LÍNEAS PASTORALES EN LA CONSTITUCIÓN LUMEN GENTIUM

1 julio 2012

Santiago Madrigal, SJ

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor para llegar a las líneas pastorales destacadas en la constitución dogmática Lumen Gentium ve oportuno seguir el proceso de su redacción. Madrigal afirma que “el carácter pastoral del magisterio conciliar corresponde al fin pastoral que se propuso el Concilio”.
 
El 1 de diciembre de 1962, el cardenal Ottaviani presentó ante los obispos reunidos en el aula conciliar el texto o esquema Sobre la Iglesia. El cardenal Prefecto del Santo Oficio adoptó un tono de inequívoca ironía sabedor de las fuertes críticas que iba a cosechar aquel primer proyecto de la futura constitución Lumen gentium: «Espero escuchar las letanías habituales de los Padres conciliares: el texto no es ecuménico, es escolástico, no es pastoral, es negativo, y otras cosas por el estilo». Ottaviani conocía de antemano la adversa opinión en contra de aquel documento. Para entonces ya había hecho la amarga experiencia del rechazo del esquema Sobre las fuentes de la revelación, otro de los documentos preparados en el seno de la Comisión teológica que él presidía. Precisamente, fue durante aquellos debates del mes de noviembre cuando afloró la discusión acerca del carácter «pastoral» del Concilio puesto en marcha por Juan XXIII, que había abogado por un«magisterio prevalentemente pastoral» en la alocución inaugural Gaudet Mater Ecclesia del 11 de octubre de 1962.
 
Antes de resaltar las líneas pastorales de la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, —el documento central del Vaticano II—, resulta oportuno esclarecer previamente qué significa el carácter pastoral de su doctrina. Para ello haremos un repaso rápido de la historia de su redacción, presentando la estructura interna de este documento con sus temas principales. Así mostraremos el carácter pastoral de Lumen gentium en su mismo hacerse, esto es, a partir de las decisiones que determinan el espíritu de su letra.
 

  1. La gestación de Lumen gentium como núcleo del «Concilio pastoral»

 
Hasta ese momento ningún Concilio había pretendido ser primariamente pastoral. Como acabamos de indicar, el debate Sobre las fuentes de la revelación introdujo en el aula la cuestión: en qué consistía el objetivo pastoral del Concilio. Así lo entrevió el arzobispo de Durban, D. Hurley, que solicitó en su intervención del 19 de noviembre de 1962 una clarificación del calificativo «pastoral» en el objetivo y en los métodos del Concilio. Este prelado sudafricano consideraba dos corrientes en liza: por una parte, quienes identificaban el término «pastoral» con la búsqueda de definiciones que salvaguarden la verdad; para otros, no se consigue ese objetivo pastoral por la definición de verdades, sino que ese carácter pastoral requiere la búsqueda de una forma de expresión que garantice ante todo la proclamación de la verdad, de modo que sus declaraciones transmitan el poder y la suavidad de la verdad, con un lenguaje anclado en la Escritura y capaz de tocar el corazón de creyentes y no creyentes. Aquel texto, que trataba la relación entre Escritura e Iglesia, debía superar la secular actitud anti-protestante de la Iglesia católica y encarnar por su misma naturaleza el objetivo «pastoral» del Concilio. Sobre este asunto Hurley volvió a insistir mientras se discutía el esquema Sobre la Iglesia.
 
1.1 Perfilando el objetivo pastoral del Vaticano II
 
Aquel documento constaba, en diciembre de 1962, de once capítulos: la naturaleza de la Iglesia militante; los miembros de la Iglesia militante y su necesidad para la salvación; el episcopado como grado supremo del sacramento del orden y del sacerdocio; los obispos residenciales; los estados de perfección evangélica; los laicos; el magisterio de la Iglesia; las relaciones entre la Iglesia y el Estado; la necesidad de la Iglesia para anunciar el Evangelio a todas las gentes; el ecumenismo. Tal y como Ottaviani había previsto, fue objeto de duras críticas. Entre otras, las del obispo De Smedt que hizo un elenco de los defectos de aquel esquema acuñando una memorable trilogía: triunfalismo, clericalismo y legalismo. En su intervención del lunes, 3 de diciembre, Hurley unió su voz a las posturas críticas que ya se habían alzado contra el esquemaDe Ecclesia. Y, de nuevo, en el centro de su alocución estuvo la preocupación por hacer del Concilio algo verdaderamente pastoral.
 
