LA PROPUESTA DE UN CONCILIO PASTORAL

1 julio 2012

“HUBO UN HOMBRE ENVIADO POR DIOS: SE LLAMABA JUAN” (JN 1,6)

Angel María Unzueta
Vicario General de la diócesis de Bilbao

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor se pregunta qué decimos cuando hablamos del Concilio Vaticano II como un concilio pastoral. La palabra pastoral conecta con la actitud del Buen Pastor y evoca la solicitud por el ser humano concreto. En este sentido, Gaudium et Spes se define como una constitución pastoral y puede considerarse, a criterio del autor, buque insignia del Conclio. Unzueta destaca en su reflexión la categoría diálogo y la recepción del Concilio.
 

  1. Introducción

El Vaticano II ha sido la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Recibió desde sus inicios el calificativo de concilio pastoral. ¿Cómo entenderlo? ¿Acaso fue un concilio “menor” frente a otros considerados más dogmáticos? Tales preguntas siguen formulándose cuando se cumplen 50 años de su apertura el 11 de octubre de 1962 y el debate acerca de la interpretación de sus textos está más vivo que nunca.
Para ayudar a clarificar la cuestión, resulta muy conveniente remontarse en el tiempo y tratar de descubrir lo que pretendían al adoptar la perspectiva pastoral Juan XXIII primero y Pablo VI después. Para ello, es necesario acudir sobre todo a sus propuestas a la asamblea conciliar en los discursos de apertura de las diversas sesiones y a los documentos que, emanados del Concilio, abordan de una u otra manera las preguntas arriba planteadas.
 

  1. ¿Qué es pastoral?

El adjetivo tiene su origen en la figura del pastor, que orienta, acompaña y cuida al rebaño. La referencia evangélica se concreta, naturalmente, en el Buen Pastor, que manifiesta especial predilección por quienes puedan estar más debilitados, desvalidos, perdidos o malheridos, y empeña su vida en ello. Lo pastoral, por tanto, evoca la solicitud por el ser humano concreto. Tal es la actitud y la actividad de Jesús en los evangelios, que, más que un compendio de doctrina, son relatos que tratan de manifestar y transmitir la solicitud de Dios por cada persona, sobre todo por la que pasa necesidad. Dios apacienta a la humanidad y cuida a sus miembros más deteriorados.
En el contexto teológico, la pastoral significa la dimensión práctica de la teología, que tiene en cuenta primeramente al destinatario. En este sentido, viene a concordar con la afirmación de que el ser humano es el camino primero y fundamental de la Iglesia. El Vaticano II recogido la tradición y la interpretó teniendo como interlocutoras a la persona y a la sociedad del momento.
El carácter pastoral apunta al encuentro entre personas, cada una con su historia, su modo de pensar y actuar, así como entre comunidades con sus procedimientos y estructuras. Resulta, por tanto, lógico, que el Concilio tuviera como objetivo prioritario la renovación de la Iglesia. Trataba de salir al encuentro de las personas, actualizando para ello la tradición viva de la Iglesia y dejándose interpelar por la realidad del momento.
La solicitud pastoral se expresa en el amor y en el servicio. En efecto, el objetivo de la acción pastoral de la Iglesia se concreta en el servicio a la persona y a la sociedad. No en vano, la cita evangélica más repetida en los textos conciliares es la referida al Hijo del Hombre, que no ha venido a ser servido, sino a servir.
Ahora bien, el calificativo pastoral nunca había sido aplicado a un concilio. Muy probablemente, Juan XXIII deseaba un nuevo tipo de asamblea conciliar. Durante el pontificado de Pío XII ya se había hablado de la posibilidad de un concilio, pero seguramente hubiera sido a la antigua usanza y con una postura defensiva ante el mundo. No era ésa la idea de Juan XXIII. Este no buscaba tanto reforzar la doctrina y la disciplina, cuanto volver creíble el testimonio de la Iglesia ante el mundo, en diálogo con él. El Papa empleó al comienzo el término aggiornamento. Es decir, pretendía una puesta al día y ello sólo podría llevarse a cabo mediante la escucha de los signos de los tiempos y el debate libre entre los padres conciliares. Pronto surgieron los debates acerca del significado del término, tomado del lenguaje comercial, en el que se entendía como actualización de los libros de cuentas y del registro. ¿Se trataría de mera adecuación a los tiempos? ¿No se perdía con ello perfil e identidad, sobre todo cuando la Iglesia llevaba ya mucho tiempo a la defensiva y no pocas veces enfrentada a la cultura moderna?
En tal contexto, Juan XXIII, muy posiblemente con intención de evitar debates que consideraba estériles, asignó al Concilio un fin pastoral. La Iglesia se hallaba en un recodo de la historia, en un momento de cambio, y necesitaba superar fórmulas, estructuras y cauces que se estaban quedando obsoletos y por ello resultaban difícilmente inteligibles. No es difícil suponer la resistencia que este planteamiento encontró en amplios sectores de la curia vaticana. La oposición no se centraba tanto en la conveniencia de un concilio, sino en la posibilidad de uno de tal carácter abierto, pastoral y dialogal.
 

