UNA SOLA FE, VARIAS FORMAS DE VIVIRLA EN COMÚN.

1 diciembre 2011

EL TESTIMONIO DEL NUEVO TESTAMENTOS.

Juan J. Bartolomé, sdb

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor afirma que el encuentro con el Resucitado fue el paso obligado para reencontrarse con la comunidad de testigos. Apoyado en estudios críticos se acerca al primer cristianismo (algunos grupos y personalidades importantes). Juan J. Bartolomé, en este artículo, presenta una secuencia de los acontecimientos históricos acompañada de profundas claves teológicas y pastorales.

Se ha dicho, no sin razón, que el fruto histórico más tangible, la innegable evidencia, de la resurrección de Jesús fue el inesperado resurgimiento de la comunidad de discípulos que se congregaron en torno a unos pocos que ‘habían visto’ al Señor (Lc 24,34; cf. 1 Cor 15,5-8).
Tras la muerte de Jesús en cruz y el hallazgo de su tumba vacía, casi inmediatamente (“al tercer día”: Lc 24,22; 1 Cor 15,4), algunos de sus antiguos compañeros, que, habiendo compartido con él caminos en Galilea y fe en la restauración de Israel, habían terminado por abandonarlo en Jerusalén, fueron diciendo haberlo visto vivo y, por ello, lo empezaron a proclamarlo públicamente Señor y Cristo (Hch 2,36). Su testimonio personal les llevó a iniciar vida común, a la que se integraron enseguida quienes, sin haberse encontrado con El, lo creyeron su Señor, fiados en el testimonio de quienes lo habían visto.
 

  1. Una versión ‘idealizada’ de los inicios

De esa convicción compartida nació la comunidad cristiana. Una común fe, pudiera parecer, habría de sustentar una única vida común. Tal es la impresión que se tiene cuando se leen los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,12-4,35); su autor se empeñó en transmitir la imagen de una comunidad primitiva única y homogénea, perseverando unida en la oración y asidua en la enseñanza de los apóstoles (Hch 2,44-47; 4,32-35). Sin embargo, el NT, en su conjunto, no soporta esa visión idílica, más bien la contradice.
La presentación lucana de unos orígenes comunitarios en los que la unanimidad en la vida de oración (Hch 2,42.46) y la aceptación constante de la enseñanza apostólica (Hch 2,42-43; 4,33) corrían parejos con una fraternidad a toda prueba (Hch 2,44-45; 4,32.33-35) y un incesante incremento del número de conversiones (Hch 2,41.47; 4,4; 5,14) es históricamente poco probable. La realidad tuvo que ser mucho más compleja y, ciertamente, menos gloriosa.
No está probada la existencia de esa comunidad primitiva, unificada por la oración común y la caridad fraterna y organizada en torno a los apóstoles, que crecería lenta e inexorablemente, mientras llevaba el evangelio al mundo con más aciertos que penalidades. Ese retrato de la primera comunidad cristiana responde más al ideal lucano que a la realidad histórica, no es tanto crónica neutral de lo ocurrido cuanto la versión personal – o mejor, predicación interesada – de su autor. Recordando los heroicos tiempos apostólicos quería estimular a su comunidad, compuesta por una generación posterior, a una fidelidad más entusiasta a sus orígenes.
El estudio crítico de las fuentes históricas a disposición permite hoy acceder a noticias fragmentarias sobre diferentes grupos dentro del primer cristianismo, sospechar cierto protagonismo de alguna personalidad cristiana al interno de esas comunidades y adivinar alguna de las más cruciales situaciones por las que atravesaron. Más que apuntar hacia una visión compacta de la vida común en el primer cristianismo, el NT identifica varios modelos de comunidad cristiana que, siendo a veces contemporáneos, vivían y celebraban diversamente la fe común, emprendían misiones autónomas, cuando no contrapuestas, y se posicionaron en su entorno social de múltiples formas, sustentados como estaban por diferentes grupos sociales que respondían a – y reflejan – divergentes preocupaciones teológicas y situaciones históricas irrepetibles. Pocas veces, si alguna, se ha vivido la fe común de una forma tan plural que durante el primer siglo del cristianismo.

