EL PROCESO FORMATIVO DE LA FE EN CRISTO JESÚS

1 enero 2012

DESDE LA EXPERIENCIA PASCUAL A LA TRADICIÓN EVANGÉLICA

Juan J. Bartolomé, sdb

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
En el título, el autor, nos presenta el propósito de su artículo: describir el proceso formativo de la fe en Cristo Jesús, partiendo de la experiencia de la resurrección y teniendo en cuenta la tradición evangélica. La predicación misionera parte de la experiencia de la resurrección donde la comprensión de Dios y su confesión queda definida en relación con Cristo Jesús. Resucitado por Dios, Jesús se ha convertido en norma única y camino exclusivo de salvación para todos los hombres. El autor concluye su artículo con estas dos afirmaciones: la comunidad creyente es el origen de la tradición y su destinatario; la predicación oral fue y ha de seguir siendo el núcleo originario y la actividad recreadora de la fe en Cristo.

El cristianismo, como hecho histórico, ha nacido de, y con, el testimonio público de que Jesús de Nazaret había resucitado. La convicción a la que llegaron unos hombres, discípulos del Nazareno ajusticiado en Jerusalén bajo Poncio Pilato, de que lo habían visto vivo y la inmediata proclamación de esa experien­cia inesperada constitu­yen el origen histórico de la fe en Cristo y la causa determinan­te de su originalidad. Se sea o no consciente, se es cristiano es por saber y testimoniar que Jesús de Nazaret está vivo.

  1. Encontrarse con Jesús vivo, núcleo de la experiencia pascual

El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha dejado una imagen bastante verosímil de los primeros días del cristianismo. Su autor pone en boca de Pedro unos discursos, en los que el apóstol presenta la nueva fe a un público judío (Hch 2,14-40; 3,11-26; 4,8-12; 5,29-32). Aunque su actual formulación responda a las ideas del redactor, no hay duda de que transmiten con fidelidad el núcleo básico de las primeras afirmaciones de la fe cristiana: “Os hablo de Jesús el nazareno.., lo matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó” (Hch 2,22-24; cf. 2,31-36; 3,14-15; 4,10; 5,30-32).
Tal afirmación establece un neto contraste entre la acción humana de matar y la acción divina de resucitar, siendo Jesús de Nazaret, en ambos casos, el sujeto pasivo. Para Pedro, Dios y los hombres se han definido por su postura personal con respecto a Jesús de Nazaret. Y puesto que Dios optó por él, resucitándolo de entre los muertos, la relación de los hombres con Dios pasa necesariamente por la aceptación del mismo Jesús como Señor y Cristo (Hch 2,36; cf. 2,38; 3,17-20; 5,31): “la salvación no está en ningún otro, es decir, bajo el cielo no tenemos los hombres otro diferente de él al que debamos invocar para salvarnos” (Hch 4,12; cf. Flp 2,9-11).
Así, y desde un principio, la fe en la resurrección de Jesús no sólo afirmaba la nueva y definitiva vida del crucificado en el Gólgota, también incluía la convicción de que tal suceso implicaba a cuantos la proclamaban y – lo cual era menos comprensible – a cuantos les escuchaban: la resurrección de Jesús tenía que ver con todos los hombres. La actuación divina no se agotó, pues, en el profeta de Nazaret, aunque en él se hubiera concentrado; lo que ya le había acontecido se consideraba prometido a todos los que en él creyeran. Con su intervención en favor de Jesús, Dios se desvelaba a favor de quienes aceptaran la vida y la obra de Jesús de Nazaret como normas de sus vidas y de sus obras.
Fue, precisamente, la persuasión de que lo sucedido a Jesús de Nazaret le transcendía, implicando potencial­mente a todo hombre, lo que motivó a los testigos a lanzarse a publicar su experien­cia y proclamar Salvador a Cristo Jesús. Su creencia personal se convirtió en mensaje que predicar. Y con cuantos, aceptándolo, se sintieron salvados nació la comunidad cristiana.
 
1.1. Datos básicos de la fe en la resurrección de Jesús
El creyente en Cristo es, por lo tanto, hijo y heredero de la experiencia de resurrección de Jesús. En ella se sabe salvado. Con demasiada frecuencia, por desgracia, el cristiano pasa por alto, si es que no lo ignora por completo, el contenido real de la afirmación central de su fe: “Dios resucitó a este Jesús; y todos nosotros somos de ello testigos” (Hch 2,32).
 
Haber resucitado significa vivir para siempre
Recurriendo de modo inconsciente a las imágenes visuales con las que la pintura religiosa ha intentado captar el misterio, el cristiano que habla, o siente hablar, sobre la resurrección de Jesús, asocia automáticamente el término de resurrección con la salida de Jesús, triunfante, de un sepulcro abierto. No es ésta la idea de la resurrección que nos ha transmitido el Nuevo Testamento. En realidad, no sabemos siquiera si los que proclamaron a Jesús resucitado habían presenciado su salida de la tumba. Sabemos, eso sí, que no dieron a este hecho demasiada importancia.
Los testigos primeros de la resurrección aseguraron exclusivamente haber visto al Señor vivo (Mt 28,9-10.17; Mc 16,7.12-14; Lc 24,32.34-35.36-41; Jn 20,18.25-29; cf. 1 Cor 15,5-9), sin reparar demasiado en las objeciones que semejante afirmación suscitaría en sus oyentes. La formulación elegida, ser visto o dejarse ver, presenta el suceso como algo sensible, aunque no siempre verlo llevase a creerle vivo (Lc 24,15-21; Jn 20,20-24.29); de ahí que la experiencia pascual no puede ser reducida a un aconteci­miento puramente visual. El caso es que los testigos hablaron de ella como de un encuentro personal, que ellos consideraban real, por más que superara su capacidad de contarlo con propiedad.
Y es que la extrañeza de sus oyentes no podría compararse con la sorpresa incrédula que tuvieron que superar ellos. Los relatos evangélicos, que nacieron a partir de sus recuerdos, concuerdan en resaltar las resistencias de los testigos a creer lo que estaban viendo y que sólo las vencieron a instancias del Resucitado (Mc 16,11-13; Lc 24,10-12.22-25.36-40; Jn 20,15-16.24-28). Porque quienes afirmaron haber visto al Señor (Jn 20,25; Lc 24,34), lo sabían muerto en cruz y bien enterrado (Jn 19,30-41; Lc 24,20-22); eran, pues, los últimos en imaginarse que lo encontrarían vivo al ‘tercer día’ de su crucifixión. Sin embargo, superados los primeros momentos de asombro y desconfianza, no pudieron silenciar su experiencia: “Jesús vive. Se nos ha aparecido” (Jn 20,25; Lc 24,32).
 
