Riccardo Tonelli, es profesor de Pastoral Juvenil en la UPS
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
“La centralidad del anuncio de Jesús es verdaderamente el corazón de todo proyecto de pastoral juvenil”. Así de contundente se expresa el profesor Tonelli. El autor comienza su artículo haciendo un recorrido histórico sobre cómo se ha desarrollado, en los últimos años, el anuncio de Jesús. Ve en esta historia una división y propone que no veríamos seguir divididos en esta disputa teológica. El anuncio del evangelio nace de la lógica del servicio pleno al reino de Dios. Por último propone la narración como un métdo apropiado para contar la experiencia que tengo de Jesús.
Hace algunos meses narré mi camino de estudio y de investigación sobre los temas que conciernen a la educación de los jóvenes en la fe[1]. En aquella ocasión recordé repetidamente proyectos, dificultades, realizaciones que afectan al anuncio explícito de Jesús el Señor, pero sin afrontar el tema en términos directos. En este estudio concentro mi atención sobre el argumento, tratando de verificar cómo han ido las cosas estos años y, sobre todo, sugiriendo una modalidad explícita para su realización.
Como sucede con frecuencia en los procesos en los que están en juego muchos factores, existen puntos bastante fijos y consolidados. Son los elementos de continuidad, los que establecen un sistema y dan una orientación fundamental a todas las propuestas. Y hay, por fortuna, cambios profundos, gratos o molestos, improvisados o ponderados. Las dos perspectivas son preciosas. Las primeras ayudan a comprender y a interpretar un pensamiento que se desarrolla en una determinada estabilidad radical. Las otras aseguran la necesaria atención a la vida concreta y a la acogida de los diversos estímulos que la vivencia ofrece al que sabe escuchar los hechos cotidianos. Todo esto vale también a propósito de la centralidad y de la calidad del anuncio de Jesús.
Estoy convencido de que toda propuesta nueva florece sobre la lectura crítica del pasado; por eso antes de sugerir una propuesta mía, relato e interpreto el camino recorrido.
1. Mirando el camino recorrido
La centralidad del anuncio de Jesús es verdaderamente el corazón y el fundamento de todo proyecto de pastoral juvenil. Lo digo con alegría y con sentido de responsabilidad: para mí y para los muchos amigos con los que he tenido la alegría de trabajar estos años.
Y está claro que no puede ser de otra manera. La pastoral juvenil no es un borrador de la metodología pedagógica. Si se resigna a reducirse a una colección de sugerencias educativas, refinadas y situadas ideológicamente, se queda realmente privada de sentido y desencadena un juego de concurrencias en el que será siempre perdedora por ineficacia… al menos de instrumentaciones y competencias. Por el contrario, si la pastoral juvenil se sitúa como precisa y comprometida acción eclesial, la proclamación, fuerte y decidida, del nombre de Jesús es una dimensión irrenunciable y calificadora[2].
La variable es otra, correspondiente exactamente a esta fundamental. La recuerdo para llegar al nudo de esta reflexión.
El anuncio de Jesús, en la experiencia eclesial que connota, para que sea eficaz y salvífico, debe corresponder a las exigencias de toda “palabra de hombre”, porque la Palabra de Dios se ha hecho palabra de hombre para convertirse en palabra para el hombre, “del mismo modo que ya el Verbo del Eterno Padre, habiendo asumido las debilidades de la naturaleza humana, se hizo semejante al hombre”. Nos lo ha enseñado el Concilio (DV 13). Este es un dato fundamental. Es ya un punto sin vuelta atrás para todo proyecto de pastoral[3].
Esta convicción ha exigido en la raíz la búsqueda de la pastoral juvenil de estos años. Han entrado en juego preocupaciones diferentes, con frecuencia tan exigentes que alguno ha tenido la impresión de que hasta ocultaba la sustancia.
Nos hemos preocupado, por ejemplo, de la calidad del lenguaje, para no correr el riesgo de hablar otra lengua, respecto a la normal de los jóvenes en la vida cotidiana. Y así la seguridad de un determinado lenguaje teológico se ha adaptado en la búsqueda de modalidades expresivas más actuales. Mirando el proceso con la distancia hoy obligada, no cuesta nada descubrir los límites y los riesgos de la operación. Basta pensar en aquellas transfiguraciones del rostro de Jesús, que ocuparon el terreno pastoral al final de los años setenta, bajo la ola del rechazo juvenil. Pienso, por ejemplo, en los pasquines que presentaban a Jesús como un “buscado”, porque unía en sí las características de un joven contestatario, o a aquellas celebraciones eucarísticas que se parecían sobre todo a asambleas políticas programáticas…
También la preocupación relativa a la relación entre expectativas y propuestas acaparó tiempo y recursos.