  1. El prólogo histórico: la comunidad de discípulos de Jesús de Nazaret

El grupo de personas que surgió en torno a Jesús de Nazaret, mientras éste predicaba el reino en Galilea, no puede considerarse como origen histórico – ni siquiera como criterio normativo – de la vida común del primer cristianismo. El seguidor del Jesús histórico compartía, a lo sumo, la misión personal de su maestro, la restauración de la soberanía del Dios de Israel sobre su pueblo, asumiendo el género de vida y los objetivos apostólicos del profeta de Nazaret.
Jesús de Nazaret predicó la irrupción definitiva del reinado de Dios viéndola iniciada en su propia actuación; creyó ser su misión personal la reunión del pueblo de Dios y quiso poner como signo fehaciente de ella la institución de los doce (Mc 3,13-19; Mt 10,2-4; Lc 6,13-16), elegidos entre sus secuaces como representantes de nuevo pueblo congregado bajo la soberanía de Dios, aceptada con gozo y realizada con radicalidad.
En una época en la que no existían ya las doce tribus originales – habían desaparecido en el siglo VIII a. C., a raíz de la caída del reino de Israel –, la decisión de Jesús de elegir a doce hombres delata su voluntad de reconstruir sobre la base de ese pequeño resto al pueblo de Dios, que se hallaba diezmado y confundido, sujeto por la fuerza al pagano. La constitución de los doce era una eficaz invitación, a fuer de simbólica, a congregarse de nuevo y recuperar la esperanza. No es seguro que Jesús los viera como garantes de su tradición, testigos futuros de su resurrección y predicadores de su evangelio (Lc 6,13; Hch 1,17-22), aunque pudo muy bien considerarlos como compañeros de misión y sus representantes (Mt 10,1-15). Por su origen y procedencia, era un grupo heterogéneo desde el punto de vista social y religioso: pescadores en Galilea (Mc 1,16-20), algún recaudador de impuesto (Mc 2,14) o activos celotas que (Mc 3,18; Lc 6,15), al menos en una ocasión, portaban armas (Lc 22,38; Jn 18,10); escribas (Mt 8,18-21) e, incluso, algún líder religioso (Jn 3,1-14; 19,38-42; Mt 27,57).
Los doce pertenecían a un grupo más amplio, el de los discípulos, que la actividad taumatúrgica y misionera de Jesús contribuyó a formar muy tempranamente (Mc 2,15.23; 4,34; 6,1.35; 7,5; 9,14.18; 14,12; 16,7). El discipulado fue el resultado más evidente de la actividad de Jesús en Galilea. No se ajustaría a realidad el concebir la actividad en Galilea como un período lleno únicamente de éxitos; triunfos y fracasos, simpatía y hostilidad, acompañaron el quehacer público de Jesús. Y, curiosamente, la primera oposición nació en el seno de sus más allegados, su propia familia y sus conciudadanos (Mc 3,21; 6,1-6). En cambio, del pueblo que se aglomera en torno de él van surgiendo hombres dispuestos a seguirle, tras recibir – y ello es significativo, por inusual – una invitación personalizada y exclusiva.
En sí mismo, el discipulado de Jesús como hecho histórico no tiene nada de extraordinario. Vocabulario y realidad estaban ya presentes en el judaísmo a él contemporáneo; es posible incluso que discípulos de Jesús lo hubieran sido, antes, del Bautista (Jn 1,25-30). La novedad proviene, más bien, de los vínculos personales que establece Jesús con aquellos que le siguen; no son discípulos por propia iniciativa, sino por vocación personal. La llamada impone una ruptura con la forma concreta de vivir, se inaugura una existencia nueva que más que conquista es consecuencia del don de Dios: no entran los que quieren, sino los que son ‘queridos’; es estado definitivo y no etapa transitoria (Mt 10,24; Jn 13,16).
La movilización de un discipulado restringido estaba en función de la llegada del reino. Los invitados al seguimiento se sabían primeros ciudadanos de ese reino y, de forma demostrativa, optaban por un género de vida que los singularizaba. Su grupo no coincidía, pues, con el de adeptos o simpatizantes de Jesús, que eventualmente le hospedaban en sus casas y le sostenían con sus bienes (Mc 14,3; Lc 10,138-39; Jn 11,1-2); a todos pedía Jesús conversión y fe (Mc 1,14-15), sólo a algunos invitaba a su compañía (Lc 9,62; 12,46) imponiéndoles su forma de vida. Seguir a Jesús fue vagar sin lugar fijo, aceptando las consecuencias de un continuo desplazamiento como modo de vida (Mc 8,20): seguir a Jesús significó serle compañero, repartirse pan y cansancio y compartir misión (Mc 3,14; Jn 4,6.13). Dejar a todos y seguirle (Lc 14,25-26), venderlo todo y renunciar a cuanto se tiene es una exigencia universal para quien desee entrar en el reino (Mc 10,17-31).
Jesús mantuvo con quienes le seguían una relación diferenciada; no todos sus amigos le siguieron (Jn 6,60-66; Lc 10,1; Hch 1,21-23) ni a cuantos le seguían estimó de idéntica forma (Jn 21,15-23). La tradición sinóptica concede a uno de ellos, Pedro, un rango de primacía (Mt 10,2; cf. Mc 8,27-30; Mt 16,13-20; Lc 9,18-21). A esta posición destacada de Pedro pudo contribuir su entusiasmo por Jesús y, muy probablemente, una confesión pública – la primera – de su mesianismo (Mc 8,31-33), que incluía una comprensión equivocada de ella (Mc 8,34-38). De hecho, en la tradición evangélica Pedro aparece como portavoz del grupo (Mt 14,28; 15,15; 18,21; 26,35.40; Mc 8,29; 8,5; 10,28; Jn 6,68).
Los seguidores más estrechos de Jesús procedían de las clases sociales más desfavorecidas: pescadores (Mc 1,17; Lc 5,10) y publicanos (Mc 2,14; Mt 9,9), quizá también artesanos y campesinos galileos, incluido algún activista político (Mc 3,18; Lc 6,15) y algunas mujeres (Lc 8,1-3; 23,49.55; 24,9; cf. Mt 27,55-56.61; 28,1). Se pueden excluir de este primer grupo los procedentes de clases dirigentes y los gentiles. La tradición evangélica conserva retazos biográficos de este grupo muy realistas: a menudo comprenden mal a Jesús o no le entienden (Mc 4,13; 6,52; 7,18), discuten entre sí (Mc 9,33-37; Mt 18,1-5; Lc 9,46-48) o con Jesús (Mc 8,32-33), buscan las preferencias de Jesús (Mc 10,35-45; Mt 20,20-28) o le abandonan en el peor momento (Mc 14,10.30.50): son hombres normales, entre el desamparo y la esperanza, entre la traición y la fidelidad.
En vida de Jesús el grupo de seguidores no conoció estructura o jerarquía interna. El grupo se caracterizaba por la estrecha vinculación personal con el maestro, quien despertaba en ellos esperanzas y entusiasmos mesiánicos tan insospechados como insólitas eran sus exigencias (Mt 8,18-22; Lc 9,57-62). La desaparición intempestiva y trágica de Jesús, su muerte en cruz, sepultó las mejores esperanzas entre cuantos le seguían más de cerca. Su inmediata dispersión dio por fracasado el proyecto de Jesús al que con tanto entusiasmo habían servido.
 