En realidad, aquella intervención era un comentario al discurso Gaudet Mater Ecclesia de Juan XXIII al hilo de este interrogante: ¿cuál es el significado de las palabras dirigidas al Concilio el 11 de octubre? Vivimos —decía— un momento de fructífero fermento teológico, caracterizado por el renovado estudio de la Escritura, por el mejor conocimiento de los documentos de los Padres y de la historia de la Iglesia, por una mayor aproximación a las necesidades que afligen a nuestros contemporáneos. Por consiguiente, no es lo más apropiado ni lo más deseable constreñir la enseñanza a las fórmulas teológicas del pasado. Este interés es un interés pastoral; y éste debe ser el interés supremo del Vaticano II; no es la hora de definir verdades sino de renovar la actividad pastoral de la Iglesia. Y, con la ayuda de Dios, este esfuerzo tendrá como resultado una acrecida eficacia ecuménica.
 
La tarea pastoral consiste en proponer la verdad a las gentes de una manera tal que les predisponga a abrazarla y vivirla. Su primer requisito es la forma de presentar la doctrina, adaptando las palabras y el lenguaje, imbuido al mismo tiempo de una especie de unción y amor a Dios y al prójimo. Un segundo requisito es que la doctrina sea desarrollada como una enseñanza impregnada de ese poder capaz de responder a las cuestiones que realmente preocupan al hombre de hoy, sobre su fin último, sobre Dios y sobre Cristo. Es necesario acomodar la tradición de la Iglesia predicando conforme a las necesidades de los pueblos y de los tiempos. Pablo se atrevió a predicar el Evangelio en el lenguaje de los griegos. Los doctores medievales se atrevieron a expresar la fe cristiana en los conceptos y en el vocabulario escolástico. Hablemos de una manera que el Concilio dé un verdadero impulso a la predicación del Evangelio en el mundo de hoy.
 
Aquellos debates dedicados al esquema Sobre la Iglesia encontraron su final el 7 de diciembre de 1962, coincidiendo con la clausura del primer período de sesiones. Gérard Philips, que pasa por ser el principal redactor de la futura constitución, recuerda en su comentario que la exposición era abstracta e incapaz de promover una renovación de la fe: «el texto se asemeja más a una yuxtaposición de puntos doctrinales que a un conjunto verdaderamente estructurado (…) ¡Qué diferencia, se comenta, entre el espíritu que el Papa Juan había descrito en su impresionante discurso inaugural y la manera en que el documento ha sido concebido, tanto en el fondo como en la forma! Apenas si deja transparentar las preocupaciones del Papa. Todos desean una exposición de alcance pastoral, pero no se está de acuerdo en los medios para lograrla».
 
Es claro que la génesis del documento sobre la Iglesia lleva inscrita la preocupación pastoral. En realidad, ya circulaban otros proyectos alternativos al esquema, como bien sabía Ottaviani; el cardenal Suenens había encargado uno en octubre de 1962 al teólogo de Lovaina ya citado, Gérard Philips. Estaban en marcha otros proyectos (el texto italiano, el texto alemán, los textos franceses y el esquema chileno). ¿Cuál es la razón última de esa proliferación y lanzamiento de esquemas alternativos sobre la Iglesia? En buena medida, el origen de esos proyectos se debía a la necesidad de buscar un equilibrio frente al desarrollo unilateral de la teología del primado del Vaticano I (1870), proponiendo el oportuno contrapeso de una teología del episcopado. Sin embargo, no bastaba con redactar un esquema sobre las funciones del obispo y la relación primado-episcopado, sino que era necesario incluir el capítulo sobre los obispos en el marco de un esquema global De Ecclesia. En cualquier caso, la principal alternativa era el llamado esquema Philips que fue acogido por la Comisión doctrinal, el día 6 de marzo de 1963, y sirvió de base para el futuro texto conciliar Lumen gentium. Algunas precisiones sobre su estructura y sobre su evolución nos ayudarán a situar y reconocer sus núcleos temáticos.
 