Veníamos de una experiencia, pastoral y pedagógica, que daba el derecho a la palabra al que podía pretender que aprobaba lo que había que decir, sin compromisos y resignados silencios. En estos modelos, el anuncio de Jesús era el punto de partida, fuerte y obligado. El interés hacia el que escuchaba quedaba en el plano metodológico… y todo el esfuerzo se dirigía a la invención de estrategias adecuadas. Y si los resultados eran decepcionantes, nadie juzgaba falso el proceso, sino que se contentaba con echar la culpa al distraído.
Los profundos cambios culturales dados hace algunas décadas animaron a cambiar de perspectiva. La preocupación por hacer crecer las expectativas, madurar los interrogantes, despertar la atención… como primer paso metodológico irrenunciable, dictó un calendario práctico diferente del clásico. De la propuesta hemos pasado al pesado trabajo de educación de la vida cotidiana, para convertirla en lugar de interrogantes, pasando del coraje de proponer sin medias tintas al esfuerzo de hacer que los jóvenes atendiesen y se interesasen por la propuesta.
Este modo de actuar produjo notables ventajas. Pero no faltaron ni riesgos ni limitaciones: los tiempos prolongados… que daban la impresión de que no se iba a llegar a la conclusión, y el traslado de la atención del contenido al método, de la objetividad a la subjetividad. Para justificar estas y parecidas dificultades… inventamos todas las salidas, desencadenando a veces actitudes de excesiva reserva por parte de los que veían con claridad los riesgos de la opción.
No me preocupa constatar de qué parte estaba la razón. Me desagrada comprobar cuántas energías se han perdido para levantar barreras en defensa de las propias posturas.
Entre los hechos que se deben reseñar para hacer la crónica de cómo debió afrontar la pastoral juvenil en el posconcilio las exigencias del anuncio de Jesús, no puedo olvidar la mirada, entre perpleja y crítica, con la que muchos miraron a los… anunciadores a ultranza, a los que, convencidos de la eficacia de la palabra, realizaban experiencias y comunicaciones seguras, seductoras, más dirigidas a crear dependencia que conciencia. Teníamos la impresión de que el nombre de Jesús servía demasiado a cubrir a la persona del anunciador, en vez de descentrar verdaderamente hacia él, el único Señor, que busca discípulos conscientes y decididos. Alguna vez nos ha sucedido comparar espontáneamente el ritmo, lento y ponderado, que preferíamos, a este fanatismo de otras estilos.
En estos últimos años, como resultado precioso de un crecimiento teológico de sensibilidad, se ha consolidado otra interesante preocupación.
El anuncio de Jesús no puede reducirse a palabras, más o menos elaboradas y sabias. La lógica evangélica se presenta claramente distinta, la del “ven y verás”, es decir, la comunicación de experiencias capaces de anticipar en lo pequeño y en lo cotidiano los acontecimientos de futuro hacia los que estamos vertidos en activa expectación.
La palabra más elocuente sobre Jesús la constituyen los hechos de novedad de vida, vividos y producidos en su nombre. Las palabras, siempre necesarias, suenan como auténticas sólo cuando son interpretación de vivencias. Conscientes de esta exigencia, ha despuntado el temor de caer en el juego de las palabras, contraponiendo eventualmente palabras de un cierto estilo a otras… olvidando que las palabras no pueden determinar nunca una decisión de vida. Pero los hechos que, como discípulos de Jesús lográbamos producir… eran pocos, escasos, poco proféticos en la realidad. Y así se abrió el camino hacia el silencio y una cierta resignación que encontraba buenas justificaciones, en algunos refinados y seductores modelos teológicos.
¿Pero podemos escoger el camino del silencio en un momento en el que todos gritan… sobre todo los que sería mucho mejor que aprendiesen a callar?
Reflexionando sobre el camino recorrido, es fácil constatar lo que, en la comunidad eclesial, hemos ganado de esas tensiones. Nos hemos hecho más maduros y conscientes. Nos hemos dado cuenta de que el anuncio del Evangelio debe resonar siempre como “una buena noticia” para la vida concreta de las personas. No puede imaginarse, por tanto, como algo que debe volcarse a toda costa sobre la libertad y la responsabilidad de las personas. El tiempo perdido se ha pagado, sin embargo, a alto precio: nuestro silencio ha permitido a muchas personas sugerir proyectos y razones de sentido, que no nacían del amor concreto y gratuito hacia nuestros hermanos. Y, en todos los casos, la desesperación se ha consolidado sobre nuestro silencio. También el juego de nuevos adjetivos, demasiado fácil, con el que se recalificaba el tema de la Evangelización, no ha servido para devolver el coraje y la fantasía a los discípulos de Jesús y, por consiguiente, no ha parado la ola arrolladora de la crisis de sentido y de la muerte por falta de esperanza.
Hoy deberíamos estar todos convencidos de que no podemos ya seguir dividiéndonos sobre esta cuestión teórica. Se nos pide que reafirmemos la urgencia de ser testigos denodados del nombre de Jesús, para permitir a todos estar llenos de vida y de esperanza.