Un única afirmación, dos hechos dispares
Quien desee captar lo que esa afirmación, obvia en apariencia, implicaba para cuantos la repetían, habrá de tener en cuenta los elementos fundamentales, dos, que la integran.
Por una parte, hablan de Jesús de Nazaret, una persona de ellos bien conocida, con la que habían convivido largo tiempo y a la que habían abandonado sólo unos días antes. El Resucitado tuvo que emplearse a fondo mostrándo­seles vivo, mientras ellos perdían el tiempo buscándole entre los muertos (Mc 16,9; Mt 28,9-10; Lc 24,13-15; Jn 20,11-18.24-29). Esta inmediatez de Jesús, difícilmente apreciable por nosotros hoy, era tan real que, precisamente por ello, les creaba problemas afirmar que lo acababan de ver de nuevo. Les resultaba más lógico, sobre todo para ellos, pensar en fantasmas (Mt 28,17; Lc 24,37) o atribuirlo a habladurías de mujeres (Mc 16,11; Lc 24,22-24) que aceptar la evidencia de su resurrección. Pero el hecho se les impuso de forma tan ‘palpable’ (cf. Lc 24,39-40; Jn 20,20.25-27), que no les quedó, al final, más remedio que admitirlo como realmente acontecido.
Por otra parte, y una vez superada la sorpresa de unos hechos que se oponían a su experiencia anterior y a sus lógicas expectati­vas, los testigos se convencieron, muy a su pesar, de la realidad de su nueva vivencia. Con todo, el convencimiento al que llegaron no les preparó mejor para expresar bien la nueva experiencia. De hecho, los relatos de las apariciones son confusos, contradic­to­rios a veces. Quienes habían visto y conocido a Jesús de Nazaret no le reconocen cuando topan con él. Aunque habían convivido con él, lo confunden con un extraño (Jn 20,15; cf. Lc 24,18); reconocido, desaparece (Lc 24,32; cf. Jn 20,17); puede presentarse como fantasma (Lc 24,37-39), tras haber entrado en una casa, cuyas puertas estaban atrancadas (Jn 20,19.26), dejarse tocar (Lc 24,39), comer pescado asado (Lc 24,41-43; cf. Jn 20,25; 21,12-13) o caminar sobre el mar (Jn 21,1.4) ante unos discípulos aún atónitos, cuando no incrédulos.
Las incoherencias que acumula la narración están reflejando la veracidad del testimonio dado, tanto como la absoluta novedad de lo sucedido. Si los testigos no pudieron acallar su experiencia, no supieron cómo decirla sin desdecirse o sin caer en incongruen­cias. Eran conscientes de no tener a disposición categorías adecuadas para manifestar lo que habían vivido. La vida nueva del Resucitado era tan novedosa, tan primeriza y diversa, que no existía aún lenguaje humano que la describiera con propiedad. Inventar ese lenguaje fue tarea de creyentes. La predicación cristiana, primero, y el Nuevo Testamen­to, después, son prueba de ese esfuerzo testimo­nial, enorme y no siempre bien logrado.
 
1.2. El testimonio, único modo fehaciente de hablar de la resurrección
Como cualquier experiencia humana, la experiencia del Resucitado estuvo precedida por un suceso real que la posibilitó y, a su vez, provocó un lenguaje que la hizo pública. De no haber resucitado Jesús, sus discípulos no lo habrían encontrado vivo. De no estar vivo, no se les habría aparecido. De no habérseles aparecido, no se habrían convertido en sus testigos “hasta el fin del mundo” (Hch 1,8).
La comunicación de su experiencia personal, mediante la predica­ción misionera, logró que la nueva vida de Jesús no pasara desapercibida en cuanto suceso concreto; e impidió que la experiencia se redujera al grupo de quienes habían visto al Señor (cf. 1 Cor 15,5-8). A quienes Jesús no se les mostró, entonces como hoy, les/nos queda un solo camino para llegar a la convicción de que realmente vive: la aceptación de la experiencia de los testigos.
Ello significa que, por un lado, el hecho de la resurrección de Jesús permanece, en sí mismo, inaccesible a nuestra verificación histórica. Pero no poder demostrar sin fisuras que se dio, no legitima negar que se diera. La única posibilidad de aproximación reside en la aceptación cordial y completa de la vivencia de quienes vieron al Señor resucitado. Por otro lado, y ello no es más que consecuen­cia de lo dicho, afirmar la resurrección de Jesús como hecho histórico es, más que prueba o motivo de la fe en Cristo, su tema y contenido central.
En realidad, cuanto predicaron sobre el Señor Jesús resucitado sus testigos fue descripción de su propia vivencia, más que relato neutral de lo acontecido a Jesús de Nazaret. En el origen de las expresiones que crearon no estuvo el interés por narrar la salida de Jesús del reino de la muerte (cf. Hch 2,29-31), sino la necesidad de dar publicidad a sus encuentros con el Señor ya vivo. Si la acción divina de resucitar a Jesús hizo posible las apariciones de éste a sus discípulos, fueron en definitiva las afirmaciones repetidas por ellos las que dieron a conocer el hecho de la intervención de Dios en favor de Jesús.
Se roza aquí un dato esencial para la comprensión de la resurrec­ción de Jesús. De ella no se puede hablar sin implicarse personalmen­te; cuanto sobre ella se diga tendrá que ser dicho testimo­nialmente. No se alcanza, pues, el suceso real, si no se acepta la incidencia subjetiva en las personas que lo atestiguaron. El testigo no habla de oídas, sino a sabiendas; relata su propia vivencia cuando da testimonio de lo sucedido; creyéndose haberse encontrado con Dios, hace de su experiencia personal contendido de su predicación: el testigo de Dios habla de sí, cuando tiene que hablar sobre Dios.
Quien reconoce que Dios, resucitando a Jesús de entre los muertos, le ha ofrecido una salida definitiva a sus angustias y liberado de todo límite, muerte incluida, no puede hablar fría y desapasionadamente de Jesús resucitado. Sólo quien habla sabiéndose comprometido con lo que dice (se sabe salvado), y lo dice queriendo comprometer a quien le oiga (quiere salvar), habla fehacientemente del Señor resucitado.
Tal es el lenguaje de los primeros cristianos, de cuya proclama­ción nacería el Nuevo Testamento. No puede esperarse de él, por tanto, un recuento notarial y frío de lo sucedido, sino la proclamación de sus consecuencias por parte de quienes se saben afectados.
 
1.3. El lenguaje de la resurrección
La mayor parte de cuanto sabemos sobre la resurrección de Jesús se lo debemos a discípulos anónimos. El lenguaje que crearon se tuvo que acomodar al auditorio concreto para el que fue pensado. No podían hablar de Jesús vivo sin aludir a la vida de los cristianos. Y, en consecuencia, la diversidad de situaciones vitales en que se movían, ellos y sus oyentes, diferenció su testimonio; no pudieron hablar de la resurrección de forma idéntica antes un auditorio pagano (cf. Hch 17,22-32) o en una asamblea de judíos (cf. Hch 2,14-41; 13,16-42), en catequesis a cristianos (cf. 1 Cor 15,1-17) o durante una celebración común de la fe (cf. Flp 2,5-11).
Ello implica que, sin tener que renunciar al testimonio del hecho, incluyeran en sus afirmaciones y relatos otros intereses y nuevas preocupaciones. El respeto que debían a las necesidades de sus oyentes obligó a los predicadores cristianos a introducir en su testimonio motivos y temas que, de por sí, no pertenecían al núcleo de su experiencia pascual, pero eran vistos como ineludible aplicación a la situación del auditorio.
Este enraizamiento del lenguaje de la resurrección en situaciones comunitarias del cristianismo primitivo tuvo como consecuencia su diversificación: al ser la experiencia dicha en diferentes ambientes sociales, para oyentes distintos, tuvo que encontrar diversas formas de expresión.
A veces bastó la mera afirmación del hecho (1 Tes 4,14; Rom 10,9), mientras que, otras, los destinatarios del mensaje esperaban un relato de lo sucedido (Hch 1,2-8; 10,40-42; 13,30-33). De este modo, ha llegado hasta nosotros un doble tipo de lenguaje testimonial sobre la resurrec­ción de Jesús: la escueta declaración de su nueva vida y la descrip­ción, más o menos detalla­da, de las apariciones del Resucitado.
 
La experiencia afirmada
Afirmar la resurrección de Jesús como hecho es el modo más directo y elemental de expresar la experiencia pascual, sea que se indique a Dios como actor principal (1 Tes 1,10; Rom 10,9; Col 2,12; Ef 1,10; Hch 2,23-24.32; 3,15; 4,10; 17,31), sea que se nombre a Cristo como sujeto pasivo (1 Tes 4,14; Rom 8,34; 1 Cor 15,12.13.14-16.17.20: Lc 24,34).
Estas afirmaciones, primeras expresiones de la fe cristiana y embrión del Nuevo Testamento, encontraron un ambiente propicio en la misión. El esfuerzo proselitista acompañó su nacimiento y mantuvo su necesidad. Pero la mera afirmación de la resurrección no agotó la capacidad, ni la necesidad, de crear nuevo lenguaje dentro de la comunidad. Una forma aún más profunda, mejor reflexionada, de decir la fe surgió cuando ésta se celebraba en común.
De hecho, el culto cristiano fue la ocasión privilegiada para descubrir con más nitidez y expresar con mayor belleza las dimensiones reales de la interven­ción de Dios en Jesús resucita­do. Al reunirse para recordar agradecidos la hazaña realizada por Dios, los creyentes se convirtieron en poetas que leyeron la experiencia pascual de forma inigualada, insuperable, en esas estupendas recreaciones del significado de la resurrección de Jesús que son los himnos cristológicos (Flp 2,6-11; 1 Tim 3,16; 1 Pe 3,18-22; Jn 1,1-18).
La afirmación de la experiencia pascual no es, pues, unívoca. Ha inventado dos formas de expresión, que dependen directamente de las dos actividades características de la comunidad cristiana: el culto común, que es donde mejor se comprende el misterio, por ser el lugar donde uno se sabe comprendido por lo que celebra y agradecido por ello; la misión, también común, que nace y se mantiene por la necesidad de dar a conocer a otros una salvación de la que uno ya ha hecho experiencia.
 