  1. La vida común cristiana

A los pocos días de la muerte y sepultura de Jesús, algunos de sus discípulos empezaron a proclamarle resucitado (Lc 24,19-23). Mientras el grueso del grupo había iniciado el regreso a sus hogares y a las antiguas ocupaciones (Mc 14,50; 16,7), unos cuantos creyeron ver vivo a Jesús de Nazaret, para su sorpresa y en contra de la evidencia, pues lo sabían muerto y conocían el lugar donde lo habían sepultado (Mc 16,6; cf. Jn 20,2).
Es verosímil que Pedro no fuera el primero que llegó a la tumba vacía (Mc 16,1-3; Jn 20,1-6) ni el primero al que se le apareció el Resucitado (Mt 28,9-10; Jn 20,14-18). Si no fue tampoco el primero que llegó a la convicción de que vivía (Jn 20,8), ni el primero en llevar la noticia a los demás apóstoles (Jn 20,17-18), es probable, con todo, que fuera quien más se esforzó en difundir la buena nueva entre los discípulos (1 Cor 15,5; Mc 16,7; Lc 24,34; Jn 21,1-19). Ciertamente, no fue el único: la experiencia de la nueva vida de Jesús fue hecha por un buen grupo de discípulos, repetidas veces (1 Cor 15,4-8; Mt 28,16-20; Lc 24,36-39; Jn 20,19-23; Hch 1,9-11).
 