1.2 La historia de la redacción de Lumen gentium
 
El nuevo esquema reelaborado por Philips fue presentado en el aula conciliar el 30 de septiembre de 1963, al comenzar el segundo período de sesiones. El documento, que había asumido elementos del primer esquema preparatorio, estaba distribuido en cuatro capítulos: 1) El misterio de la Iglesia; 2) La estructura jerárquica de la Iglesia y en particular del episcopado; 3) El pueblo de Dios y especialmente los laicos; 4) La vocación universal a la santidad en la Iglesia.
 
Sin embargo, antes del comienzo de la segunda etapa conciliar, a iniciativa del cardenal Suenens, la Comisión de coordinación aceptó un par de cambios importantes en la articulación del texto. Se trata, por un lado, de escindir el contenido del capítulo tercero, para tratar de forma independiente, en sendos capítulos, del pueblo de Dios y del laicado; por otro lado, el capítulo sobre el pueblo de Dios pasaba a ocupar el segundo puesto, desplazando al capítulo tercero el tratamiento de la constitución jerárquica de la Iglesia. «Proceder así —escribe Suenens en sus memorias— centraría de inmediato la Iglesia en el cristiano en cuanto bautizado y, en consecuencia, sobre lo que era común a todos los fieles, antes de toda diversidad de funciones y vocaciones». Esta decisión da cuerpo a la llamada «revolución copernicana» en la redacción de la constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II. Esta reestructuración venía a poner fin a la visión piramidal de la Iglesia. Sin embargo, esta estructura no era aún definitiva por varias razones. En primer lugar, estaba pendiente el emplazamiento de un capítulo sobre la Virgen María; en segundo término, porque se había sugerido y pedido que el capítulo sobre la santidad se desglosara en dos, de manera que uno se dedicara a la vida religiosa en especial.
 
El esquema Philips, junto con las modificaciones propuestas, fue debatido en el aula desde el 30 de septiembre de 1963 hasta el 31 de octubre. Este dato habla de la centralidad que el tema de la Iglesia ha jugado en el Concilio. Por otro lado, ello depende de las directrices dadas por Pablo VI en su alocución inaugural del segundo período de sesiones, donde marcó al Vaticano II cuatro objetivos: la conciencia o noción de Iglesia, la renovación, la reconstrucción de la unidad entre los cristianos y el diálogo de la Iglesia con el mundo contemporáneo. Una de las cuestiones más debatidas fue la doctrina de la colegialidad del cuerpo de los obispos como sucesores de los apóstoles, que fue objeto de una votación promovida por los moderadores y tuvo lugar, tras superar muchos obstáculos, el 30 de octubre. Al final, la mayoría de los padres se pronunció a favor de la colegialidad y de la sacramentalidad del episcopado.
 
También con una votación se había saldado otro de los grandes debates de esta segunda etapa, que determina la articulación final de Lumen gentium, a saber: si el texto sobre la Virgen María debía constituir un esquema independiente o si debía ser incluido como un capítulo en el esquema sobre la Iglesia. En la votación que tuvo lugar el día 29 de octubre triunfó, por escasa mayoría, la segunda postura.
 
La tercera etapa conciliar transcurrió entre el 14 de septiembre y el 21 de noviembre de 1964. Los trabajos habían comenzado a buen ritmo, precedidos por la primera encíclica de Pablo VI, Ecclesiam suam, del 6 de agosto. En ella hablaba de la Iglesia hecha palabra y diálogo, estableciendo un coloquio de salvación con toda la humanidad, creyentes y no creyentes. En este otoño se siguió trabajando sobre la libertad religiosa, sobre la revelación y sobre las otras religiones; además, entró por vez primera en el aula el esquema sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, es decir, la futura constitución pastoral Gaudium et spes, que sirve de complemento para trazar la idea de Iglesia del Vaticano II.
 
Tras los debates del año anterior, el documento sobre la Iglesia presentaba una composición de seis capítulos: 1) El misterio de la Iglesia; 2) El pueblo de Dios; 3) La jerarquía de la Iglesia; 4) El laicado; 5) La llamada universal a la santidad; 6) Los religiosos. En septiembre de 1964 debían ser debatidos en el aula los dos capítulos llamados a completar la futura constitución Lumen gentium: un capítulo séptimo, sobre la índole escatológica de la Iglesia peregrinante, y el capítulo octavo y final, sobre María, la madre de Dios, en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia. Al final de la tercera etapa conciliar fue aprobada y promulgada solemnemente, el 21 de noviembre de 1964, la constitución sobre la Iglesia (Lumen gentium), junto con los decretos sobre el ecumenismo y sobre las Iglesias Orientales católicas.
 