2. Para interpretar los hechos
He relatado alguna etapa de un camino hecho, con alegría y esfuerzo, por muchos de nosotros, por una razón que me gustaría mucho poner en claro. Si se comprende y comparte bien puede ayudarnos de verdad para ir hacia adelante, también de un modo nuevo.
Sé que estoy diciendo cosas conocidas por los del oficio. Pero deben recordarse para entendernos bien y motivar adecuadamente las decisiones sucesivas.
En las líneas de tendencia que acabo de señalar, es fácil descubrir una constante, preciosa.
Por una parte está fuera de discusión la urgencia de anunciar el nombre de Jesús, sin incertidumbres y sin medias tintas, para asegurar el encuentro y la experiencia personal con él. Esto es lo que cuenta. El anuncio de su nombre es la condición parar poder asegurar el encuentro.
De esto estoy seguro de que están todos convencidos… también los que han intentado las experiencias más extrañas e innovadoras. Recordar la necesidad de centrar cualquier pastoral juvenil en el anuncio de Jesús es declarar la urgencia más inquietante y compartida. Se lo agradecemos todo el que lo recuerda… si acepta partir de la hipótesis de que no se trata de hacer un gesto que estaba descuidado… sino tal vez realizarlo mejor, con mayor autenticidad y audacia.
En este nivel se sitúa la segunda indicación que la lectura de la vivencia pastoral de estos años del posconcilio nos puede ofrecer.
El anuncio de Jesús se ha realizado estos años con modalidades claramente muy diferentes. Lo confirma un rápido repaso de las líneas anteriores. La diversidad era, en el fondo, de método. Pesaba tanto la atención a exigencias metodológicas y comunicativas, que se ponía de manifiesto con frecuencia hasta una diversidad de contenidos. Y esto, evidentemente desencadenaba problemas y conflictos.
Si volvemos imparcialmente a estas diferentes perspectivas, descubrimos que la diversidad no nacía de la sustancia del hecho evangélico. Habría sido incorrecto y deletéreo. No necesitamos predicar a un hombre más inteligente que los demás o a un revolucionario más refinado. Quien lo ha hecho ha traicionado su misión y ha privado a sus interlocutores del fundamento de una esperanza que sabe ir más allá de toda esperanza.
La diversidad nacía de la atención a los problemas del contexto, cultural y social, y del modo de interpretar las expectativas más profundas de los destinatarios de la Evangelización[4].
No se trata de algo baladí. Al contrario, sobre esta referencia se mide la calidad del la acción pastoral. En esta fidelidad dinámica a los destinatarios y al contexto la pastoral despliega su misión específica.
La teología nos entrega el acontecimiento que debemos servir y nos pide que lo convirtamos para todos en una bonita noticia que salva y da esperanza. La labor de realizar esta tarea, en el aquí y ahora concretos, compete a quien vive la praxis pastoral cotidiana. La teología ayuda a verificar la fidelidad… pero no puede de ningún modo realizar su cometido, confrontando un dato “objetivo”, puesto a seguro, lejos de la mezcolanza de las interpretaciones con lo que se ofrece, se experimenta, se vive en la experiencia eclesial cotidiana. La teología no es la maestra que corrige los deberes del escolar “pastoral”… Y cuando se ha hecho, las tensiones se han multiplicado por mil, a expensas de la experiencia eclesial misma.
La diversidad en los modelos concretos de Evangelización nace del modo de asegurar la calidad y la eficacia de “palabra de hombre” a la palabra de Dios para que sea siempre palabra para el hombre.
Los criterios de esta operación se vuelcan sobre la pastoral juvenil desde la cultura dominante y desde la búsqueda de alternativas eficaces para su trasformación.
El que lee el camino recorrido en estos años del postconcilio – es decir, desde que esta sensibilidad se ha convertido en patrimonio irrenunciable de la pastoral – advierte fácilmente qué ha cambiado y las razones que justifican los cambios[5].
3. ¿Y hoy?
De muchas partes llegan invitaciones para encontrar la alegría y la responsabilidad de una Evangelización explícita y decidida. Son sin duda un don precioso y estimulante para todos para sustentar y animar. Nos ayudan a relanzar una tarea irrenunciable para todo proyecto serio de pastoral juvenil. ¿Cómo realizar hoy este anuncio frente a la sensibilidad cultural actual?
La pregunta, comprendida bien, es la de siempre: ¿cómo hacer resonar hoy el Evangelio de Jesús, para devolverle la fuerza de buena noticia para la esperanza? Lo es siempre y de hecho. Pero se nos invita a pensar y a experimentar algo nuevo, continuamente, para que lo pueda ser en concreto y con las personas concretas con las que dialogamos[6].
Formulo mi propuesta con tres pasos sucesivos que hay que realizar de modo integrado.