3.1. Testigos itinerantes del Resucitado
La localización de estos encuentros en Galilea (Mt 28,16-20) o en Jerusalén (Lc 24,35-53; Jn 20,19-29), lo mismo que su duración, restringida al primer día de la semana (Mc 16,1-20; Mt 29,1-20; Lc 24,1-53; Jn 20,1-29) o extendida a un período mayor (Jn 21,1; Hch 1,3) son cuestiones abiertas. Los documentos no concuerdan en su testimonio. Con todo, lo más probable es que la mayor parte de los discípulos que llegaron al convencimiento de que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos (Hch 2, 24; 3,15), estuvieran ya en Galilea (Mc 16,7; Mt 28,16; Jn 21,1): la muerte de su maestro les había devuelto a la vida de antes, a sus lugares de origen, a sus familias y a sus quehaceres cotidianos.
Fue el encuentro con el Señor Resucitado lo que los devolvió la vida común y les recuperó para la misión (Lc 24,30-34; Jn 20,19-23). El grupo que resurgió no era mera continuación de la comunidad de discípulos de Jesús de Nazaret; ni todos ellos llegaron a la convicción de que vivía su Señor ni todos los que la alcanzaron se dedicaron a predicarla, dejando de nuevo casa y profesión. Quienes lo hicieron misionaron otra vez Galilea y regiones limítrofes convirtiendo al predicador de Nazaret, con quien habían compartido caminos y evangelio, en contenido central de su predicación.
Este grupo, activo especialmente durante los años treinta y cuarenta, estaba formado por carismáticos itinerantes que copiaron la forma de vida marginal del profeta de Nazaret radicalizándola incluso y mantenían la esperanza de una pronta restauración de Israel, ligada ahora a la venida de Jesús Resucitado, legitimado por su resurrección de entre los muertos como el esperado Mesías y único Señor. La investigación histórica ha logrado reconstruir el – podríamos llamarlo así – manual para la predicación que recogería sus más íntimas convicciones de fe y los contenidos habituales de su predicación; conocida como fuente Q., es una colección de dichos de Jesús, de la que se sirvieron después los evangelistas Mateo y Lucas.
Q contenía, pues, los materiales de predicación y las directrices para la vida de este grupo primitivo de misioneros (Mc 10,1-12; Mc 10, 7-16). Más aún, el documento deja ver una forma de vida y un conjunto de convicciones muy definidas: los predicadores llevan vida radical e itinerante, obligándose a vivir una pobreza apostólica rayana en la insensatez (Lc 10,4). Ello los liberaba del riesgo de ser confundidos en otros predicadores contemporáneos más interesados en su supervivencia. Persuadidos de la inminente irrupción del Reino de Dios, no parecen necesitar de más apoyos externos que su convicción de enviados y su confianza en el evangelio; deben ir allá donde el evangelio es predicado y quedarse allí donde sea aceptado, sin mayores pretensiones; la hospitalidad que logre su evangelización será señal inequívoca de que traen consigo la presencia del Reino, eficaz en la sanación de enfermos y en la expulsión de demonios que promueven (Lc 10,8-9).
Obviamente, el grupo itinerante de misioneros necesitaba de la hospitalidad de sus bienintencionados adeptos. Se mantiene así la polaridad ya existente en vida de Jesús de Nazaret y sus secuaces: el predicador vive con insólita radicalidad su dedicación al anuncio del Reino por venir, mientras necesita de la acogida y del sustento de sus simpatizantes, quienes viven con toda normalidad su inserción en el mundo religioso y social judío. La urgencia por preparar la llegada del Reino hace que el grupo itinerante no sienta preocupación alguna por darse una mínima organización interna; su radicalismo exacerbado en el seguimiento del Señor Jesús y la forma itinerante de vivirlo no lo hubieran permitido tampoco. Ello contribuyó, sin duda, a su práctica desaparición a finales del siglo I; una existencia carismática, tan inconforme con la realidad que le rodeaba, no pudo subsistir sin estructuras estables que lo incorporasen en el tejido social de la comunidad cristiana y, a través de ella, en su entorno. No obstante, su radicalismo y la itinerancia son patrimonio perenne de una iglesia que no puede asentarse del todo en la normalidad de lo cotidiano ni en la cordura de lo habitual, si ha de seguir con el evangelio como quehacer primero.
 