  1. Peculiaridad del Concilio

Una mirada rápida a la historia de los concilios revela que generalmente, casi sin excepción, han sido convocados para dirimir alguna cuestión básica planteada a la conciencia creyente o para afirmar o clarificar aspectos fundamentales de la doctrina cristiana. No fue el caso del Vaticano II, tal como afirmó Juan XXIII en el discurso de apertura. El fin fundamental de la asamblea no iba a consistir en discutir algunos capítulos importantes de la doctrina cristiana y repetir, ampliado, lo que han dicho los Padres y los teólogos, antiguos y modernos, ya que para tener únicamente ese tipo de discusiones no era necesario convocar un Concilio ecuménico.
En el mismo apartado, el Papa formulaba la pretensión principal: conocer con mayor amplitud y profundidad la tradición de la Iglesia, para investigarla y exponerla según las exigencias del tiempo actual. En definitiva, se trataba depresentar un modo de exponer las cosas que esté más de acuerdo con el Magisterio, que tiene, sobre todo, un carácter pastoral. Dicho de otro modo, las enseñanzas de la Iglesia pretenden promover y fortalecer vida cristiana. El Vaticano II pretendía ciertamente actualizar el mensaje de la Iglesia, la teoría, por decirlo de alguna manera, pero tal esfuerzo estaba encaminado a iluminar y potenciar la praxis evangélica de los creyentes y de las comunidades en el tiempo presente.
Cuando Pablo VI sucedió a Juan XXIII, tomó la determinación de seguir con el Concilio y asumió totalmente la perspectiva inicial. En su primera intervención como Papa ante la asamblea con motivo de la apertura de la segunda sesión, citó textualmente lo subrayado por su antecesor. Más adelante, al abrir la cuarta y última de las sesiones, sintetizó el objetivo pastoral del Concilio, fundamentando bellamente la razón de ser, el origen, la identidad y el quehacer de la Iglesia en el amor:
 
Nuestro amor se ha manifestado ya aquí, y se manifestará de modo que en la historia presente y futura constituirá la característica peculiar de este Concilio. Este amor será la respuesta que recibirá el hombre que desee describir a la Iglesia en este momento culminante y crítico de su vida: ¿qué hizo, se preguntará, en aquel tiempo la Iglesia católica? Amaba, se le responderá. Amaba con corazón pastoral.
 
Dicho corazón pastoral se abría a Dios, a la Iglesia y a la humanidad, tal como se expresaba en el mismo discurso. Se deseaba, por tanto, un concilio atento a las necesidades y preocupaciones de la gente, dispuesto a fortalecer el testimonio evangélico de la Iglesia y a actualizar su misión evangelizadora.
 

  1. ¿Concilio “menor”?

El Vaticano II fue, sin duda alguna, un Concilio claramente “mayor”, tanto en sus contenidos como en su significación y alcance. Trató de abordar y actualizar todas las dimensiones y ámbitos de la vida cristiana y eclesial: la misión, la cristología, la fe y la espiritualidad, las diversas vocaciones, carismas y estados de vida, los sacramentos y la liturgia, la comprensión de la Palabra de Dios, la moral, la reforma de las estructuras eclesiales, el ecumenismo y el diálogo con las religiones no cristianas, la presencia en la sociedad, la relación con la cultura. En una palabra, el Concilio abrió nuevos caminos a la experiencia de la fe, modificó la imagen predominante de Dios y la volvió liberadora para mucha gente creyente. Así lo expresaba con indudable acierto un poeta vasco, profundamente creyente:
Orai ez dakit Jauna, Zu edo ni aldatu ote naizen,
etzira egun ene gogoan lengo itxuraz agertzen;
gertatzen denaz, o Nagusia, kartsuki zaitut eskertzen,
gure arteko hoztasun hartaz hasia nintzan aspertzen,
Jainko maitea, ordu zen noizbait lagunak egin gintezen.
 