Como gesto de amor: concreto y transformante
Los “Hechos de los Apóstoles” (cap. 3 y 4) narran lo que hizo Pedro cuando encontró la mano tendida de un pobre paralítico en la Puerta Hermosa del Templo y su defensa ante el Sanedrín, cuando se le acusó de lo que había hecho, sobre todo por las consecuencias (perturbación del orden público). Declara, sin titubeos, que el cojo camina porque todos saben que Jesús es el único nombre en el que es posible tener la vida. Lo proclama ante los que lo habían matado en el nombre de Dios, recordando que Dios lo ha resucitado, para mostrar con los hechos dónde se sitúa su proyecto.
Al cojo que pide limosna, Pedro le habla de Jesús. Y el cojo se cura. Pedro no le da las pocas moneditas que el cojo esperaba mientras llegaba la noche. Le da mucho más: el encuentro con Jesús y la curación. El cojo quedó felicísimo. En el encuentro con Jesús, anunciado por Pedro, cambió su vida. Ni él ni Pedro quedaron aprisionados en la estrecha red de demanda y respuesta.
Meditando la experiencia de Pedro, lanzo una convicción, que justifica pasión y entrega: el anuncio de Jesús es el gran gesto de amor que podemos hacer en favor de nuestros amigos, para devolverles la fe, consolidar la esperanza, invitar a una responsabilidad radical por el reino de Dios. No puede convertirse nunca en un proceso de proselitismo ni en algo que se parezca a la necesidad de manifestar los méritos del equipo del que somos seguidores. Es siempre y sólo un gesto de amor, totalmente gratuito y radicalmente descentrado hacia los demás.
Este me parece hoy el punto de perspectiva por descubrir, profundizar y relanzar.
El anuncio de Jesús, como gesto de amor, cálido y apasionado en relación con las personas, no nace ni del requerimiento del interlocutor ni de nuestro deseo apostólico. Nace de las lógicas del servicio pleno y total, para toda persona en el misterio de su existencia, y para la historia personal y colectiva de todos, en la perspectiva del proyecto que Jesús ha llamado el “reino de Dios”.
Desde esta visión global cambian ritmos y tiempos. No puede haber ya un ‘momento primero’, que prepara, y un “momento final” que realiza. El amor tiene lógicas totalmente diferentes. Está descentrado hacia el otro. Pero mide la calidad de su servicio sobre el bien objetivo de la persona amada. No se detiene porque se le rechaza. Y mucho menos se acondiciona para hacerse más aceptable. Arrastra a quien ama para permitirle crecer en plenitud y autenticidad: como una madre que le quita de las manos al hijo al que ama un juego peligroso… aunque llore y grite, porque se lo impone el amor concreto que le tiene.
Querer mucho a una persona significa querer profundamente su bien, permitir a una persona que descubra que la profunda espera de sentido que atraviesa su existencia necesita encontrar respuestas. No podemos seguir desplazando el tiempo del encuentro con estas respuestas y no podemos, por ninguna razón, despedir desencantadas esas expectativas. Por eso, precisamente a partir del amor que cada uno de nosotros tiene a los hermanos con los que tiene la alegría de encontrarse, descubrimos que no podemos resignarnos a no hablar de Jesús. El silencio, en este caso, se convertiría en una decisión que traiciona al amor.
El amor pide ayudar a cada persona a que se haga cada vez más señor de su propia vida. Pero somos señores de nuestra vida sólo cuando logramos experimentar su sentido también en el momento en el que sucesos trágicos parecen entregarnos al no-sentido. Somos señores de nuestra vida si somos capaces de situarla en un proyecto más grande que mira también al futuro de nuestra existencia: logramos encontrar una razón feliz también frente al dolor y a la muerte, descubrimos que somos plenamente nosotros mismos sólo cuando logramos morir, como el grano de trigo, para que todos tengan la alegría de cosechar el pan crecido en el terreno de mi pequeño servicio.
Hablamos de Jesús no sólo porque lo consideramos un amigo importante del que sentimos la alegría de regalar a todos la misma amistad… hablamos de Jesús y querríamos que todos lo pudiesen encontrar en el corazón de su existencia, porque sólo en él podemos descubrir que, a pesar de todo, somos y seguimos siendo señores de nuestra vida. Verdaderamente el nombre de Jesús es el regalo más grande que podemos hacer a todos, para devolverles a todos la alegría de vivir y la libertad de esperar.
La comunidad eclesial no se resigna si a las personas con las que compartimos la vida cotidiana el nombre de Jesús no les interesa. No se resigna si ante el anuncio quedan indiferentes, preocupadas por muchas otras cosas. Está cerca de ellas, las inquieta e interpela, porque sólo cuando han encontrado a Jesús, pueden quedar verdaderamente en esa alegría y en esa esperanza que van buscando, por desgracia muchas veces como el sediento que busca un sorbo de agua entre las piedras y el barro de los pozos secos.