3.2. Testigos del Resucitado en Jerusalén
Mientras que predicadores itinerantes iban anunciando al Resucitado por tierras de Galilea, en Jerusalén se estaba consolidando una comunidad de creyentes en torno a los doce. Reconstituido tras la traición y la dispersión que siguió a la muerte en cruz de Jesús, el grupo se había puesto bajo el liderazgo de Pedro, recién venido de Galilea, testigo convencido de la resurrección.
No sería explicable que la ciudad de Jerusalén, tumba de Jesús y de su movimiento, fuese elegida como lugar de reunión y encuentro de los primeros creyentes, a no ser que, y ello a pesar de los trágicos acontecimientos, no hubiera quedado despojada de su entidad salvífica: Jerusalén siguió siendo para los creyentes centro del universo y hogar permanente de Dios. Allí debería iniciarse la renovación definitiva esperada en círculos apocalípticos judíos; allí habría de comenzar la restauración de Israel, allí marcharían en peregrinación los pueblos de la tierra. Puesto que los doce presentaron la resurrección de Jesús como auténtica irrupción del día de Yahvé y cumplimiento de las mejores expectativas de su pueblo, era lógico que pensaran en Jerusalén como la lógica cuna para esa reconstrucción de Israel, esperada y anunciada como inmediata por Jesús de Nazaret. Allí debió morir él y aparecerse a sus discípulos, allí se presentó la comunidad nacida en torno a los doce como realización primeriza del nuevo Israel; allí se presentaron en público el día de Pentecostés anunciando el nuevo credo e iniciando la congregación de todos los pueblos; allí se derramó el Espíritu del Señor sobre los creyentes y los constituyó testigos.
Reunir al pueblo de Dios en ese lugar fue programa teológico de la comunidad de Jerusalén y motivo histórico de su progresiva institucionalización. La tarea, teórica y sobre todo práctica, de la nueva comunidad no se centraba tanto en hacer proselitismo hacia fuera, proclamando la buena nueva ad gentes, cuanto en agruparse y fortalecerse en Jerusalén, testimoniando el querer de un Dios, empeñado salvar a su pueblo congregándolo de nuevo y con instituciones nuevas.
Pero circunstancias inesperadas no tardaron en imponer profundos e insospechados cambios. El enfriamiento de las expectativas mesiánicas, causado por la dilación, primero, y el retraso sine die, después, del anunciado retorno de Cristo Jesús, lo mismo que la resistencia, cada vez más consistente, que los judíos de Jerusalén iban poniendo a dejarse integrar en el nuevo pueblo de Dios, contribuyeron a modificar la comprensión que la comunidad tenía de sí misma. Jerusalén, la ciudad de Dios, dejó de ser centro y la meta de la salvación divina y la comunidad creyente empezó a verse como representante legítima de ese nuevo pueblo, iglesia (congregación, asamblea por convocación) de Dios, que surgía en todos los lugares de la tierra donde era predicado y aceptado Jesús de Nazaret como Señor y Cristo. En Jerusalén la pequeña comunidad de creyentes se arrogó el derecho – percibido seguramente más como deber – de realizar el papel salvífico que las esperanzas judías habían puesto, durante siglos, en la ciudad santa, en nombre y a favor de todos los que habían creído en Cristo Jesús.
Esta función salvífica única se expresaba, al tiempo que la confirmaba, en la excepcional autoridad que la comunidad atribuyó a sus dirigentes. Pedro, primero, luego, quizá por breve tiempo, las ‘columnas’ , Santiago, Pedro y Juan (Gal 2,9) y, sobre todo, durante decenios, hasta su martirio, Santiago, el hermano de Jesús, gozaron de una potestad incontrastada que surgía del encuentro personal con el Resucitado. Esa experiencia personal los convirtió en sus testigos de excepción y en receptores y garantes de la tradición que nació a partir de Pascua (1 Cor 15,5-8). Su autoridad era personal, como lo había sido su experiencia, pero se fundaba no en sus personas, sino en la decisión personal del Resucitado de dejárseles ver vivo y hacerlos sus apóstoles. Porque una especialísima gracia estaba al origen, su autoridad era innegable: el Señor Resucitado seguía siendo quien gobernaba la comunidad; y los dirigentes, sus legítimos enviados.
De hecho, no acapararon éstos todos los puestos de mando en la comunidad de Jerusalén: imitando la organización sinagogal contemporánea, la comunidad confió muy pronto a un consejo de ancianos (Hch 15,4-6), hombres maduros, de buena posición social y reconocida honorabilidad, la capacidad de organizar su vida diaria y la tarea de representarla ante la sociedad. Al parecer, no hubo en este caso razones de tipo teológico, los motivos eran, más bien, de conveniencia práctica: la aceptación social de la que disponían en su entorno y sus posibilidades económicas aseguraban a la comunidad tranquilidad hacia fuera y seguridad hacia dentro. La realidad diaria se hacía así presente en la estructuración jerárquica de la vida común.
La comunidad de Jerusalén pudo mantener la primacía que le concedía haber contado con los primeros testigos de la Resurrección mientras éstos vivieron en ella: Pablo es testigo fidedigno (Gal 2,10; Hch 20,1-6). La misión ad gentes primero, en el caso de Pedro, y la muerte violenta después, en el de Santiago, la privaron de un argumento tan sólido como el ser sede y hogar de tales ‘columnas’. Sólo habría que esperar dos decenios para que la misma comunidad abandonara Jerusalén, antes incluso del asedio y la caída de la ciudad en manos de los romanos, año 70 d. C., corrigiendo así sus propias esperanzas y sepultando para siempre, quizá sin saberlo, su pretensión de ser centro y medio del proyecto salvífico de Dios.
 