La experiencia narrada
Tanto las confesiones de la fe como los himnos litúrgicos que la celebran dejaban sin satisfacer la lógica curiosidad de los oyentes. Los testigos tuvieron que acudir a sus recuerdos para ofrecer un relato que, describiendo el hecho y el alcance que para ellos tuvo, lo hicieran más comprensible a sus oyentes. La convicción básica era la misma, pero su expresión literaria se hizo crónica biográfica. Afirmaciones como la de Pablo en 1 Cor 15,4-8 pudieron servir de guía e inspiración para la recreación de relatos más circunstan­ciados.
Estas reconstrucciones narran, pues, la experiencia pascual. Si la confesión de fe afirma el hecho y el himno se centra en su sentido, el relato sitúa hecho y sentido en un tiempo y en un espacio, donde personas conocidas comparten protagonismo con el mismo Dios. El relato concretiza la experien­cia haciéndola más asequible; pero se engañaría quien pretendiera identificar lo narrado con lo sucedido.
Las divergencias, contradic­ciones incluso, que los relatos ofrecen, impiden hacerse una imagen de lo acontecido que quede al abrigo de toda duda razona­ble. Y es que las mismas preocupaciones comunitarias que condicionaron la formulación de la fe en la resurrección, influyeron en la producción de estos relatos. Los testigos no pudieron narrar lo sucedido aquel primer día de la semana (Mt 28,1; Mc 16,2; Lc 24,1; Jn 20,1), sin reflejar lo que les estaba sucediendo a ellos mientras lo narraban.
Los relatos sobre la resurrección de Jesús, presentes en los cuatro evangelios, pueden agruparse en dos tipos diferentes: aquéllos que concentran la acción en torno al sepulcro vacío (Mt 28,1-10; Mc 16,1-8; Lc 24,1-2; Jn 20,1-10) y los que describen las apariciones del Resucitado a sus discípulos (Mt 28,16-20; Lc 24,13-32.33-53; Jn 20,19-29).
 
En torno a la tumba vacía
Los primeros recogen tradiciones marginales al núcleo de la fe en la resurrección; elaboran el hecho de que unos discípulos, algunas mujeres probablemente, encontraron la tumba abierta y vacía; ratifican, además, la veracidad de la muerte de Jesús y facilitan la identificación del Resucitado con el ajusticiado. Sutilmente dejan entrever un dato, rigurosamente histórico, de notable transcendencia: el descubri­miento de la tumba vacía no condujo a sus protagonistas a la fe ni, mucho menos, al testimo­nio de la resurrección; a lo sumo, sembró en ellos sorpresa y desconcierto (cf. Mc 16,8). La tumba abierta es signo para quien ya cree, para quien se siente amado (cf. Jn 20,8); en sí misma, se mantiene abierta a otras explicaciones posibles (cf. Mt 27,62-66).
 
Las apariciones
Los relatos de apariciones, historificación de la experiencia de los testigos, presentan, a su vez, dos modelos diversos deencuentros con el Resucitado: los que se interesan por un grupo restringido de discípulos, nombrados testigos por el Resucitado en persona, sea en Galilea (Mt 28,16-20; Jn 21,11-28), sea en Jerusalén (Lc 24,33-53; Mc 16,14-20); y los que narran el encuentro del Resucitado con creyentes individuales: María Magdalena (Jn 20,11-28; Mc 16,8-11), las dos Marías (Mt 28,1.9-10) o los discípulos de Emaús (Lc 24,13-32; Mc 16,12-13).
Los primeros son, en realidad, crónicas de la fundación de la comunidad cristiana. Predomina en ellos la intención de narrar el surgimiento de una comunidad, nacida de un mandato y con una tarea impuesta por el Resucitado. Aunque cada evangelista subraya el aspecto que más le interesa (p. ej., Mateo, la evangelización; Juan, el perdón), la misión universal y la identificación del vidente como testigo son los dos datos comunes a esos relatos. Los apóstoles tuvieron que sentirse enviados al mundo por una encomienda del Resucitado, tras haberle encontrado vivo; vencieron su sorpresa, teniendo al mundo como destino de su vida y teniéndolo por oyente del evangelio (Mt 28,18-20; Hch 1,18).
Los relatos de encuentros del Resucitado con algún discípulo concreto escenifican un posible acceso a la experiencia pascual para cuantos no han sido elegidos por Cristo como sus testigos personalmente. A quienes Jesús no se les mostró vivo, les quedaron otros caminos para reconocerlo como Señor y Cristo: el testimonio que se fía del anuncio de que vive (Mt 28,5-8; Mc 16,8), la fe que no precisa de pruebas (Lc 20,24-29), el reconocimiento que renuncia a mantener al Señor a la propia disposición (Jn 20,11-18), la escucha de la Palabra y la participación en la eucaristía común (Lc 24,30-32). Estas vías hacia la fe pueden ser recorridos por todos los que no lo acompañaron “desde los tiempos en que Juan bautizaba hasta el día en que se lo llevaron al cielo” (Hch 1,22). También nosotros.
 

  1. La ineludible tarea de reformar la propia fe

Afirmar la resurrección de Jesús es la primera confesión que hacer para poder presentarse como cristiano y la última a la que renunciar antes de dejar de serlo. Pero no es, ciertamente, la única.
Apenas confesada la resurrección del Señor Jesús, y precisamente por sentirse salvados en Él, los primeros cristianos iniciaron un proceso, lento y profundo, de repensamiento de su fe y de la anterior convivencia con Jesús de Nazaret. Buscaban comprender lo sucedido a Él…, y a ellos. No hay que olvidar que entre quienes iniciaron este proceso estaban los que habían acompañado al profeta galileo desde el inicio, lo habían visto predicar el reino y hacer milagros, sabían que habían muerto crucificado y dónde había sido sepultado. Cuando lo supieron vivo y se supieron salvados por Dios (2 Cor 4,14; Rom 4,25; 8,11; 10,9), empezaron a ver a Dios y a Jesús de modo bien distinto; tuvieron que reformular su fe en el “Dios de nuestros padres” (Hch 3,13) e iniciar a formular su fe en Cristo Jesús (Hch 2,36).
El descubrimiento de que Jesús de Nazaret era el Señor Resucitado (1 Tes 1,10; Rom 6,9; Flp 2,6-11) comportó la transformación de Dios, verdadero actor del acontecimiento (1 Tes 4,14; 1 Cor 6,14-15), que desde ese momento en adelante será proclamado como Padre de nuestro Señor (Ef 3,14; 1 Pe 1,3). Sólo el Dios que ha dado un futuro sin límites a Jesús de Nazaret ha demostrado, más allá de toda duda, que quiere un nuevo futuro para el hombre y está dispuesto a concedérselo.
 