Desde la perspectiva del amor desde la que se hace el anuncio, podemos pensar verdaderamente en todo el proceso. Estoy convencido de que una grande y comprometida tarea se nos ha entregado en el plano de los contenidos teológicos y de los modelos de comunicación.
Hago sólo dos sugerencias. Con frecuencia, por desgracia, muchos problemas nacen precisamente de una estructura mental de la que me cuesta mucho desprenderme.
Te narro la experiencia que he tenido de Jesús
El que está llamado a comentar un episodio de la historia o que enseña a otros un teorema de geometría, debe atenerse a los hechos y los debe presentar con claridad y objetividad. Cumple su deber de comunicación cuando dice correctamente las cosas que debe decir. No se le piden entusiasmo ni su implicación apasionada; hasta pueden resultar negativos cuando corren el riesgo de trastornarlo al falsear los datos del hecho.
Esto no basta para quien narra la historia de Jesús por la salvación.
La comunicación es auténtica cuando es capaz de suscitar, con el mismo acto de comunicación, «un entretejido de experiencias».
Para entendernos bien, vuelvo a la comparación que acabo de hacer, introduciendo la distinción entre Evangelización y descripción.
La descripción presenta realidades existentes (lugares, paisajes, personajes, informaciones), lejanas o desconocidas; las arranca, de algún modo, de su tiempo natural y de su espacio lógico, para ponerlas «delante» de alguno. Para hacer esto da informaciones, desata la capacidad imaginativa, privilegia ciertos detalles, asegura el «espectáculo».
Basta pensar en un reportaje televisivo, en las páginas de una buena novela, en los juegos de palabras que llevan lejos, hasta meter a la persona «dentro» de los hechos descritos. En el calor confortable de nuestra casa o hundidos en una cómoda poltrona, nos sentimos en primera fila admirando aventuras lejanas, sucesos alegres o tristes que, en el fondo, arrastran sólo nuestra fantasía y satisfacen nuestra curiosidad.
Las cosas descritas no nos afectan: quedamos fuera del rayo mortífero de las armas de guerra o nos zambullimos sólo con el deseo en las aguas transparentes de mares prohibidos a nuestras posibilidades concretas.
La Evangelización recorre caminos de comunicación muy diferentes.
Los acontecimientos que ella presenta se hunden en un tiempo lejano; pero se hacen, mientras se comunican, cercanos y contemporáneos a quien habla y a quien escucha. La contemporaneidad y la cercanía no la aseguran ni la abundancia de detalles descriptivos ni la vivacidad espectacular con que se ritualizan. La asegura, en cambio, el hecho de que se está hablando concretamente de las historias vitales del evangelizador y de los interlocutores, en el relato de una historia lejana en el tiempo y tan presente que se convierte en un parte de nuestra existencia.
El que cuenta la historia feliz de Jesús que multiplica el pan para atender al hambre de los que le habían seguido olvidando todo, no hace vivo y actual el relato porque logra describir bien la hierba fresca de primavera y las dulces colinas que se deslizan hacia el lago de Genesaret. Lo hace actual porque logra hacer coincidir el hambre de los amigos de Jesús con nuestra hambre cotidiana y porque solicita de cada uno que se defina a propósito de la provocación inquietante de quien ha saciado el hambre en sí y en los demás, porque ha decidido arriesgarse en el reparto de los pocos panes que se había llevado como provisión. Es una historia nuestra esa que se cuenta; entre el gentío nos hemos encontrado también nosotros, divididos entre la búsqueda afanosa de poseer y el deseo sincero de repartir todo.
Cuando se nos cuenta que aquel hombre egoísta sacrificó la única oveja del vecino para preparar un banquete de fiesta a un huésped lisonjeado, siendo así que él tenía más de cien ovejas, nos sentimos involucrados personalmente como si se tratase de una injusticia contra nosotros. Contamos esta historia de abusos y de arrepentimientos no para hace vivir una página famosa de la historia del pueblo hebreo. No nos interesa si las cosas fueron de verdad de ese modo o si Natán se inventó todo para provocar mejor una crisis en David. Como le sucedió a David, nos damos cuenta de que en ese relato del profeta hay una página de nuestra vida, ya que hemos sustraído muchas ovejas al afecto y al hambre de los pobres, a lo mejor con la intención de organizar mejor la fiesta.
Todo esto transforma el anuncio de Jesús en una experiencia, capaz de suscitar nuevas experiencias: el acontecimiento de Dios que se hace cercano a cada uno de nosotros, para nuestra vida y nuestra esperanza, las expectativas y las experiencias de las personas a las que se ofrece el relato, la experiencia, vivida y sufrida, del que encuentra la alegría y el denuedo de compartir lo que ha experimentado en el encuentro salvífico.
Estos tres datos, de peso y de significado tan diverso, se convierten en una palabra única, porque la autenticidad y verdad de cada elemento necesita a los demás, en un juego de relaciones recíprocas.