3.3. Cuerpo de Cristo disperso en el mundo
Apenas iniciada la segunda mitad del siglo I, emerge una nueva situación comunitaria como consecuencia de acontecimientos que, localizados propiamente en la década anterior, provocan un cambio fundamental en el modo de entenderse y de organizarse las recién fundadas comunidades cristianas.
La expansión misionera de la nueva fe en el mundo grecorromano, tan exitosa como inesperada, había urgido un profundo replanteamiento de la identidad y misión eclesial: la presencia masiva de cristianos provenientes del paganismo impedía a la comunidad judeocristiana verse únicamente como el Israel de Dios (Gal 6,16) restaurado; más – ¡y peor! – aún, la pertinaz resistencia que el pueblo judío ofrecía a dejarse integrar en el nuevo movimiento mesiánico provocó en las comunidades serios interrogantes teológicos en los que la fidelidad de Dios quedaba cuestionada y el estatuto salvífico de Israel parecía haber sido anulado (Rom 9-11).
Primero de forma inconsciente y a resultas de decisiones que imponían las circunstancias (Hch 10,1-11,11), después, con plena conciencia y como consecuencia de la identificación de un gran plan divino, entraron en la comunidad hombres de toda raza y nación, sin que se les pudiera exigir, previamente, hacerse judíos: el misterio encerrado desde el inicio y ahora descubierto era la unificación de gentiles y judíos bajo el señorío de Cristo Jesús (Ef ); si sólo la fe en Cristo salva, y no el cumplimiento de la ley (Gal 2,15-16), la fe en Cristo se convierte en la única base imponible para entrar a formar parte en la comunidad cristiana.
En los años treinta los primeros evangelizadores, lo mismo que Jesús antes, habían encontrado su audiencia en pequeñas aldeas de Galilea; predicadores y oyentes eran rudos hombres de campo, de escasa cultura bíblica; el evangelio se narraba en parábolas (Mc 4). Veinte años más tarde, y como resultado del éxito de un militante proselitismo, el cristianismo se había adentrado en las grandes urbes del Imperio: Antioquía, Tesalónica (1 Tes 1,7-8), Filipos (Flp 4,5), Corinto (1 Cor 16,5; 2 Cor 1,1), Éfeso (Rom 16,5; 1 Cor 16,19), Roma (Rom 15,20); predicadores y oyentes eran ciudadanos de cultura helenística; el evangelio se presentaba con discursos bien construidos (Hch 18).
Las grandes ciudades, situadas a lo largo de las calzadas romanas, eran más fácilmente alcanzables; y bastaba hablar griego para poderse entender con todos sus habitantes. Las comunidades cristianas, que en ellas surgían, habían gozado en un inicio de la hospitalidad de las sinagogas (Hch 12,5.14.43; 13,14-43; 14,1; 17,1-2.10.17; 18,4.19; 19,8), pero fueron pronto por ellas abandonadas y perseguidas; por lo que se vieron en la necesidad de vivir su fe nueva en una nueva situación: recién fundadas, las comunidades tuvieron que buscar acomodo en un entorno pagano, en lugares públicos (Hch 16,13; Hch 17,17.19-34) y en casas privadas (1 Cor 16,19; Rom 16,5; Flm 2; Col 4,15).
Misioneros en permanente peregrinaje, como Pablo, se hospedaban en casas de alquiler o eran acogidos, más habitualmente, en hogares cristianos. La casa prestaba no sólo alojamiento y reposo sino también el ambiente adecuado para la propaganda y el culto (1 Cor 15; Rom 16,5). “En la residencia de Aquila y Priscila se reunía la comuni­dad de Éfeso (1 Cor 16,19), algún año más tarde la de Roma (Rom 16,3.5); en la de Filemón, la de Colosas (Flm 1-2); en la de Ninfa, la de Laodicea (Col 4,15). Sin estos lugares de acogida, que por fuerza exigían comunidades reducidas en número (1 Cor 1,14), hubiera sido impensable la misión paulina.
La consecuencia es tan obvia como decisiva: el espacio reservado a una familia se convertía en lugar de fe y culto comunitario, sin que se pudiera muy bien distinguir entre vida familiar y celebración litúrgica, comunidad doméstica (1 Cor 16,19; Rom 16,5) e iglesia de Dios (1 Cor 14,23; Rom 16,23). “La vida de la comunidad creyente crecía en el hogar de una familia, por lo regular pudiente (cf. Rom 16,13); esa vida común quedaba separada de la calle donde transcurría la vida oficial; la privacidad favorecía la estabilidad y mayores relaciones interpersonales, pero posibilitó tensiones (1 Cor 1-4.8-10); cierto liderazgo, en concreto la responsabilidad diaria, recaería en la familia dueña de la casa, que era dominio de la mujer (Rom 16,1-2; 1 Cor 16,15-16; 1 Tes 5,12-13)”.