(Ahora no sé, Señor, si hemos cambiado tú o yo,
pero hoy no apareces en mi espíritu con el aspecto de antes;
por este acontecimiento te doy gracias fervientemente,
había empezado a cansarme de aquella fría relación,
Dios amado, ya era hora de que alguna vez fuéramos amigos)
 
En cuanto al significado histórico del Vaticano II, es preciso reconocer que fue anunciado y percibido como promotor de un cambio de época en la Iglesia. La Iglesia tomaba conciencia de su misión evangelizadora, pasaba de “las misiones” como actividad a la misión como seña de identidad, que hundía sus raíces en la Trinidad.
Para subrayar su significado, K. Rahner dividía la historia de la Iglesia en tres épocas: la primera hasta la asamblea de Jerusalén (Hch 15); la segunda, hasta el Vaticano II; la tercera, la abierta por el último concilio. Está claro que no se trata de una clasificación histórica objetiva, sino de una intuición teológica que centra la atención en el significado decisivo de la asamblea de Jerusalén y del Vaticano II para el impulso y la percepción de la misión de la Iglesia. Ambos acontecimientos constituyen mojones que abren horizontes a la misión y, en esa medida, marcan un antes y un después en la conciencia eclesial. Tanto Jerusalén como el Vaticano II señalan un punto de inflexión en el modo de entender la misión de la Iglesia en un contexto cultural diferente. Si en los comienzos de la Iglesia se debatió el alcance universal del Evangelio, más allá de la cultura y la tradición judías, el último Concilio abrió dimensiones inéditas a dicha misión universal en los albores de un nuevo tiempo.
Lo que ocurre es que el Vaticano II no habló al modo dogmático habitual de los concilios. Acuñó formulaciones muy logradas, pero su preocupación primera se centró en su aplicabilidad a la conciencia de los creyentes. Así, subrayó actitudes y orientaciones a adoptar en la comunidad cristiana para promover un mayor y mejor testimonio del Evangelio. Ello no sólo no le restó fuerza vinculante a su mensaje, sino que le añadió comprensión y credibilidad.

  1. El buque insignia: la Constitución Pastoral

El Vaticano II aprobó la Gaudium et spes en su novena sesión pública, la víspera de la clausura. En su último acto magisterial, el Concilio denominó el documento como Constitución Pastoral, lo cual presentaba una absoluta novedad en la historia de los concilios y, en la misma medida, un reto para su método e interpretación. De este modo, el Concilio pastoral se cerraba con la promulgación de un texto que recibía explícitamente tal calificativo.
El documento no provenía de borradores o esquemas de la fase preparatoria, sino que fue producto de una larga y laboriosa gestación durante los tres años de celebración del Concilio. Por ello se convierte en un elemento clave a la hora de entender lo que el aula conciliar calificaba como pastoral. La asamblea era consciente del debate que se podía suscitar al contraponer lo dogmático a lo pastoral. Por ello, aprobó la nota que acompaña al título mismo del documento, en la que se afirma lo siguiente:
 
Se llama constitución “pastoral” porque, apoyándose en principios doctrinales, pretende exponer la actitud de la Iglesia ante el mundo y los hombres contemporáneos. Por eso, ni en la primera parte (la de los principios) falta la intención pastoral, ni en la segunda (la que aborda los problemas más urgentes de la sociedad) la intención doctrinal. (…) Así pues, esta Constitución debe ser interpretada según las normas generales de la interpretación teológica y teniendo en cuenta, sobre todo en su segunda parte, las circunstancias variables con las que, por su propia naturaleza, están conexos los temas que se tratan.
 