2.1. “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15,6)
La convicción de que Jesús, que había muerto crucificado, había sido resucitado por Dios (Hch 2,36; 3,15), obligó a los primeros creyentes a repensar las esperanzas mesiánicas que les habían llenado de ilusión mientras seguían a Jesús. Y, más decisivo aún, les impuso tener que aceptar un cambio radical en su concepción de Dios: no era ya sólo “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres” (Hch 3,13) sino también, y sobre todo, Aquel “que resucitó a Jesús de entre los muertos” (Hch 2,24.32).
Sin ser rechazado, el monoteísmo judío tuvo que ser modificado: la comprensión de Dios y su confesión queda definida en relación con Cristo Jesús. El Dios creador (Ef 1,3-6; Col 1,15-19), el “Dios de nuestros padres” (Hch 3,13), es el “Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (2 Cor 1,3; 11,31). El Dios de Israel viene de ahora en adelante caracterizado ‘desde’ y ‘por’ Cristo: el Resucitado es su Hijo (1 Tes 1,10; Gal 1,16; Rom 1,4), a quien le ha conferido su Nombre (Flp 2,9-10). Es Él su icono (Flp 2,6; 2 Cor 4,4), el portador de su gloria (2 Cor 4,6; Flp 3,21); se sienta a su derecha (Rom 8,24), ejercita su poder (1 Cor 15,27; Flp 3,21), y será su representante exclusivo en el último juicio (1 Tes 1,10; 1 Cor 16,22; 2 Cor 5,10).
Nunca honrado como un ‘segundo’ dios, Cristo Jesús fue insertado en el culto al único Dios verdadero: ha sido Dios quien ha hecho conocer la gloria divina que se ve en el rostro de Cristo. Hay que reconocer, pues, que el Señor Jesús, exaltado a la gloria de Dios, no amenaza el radical monoteísmo de la fe, primero judía, luego cristiana. Ya en los años cincuenta, Pablo llegaría a definir a Jesús describiendo la actuación de Dios en él y por medio de él (Col 1,15-19; Ef 1,4-10). Esta superposición de funciones salvíficas entre Dios y Jesús se había dado ya antes de Pablo, y en un período de tiempo verdaderamente escaso.
Detrás de Jesús resucitado está siempre, y sólo, Dios: Dios lo ha enviado (Gal 4,4-5; Rom 8,3-4), lo ha entregado a la muerte y lo ha hecho resurgir de entre los muertos (Rom 4,25; 8,32); por medio de él, Dios ha reconciliado el mundo consigo (2 Cor 5,18-19) y justifica a quien crea en él (Rom 5,1-11). Después de la exaltación de Jesús, Dios continúa siendo confesado como único Dios, pero Cristo Jesús está ya siempre junto a Él: el Dios cristiano es el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo.
La actuación de Dios el día de Pascua, aunque fuera en un solo hombre y de una vez por todas, tuvo consecuencias sobre todos los creyentes y en el mundo (cf. 2 Cor 5,21; 8,9). El poder de la resurrección sobrepasa con mucho su experiencia personal, concreta e indivisible, de Jesús de Nazaret. El Dios que lo resucitó es un Dios que quiere tanto la vida que la creó un día y se ha comprometido con nosotros en recrearla de nuevo y para siempre; es un Dios que devuelve la vida a los suyos, porque es Viviente, vive El y hace vivir a cuantos le confían la vida; es un Dios que rescata de la muerte, porque ama retornando a la vida a quienes quiere. En definitiva, es un Dios, en quien se puede confiar de la forma más incondicional, precisamen­te cuando todas las seguridades nos abandonen o en punto de muerte se desmorona la posibilidad misma de supervivencia.
 
2.2. “Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús” (Hch 2,36)
La resurrección de Jesús originó, sobre todo, una lenta e inexorable búsqueda de de comprensión de su misterio personal. Resucitado por Dios, Jesús se ha convertido en norma única y camino exclusivo de salvación para todos los hombres: no hay otro nombre en el cielo, en la tierra, en el abismo, en las alturas, ante quien doblar la rodilla (Flp 2,10). La decisión divina obliga a los hombres a tomar una decisión tan transcendental como urgente: convertirse a Dios pasa ahora necesariamente por la aceptación de Jesús, sus ideas y su predicación, el motivo de su vida y la razones de su muerte (Hch 2,38; 3,26).
Para expresar el estado y la función que el Resucitado ejerce en sus vidas, los cristianos recurrieron a títulos que tomaron prestados de su heredada fe judía. Confesando quién es, en realidad, Jesús, proclamaban lo que había hecho por ellos.
 

  • Así, tras los sucesos pascuales, lo reconocieron inmediatamente como Mesías/Cristo, un título tan habitual que pronto llegó a ser nombre propio (Rom 7,4; 8,35; 14,18; 15,2.7.19). En cuanto Mesías, Cristo es la figura decisiva de la historia humana, que manifiesta y realiza el proyecto salvador de Dios, su agente personal, su representante definitivo. Lo ha sido en todas las etapas de su existencia: preexistencia (1 Cor 10,4; 11,3), vida terrena (Rom 9,5; 2 Cor 5,16), crucifixión (1 Cor 1,21; Gal 3,1.13), muerte (Rom 5,6; 14,15; 15,3; 1 Cor 8,11; Gal 2,19) y resurrección (Rom 6,9; 8,11; 10,7; 1 Cor 15,12-17.20). Debe volver de nuevo para juzgar (2 Cor 5,10; Rom 14,10) y reunir a quienes le pertenecen (1 Tes 4,13-18; 1 Cor 15,20-28).

En ambiente grecorromano, el título no era del todo comprensible o resultaba políticamente incorrecto dada su connotación de un poder que lo desafiaba el del emperador. Entre los judíos, la proclamación del mesianismo de Jesús precisaba aclaraciones complicadas y no siempre asumidas por todos. El mesías en el que creían los primeros cristianos no es el mesías convencional judío, sino el hombre crucificado y resucitado, ‘piedra de escándalo’ (1 Cor 1,23), en cuya muerte y vida participan quienes creen en Él (Rom 3,21-6; 5,6-8.15-17; 1 Cor 5,3).
 

  • Con Señor, el título más frecuente en Pablo, los cristianos reconocían la autoridad que le había sido concedida a Jesús en la resurrección, un señorío que ellos celebraban y esperaban en el culto comunitario (1 Cor 16,22). De hecho, el título ha quedado anclado en las celebraciones eucarísticas (1 Cor 11,20-23.26.32; 16,22), en las que se presiente y aclama la presencia salvífica del Señor Jesús, suprema autoridad en la vida ordinaria de los creyentes (2 Cor 4,5).

En su uso normal, tal apelativo se reservaba a la divinidad y al emperador (1 Cor 8,5); en el vocabulario religioso de los judíos de habla griega, era el título usual de Dios (Rom 4,8; 9,28-29; 10,16; 11,34; 15,11). Además de cualificar al Resucitado indicando su autoridad sobre los creyentes (1 Cor 9,1; Rom 14,7-9; 1 Cor 6,12-13), Señor es empleado también para hablar del Jesús histórico (1 Tes 1,6; 2,15; 1 Cor 9,5; Gal 1,19) y de Aquel que está por llegar para juzgar el mundo y compartir su señorío con los creyentes (1 Tes 2,19; 3,13; 1 Cor 1,7-8; Flp 2,30; 4,5).
En un mundo que se creía poblado de ‘dioses’ y ‘señores’ (1 Cor 8,5), la confesión del señorío de Jesús (1 Cor 8,6) permitía al creyente identificar su existencia cristiana como servicio exclusivo, como pertenencia única, separándose así netamente del modo de vida pagano (Rom 10,9), sin tener que comprometer con ello el monoteísmo radical de la fe judía. Quien se sabe ya de El y vive bajo su esfera de dominio, tiene razones para la esperanza, por evidentes y probadas que sean sus infidelidades. Quien se sabe siervo del Señor Jesús, es libre de toda servidumbre en el cielo y en la tierra. Quien reconoce el amor de Dios en Cristo Jesús, puede desafiar al mundo y a toda potestad visible e invisible (Rom 8,34-35).
Este señorío actual, no obstante, tiene un objetivo que aún no ha sido alcanzado: debe tener dominio sobre todo poder hostil a Dios – comprendidos el pecado y la muerte – antes de someterse Él mismo a Dios (1 Cor 15,24); lo que hace que su poder no sea ni ilimitado ni eterno. El Resucitado ejercita el dominio sometiendo todo, sin excepción, hasta conseguir que “Dios sea todo en todos” (1 Cor 15,28).
 