Esta ‘domesticación’ de la vida común fue un proceso, posiblemente, involuntario; ejerció, eso sí, una profunda influencia en el modo ordinario de vida y en la propia autocomprensión de las comunidades cristianas en las grandes metrópolis. Pablo, especialmente en 1 Cor, es testigo de excepción. La fe común, celebrada en la mesa común, crea y mantiene la vida común. Aunque Pablo conoce la diferencia entre la asamblea doméstica (1 Cor 16,19; Rom 16,5) y toda la iglesia (1 Cor 14,23; Rom 16,23), para él iglesia es, propiamente, cada asamblea local reunida en torno a la mesa del Señor; en ella participan muchos, hombres y mujeres de diferente origen étnico y diverso estatus social, del único ‘cuerpo de Cristo’, en el que memorializa y verifica la entrega hasta la muerte del Señor. Y esa participación los convierte a todos en el único cuerpo de Cristo: compartirlo entre todos los une a todos en uno solo (1 Cor 10,17). Iglesia es, pues, la comunidad de vida y de servicio mutuo que surge y se perpetúa en el memorial eucarístico; la vida fraterna en él fundada prueba el señorío ya iniciado de Cristo Jesús en este mundo (1 Cor 12,12-27).
La comunidad cristiana que vive en minoría en un entorno pagano encuentra en sus reuniones familiares el lugar donde se hace a sí misma como iglesia (1 Cor 11,18): en ellas se sabe convocada por la Palabra de Dios que escucha y se convierte en comensal del Cuerpo de Señor. Allí donde es congregada, la comunidad creyente se hace iglesia de Dios. Para Pablo iglesia es, en primer lugar, asamblea local en la que vive y actúa el Señor Jesús, y desde ella y por ella, en el mundo; por eso no soportará el apóstol que emerjan en ella grupos consolidados, ni siquiera en Corinto, donde el número de conversos exigió desde un principio la existencia de varias comunidades domésticas; Pablo les pedirá que, además de sus reuniones cultuales particulares, celebren juntos periódicamente para que hagan visible y eficaz la unidad de todos (1 Cor 14,23).
Esta conformación eclesial, muy ligada a hogares particulares, impuso un nuevo sistema de ministerios y servicios comunitarios. Es verdad que Pablo jamás abdicó de su autoridad personal, reivindicada con vigor inusitado allí donde fuera cuestionada; pero puesto que no podía garantizar su presencia de forma permanente en las comunidades por él fundadas, se vio en la necesidad de favorecer la creación de cargos que velaran por la celebración digna de las eucaristías comunitarias y que guiaran las comunidades en su lucha diaria por su subsistencia. No resulta difícil imaginar cómo los dueños de las casas donde se reunían las comunidades pasaron de anfitriones a presidentes de la celebración y de presidir la asamblea litúrgica a encargados, episcopos, de la comunidad local; para organizar mejor la vida diaria y, en especial, para ejercer caridad en nombre de la comunidad se dejaron ayudar por ministros o diáconos (Flp 1,1).
“Que la célula más pequeña del cristianismo fueran sus asambleas domésticas (Rom 16,5.19; Flm 2) no lo restringe a ellas; la iglesia abarca la reunión de fieles de una ciudad (1 Cor 5,4-5; 11,18), de una región (1 Cor 16,1.19; Gal 1,2; 2 Cor 8,1), de todos los gentiles (Rom 16,4), de todos los creyentes (Rom 16,16; 1 Cor 11,16.22). La conciencia de pertenencia a un pueblo único y universal es constante en las comunidades paulinas; si por algo luchó el apóstol fue, precisamente, por ello (1 Cor 1,2). Integrarse en la iglesia cristiana no debía ser una decisión fácil; suponía un radical cambio en las creencias y de situación social; la condena del mundo actual sin remisión y la clara percepción de la existencia del mal favorecían la conversión necesaria y, una vez dada, la legitimaban”.
 