El debate teológico acerca de la hermenéutica del Vaticano II reviste gran actualidad, pero la cuestión no es nada nueva. El problema está planteado ya desde la clausura de la asamblea. Pronto se advirtió la existencia de perspectivas eclesiológicas diferentes en los planteamientos del Concilio, que no llegaron a conciliarse entre sí. Sin embargo, la dialéctica presente en los documentos previene de interpretaciones selectivas e invita a construir nuevas síntesis que vayan impulsando los procesos de recepción del Concilio.
En tal contexto, antes y ahora no han faltado quienes, apelando al talante pastoral de la Gaudium et spes, en concreto, y del Concilio en general, han puesto en duda el carácter vinculante de las afirmaciones conciliares. Con ello se agranda el riesgo de interpretaciones interesadas, ya que las formulaciones que se perciben problemáticas pueden ser consideradas como indicación, consejo o recomendación, y desvirtuadas, por tanto, en su alcance doctrinal.
La distinción entre la dimensión dogmática y la pastoral es siempre difícil y a veces imposible, ya que todo dogma tiene una vertiente pastoral y todo planteamiento o actividad pastoral encierra un significado dogmático. En todo caso, conviene tener en cuenta aspectos como los siguientes:
 

  • Es preciso distinguir niveles en los documentos y en las afirmaciones del Vaticano II y de toda declaración del Magisterio: descripciones, análisis de la realidad, principios generales o propuestas operativas. El Concilio se atrevió a aplicar sus principios a las circunstancias concretas y en ello está su enorme mérito, pero también alguna limitación.

 

  • La rigurosa distinción entre principios generales y casos particulares carece de sentido, ya que entre ambos polos no se da un vacío, sino una relación dialéctica. No es cuestión de separar, sino de distinguir. En este sentido, la distinción entre el espíritu y la letra es legítima y puede contribuir a superar la limitación mencionada en el punto anterior. También aquí es preciso contemplar una relación dialéctica, ya que la letra trata de concretar un espíritu y éste ha de expresarse de modo visible.

 

  • La Iglesia es obra del Espíritu, que hace resonar la voz de Dios en los acontecimientos y la hace normativa en cada momento y lugar. Por una parte, una decisión no cierra el proceso de búsqueda de la verdad y, por otra, la historia es testigo de decisiones equivocadas. Sin embargo, la falta de una absoluta garantía no puede alimentar el escepticismo frente a la fe, sino que ha de reforzar la apertura confiada para acoger lo que el Espíritu dice a las Iglesias.

 