  • Hijo de Dios es, significativamente, un título importante pero menos empleado. Proviene de la tradición bíblica que consideraba ‘hijos de Dios’ a su pueblo, en cuanto aliado (Os 11,1; Ex 4,22; Dt 14,1; Is 1,2; 43,6; Jr 3,22; Sab 12,21; 16,10.26), al rey, en cuanto su representante ante la nación (2 Sm 7,14; Sal 2,7; 89,26-27), a los ángeles, en cuanto miembros de su entorno (Gn 6,2.4; Dt 32,8; Sal 29,1; 89,6) y al hombre justo (Sab 2,10-20; 5,1-5; Eclo 4,10). Eran considerados tales no por haber sido procreados por Dios, sino por prestarle, de modo diferenciado, un servicio, el servicio de su obediencia, sea por misión sea por elección divina. En cualquier caso, más que un título que define la persona a la que se le atribuye, sirve para afirmar la función que desarrolla o la relación que se vive con Dios.

El título afirma la presencia de Dios en cuanto le ha sucedido a Jesús, durante su vida, en la muerte y en la resurrección. Hijo, afirma, además, que Jesús ha aceptado semejante proyecto en obediencia. El título señala, pues, la relación única e íntima de Jesús con Dios y la implicación de Dios en la actuación redentora de Cristo. Presenta a Jesús como realizador del designio divino (2 Cor 1,19-20), el agente de la redención de los elegidos (Rom 8,3; Gal 4,4), el enviado (Rom 8,32; Gal 2,20) que, con su muerte, ha reconciliado a los hombres con Dios (Rom 5,10).
La resurrección es el momento de la proclamación de esa filiación, allí ha sido confirmada (Fil 2,6-11) o iniciada (Rom 1,3-4). Jesús es Hijo porque ha sido enviado por Dios, ‘entregado por nosotros’ (Rom 8,32). La donación de su vida revela ‘el amor que tiene por mí’ (Gal 2,20). Más aún, el envío del Hijo y la obediencia al Padre, son los datos esenciales de la filiación, una relación única porque lo capacita para hacer hijos de Dios a otros (Gal 4,5). El acento recae sobre la relación de obediencia de Cristo con Dios, no sobre su identidad.
 
2.3. “Cristo murió por nuestros pecados” (1 Cor 15,3)
Apenas superado el estupor que les originó reencontrarse con Jesús vivo e iniciado el intento de redefinición de su persona, los primeros cristianos tuvieron que enfrentarse a un gran enigma, la previa muerte en cruz del Señor Resucitado. Bien sabían que “quien está colgado de un madero es maldito” (Gal 3,13; Dt 21,23). Entonces, ¿por qué pudo Dios “librar de los dolores de la muerte” a un ajusticiado sin permitir que su cuerpo conociera la corrupción (cf. Hch 2,24.31)? Hoy apenas podemos imaginar lo que pudo costarles llegar a afirmar la salvación universal y vincular a su Dios con un crucificado, descubriendo en tal muerte Dios cumplía un plan establecido previamente (Hch 2,23). La mera afirmación provocaba en cuantos lo oyeran lógica incredulidad y neto rechazo; ya que, como escribirá Pablo después, proclamar a “un mesías crucificado es un escándalo para los judíos y una sinrazón para los griegos” (1 Cor 2,23).
Estando seguros de que resucitando al crucificado, Dios ha hecho saber al mundo que Jesús está vivo (2 Cor 13,4) y que vive para trasformar a los creyentes (Rom 6,8; 2 Cor 2,9; 5,15), no les fue difícil entender y confesar que había muerto por nosotros (1 Tes 5,10; Rom 5,8), por nuestros pecados (1 Cor 15,3). La resurrección ilumina y explica el drama de la cruz, descubriendo su sentido último; la cruz, su escándalo (1 Cor 2,23; cf. Gal 6,12; Flp 3,18), se convierte en lugar histórico de la epifanía del amor del Padre y de la revelación de Jesús como su Hijo (1 Jn 4,10: “En esto está el amor, no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados”), y de la oferta de perdón universal por los pecados (Gal 1,4: “se entregó por nuestros pecados.., cumpliendo así la voluntad de Dios nuestro Padre”).
 
2.4. “Según las Escrituras” (1 Cor 15,4)
Puesto que muerte y resurrección de Jesús realizaban el proyecto que Dios tenía dispuesto (Hch 2, 23), los primeros cristianos se lanzaron a leer la Escritura para probar la validez y encontrar el fundamento de su nueva fe. Luego, buscaron argumentos en ella para hacer creíble su predicación a los judíos. Ya que documentaban la realización histórica de la salvación divina de Israel y contenían las promesas de una nueva y definitiva alianza, las Escrituras – en especial, Ley, Profetas y Salmos – constituían la única base de legitimación cuya autoridad era reconocida sin reserva alguna por los cristianos y por sus primeros destinatarios. En ellas, pues, encontraron el apoyo más seguro y un amplio repertorio de temas para leerlas como profecía de Cristo (Mt 21,42: “¿o es que nunca leísteis en las Escrituras: la piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular; esta es la obra del Señor y es una maravilla para nosotros”?).
Las Escrituras se convirtieron pronto en depósito de pruebas que ‘demostraban’ la realización del proyecto salvífico divino en la vida, muerte y resurrección del Señor Jesús y en el filón del que extrajeron conceptos, temas y técnicas de argumentación. Todo cuanto había sucedido “tenía que ser así” (Mc 8,31). Esta convicción queda expresada, de forma magistral, en la narración lucana del episodio de Emaús, donde aparece el mismo Resucitado “interpretando lo que de él se decía todas las Escrituras, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas” (Lc 24,27).
 

  1. Del evangelio predicado a los cuatro escritos evangélicos

Entre todos los escritos bíblicos son los evange­lios los que siempre han gozado de mayor veneración entre las generaciones cristianas. No es sorprenden­te: recogen el testimonio apostólico sobre Jesús de Nazaret, el Cristo, el Hijo de Dios, sobre su vida y su muerte, sus palabras y su actuación. A ellos ha de acudir cualquiera que se in­terese por Jesucristo, sea creyente o no. Y lo que es más importante, la comunidad cristiana sabe que la fidelidad a su Señor Resucitado pasa necesariamente por la fidelidad a estos libros.
Sin embargo, los cuatro evangelios no corresponden exactamente con lo que los primeros testigos de Jesús Resu­citado entendían bajo el término ‘evangelio’; para ellos, ‘evangelio’ más que un libro fue, en su origen, una activi­dad: lo que Jesús hizo y dijo (Hch 1,1; Jn 21,35), lo que mandó proclamar a todo el mundo (Mt 28,19-20; Hch 1,8). Mu­cho antes de que el primer evangelio fuera escrito, existía el evangelio predicado; es más, hubo un tiempo, el más pró­ximo a los sucesos narrados en los libros evangélicos, en el que no existía más que un evangelio (Gal 1,6-9), su conte­nido se resumía en la afirmación de la muerte y la resu­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­rrección de Jesús según las escrituras (1 Cor 15,3-5). El mismo Marcos, el evangelista que empleó por término al ini­cio de su obra, no pretendió con él dar nombre a su libro sino presentar a Cristo Jesús como salvación defini­tiva (Mc 1,1).
Se tuvo que dar, pues, un lento cambio en la comprensión del ‘evangelio’ entre los cristianos del siglo primero, cambio que permitió la transformación de la predicación oral en literatura evangélica. Este cambio implica el reconoci­mien­to, al menos tácito, de la identidad básica en­tre ambas presentaciones – la oral y la escrita – del evan­gelio, sin desconocer su diferencia y la subordinación de la forma es­crita a la oral: lo sustantivo en el evangelio es ser pre­dicación. Lo fue en su origen y lo será siempre.
 
3.1. Evangelio: anuncio de salvación
En su origen, evangelio no era un término de exclusivo uso cristiano. Tanto el helenismo contemporáneo y como el mundo bíblico lo utilizaban, antes de que llegase a definir la predicación cristiana.