Aquellas decisiones permitían conjeturar lo que en sustancia estaba llamado a ser el Vaticano II, «el Concilio de la Iglesia sobre la Iglesia»: en primer término, una profunda mirada al interior de la Iglesia en sí misma, cuyo fruto es la constitución sobre la Iglesia; de este texto no sólo dependía el documento sobre los obispos y el gobierno de las diócesis, sino también los documentos dirigidos a los presbíteros, a los laicos, a los religiosos, a las misiones, que se estaban revisando. En segundo lugar, el Vaticano II comportaba una mirada inquieta fuera de la Iglesia al mundo moderno, tal y como anunciaba el esperado y debatido esquema sobre la presencia de la Iglesia en el mundo de hoy, mediado a su vez por la declaración sobre la libertad religiosa; finalmente, una mirada cordial a los cristianos separados que ya había fraguado en el decreto sobre el ecumenismo. Esta mirada nació de una reconsideración de la relación entre la Escritura y la tradición, que quedará plasmada en la constitución sobre la revelación. El debate sobre este tema planteó la cuestión sobre el carácter pastoral de la doctrina conciliar. Una vez situada la constitución Lumen gentium en la dinámica pastoral del Vaticano II, pasemos a recorrer algunos de sus núcleos temáticos que vienen a coincidir con sus líneas pastorales.
 

  1. Las líneas pastorales de la constitución sobre la Iglesia

 
De una forma general, como en todo Concilio, la aplicación del principio «pastoral» significa tener a la vista a los destinatarios del mensaje. En segundo término, retengamos que este adjetivo adquirió, —en la convocatoria del Concilio por parte de Juan XXIII y en la comprensión de los padres conciliares—, un plus de significado frente a su mero sentido habitual, esto es, de aplicación y expansión de la doctrina de la fe. Aun cuando el paradigma de este tipo de magisterio pastoral sea la cuarta constitución, la constitución «pastoral» Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo de hoy, todos los documentos conciliares están penetrados por esa impronta misionera que va inscrita en la forma pastoral de su doctrina. Brevemente: el carácter pastoral del magisterio conciliar corresponde al fin pastoral que se propuso el Concilio.
 
Juan Pablo II habló de un nuevo capítulo en la «pastoralidad» de la Iglesia haciendo esta observación: «Un Concilio “puramente” doctrinal habría concentrado preferentemente su atención en precisar el significado de las propias verdades de la fe, mientras que un concilio pastoral, sobre la base de las verdades que proclama, recuerda o esclarece, se propone ante todo brindar un estilo de vida a los cristianos, a su modo de pensar y de actuar». En este sentido, la constitución sobre la Iglesia no sólo intenta describir qué es la Iglesia sino que nos propone un intento de respuesta a estas cuestiones: qué significa vivir en la Iglesia y cómo ser creyente y miembro de la comunidad cristiana. Sirva de orientación primera la clave de lectura ofrecida por G. Philips: los capítulos se presentan de dos en dos. Los dos primeros capítulos hablan del misterio de la Iglesia, primero en su dimensión trascendente, luego en su forma histórica como pueblo de Dios; los capítulos tercero y cuarto describen la estructura orgánica de la comunidad eclesial, los pastores y los seglares, jerarquía y laicado; seguidamente, el documento plantea la misión santificadora de la Iglesia, común a todos los miembros del pueblo de Dios, dando una relevancia específica a la vida religiosa. El último díptico o pareja de capítulos asocia el desarrollo escatológico de la Iglesia con la figura de la Virgen María y su participación en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia, modelo del ideal cristiano y de la Iglesia ya consumada.
 
2.1 El misterio de la Iglesia radicada en la Trinidad: el cristianismo como Iglesia
 
Quizás como nunca hoy nos sale al paso esta cuestión: ¿por qué la Iglesia?, ¿no bastaría la relación personal e inmediata del creyente con Dios? Estos interrogantes son expresión de la dialéctica individuo-institución y reflejo de la difícil relación entre la experiencia personal de Dios y la experiencia de una fe colectiva. Frente a este dilema se yergue ese hecho radical del «cristianismo como Iglesia», cuya necesidad se desprende de la comunicación histórica de Dios en Jesucristo que es la esencia misma del cristianismo, de modo que la historicidad y la estructura social forman parte de la mediación de la salvación.
 