  1. Carácter pastoral, talante dialogal

Calificar al Concilio como pastoral equivale a subrayar su apertura y tomar en serio al destinatario. Era ésta una opción muy clara, propuesta tanto por Juan XXIII como por Pablo VI, tratando de poner fin a la postura defensiva y al enclaustramiento de la Iglesia en la sociedad y en la cultura modernas. El primero, en su convocatoria, señaló la necesidad de prestar atención a los signos de los tiempos. Con ello otorgaba a la historia y a la cultura gran relevancia para comprender, vivir y proponer la fe, como quedó plasmado en el siguiente texto: Corresponde a la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera acomodada a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas.
Pablo VI, por su parte, reforzó esta opción por la apertura de la Iglesia. Ya en su primera alocución a la asamblea de obispos, al iniciarse la segunda etapa conciliar, cuando propuso los dos temas mayores: la reflexión acerca de la Iglesia y el diálogo con el mundo. Pero fue su primera encíclica Ecclesiam suam la que marcó decisivamente el estilo y el devenir del Concilio. Ya en su título se mencionaba la temática que iba a abordar, a saber, los caminos que la Iglesia Católica debe seguir en la actualidad para cumplir su misión. El documento papal abordaba extensamente la cuestión del diálogo y se convertia en obligado texto de referencia para los padres conciliares.
El documento papal proponía el diálogo como actitud y modo de relación con el conjunto de la sociedad: La Iglesia debe entablar diálogo con el mundo en el que tiene que vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio. Se reconocía la madurez del hombre, religioso o no, capacitado por la educación civil para pensar, hablar y tratar con la dignidad del diálogo. Consecuentemente, el Papa proponía a la Iglesia disponibilidad para,n antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, donde lo merezca, secundarlo. Ello se justifica desde el momento en que el origen del diálogo se sitúa en la intención misma de Dios, que ha tomado la iniciativa de entablar un coloquio con la humanidad, llegando a su máxima expresión en la encarnación, en la que Dios se da a conocer. Siguiendo el ejemplo de Dios en la historia de la salvación, la Iglesia busca un diálogo claro, afable, confiado y prudente, sin límites ni cálculos, inependiente del resultado o de los méritos del interlocutor.
A partir de la propuesta de Pablo VI, el diálogo fue la perspectiva general adoptada por el Vaticano II, que se concretó especialmente en el planteamiento de varios documentos significativos. Lógicamente fue la Constitución Pastoral ya citada la que asumió el diálogo como clave y fundamento de la postura de la Iglesia en la sociedad. Ello quedaba recogido de muchas maneras y se sintetizaba al final del texto: La Iglesia, en virtud de su misión de iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se convierte en un signo de aquella fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero. La intención de establecer un diálogo mutuo con el mundo no era meramente retórica, sino que reconocía lo mucho que la Iglesia ha recibido a lo largo de la historia y sigue recibiendo de las diversas culturas, hasta el extremo de confesar haberse aprovechado mucho y poder aprovecharse de la oposición misma de sus adversarios o perseguidores.
La clave del diálogo está también muy presente en el tratamiento de la revelación, que no consiste tanto en un compendio de verdades reveladas, sino en la manifestación y entrega de Dios mismo, que habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía. La Palabra de Dios es así entendida como eco de la voz de Dios en el corazón humano.
El diálogo es asimismo la postura que el Vaticano II propone para las relaciones de la Iglesia con las demás religiones y confesiones cristianas, así como con los no creyentes. En el caso del diálogo ecuménico, no hay reservas para que expertos de diversas confesiones puedan discutir cuestiones teológicas en un nivel de igualdad (pari cum pari). La acción misionera ha de llevarse en diálogo con el modo de pensar y actuar de cada cultura, y los misioneros han de educarse en el espíritu del ecumenismo y prepararse adecuadamente para el diálogo fraterno con los no cristianos. En esta misma línea, la Iglesiaexhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que se encuentran en ellos, con especial mención del diálogo entre judíos y cristianos.
En la Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, que refleja uno de los avances doctrinales y cambios de mentalidad más notables que se dieron durante la celebración del Concilio, se formula una actitud fundamental para la acción pastoral de la Iglesia y el ofrecimiento de su propuesta de sentido: La verdad debe buscarse de un modo adecuado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante la investigación libre, con la ayuda del magisterio o enseñanza, de la comunicación y el diálogo, en los que unos exponen a los otros la verdad que han encontrado o piensan haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad.
Todos los textos aducidos sirven de muestra del talante pastoral del Concilio. La Iglesia aparecía como sirvienta de la humanidad. Para ello había centrado su esfuerzo en acercarse a la sociedad, a las ilusiones, esperanzas y preocupaciones de la gente, sintiéndose compañera de camino en la búsqueda de la Verdad.
 

  1. ¿Y en la propia Iglesia?

La influencia de la encíclica Ecclesiam suam en el desarrollo del Vaticano II ha quedado suficientemente mostrada más arriba. Sin embargo, es justo añadir que la propuesta de Pablo VI miraba más hacia el exterior (mundo, cultura, ecumenismo, religiones) que hacia el interior de la comunidad cristiana. En efecto, la resuelta apertura y el indisimulado optimismo a la hora de proponer el diálogo con el mundo, con las religiones y con las demás confesiones cristianas quedaban claramente atenuados en la encíclica al llegar el momento de tratar el diálogo intraeclesial. El Papa proponía ciertamente un espíritu de diálogo a la comunidad cristiana, pero recordaba que ello no suprime el ejercicio de la función propia de la autoridad por un lado, de la sumisión por el otro. En este sentido, resulta llamativa la contradicción entre el reconocimiento de la aptitud y de la madurez del mundo moderno y de la persona para el diálogo, por un lado, y el planteamiento asimétrico del diálogo en el interior de la Iglesia, formada por mujeres y hombres adultos, encarnados plenamente en la cultura moderna.
La Constitución Pastoral reconocía como condición previa para el diálogo con el exterior la necesidad de promover en la misma Iglesia la estima mutua, el respeto y la concordia, reconociendo toda legítima diversidad, para establecer un diálogo cada vez más fructífero entre todos los que constituyen el único Pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles cristianos. Tal presupuesto no encontró en los textos conciliares concreciones similares a las formuladas en relación al mundo y a las religiones. Sin embargo, sería injusto afirmar que el Concilio ignoró o minusvaloró la importancia del diálogo en la propia comunidad cristiana.
En efecto, la Constitución Lumen gentium presenta la Iglesia como comunión, como pueblo de Dios formado por mujeres y hombres que comparten vocación y misión. En ella aparecen diversos ministerios y carismas, que no recortan la radical igualdad en cuanto a la dignidad y actividad común. De ahí que una Iglesia que en su vertiente pastoral desea promover el diálogo, se ve impelida a fomentarlo en su interior. Para ello, el Concilio propuso la creación de órganos de corresponsabilidad, que expresaran y fortalecieran la comunión eclesial, al mismo tiempo que impulsaran la misión evangelizadora. Sin embargo, es preciso reconocer que el desarrollo es aún insuficiente y que la participación del pueblo de Dios en las decisiones pastorales es limitada. Con otras palabras, el Vaticano II sentó unas bases teológicas y pastorales, cuyas consecuencias no han sido desarrolladas suficientemente o han sido rebajadas por disposiciones posteriores.
 