Sentido básico
Etimológicamente, evangelio significa buena noti­cia. El testimonio más antiguo de su uso es el de ‘recompensa dada al mensajero por la buena noticia’; luego, vendrá a indicar el conte­nido mismo de la buena no­ticia.
Nor­malmente connota la idea de una nueva alegre para un grupo social determinado; con frecuencia se refería a victorias milita­res: su anuncio provocaba ofrendas sacrificiales a la divi­nidad, idea que también llegó a incluir. En el mundo hele­nístico, cuando las victorias militares se vi­eron en rela­ción con el poder divino del emperador, ad­quirió por vez primera un al­cance político: los momentos más re­levantes de la vida del emperador, sus decretos, son ‘evan­gelios’ para el pueblo; son celebrados comunitariamente como sucesos salvadores, pues el monarca era la raíz prin­cipal de la prosperidad de sus súbditos.
 
Uso bíblico
También en Israel, besorah, el equivalente a evange­lio, es inicialmente un término profano, significando ‘anuncio de victoria’ (2 Sam 18,20.25.27; 1 Re 1,42; 2 Re 7,9) y ‘recompensa debida a quien la proclama’ (2 Sam 4,10; 18,22). La connotación religiosa aparece tardíamente, en el exilio, para designar el anuncio de la salvación definitiva de Dios, su victoria escatológica, que puede ya predecirse (Is 40,9; 52,7; 60,6; 61,1) y que trae consigo la realiza­ción de su reino. Ha sido esta convicción, con toda proba­bilidad, la que ha preparado la denomina­ción del mensaje de Jesús como evangelio (Mc 1,14.15; 8,35; 10,29; 13,10; 14,9; 16,5).

Término cristiano
En el lenguaje técnico de los primeros cristianos, evangelio se refería siempre al anuncio de Cristo Jesús, la pro­clamación de que sólo en él tenemos la salvación (Hch 13,32; 14,15.21; 15,35; 16,10). Su contenido más antiguo no fue la historia de Jesús de Nazaret, sino la confesión de que en él Dios ha cumplido su promesa de salvación (1 Cor 15,3-5; Rom 1,1-7). Para decir el evangelio, pues, no había que narrar la vida de Je­sús, tenía que proclamarse que Dios se había ligado sólo a su persona. Por tanto, no existía más que un evange­lio le­gítimo, el que unía indisolublemente la salvación de Dios con la persona de Jesús (Gal 1,6-9).
 
3.2. Evangelio: predicación escrita
No se sabe si Jesús utilizó el término para referirse a su predicación del reino de Dios. Pero al pre­sentarse como portavoz y realizador de las esperanzas me­siánicas (Lc 4,16-21; 7,22; Mt 11,2-5, cf Is 61,1-2), daba por descontado que estaba anunciando un reinado de Dios tan cercano, como para intuirlo ya presente (Mc 1,14-15; Mt 4,17; 9,35).
Tras los sucesos de Pascua, el anuncio del reino que Jesús había predicado dio paso a la proclamación de Jesús como el Señor por parte de sus discípulos. La predicación de Je­sús se convirtió en predicación sobre Cristo: la salvación por venir, anunciada inminente por el profeta de Nazaret, Dios la ofrecía a quien le aceptara como Cristo e Hijo suyo (Hch 5,42; 8,35; 17,18; 11,20; 13,32-33; 18,25; 28,31). Este anuncio se entiende todavía como predicación a viva voz; y quien la promueve es reconocido como evangelista (Hch 21,8; Ef 4,11; 2 Tim 4,5).
 
Salvación proclamada
Siendo el evangelio la predicación del suceso salvífico que es Jesús de Nazaret, un personaje histórico, los hechos de su vida, aunque sean afirmaciones parciales de ese hecho, pasan a ser afirmaciones salvíficas. La predica­ción apostólica activó la memoria de los testigos, puesto que los recuerdos del Mensajero eran ahora parte del Mensa­je. Esta memoria, que se sabía comprometida con quien se recordaba, no fue neutral, pero sí fiel: los recuerdos apostólicos no anularon la diferencia entre el Jesús cre­yente, predicador del reino de Dios, y el Cristo creído y predicado como Señor por venir. Era re­cuerdos originados en una clara profesión de fe; por tanto, no produjeron sólo una simple crónica de “lo acontecido entre nosotros” (Lc 1,1), sino que aportaban, sobre todo, la comprensión que de los hechos narrados tenían sus predicado­res. Su testimonio era histó­rico porque se re­fería a un personaje histórico con el que habían convivido (Lc 1,2; Hch 1,21-22), pero estaba al ser­vicio de su fe: la narración de la vida de Jesús pretendió ser, desde un prin­cipio y de forma intencionada, predicación de la salvación de Dios.
Pablo es, sin duda, el mejor testimonio de este período cristiano, entre los años 30 a los 60, en el que evangeliosignificaba, ante todo, anuncio de Jesús, hijo de Dios, y evangelización, la actividad esencial de la comunidad cristiana. La conciencia cristiana de Pablo, su ser creyente y su deber ser apóstol, estaban dominados por el evangelio (Gal 1,15-16; Rom 1,1; Col 1,23; Ef 3,7); toda su obra es evangelización, cuyo contenido tiene a Dios como autor (Rom 15,16; 2 Cor 11,7; 1 Tes 2,2.8.9) y a Cristo Je­sús como tema único (Rom 1,3; 15,19; 1 Cor 9,12; 2 Cor 2,2; 9,13; 10,14; Gal 1,11-12; Flp 1,17).
El evangelio paulino se diferencia del evangelio del reino de Dios, que presentan los sinópti­cos como la predicación de Jesús de Nazaret (Mt 4,23; 9,35; 24,14; Lc 4,43; 8,1; 16,16). En este aspecto, Pablo repre­senta una etapa más evolucionada que la que tes­timonian los evangelios escritos; para el apóstol, Cristo llena exclusi­vamente su evangelio; todo cuanto haga palide­cer o tienda a substituir esta primacía de la persona de Jesús anunciada como única salvación no cabe en su predica­ción.

Predicación escrita
Sobre todo en ambientes de misión, pero no exclusivamente, pronto surgió la necesidad de poner por es­critos recuerdos de la vida de Jesús, para recoger la pre­dicación de sus testigos y alimentar nuevas proclama­ciones de su persona: colecciones de hechos y dichos de Jesús, na­rraciones de su muerte y de las apariciones, fueron engro­sando la tradición evangélica. Así, de forma casual y respondiendo a necesidades misioneras y catequísticas, se pasaba del evangelio predicado al evangelio escrito.
Que la puesta por escrito de la tradición evangé­lica sirviera a la predicación, no explica todavía la nove­dad que el surgimiento de la literatura evangélica trae consigo. Tuvieron que darse otras circunstancias muy con­cretas y de­cisivas para el fu­turo de la misma predicación cristiana.
 
La paulatina desaparición de los testigos presenciales obligó muy pronto a la comunidad a preservar su testimonio. La comunidad, creyendo que en Jesús Resucitado Dios había actuado definitivamente, vivía apoyada en su recuerdo: su existencia y su persistencia dependía de su memoria; a falta de hombres vivos que actualizasen un pasado compartido con Jesús, recogieron sus recuerdos en escritos, en los que pudieran reconocer su voz y sentirse, a su vez, discípulos y testigos. De ahí la necesidad de que tales es­critos fueran apostólicos, es decir que condensaran el tes­timonio auténtico de los primeros discípulos de Jesús y testigos de su resurrección.
Además, y en contra de lo que habían creído en un principio, el mundo no parecía estar acabado y el Señor Je­sús retrasaba indefinidamente su retorno. La comunidad tuvo que afrontar tareas nuevas para las que no encontraba solu­ciones directas en la tradición apostólica. Y ello, sin contar con que, perdida la esperanza de una pronta liquidación de este siglo, no tuvo más remedio que comenzar a insertarse cons­cientemente en él. Alargán­dose indefinidamente el tiempo por venir, tuvo que mirar al pasado con mayor atención: lo ocu­rrido a Jesús el Cristo era la mejor fuente de inspiración para imaginarse lo que les iba a suceder a ellos y el apoyo más fuerte frente a cuanto les estaba sucediendo. Tuvieron que leer su propia historia reactivando la historia de su Señor; seguramente, la obra lucana es la mejor prueba de esta situación, aunque no es la única.
Por último, la instalación de la comunidad cris­tiana dentro del mundo grecorro­mano, consecuencia directa del éxito misionero inicial, llevó a la tercera generación cristiana a fijar su mensaje tradicional frente a los cultos mistéricos o sistemas gnósticos imperantes. La comunidad guardó fide­lidad al evangelio oral poniéndolo por escrito en unos li­bros que unieron la predicación con la biografía, la afir­mación escatológica con la crónica histórica, la profesión de fe y el relato como forma de expresión. Así salvó el primer cristianismo el realismo de la salvación de Dios en Jesús de Nazaret, evitando tanto el peligro de convertirse en el triunfo de la Idea (gnosis = salvación por el co­nocimiento) como la tentación de reducirse a historia huma­na, que no dejara lugar al protagonismo divino.
 
