización, expresando con claridad la coherencia entre lo religioso y lo ético.
  • Que la Iglesia se comprometa con un lenguaje teológico renovado en la personalización de la transmisión de la fe, revitalizando su dimensión comunitaria, guiando pedagógicamente al cristiano a la experiencia de la oración personal y de la celebración de los sacramentos, especialmente de la eucaristía, con una adecuada y paciente “alfabetización simbólica”.
  • Que la Iglesia, en una actitud lúcida de discernimiento y diálogo, se abra consecuentemente a la realidad compleja y pluralista del mundo actual y a los desplazamientos que se están dando en la experiencia religiosa, para descubrir los interrogantes y los deseos legítimos que están presentes, y para los que la fe tiene una respuesta.

 
Epílogo: “El viaje de Teo” da que pensar
En la novela El viaje de Teo (Ed. Siruela, Madrid 21998), Catherine Clément relata la vuelta al mundo que realizan el joven Teo y su tía Marthe para conocer las distintas respuestas que se han dado a la pregunta sobre la existencia de Dios. En Nueva York visitan la “capilla universal” (p. 535):
 
“Después de las negociaciones con uno de los guardias, la tía Marthe consiguió que abrieran una puerta junto a la entrada. Daba a la capilla de la ONU.
Construida en los años cincuenta en un costado del edificio, estaba destinada a todos los fieles de todas las religiones del mundo. Sin cruz, sin imágenes, sin nombres, sin altar, sin poste, sin estatuas ni fetiches, sin árboles ni sonrisa. Un pincel de luz iluminaba una enorme piedra vertical, regalo de Suecia: un bloque negro de hematíes extraído de las minas. Unas filas de bancos permitían venir a rezar o a meditar. Eso era todo.
-Magnífico, ¿verdad? -dijo la tía Marthe, extasiada.
-Pero frío -murmuró Brutus-. ¡La religión es algo vivo!
-A mí, me gusta -dijo Teo-. Una religión todoterreno, como el 4X4. ¡Me mola!”
 
El viaje de Teo acaba en Delfos. Allí, entre las ruinas del santuario, Teo y su amiga Fatou leen la oración testamento de tía Marthe, cuyas últimas frases son (p. 575):
 
Quedad en paz, con Dios, cualquiera que sea el concepto que tengáis de él; y, sean cuales sean vuestros trabajos y sueños, conservad en el ruidoso desconcierto de la vida la paz en vuestra alma. ¡Pese a todos sus penosos afanes y sus sueños quebrantados, el mundo es bello! Tened cuidado… Tratad de ser felices.
 
Este es el desafío. Como cristianos tenemos que seguir anunciando a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, y seguir recordando aquellas palabras del evangelio de Mateo (6, 31-34):
 
“Con que no andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Son los paganos quienes ponen su afán en esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.”
 

Antonio Ortíz Jiménez


 
 
[1] Cf. Secretariado para los no creyentes, Fe y ateísmo en el mundo, BAC, Madrid 1989, 33-36. 92-95.
[2] Cf. J. Sudbrack, La nueva religiosidad. Un desafío para los cristianos, Ed. Paulinas, Madrid 1990, 24-32.
[3] M. Fergusson, La Conspiración de Acuario. Transformaciones personales y sociales en este fin de siglo, Kairós, Barcelona 21988, 440. 441. 442.
[4] Cf. K. Wilber, La conciencia sin fronteras. Aproximaciones de Oriente y Occidente al crecimiento personal, Kairós, Barcelona 1985, 69. 184.
[5] Ibid., 187.
[6] Cf. M. Fergusson, o.c., 437-445. La autora atribuye esta última frase a Kazantzakis.
[7] K. Wilber, o.c., 65. 78-79.
[8] J. White, La iluminación y la tradición judeo-cristiana, en J. White (ed.), Qué es la iluminación. Exploraciones en la senda espiritual, Kairós, Barcelona 1989, 193.
[9] Cf. ibid., 192. 194. 196. 201.
[10] Cf. B. Franck, Diccionario de la Nueva Era, Verbo Divino, Estella 1994, 85-86. 109. Y sobre el concepto de avatar, cf. ibid., 256
[11] Cf. A. Jiménez Ortiz, Por los caminos de la increencia. La fe en diálogo, CCS, Madrid 21996, 145-146.
[12] Cf. la distinción que hace entre creencia, fe, experiencia cumbre y adaptación estructural religiosa (único nivel donde se da una religiosidad auténtica) K. Wilber, Un Dios sociable. Introducción a la sociología transpersonal, Kairós, Barcelona 1988, 99-111.
[13] Cf. A. Jiménez Ortiz, Por los caminos de la increencia, 148-149.