La constitución sobre la Iglesia se abre con un preludio trinitario (cf. LG 2-4) que desemboca en la fórmula sintética de S. Cipriano: la Iglesia aparece como «el pueblo reunido con la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4). Cuando el Concilio intenta dar una definición de Iglesia nos enseña ante todo una cosa: que el Dios uno y trino es el principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación. La preparación evangélica a Cristo, que es la plenitud de la revelación, tiene su raíz en la historia de la salvación narrada en los libros del Antiguo Testamento. En otras palabras: el Dios que desde el AT se acerca progresivamente al ser humano, camina codo con codo con él y termina, en el máximo de su proximidad, enviando a su propio Hijo al mundo y, por el Hijo, al Espíritu de ambos, en quien esa presencia espacio-temporal del Hijo adquiere nuevas dimensiones.
 
LG 2-4 exhibe una estructura ternaria que hace de la Iglesia la realidad destinataria del plan del Padre y de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo conforme a esta lógica: el proyecto universal del Padre (LG 2), la misión del Hijo (LG 3), la obra santificadora del Espíritu (LG 4) fundan la Iglesia como «misterio», es decir, como obra divina en el tiempo de los hombres. Los orígenes de la Iglesia están escondidos en lo más hondo del misterio de Dios: la Iglesia ha sido querida por Dios Padre desde la misma creación del mundo; la Iglesia está llamada a configurarse con el Hijo Jesucristo, que «inauguró en la tierra el reinado de Dios», de modo que representa en medio de la humanidad doliente el espacio concreto del Señor glorificado, es su cuerpo y es su esposa; la Iglesia es el espacio histórico donde acontece la obra santificadora del Espíritu Santo. Los sacramentos de la eucaristía (la comunión de los santos), el bautismo y la penitencia (perdón de los pecados) son los modos eminentes en los que el Espíritu del Resucitado actualiza de forma permanente el proceso de comunicación del Dios uno y trino hasta la consumación de la historia (resurrección de la carne y vida eterna).
 
La experiencia religiosa debe ser un convencimiento personal, propio y libre, anclado en lo más profundo de la conciencia; pero la propia experiencia religiosa sólo es tal en una comunidad y en una sociedad. El cristianismo es una religión histórica, vinculada de forma muy precisa a Jesucristo. He aquí una cuestión clave: ¿de qué modo puede la Iglesia hacer que Jesucristo sea efectivamente contemporáneo a la libertad del ser humano individual, cuando éste, temporal y espacialmente, se aleja cada vez más de Él? Dicho en positivo: la Iglesia, el cuerpo y la esposa del Señor, está llamada a ser el medium intrínseco del acontecimiento salvífico de Cristo para el hombre de todo tiempo y lugar, aquí y ahora.
 
2.2 La comprensión sacramental de la Iglesia
 
La idea de que la Iglesia está enviada a servir en misión (LG 17), prolongado el envío del Hijo y del Espíritu, siendo a la vez el icono del misterio de la comunión del Dios uno y trino, queda expresada en una fórmula muy característica: la Iglesia es el «sacramento universal de salvación». En el parágrafo primero de Lumen gentium se dice que «la Iglesia es, en Cristo, como un sacramento» (LG 1). Todo comienza por Cristo: «La primera palabra de la Iglesia es Cristo, y no ella misma; la Iglesia se conserva sana en la medida en que concentra en Él su atención. El Concilio Vaticano II ha puesto esta concepción en el centro de sus consideraciones, y lo ha hecho de un modo tan grandioso, que el texto fundamental sobre la Iglesia comienza justamente con las palabras: Lumen gentium cum sit Christus: Cristo es la luz del mundo; por eso existe un espejo de su gloria, la Iglesia, que refleja su esplendor. Si uno quiere comprender rectamente el Vaticano II, debe comenzar por esta frase inicial».
 