El que quiere servir a la vida y consolidar la esperanza no puede reducir su propuesta a fragmentos de la propia existencia. Nadie puede dar la vida plena: ni a sí mismo ni a los demás. Dolor, incertidumbre y muerte amenazan continuamente toda pretensión de autosuficiencia. Necesitamos ofrecer una referencia más alta y segura, la del único nombre en el que podemos tener todos la vida.
El evangelizador repasa, pues, a los testigos de su fe eclesial: las páginas de la Escritura, las historias de los grandes creyentes, los documentos de la vida de la Iglesia, la conciencia actual de la comunidad eclesial en torno a los problemas fundamentales de la existencia diaria. En este primer elemento, propone, con valentía y firmeza, las exigencias objetivos de la vida, alcanzada por parte de la verdad ofrecida. Creer en la vida, servirla para que nazca contra toda situación de muerte, no puede de ningún modo significar diluir las exigencias más radicales ni tampoco dejar campo a la desbandada de la búsqueda sin horizontes y de la pura subjetividad.
El evangelizador no logra, sin embargo, hablar como si a él le afectase y estuviese ya por encima del proceso. La vida es aventura de solidaridad profunda y continua, que ni siquiera la muerte física logra ya romper. Esta implicación personal le asegura la autoridad que necesita para pronunciar palabras exigentes, que juzgan e inquietan con la fuerza de una existencia reconquistada de modo reflejo. También esta exigencia reconstruye un fragmento de la verdad de la historia narrada. La sustrae de los espacios del silencio frío de los principios para sumergirla en la cálida pasión de la salvación.
Sus interlocutores no son los destinatarios pasivos de la comunicación. Se convierten en protagonistas del relato mismo. Su existencia da palabra al relato: ofrece la tercera de las tres historias, sobre las que se teje la única historia. El evangelizador habla de ellos en primera persona, de sus expectativas y de sus proyectos, también cuando habla de hombres y mujeres sumidos en tiempos lejanos o cuando ayuda a descifrar el curso de la naturaleza y de la historia o cuando teje la trama de una solidaridad que da rostro a gente que nunca ha visto.
Por la fuerza de la implicación personal, el anuncio de Jesús no es nunca una propuesta resignada o tibia. Quien narra la historia de Jesús quiere una opción de vida: por Jesús, el Señor de la vida o por la decisión, loca y suicida, de vivir sin él.
Por eso la pasión laboriosa por el reino de Dios es una dimensión radical de todo anuncio.
Narrar a Jesús contando la experiencia de sus discípulos
He afirmado que sólo puedo hablar de Jesús narrando la experiencia que he tenido de él.
¿Qué experiencia de Jesús puedo relatar? Por desgracia los proyectos son mucho más altos que las realizaciones. Tengo miedo de que para hablar de Jesús dentro de mi experiencia, debo escoger la ruta del silencio, como único camino practicable de forma sincera. O, cuando más, debería acentuar demasiadas dimensiones personales, con perjuicio de la totalidad y autenticidad de su figura de Señor y Salvador. Debería contar más sueños, desvanecidos en las traiciones, que experiencias fuertes y fortalecedoras.
No quiero el silencio. Lo considero una opción inadecuada, precisamente por esa lógica de amor que se convierte en servicio, en el que trato de enderezar la necesidad del anuncio de Jesús hoy.
Considero practicable otra perspectiva.
Hemos tenido la suerte de encontrar a Jesús en el relato de la experiencia que tuvieron algunos de sus discípulos estando con él. Esta experiencia se nos entrega en los documentos de su fe y de la nuestra (los Evangelios, sobre todo, y los Hechos de los Apóstoles). Su experiencia ha suscitado después muchas otras experiencias fascinantes. Estamos en una cadena de testigos valientes que, eslabón tras eslabón, nos llevan directamente a la persona del Señor. A partir de esa convicción, puedo decidir hablar de Jesús relatando su experiencia.
No tengo otro modo, en coherencia con lo dicho antes. Y me parece un modelo comunicativo verdaderamente hermoso, que corresponde a los testigos de la fe que poseemos y que asegura una implicación muy experiencial.
Es interesante constatar que la opción de hablar de Jesús relatando la experiencia que tuvieron sus discípulos con él y de él, pone en primer plano también nuestra experiencia. Nos permite hablar de Jesús, aventurándonos intensamente y asegurando, al mismo tiempo, nuestra debilidad – la que nos constreñiría al silencio… – en el apoyo autorizado de la experiencia de los discípulos.
Actualizamos así la misma estructura de los Evangelios.