Documento escrito
El traspaso de la tradición oral a documento es­crito supuso una transforma­ción en la comprensión del mismo evangelio. Aunque siempre la predicación de Cristo Jesús como salvación de Dios había incluido el recuerdo de su fi­gura histórica, ahora la historificación del kerigma se hizo de forma más consecuente. La crónica biográfica encontró un comienzo lo­calizable en la historia profana, los días de Juan el Bau­tista (cf. Lc 3,1-3; 4,21) y un final también histórico, ‘bajo Poncio Pilato’ (cf. Mc 15,1; Hch 10,37-40).
A esta historificación interna de la predicación cristiana acompañó otra, externa quizá pero no menos de­terminante. El interés de los cristianos por Jesús de Nazaret se basaba en que le creían Señor universal e Hijo único de Dios. Al saberlo vivo y a su favor, les importó su pasado. Pero siendo desde la experiencia actual cristiana desde donde rememoraban aquel pasado y lo asumían en su testimonio de fe, su recuerdo fue selectivo; su memoriza­ción de cuanto “Jesús hizo y dijo entre nosotros” (Hch 1,1) estaba activada por las preocupaciones que su vida actual les presentaba.
En cierta manera, eran las ocupaciones del presente y los mie­dos ante el futuro inmediato lo que les obligó a mantener el recuerdo de Jesús. Y ésta es la razón por la que hoy sabemos tan poco de la vida de Jesús de Nazaret y de que lo sabemos a través de la vida y de la predicación de sus testigos. La comunidad cristiana, cuando se puso a escribir el evangelio, no supo, ni quiso probablemente, separar la memoria de su Señor de la crónica de su presente. Recuerdo de Jesús y vi­vencia cristiana conforman de igual modo el relato evangé­lico.
Ello ayuda a explicar la originalidad del evange­lio, en cuanto predicación escrita. Considerado como docu­mento literario, no encuentra auténticos paralelos en la literatura antigua: ni son esas Vidas de hombres cé­lebres, típicas de la historiografía helenística, ni son colecciones de anécdotas o milagros atribuidas a algún taumaturgo errante. El evangelio cristiano muestra escaso interés por el desarrollo externo e interno de Jesús, sus orígenes, su formación, su sicología; falta una caracteri­zación de su persona, la de sus amigos o discípulos; más grave aún, el marco cronológico, así como la localización geográfica, del relato de su vida y muerte despiertan serias reservas. El evangelio se caracteriza por su sobriedad na­rrativa, por su evidente desinterés en magnificar a sus personajes, por la presencia de Dios en los hechos y dichos de Jesús de Nazaret.
Tampoco la literatura cristiana posterior ofrece auténticos paralelos; y ello es aún más significativo. Los llamadosevangelios apócrifos no son, desde el punto de vista formal, verdaderos evangelios: en ellos domina la in­genuidad y la imaginación, la curiosidad y la piedad popular y no el esfuerzo misionero o la preocupación catequética; se interesan más por llenar los silencios de la tradición apostólica que por llamar a la conversión. Ello no obstante, su influencia en la piedad popular de los primeros siglos, y a través de ella, en los dogmas cristológicos posteriores, ha sido considerable.

Rasgos típicos del evangelio escrito
Es opinión común ver en Marcos al creador del género; su evangelio, por la originalidad literaria y por su trans­cen­dencia histórica, constituye una auténtica hazaña. Es verdad que Marcos encontró en la predicación misionera y en la ca­tequesis comunitaria indicado el camino a seguir, pues ambas explicaban las afirmaciones de la fe cristiana me­­­­­­­­­­­­diante na­rraciones de la vida de Jesús. La aportación per­sonal del autor consistió en enmarcar esa predicación en un relato histórico; su decisión estaba motivada en las ne­cesidades de su comunidad, que sentía urgencia por dar base histórica homogénea a la predicación sobre Cristo que había oído de los primeros testigos y que se ocupó en con­servar.
 
Material tradicional
La primera, y principal, característica del evan­gelio en cuanto género literario es, pues, la presencia en él de la tradición sobre Jesús el Cristo: los evangelistas se nu­tren de los elementos previos a ellos, los copilan y con­servan, los transmiten creando para ellos un marco que in­tencionadamente los convierte en un relato continuado de una parte significativa de la vida de Jesús. Se saben, pues, deudores de una tradición común y responsables de ella ante una comunidad. Y aunque haya que aceptarse un largo período de puesta por escrito, desde las primeras colecciones de hechos y dichos de Jesús hasta su definitiva redacción, toda la obra gira en torno a ese fondo tradicional de narraciones sobre Jesús de Nazaret, cuyo verdadero productor era la co­munidad cristiana; ella fue y sigue siendo el sujeto de la tradición sobre Jesús y, en definitiva, su mejor garantía.
 
Presentación historificada
El segundo rasgo típico es el marco común en el que las tradiciones han sido encuadradas y que va desde la predica­ción del Bautista hasta los sucesos pascuales (cf. Hch 1,1-2; 10,37-40). El encuadre, que sirve de nexo a los di­versos fragmentos tradicionales, sean historias de milagros o con­juntos de sentencias, no refleja la situación de lo narrado en la vida de Jesús; a pesar de su apariencia bio­gráfica, estos encuadres narrativos, por proceder de la mano de su redac­tor y por pretender especialmente unir bloques de tra­di­ciones originaria­mente dispersas, no suelen ser fide­dignos desde el punto de vista histórico. Aunque los dis­tintos evangelios canónicos no coincidan totalmente en este marco geográfico y temporal, poseen una base común, que responde al esquema utilizado por Marcos; él fue quien or­ganizó los materiales en torno a dos ejes: el temporal, desde los días del Bautista hasta el día de la resurrección de Jesús; el espacial, desde Galilea hasta Jerusalén.
El evangelio se presenta, pues, como una crónica de la predicación cristiana. Lo que no quiere decir que debamos considerar los relatos evangélicos como fuentes seguras para la reconstrucción de la vida de Jesús; aunque, por otra parte y a falta de mejores documen­tos, son ellos los únicos en que podemos apoyarnos para co­nocer algo sobre pensamiento y la obra histórica de Jesús. Aquí, a ni­vel li­terario, está latente la conciencia de la comunidad cris­tiana, que se sabe esencialmente referida a unos sucesos concretos y a personas reales: de ahí que los evangelios se presenten como predicación historiada, lectura de lo que narra a la luz de la fe que se tiene, confesión de fe for­mulada como crónica de una vida.
 
Intención proselitista
La presentación histórica del evangelio no ha de llevar a engaños: el evangelio es, ante todo y sobre todo, anuncio de Cristo que busca motivar la conversión en los oyentes; ello impone a que esa predicación intente ser sig­nificativa en la situación del oyente del evangelio, obliga, pues, a su actualiza­ción. La tradición evangélica no se re­cogió ni se transmitió como un sagrado depósito de cosas pa­sadas, sino que era considerada digna de trasmisión – no sólo pero tam­bién – en la medida en que era capaz de ilumi­nar la proble­mática que vivía la comunidad destinataria.
La con­cepción subyacente es realmente revolucio­naria: la co­munidad que recuerda no lo hace mimética­mente ni está domi­nada por una curiosidad por sus orígenes; está procla­mando cuanto su Señor dice a su comunidad y obra en ella, cuando repite lo que Jesús hizo y dijo; así reconoce su propia historia como la mejor crónica de la vida de su Se­ñor. De ahí que vea legítimo retrotraer circunstancias y problemas nuevos situándolos entre los que afrontó Jesús, poner dis­cursos o sentencias no pronunciados por él, tan sólo porque ellos, como cristianos, los están viviendo o necesitando.