Hablar de la Iglesia como sacramento es una manera de expresar la naturaleza de la Iglesia como misterio de fe, que pone en juego una serie de relaciones básicas inscritas en el mismo concepto de Iglesia: Cristo y la Iglesia, la salvación y la Iglesia, la Iglesia y el mundo, el ser de la Iglesia y la acción humana. En el fondo late este difícil interrogante: ¿cómo puede ser la Iglesia de los hombres la forma de la presencia de la gracia salvadora de Dios en este mundo? Este «pueblo mesiánico», esta «pequeña grey», es para todo el género humano signo de unidad, de esperanza y salvación, «sacramento visible de esta unidad que nos salva» (LG 9).
 
Ahora bien, el lenguaje de la Iglesia-misterio y de la Iglesia-sacramento no es una argucia para silenciar su dimensión real e histórica y sus mismas deficiencias. La realidad paradójica de la santidad de la Iglesia y el pecado de los cristianos constituye un tema verdaderamente eclesiológico (cf. LG 8). El capítulo VII de Lumen gentium, que tiene de fondo la doctrina de la Iglesia pueblo de Dios peregrinante, permite situar esta doble condición de la santidad de la Iglesia y de la pecaminosidad de sus miembros en un horizonte escatológico: es la gracia victoriosa de Cristo la que coloca a la Iglesia en su peculiar situación escatológica, por la que podemos hablar de una santidad real de la Iglesia en este mundo; su santidad imperfecta es consecuencia de su condición peregrina (cf. LG VII, 48). Éste es el sentido profundo de la denominación Iglesia de los pecadores, Ecclesia semper reformanda. Por la fuerza de Dios no desfallecerá en la gracia y en la verdad divina, sino que seguirá siendo indefectiblemente santa.
 
2.3 La Iglesia somos nosotros: sacerdocio regio y profético del pueblo de Dios
 
En una conferencia sobre «La responsabilidad del cristiano para con la Iglesia después del Concilio», pronunciada el 5 de junio de 1966, K. Rahner decía que la intención última del Concilio era muy sencilla: un aumento en el corazón de los creyentes de la fe, de la esperanza y de la caridad. De ahí brota una tarea concreta para todos los cristianos que ayudará a romper con el acusado clericalismo existente en la Iglesia católica: «Tenemos que apropiarnos realmente de la idea fundamental del Vaticano II y hacerla realidad hasta en los repliegues más profundos de nuestro sentimiento por así decirlo, la idea de que la Iglesia somos nosotros». El teólogo jesuita invitaba a releer desde esta idea fundamental la constitución sobre la Iglesia: «La Iglesia es el pueblo santo de Dios, que a través de las aflicciones y del desierto de este tiempo busca la vida eterna y divina; la Iglesia somos nosotros; por eso es la Iglesia de los pecadores, la Iglesia deficiente que tiene que aprender siempre en la historia. No es sólo el lugar objetivo de salvación, que me sale al encuentro y a la cual he de hacer algunas concesiones como homenaje a la autoridad. (…) En realidad no puedo esperar una Iglesia diferente de mí, que soy deficiente, pecador, un ser sediento, que a través de mil vueltas y experiencias tiene que rehacer su vida una y otra vez».
 
Esta serie de afirmaciones recapitulan la noción de Iglesia pueblo de Dios o teología de la comunidad cristiana, que se edifica sobre el sacerdocio común y el sentido de la fe de todos los cristianos (cf. LG 10-12). La Iglesia no ha de ser pensada de una forma bipartita, como si hubiera unos miembros privilegiados (sacerdotes y religiosos), que siguen un camino más elevado y componen una primera categoría de cristianos. Ello nace de una afirmación elemental: de distintas y diversas maneras, los cristianos participan por el bautismo en la función sacerdotal, profética y regia de Cristo. Cada cristiano está llamado a su manera al amor perfecto de Dios, porque el espíritu de los consejos evangélicos, el espíritu del sermón el monte, el espíritu de la cruz, el espíritu de la esperanza en Jesucristo resucitado son elementos esenciales a toda vida cristiana. El apostolado propio del seglar coincide con el quehacer en su vida concreta, la tarea que impone la familia, la profesión, las obligaciones cívicas, en medio de un mundo secularizado. Así, en el corazón del capítulo segundo de la constitución sobre la Iglesia, se describe al conjunto de la totalidad de los fieles, como pueblo sacerdotal y profético (1 Pe 2, 5-9), señalando lo que es común a todos en el plano de la existencia cristiana antes de cualquier distinción por oficio, vocación o ministerio.
 