Los Evangelios y los testimonios apostólicos, de hecho, no son nunca el relato material de los acontecimientos de la vida de Jesús de Nazaret, de los que los discípulos fueron testigos. Son, en cambio, un documento de fe y de amor. Los Evangelios son la expresión, autentica y verificable, de acontecimientos, escritos en una época en la que muchísimos testigos directos estaban todavía vivos. Hay un hecho cierto y documentable: la persona de Jesús, los gestos realizados por él y las palabras que dijo. Se da, sin embargo, la fe apasionada del discípulo y de la primera comunidad cristiana, nacida en el entusiasmo de esos acontecimientos maravillosos. Y hasta están los destinatarios concretos de esos textos escritos: personas vivas, llenas de ganas de vivir y hambrientas de esperanza, que el autor de cada Evangelio envuelve directamente en su relato.
Las narraciones evangélicas no son la crónica de los acontecimientos que se refieren a la persona de Jesús y, mucho menos, podemos imaginar que los discursos transcritos son la copia taquigráfica de sus palabras. Hechos y palabras son la transcripción, en una inspiración especialísima del Espíritu de Jesús, de la experiencia de fe de sus discípulos. Hechos y palabras no se comunican para informar sobre detalles desconocidos, sino para suscitar nuevas experiencias de fe.
Por esto, los Evangelios son, en último término, un documento tejido de fe y de historia, lleno de acontecimientos documentables y rebosante de la vida concreta del que vive y del que lee. Este modelo especial de escritura hace a los Evangelios capaces de suscitar otras experiencias de fe, como sucedió al principio y sigue sucediendo en la existencia de muchas personas.
En la elección de las experiencias contadas, en los subrayados y en los detalles anotados, la experiencia de los discípulos de Jesús queda siempre filtrada por la experiencia concreta del narrador. Propone lo que advierte de modo especial como “buena noticia” y lo escoge, dejándose envolver, con la esperanza de que también para otros pueda resonar como “buena noticia”.
4. En la comunidad eclesial: para asegurar la ortodoxia de la fe
El énfasis sobre un anuncio de Jesús en el que se cruzan diversas experiencias, podría hacer resbalar el proceso por la pendiente peligrosa de la subjetividad. No hay necesidad hoy de facilitar esta tendencia… dado que la tenemos ya congénita, por razones culturales, y preocupa sinceramente también a los que constatan su valor.
El anuncio de Jesús es auténtico cuando lo comparten auténticamente la historia de Jesús de Nazaret y la fe que suscitó en sus discípulos, según la profesión de fe de la comunidad eclesial actual. Lo debemos recordar, sin incertidumbres. Valoramos por consiguiente la calidad de un acto evangelizador no sólo por el entusiasmo que ha suscitado, sino también por la ortodoxia y compleción, también formal, de lo que se comparte.
Como sabemos, se trata siempre de una ortodoxia que se convierte en praxis y justifica e interpreta la praxis: la experiencia de fe se hace experiencia ética y, de algún modo, política.
Por esta convicción doy toda la razón a los que se preocupan de que el modelo sugerido haga decaer estas exigencias.
La cuestión para mí es otra: ¿cómo asegurar la solución de las dificultades?
Si hubiese un camino seguro, limpio de obstáculos y de riesgos, y otro en el que abundasen… sería tonto abandonar la primera para embarcarse en la segunda.
Tal vez alguno lo piensa. Pero no es así. Los modelos objetivos, de los que alguno tiene nostalgia, ponen en crisis la raíz misma del proceso de Evangelización. Lo reducen a una enseñanza y aprisionan sus contenidos compartidos y su verificación en uno de los muchos modelos formales de aprendizaje. Salvan la forma, pero contaminan la sustancia. No basta, está claro, saber y saber repetir bien, por haber encontrado. En el camino de la comunidad eclesial este conocimiento ha estado siempre briosamente presente y decisivo.
Estoy convencido de que el control y el contrapeso, capaz de limitar los riesgos asegurando las ventajas, es claramente otro: el lugar del anuncio de Jesús y de la experiencia que lo hace encontrar es siempre la comunidad de los discípulos de Jesús, la Iglesia, rica de diferentes funciones y presencias, en las que la verdad y la autenticidad está servida por el ministerio de esos hermanos a los que el Espíritu les ha confiado la responsabilidad de guiar a todos en la unidad hacia la verdad. En el seno materno de este acontecimiento de comunión y de sustento, la diferencia se convierte verdaderamente en riqueza y las sensibilidades personales en aportación preciosa hacia una verdad que está siempre más allá de lo adquirido y experimentado.
La exigencia afecta al mismo tiempo al que anuncia y al que acoge.
La propuesta se hace creíble e interpelante con la fuerza testimonial de la vivencia de los creyentes. Esta conciencia me permite pronunciar palabras y proponer exigencias que van siempre mucho más allá de la vivencia personal. Si así no fuese, la exigencia del testigo sería un preámbulo del silencio.
El encuentro personal con Jesús y la decisión de proclamarlo Señor de la propia vida y de la historia de todos, no hace referencia a “mi” Jesús, aunque cada uno lo vive en el secreto callado de la propia interioridad, sino a Jesús de Nazaret, al que la fe de la Iglesia proclama Cristo y Señor.