  1. Recepción de un Concilio pastoral

Al cumplirse medio siglo de la apertura del Vaticano II, la Iglesia, convocada por Benedicto XVI, se dispone a celebrar el Año de la Fe, en el que se pretende impulsar la renovación espiritual y pastoral de las comunidades, teniendo en cuenta el acontecimiento conciliar que va marcando esta etapa de la historia de la Iglesia.
El alcance de un concilio o de una declaración magisterial no se mide principalmente por sus intenciones o sus objetivos formulados a priori, sino por su acogida en la comunidad cristiana y por su capacidad para generar vida evangélica. Este proceso de carácter teológico recibe el nombre de recepción. Tratándose en este caso de un concilio pastoral que quiso abordar todos los aspectos básicos de la vida cristiana y eclesial, la recepción del Vaticano II se torna especialmente laboriosa. No es momento de realizar un balance, que desborda claramente las pretensiones de esta comunicación, sino de alertar sobre su complejidad y, en ocasiones, de su ambivalencia.
El estilo y el contenido de las afirmaciones del Vaticano II han contribuido decisivamente al descubrimiento de la relación directa entre recepción y concepto de Iglesia. El Concilio abría nuevas perspectivas a la recepción desde el momento en que renunciaba conscientemente a la formulación de nuevos dogmas y a la condena de determinados errores según el sentido tradicional, posibilitando así un campo más amplio de maniobra para la aplicación de sus decisiones. Además, el paso de una concepción de Iglesia de corte predominantemente jurídico y centralista a la eclesiología de comunión contribuyó a pasar de entender la recepción como acto de obediencia a verla como acto creativo de la comunidad y de sus pastores, bajo la guía del Espíritu.
Existen numerosos indicios que avalan la tesis de que la Iglesia pasa hoy por una etapa de clara restauración o involución en la aplicación del Concilio. Los inicios de esta fase suelen situarse a finales de la década de los 70. Hay quien incluso afirma que al Vaticano II se le ha dado “cristiana sepultura”. Tal juicio resulta injusto con iniciativas, actitudes y movimientos que se han producido en este tiempo y que, aún estando a menudo escondidos o silenciados, no dejan de dar fruto. Existen ciertamente intentos muy poderosos de restauración; no cuesta detectar rebrotes de clericalismo; no faltan estilos y prácticas que recuerdan la Iglesia anterior al Vaticano II, que se creía superada definitivamente. Pero de ahí no se deduce que los frutos del Concilio hayan quedado en agua de borrajas.
Hoy en día no queda más remedio que hablar de la recepción del Vaticano II en plural. En efecto, son múltiples los procesos de acogida y aplicación del Concilio en la Iglesia actual. La gran pluralidad de culturas, movimientos, espiritualidades, Iglesias locales, condiciones sociales y políticas, conllevan modos y subrayados muy diversos a la hora de leer y aplicar hoy el espíritu y la letra del Concilio. Hace cincuenta años, la Iglesia dejaba de ser una institución eminentemente europea exportable a otros continentes. Se pasaba así de las misiones, entendidas como evangelización de pueblos y culturas que no conocían el Evangelio, a la misión, como seña de identidad la Iglesia de todo tiempo y lugar. Se proclamaba la inculturación como ley de toda evangelización. En definitiva, se abría una nueva etapa en la que la Iglesia tomaba nueva y plena conciencia de su universalidad, de su dimensión católica, de su unidad en la pluralidad y viceversa. Todo ello se podrá frenar, pero no parar.
El Concilio incorporó la dimensión pastoral a todo pronunciamiento eclesial, teniendo para ello en cuenta el contexto y la identidad de sus destinatarios. Prefirió emplear la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad.Es preciso recordarlo, es decir, traerlo al corazón. Su memoria empuja a actualizar su estilo, a fortalecer la apertura al mundo secular mediante un diálogo sincero y respetuoso, así como a impulsar decididamente su aplicación en un momento histórico que se percibe como cambio de época, ciertamente diferente a los años sesenta del pasado siglo.
No ha perdido actualidad la afirmación de Karl Rahner en Munich a los cuatro días de la clausura de la asamblea conciliar: Pasará mucho tiempo hasta que la Iglesia, a la que Dios le regaló un Vaticano II, realmente sea la Iglesia del Vaticano II.
 