Desde la afirmación de la única vocación cristiana, plasmada en el ejercicio de los diversos carismas, servicios y ministerios hay que considerar esas formas diversas de vivir el seguimiento de Cristo que describen los capítulos tercero (pastores), cuarto (laicos) y sexto (religiosos) de la constitución sobre la Iglesia. Porque en la Iglesia hay variedad de ministerios, pero unidad de misión (cf. AA 2). Para ello, también el capítulo quinto de Lumen gentium nos ofrece un importante marco de referencia, cuando nos indica como objetivo de la Iglesia la irradiación de la santidad que procede de la participación en el don de la vida divina, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es decir, como la práctica y el crecimiento del amor de Dios en la creación y en medio de la humanidad siguiendo las huellas de Cristo.
 
2.4 La Iglesia local, hogar de comunión y misión
 
Ante la pregunta, ¿dónde podemos experimentar realmente ese ser nosotros Iglesia?, nos sale al paso otro de los elementos fundamentales de la eclesiología conciliar, donde se anudan el principio del pueblo de Dios y la Iglesia comunión. En este sentido, el artículo 26 de Lumen gentium presenta un compendio teológico sobre la Iglesia local, como lugar de la máxima actualización y presencia de la Iglesia. Es la comunidad concreta que se reúne en torno al altar, desde donde se anuncia el misterio pascual del Señor y su Evangelio, a sabiendas de que debe ser una comunidad fraterna. Esa Iglesia concreta es el pueblo santo de Dios, visible en una parroquia seguramente sencilla, nada resplandeciente, que no alcanza las características ideales de una comunidad cristiana, pero donde un cristiano concreto puede encontrar su lugar y su responsabilidad, y sentirse en casa, como en familia: «la Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de fieles, unidas a sus pastores».
 
El sujeto de la misión y de la transmisión de la fe es toda la Iglesia, que se manifiesta en la Iglesia local. Esta noción, presente en algunos pasajes decisivos del Vaticano II (LG 13; 23; 26; CD 11; AG 19-20), ha ido ganando peso en la reflexión y en la praxis, como hogar de comunión y misión, que queda perfectamente recogida en el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia: «Pero como el pueblo de Dios vive en comunidades sobre todo diocesanas y parroquiales, y en cierto modo se hace visible en éstas, corresponde también a ellas el dar testimonio de Cristo ante las gentes» (AG 37).
 
2.5 La apertura ecuménica del concepto de Iglesia
 
El dinamismo ecuménico ha ayudado a moldear la comprensión que de sí misma se ha hecho la Iglesia católica. El concepto de pueblo de Dios, central en el capítulo II de Lumen gentium, sirvió de puente ecuménico, ya que da cabida a los miembros de la Iglesia católica, a los cristianos no católicos, incluso vislumbra la orientación de la humanidad a formar parte de la única familia de Dios (cf. LG 13.14-16). Adentrarse en el corazón de la problemática ecuménica exige formular una pregunta ante la que los cristianos seguimos divididos: la Iglesia de nuestra fe, ¿se encuentra en alguna Iglesia cristiana en la actualidad?
 
La constitución Lumen gentium responde de esta manera: recuerda, por un lado, la existencia histórica de la única y verdadera Iglesia de Cristo que «subsiste en la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él»; por otro, reconoce que la Iglesia católica comparte con los otros cristianos «muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo» existen en las otras Iglesias y comunidades eclesiales (LG 8.15). Quizás la mejor interpretación de este pasaje nos la ofrecen estas palabras del decreto sobre el ecumenismo: «En efecto, los que creen en Cristo y han recibido ritualmente el bautismo están en una cierta comunión, aunque no perfecta con la Iglesia católica (…). No obstante, justificados por la fe en el bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en el Señor» (UR 3).
 