Esta doble responsabilidad – del que anuncia y del que acoge – se verifica hacia la autenticidad no porque se mida con una serie de parámetros objetivos y seguros que señalan la separación entre objetividad y subjetividad, sino porque se experimenta la alegría de vivir en una comunidad que acoge, propone, refuerza y solicita
Verdaderamente, la palabra que da esperanza resuena, fascinante y suplicante, en la Iglesia, mediante el Espíritu.
Riccardo Tonelli
[1] TONELLI R., Ripensando quarant’anni di servizio alla Pastorale giovanile, en «Note di pastorale giovanile», 2009. 43 (3), 11-65. DENICOLO’ GC., Cuarenta años de servicio a la pastoral juvenil. Entrevista a Riccardo Tonelli, Editorial CCS, Madrid 2011.
[2] Con frecuencia esta exigencia se propone como “Evangelización”. Se trata de una expresión muy utilizada. Por eso se interpreta con acepciones diversas, que van desde el sentido estricto, como anuncio explícito del nombre de Jesús, hasta el más general como proceso que incluye el testimonio, el anuncio, la celebración de la fe misma, como nos recuerda también Evangelii nuntiandi. En este contexto la entiendo en sentido estricto.
[3] Las consecuencias son enormes.
Este dato en efecto, por ejemplo, despierta la atención de todo hecho eclesial hacia la cultura. Justifica por tanto un cierto pluralismo de modelos, precisamente por la pluralidad de palabras humanas en las que se dice siempre la Palabra de Dios.
Más aún, exige del Evangelizador la atención hacia las modalidades de comunicación, que caracterizan el cambio de cada palabra humana, precisamente para respetar mejor la potencia de la Palabra de Dios.
En la raíz, como afirma la cita del Concilio, se funda la atención, amorosa y devota, a la humanidad de cada hombre, en el que la Palabra de Dios se hace palabra para nosotros, en el acontecimiento de la Encarnación.
Al mismo tiempo invita continuamente a la fidelidad y a la conversión, para asegurar la transparencia de humanidad que permite el encuentro con el misterio.
[4] Pongo un ejemplo, citando el modo con que se ha comprendido el resultado a nivel personal y social del encuentro con Jesús. Aquí los modos de expresarse son de verdad diferentes. Expresan sin duda la misma realidad pero con connotaciones lingüísticas muy especiales que hacen sospechar de muchas personas, en las diferentes fronteras de la experiencia eclesial, desencadenando frecuentemente reacciones acaloradas.
La expresión clásica es la tradicional: la salvación. El encuentro con Jesús asegura la salvación y, por consiguiente, la “vida eterna”. Está fuera de discusión. Pero todos saben que el término salvación es ya ambiguo. Cada uno lo reviste de connotaciones tan específicas que llegan a hacer difícil hasta encontrar puntos de contacto. En la primera edición de mi libro sobre la pastoral juvenil dediqué un capítulo precisamente a estudiar el uso de esa expresión.
Una formula más amplia, cargada de resonancias también colectivas y sociales, es el “reino de Dios”: el regalo que Jesús nos ofrece y la tención que se pide.
Yo prefiero hablar de “vida plena” y de “esperanza”. Haciendo eco – sin pretensiones exhaustivas– a Jn. 10, he elegido esa fórmula para expresar más eficazmente el don y la responsabilidad del encuentro personal con Jesús dentro de las sensibilidades y de las expectativas más intensas de la cultura actual. Se trata, en último término, de un proceso hermenéutico de inculturación, relativo pero – supongo – funcional en un determinado contexto.
Una lectura atenta no se deja distraer por las expresiones, pero trata de encontrar, en la riqueza de la diferencia, razones de confrontación y de compañía. La guerra sobre las palabras, aun con las mejores intenciones de este mundo, es siempre… preocupante.
[5] En el fondo, la seguridad de un cierto modo de actuar con objetivismo y estilo repetitivo, también en los procesos de Evangelización, denuncia el límite más grave y preocupante. No son los más buenos… los que han quedado a salvo de lo que se decía y hacía porque así debe funcionar, sino que son los que han sufrido recibiendo la distinción y la responsabilidad recíproca entre teología y pastoral. No han logrado proclamar propuestas seguras y aseguradoras, como alguno hubiera deseado, porque no han aceptado producir modelos de pastoral sólo deductivos ni se han resignado a realizar las tareas de la pastoral con alguna estrategia metodológica o con algún juego comunicativo.
[6] La fidelidad al acontecimiento no la aseguramos cuando lo ponemos ante las personas como si fuese algo estable y preciso, que hay que descubrir y lanzar sin ninguna mediación cultural e histórica. La tentación permanece… sobre todo en un tiempo de crisis extensa. Pero la considero una tentación que se debe controlar y superar.