Ángel María Unzueta

 
Juan Pablo II, Novo millennio ineunte 57.
Juan Pablo II, Redemptor hominis 14.
Mc 10,45 y Mt 20,28.
La oposición de la curia es muy conocida y no se limitó a los preparativos del Concilio. Menos conocidas son reacciones de personas que no las tenían todas consigo al principio, aunque luego llegaron a ser artífices de la reforma. Es el caso, por ejemplo, del cardenal Lercaro, arzobispo de Bolonia, que nada más hacerse pública la intención de Juan XXIII, calificó a éste de impulsivo e inexperto por convocar un concilio a los tres meses de haber sido elegido Papa; o del cardenal Spellman, arzobispo de Nueva York, que pensó que las palabras del Papa habían sido mal entendidas o tergiversadas. Más matizada fue la reacción primera del arzobispo de Milán, Juan Bautista Montini, posteriormente Pablo VI, que resultó decisivo para el desarrollo y aplicación del Vaticano II. Pensó simplemente que Juan XXIII se metía en un avispero.
Juan XXIII, Gaudet Mater Ecclesia 6.
Xalbador, Jainkoa eta ni, in: Odolaren mintzoa, Tolosa 1989, 215. Con estos versos ganó el Premio Txirristaka de Mendaro en 1974.
Cf LG 1-4. La llamada “nueva evangelización”, desarrollada sobre todo a partir del pontificado de Juan Pablo II, se va gestando en los años anteriores al Concilio. Éste situó la misión en el origen y en la entraña (en el ADN) de la Iglesia y Pablo VI, en su Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, relacionó la evangelización con el ser mismo de la Iglesia.
La obra pionera en este sentido fue la de A. Acerbi, Due ecclesiologie: Ecclesiologia giuridica et ecclesiologia di communione nella “Lumen gentium”,Bologna 1975. A partir de esta constatación, numerosos autores consideran que el Vaticano II fue un concilio de transición hacia síntesis más maduras.
Ap 2,7.11.17.29 y 3,6.13.22.
Juan XIII, Constitución Apostólica Humanae salutis. El concepto “signos de los tiempos” toma pie en las palabras de Jesús (cf Mt 16,3). El Papa lo empleó poco después en la encíclica Pacem in terris, para referirse a los acontecimientos más significativos del momento.
GS 4.
ES 27.
Ibid. 30.
Ibid. 33.
Cf ibid. 28.
Cf ibid. 29 y 31.
GS 92.
GS 44; cf GS 40.
DV 2.
UR 9.
AG 16.
NA 2 y 4.
DH 3.
Pablo VI en la sesión pública de clausura del Concilio.
Ibid. 44.
GS 92.
Cf LG 32.
La historia conoce casos de sínodos y concilios que fueron convocados con pretensiones universales y cayeron en el olvido o tuvieron una influencia muy limitada, mientras otras asambleas de ámbito local llegaron a conclusiones de alcance y valor universal.
Juan XXIII, Gaudet Mater Ecclesia 7.