  1. A modo de conclusión: invitación a una meditación sobre la Iglesia

 
Siguiendo la analogía de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, la Iglesia es descrita como una «realidad compleja» que aúna en sí, sin confusión, pero sin separación, un elemento divino y un elemento humano, la comunidad espiritual y la institución social (cf. LG 8). Hablamos de la Iglesia institución sin dejar de experimentar un cierto malestar o desazón. En sus análisis recientes de M. Kehl señala como un elemento característico de nuestra situación actual la disociación casi total entre la dimensión teológica y la dimensión empírica de la Iglesia. En la opinión pública, tanto social como eclesial, «predomina una concepción des-teologizada y des-espiritualizada de la Iglesia: la de “Iglesia oficial”». Esta denominación «Iglesia oficial» es un puro concepto socio-cultural, que sirve para describir a la Iglesia como una organización de servicios religiosos, al tiempo que desconoce radicalmente la sustancia teológica de la palabra «Iglesia» (comunidad de los creyentes, pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, sacramento del Espíritu). Parece urgente que los cristianos integremos el fenómeno y la realidad de la Iglesia, con sus luces y sombras, en la relación creyente, esperanzada y amorosa con Dios. Es importante frente al fenómeno creciente y avasallador de «cristianos sin Iglesia», frente a una desafección eclesial que se traduce en índices muy bajos de pertenencia o en una identificación difusa rayana en un cristianismo post-eclesial.
 
El mero hablar sobre la Iglesia o la actividad frenética en ella se quedan en la superficie si no alcanzan ese nivel renovador que nace de la experiencia de unión indisoluble entre la vocación cristiana personal y la comunión eclesial de la fe. Un primer paso en esta dirección consiste en volver a mostrar esa conexión entre empiría y teología, sin espiritualizar y mixtificar las estructuras. En ese esfuerzo de discernimiento no sobra una meditación sobre la Iglesia, que bien pudiera empezar por algunos pasajes de Lumen gentium que ofrecen el mejor resumen de cuanto acabamos de decir: «El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y lo transformó en una criatura nueva (Gá 6, 15; 2 Cor 5, 17). Y a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo comunicándoles su Espíritu» (cf. LG 7). Un poco más adelante, el texto conciliar remacha esta idea subrayando su alcance escatológico: «Cristo, después de resucitar de entre los muertos, envió su Espíritu vivificador, y por él hizo a su cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación» (cf. LG 48).
 
No se llega a comprender hasta el fondo el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, el único mediador (1 Tim 2, 5), sin reconocer que el hecho de la Iglesia está integrado plenamente en el misterio de la salvación. La Iglesia, comunidad de los seguidores del Mesías reunidos por el don del Espíritu en un solo cuerpo, ha nacido del misterio pascual, entrando a formar parte del acontecimiento de la salvación: Cristo la amó y se entregó por ella, haciéndola santa y purificándola con el agua y la palabra, para que se presente ante Él sin mancha ni arruga (Ef 5, 25-27). En la Iglesia este acontecimiento se ha hecho institución y, por la ley de la encarnación, ella está destinada a traer visiblemente al mundo el don irreversible de la gracia de salvación de Dios para los hombres. Por eso decimos que la Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo, es «sacramento» del acontecimiento salvador de Cristo. El cristiano vive en ella y de ella.
 

Santiago Madrigal

 
AS I/4, 121.
AS I/3, 198-200. Para más detalles, cf. S. MADRIGAL, Unas lecciones sobre el Vaticano II y su legado, Madrid 2012, 45-60; aquí: 53.
Cf. AS I/4, 197-199.
G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, I, Barcelona 1968, 23.
CARD. L. J. SUENENS, Recuerdos y esperanzas, Valencia 2000, 144. Cf. S. MADRIGAL, Vaticano II: remembranza y actualización, Santander 2002, 15-40.
K. WOJTYLA, La renovación en sus fuentes. Sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, Madrid 1982, 11. Cf. MADRIGAL, Unas lecciones sobre el Vaticano II, o.c., 181-210.
Cf. PHILIPS, La Iglesia y su misterio, o.c., 73-74.
K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 62003, 375-462; esp. 397-401.
J. RATZINGER, «La eclesiología del Vaticano II», en: Iglesia, ecumenismo y política, Madrid 1986, 7.
K. RAHNER, «La responsabilidad del cristiano para con la Iglesia después del Concilio», en: La gracia como libertad. Breves aportaciones teológicas, Barcelona 1972, 229-246; aquí: 237.
Cf. M. KEHL, ¿Adónde va la Iglesia? Un diagnóstico de nuestro tiempo, Santander 1996, 68-69; 103.