3.3. Evangelio: cuatro libros canónicos
A pesar de las diferencias que median entre ellos, los cuatro evangelios que la iglesia ha aceptado como canó­nicos tienen en común haber sistematizado tradiciones orales y escritas sobre la actuación y la predicación de Jesús en torno a unas coordenadas espacio-temporales muy concretas, para responder a las necesidades de sus respectivas comuni­dades.
Partiendo de un esquema básico común, fundamen­talmente el utilizado por Marcos, se advierte un progresivo ensan­chamiento narrativo, que puede muy bien en­tenderse si los imitadores de Marcos, que contaban con mayor in­formación sobre Jesús de la que él dispuso, intentaron conservarla añadiéndola al relato-base: introdujeron nuevos materiales (p.e., Lc 9,51-19,27, donde Lucas ha colocado gran parte de las tradiciones que le son propias) y alarga­ron lo mismo el principio (p. ej., los llamados evangelios de la infancia: Mt 1,1-2,23; Lc 1,1,2-52) como el final (com­parar Mc 16,1-8 con Mt 28,1-20 o Lc 24,1-35). El resultado es sorprendente: mientras Marcos inicia su relato presentando a Jesús, adulto ya, junto al Bautista, Juan pone el inicio de la vida de Jesús en el período antes del tiempo (Jn 1,1-18; Mc 1,1-16); si Marcos acaba su evangelio con el relato de la tumba vacía y el silencio de las mujeres (Mc 16,1-8), Lucas, en cambio, lo finaliza en la ascensión de Jesús Resucitado al cielo, tras cuarenta días de convivencia con sus discí­pulos (Lc 24,50-53).
Los redactores tuvieron, además, interés en dar mayor homogeneidad y profundidad teológica a las tradiciones que habían llegado a ellos (p. ej., Mt 1,9-11; Mt 3,13-17; Lc 3,21-22; Jn 1,19-34); ninguno estuvo libre de una determi­nada comprensión de la fe que transmitían ni alejados de las necesidades de sus comunidades; por ello, su tratamiento del fondo común y las innovaciones que introdujeron caracterizan y reflejan la versión personal que se hicieron del único evangelio.
Así, Lucas y Juan siguen el modelo de Mar­cos; pero mientras Lucas está interesado en escribir una obra digna y asegurar con ello la verosimilitud histórica de cuanto escribe (Lc 1,1-4; Hch 1,1-2), Juan prescinde de am­bas preocupaciones y sabe que su relato es parcial y somero (Jn 20,30-31; 21,25): a Lucas le interesaba narrar la ex­pansión del evangelio y su predicación hasta los confines del mundo (Lc 24,47; Hch 1,8); Juan escribió su obra para fortalecer la fe de los ya creyentes (Jn 20.30-31). Ambos transformaron fuertemente del modelo en el que se inspiraron y ello, con toda seguridad, de forma deliberada: su presen­tación de Je­sús respondía a la forma de vivir la fe en Cristo y a la situación de la comunidad para la que escri­bieron.
Fue la Iglesia postapostólica la que reconoció el ca­rácter vinculante de los cuatro evangelios. Para ella era evidente que el testimonio de los cuatro evangelios no hacía más que repetir el único evangelio de Dios. Aún entrado el siglo segundo, se resistía a hablar de evangelios en plural (Did 15,3-4; 2 Clem 8,5). Justino parece haber sido el pri­mero en usarlo, al hablar de “las memorias de los apóstoles, que son llamadas evangelios”; nada extraño que con el tiempo el término evangelista pa­sara de su sentido original de predicador errante, misio­nero (Hch 21,8: Ef 4,11) a significar al escritor de un evangelio. Ello no obstante, en la conciencia eclesial dominó siempre la convicción de que el evangelio es uno solo.
A partir del siglo II, el testimonio unánime de la Iglesia conoce sólo cuatro evangelio y nombra a sus autores: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. A pesar de que haya convergen­cia constante en la atribución a tales autores, hoy existen fuertes reparos en contra, por motivos de crítica interna. Decisivo sigue siendo, en cambio, vincular los materiales que tales escritos nos han conser­vado con la predicación de los discípulos de Je­sús y testigos de su muerte y resurrección. La apostolicidad de los evangelios no queda salvada sólo si un apóstol ga­rantiza su testimonio, cosa además improbable en el caso de Marcos y Lucas y dudosa en el de Mateo y Juan. Ha sido el consenso eclesial que aceptó los escritos como evangelios el fundamento mejor de su apostolicidad: la razón por la que fueron aceptados por la iglesia que los veneró siempre como Palabra de Dios no fue por quién los escribió sino qué es lo que anunciaban.

  1. Una reflexión final

Del conocimiento del proceso formativo de fe cristiana emerge un par de notas características. Por un lado, la comunidad creyente es, en cuanto sujeto anun­ciador y lugar del anuncio, el origen de la tra­dición y su destinatario principal: la fe en Cristo Jesús, primero, y los cuatro evangelios, después, nacieron porque existía la iglesia, que guardó memoria de Jesús, anunció su vida y su muerte como salvación, perpetuó su predica­ción poniéndola por escrito y la reconoció como buena noticia. El papel de la comunidad en la creación y conservación de la tradición evangélica obliga al creyente en Cristo a con­vertirse en miembro consciente de esa comunidad. Quien quiera ser instruido en la fe la debe recibir de la comunidad. Y si desea leer el evangelio y entenderlo tendrá que situarse, cordialmente, dentro de ella.
Por otra parte, la predicación oral fue y ha de seguir siendo el nú­cleo originario y la actividad recreadora de la fe en Cristo y de la sucesiva tradición evangélica. Si hubo evangelio escrito es porque había habido previamente proclamación a viva voz. El anuncio del evangelio es el me­jor modo de conservarlo y de enten­derlo, de trans­mitirlo y de recrearlo. Una lectura del evangelio que no se convierta en buena noticia, en procla­mación actualizada de la oferta de salvación que tenemos en Cristo Jesús y que espera una respuesta personal, no se au­tentifica como ver­dadera.
 

Juan J. Bartolomé

 
No deja de ser irónico que los únicos que hubieran podido no perdérselo, por estar de guardia junto a la tumba, unos soldados (cf. Mt 27,62-66), se quedaron ‘como muertos’ durante el suceso y después dijeron haber estado dormidos (Mt 28,4.13-15).
En el helenismo el título podía ser aplicado a hombres carismáticos, dotados de poderes extraordinarios; en tales círculos, la adscripción del título a Jesús no le reconocía condición divina alguna.
Ejemplo típico es el primer discurso ‘cristiano’ de Pedro el día de Pentecostés: la venida del Espíritu (Hch 2,17-21) se presenta como realización de la profecía de Jl 3,1-4; la victoria sobre la muerte en la resurrección de Jesús (Hch 2,25-28) se apoya en el Sal 16,8-11; la entronización del Resucitado como Señor y Mesías (Hch 2,34-35) es cumplimiento del Sal 110,1.
Apol I 66 3; de paso habría que celebrar lo acertado de esta antiquísima definición de los evangelios como ‘memoria apostólica’ de Jesucristo.
Hipólito, De Antichr. 56.
Ireneo de Lyon, Adv Haer III 11, 8, habla de un único evangelio pero cuadriforme, predicado a viva voz y, por voluntad divina, transmitido por escrito. La misma inscripción con que fueron introducidos en el canon y como son utilizados en la liturgia (o el intento de Taciano de publicar a finales del siglo segundo un evangelio hecho a base de los cuatro) no son más que síntomas de esa persua­sión eclesial.