3.4. “Casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo” (1 Tim 3,14)
El modelo paulino de iglesia, el mejor conocido del NT dada la cantidad y calidad de testimonios escritos que lo reflejan, se implantó en las comunidades cristianas de mayoría étnica no judía, a partir ya de los años cincuenta y sobreviviendo al apóstol duraría hasta las postrimerías del primer siglo. Los últimos decenios del cristianismo nuevotestamentario conocieron retos nuevos tan profundos como para introducir cambios radicales, otra vez, en el modo de entenderse y en la forma organizarse las comunidades.
Asentado ya durante años en el mundo grecorromano, y privado definitivamente de la tutela judía, el cristianismo de finales de siglo tuvo que afrontar las consecuencias de su propio éxito. Inmersa dentro de una cultura ideológicamente plural la llamada tercera generación cristiana no pudo sustraerse al diálogo y a la confrontación con el paganismo, ni evitar la hostilidad política y la persecución; en su medio aparecieron quienes, interpretando novedosamente la tradición o rehaciéndose a una revelación nueva, introdujeron controversias y divisiones que llegaron a veces a poner por escrito (cf. 2 Tes 2,2) y que suponían un verdadero desafío a su fidelidad, pues se presentaban como doctrina ahora revelada, oculta hasta ahora, precisamente en tiempos en que la iglesia, huérfana de sus apóstoles primeros, vivía en riesgo de no encontrar seguridad y certezas en la interpretación ortodoxa de la fe de siempre (1 Tim 1,6.19.20; 4,1-3; 6,5.10.21; 2 Tim 2,14.18; 4,4; Tit 1,10.16; 3,10).
En efecto, “la desapari­ción física de los grandes testigos del primer cris­tianismo, acaecida dentro de los años sesenta, privó de la voz apostólica a las comunidades, que se lanzaron a recoger y publicar su predicación, en cartas, siguiendo el ejemplo de Pablo, o creando los evangelios. El vacío que dejaron estos personajes carismáticos fue siendo llenado por los escritos que recogían su predicación y que, atribuidos a algunos de ellos, obtuvie­ron una acogida pronta y generalizada; la pérdida de los primeros testigos, creadores de tradición apostólica, favoreció, además, la progresiva institucionalización de los ministerios en las iglesias locales.
El retraso sine die de la parusía, cada día mejor asimilado, había obligado a cambiar el contenido de la esperanza cristiana, a tomar en serio la inserción en el mundo afrontando los problemas que de ello se derivaban, a recuperar la memoria de Jesús como criterio de discernimiento de su presente, a situarse en la historia sin perder su concien­cia de estar ya salvados”. La vida cotidiana se revistió de un consistencia y concretez que no podían obviarse: ¿cómo hacer para, sin exiliarse de su tiempo y de esos espacios, mantener identidad y permanecer fiel?
La solución se encontró en una doble opción, que marcó profundamente la vida de las comunidades e hizo que emergiera una nueva conciencia eclesial: se buscaba mantener la unidad en la fe y en el culto entre el tiempo apostólico y el periodo eclesial, y la comunión entre los creyentes, judíos y gentiles, marido y mujer, viejos y jóvenes, ricos y pobres.
Por un lado, las comunidades adoptaron el modelo patriarcal de su entorno social y cultural, con el fin de instalarse con mejor acomodo en él. Como “la casa de Dios, colum­na y soporte de la ver­dad” (1 Tim 3,14-15; 2 Tim 2,19-21), la comunidad se sabe edificada según un orden interno puesto por el mismo Dios (1 Tim 3,14; 2 Tim 2,21), que la estabiliza por dentro y que promociona una imagen honorable en el entorno: la conducta de sus miembros debe conformarse a los cánones sociales, para que no dé ocasión de crítica a sus conciudadanos y facilite entre ellos el proselitismo y la evangelización.
De ahí que se proponga a las comunidades un ideal de vida cristiana que valora la practica de las buenas obras (1 Tim 2,10; 2 Tim 3,17; Tit 2,14) y se elogien cualidades del hombre virtuoso, como la piedad (1 Tim 2,2; 4,7-8; 6,2.5-6.11; 2 Tim 3,5), la prudencia, la dignidad o el equilibrio (1 Tim 3,3.8; 5,23). Para lograr un testimo­nio fidedigno de la fe, el cristiano ha de vivir inserto dentro de las estructuras sociales en vigor, la familia y el estado, sin entusiasmos ascéticos ni escapismos apocalípticos; su comporta­miento ha de ser ejemplar y aceptable (1 Tim 2,15; 3,4-5.12.15). A la mujer cristiana – para desmayo de feministas actuales – se le asigna los roles tradicionales que confirman el status quo social del tiempo, la de esposa y madre (1 Tim 2,8-15; 5,3-16; 2 Tim 3,6; Tit 2,3-5).
Por otro lado, en confrontación con otras enseñanzas (1 Tim 3; 6,3), las comunidades saben disponer de la sana doctrina, conforme a la piedad (1 Tim 1,10; 4,6; 6,3; 2 Tim 4,3; Tit 1,9; 2,1) y a las pala­bras del Señor Jesús (1 Tim 6,3; 2 Tim 1,13; Tit 2,8). El criterio de verificación doctrinal radica en su origen apostóli­co; la tradición (1 Tim 6,20; 2 Tim 1,12.14; 2,2), es entendida como enseñanza apostólica confiada a sus discípulos, quienes han de guardarla con celo y dejarla en heren­cia con fidelidad; este depósito incluye tanto el kerigma apostólico cuanto su instruc­ción, evangelio y disciplina.
Ante la autonomía sectaria legitimada en nuevas doctrinas, la iglesia opta por la institución ministerial y la sucesión apostólica; la auténtica tradición está asegurada por una cadena de trans­misores legitimados para su salvaguardia: presbíteros (Tit 1,5-6; 1 Tim 5,17-22), obispos (Tit 1,7-9; 1 Tim 3,1-7), diáconos (1 Tim 3,8-13; 4,14; 5,17-22; Tit 1,5-9) y viudas (1 Tim 5,9-16). El guía de la comunidad, sea un presbítero (1 Tim 4,14) u obispo (1 Tim 3,2; Tit 1,7), es el representante local delegado del apóstol, administrador de la comunidad (Tit 1,7), su líder con responsabilidades también económicas (1 Tim 3,3); encargado de su tarea mediante un rito oficial de investidura (1 Tim 4,14; 5,22; 2 Tim 1,6; Tit 1,5), anuncia y explica la Palabra (2 Tim 2,8-9), con ella educa y sostiene la fe de los creyentes (2 Tim 3,16), conserva y defiende la tradición (1 Tim 1,3; 3,2; 4,11-16; 2 Tim 2,23-25), guía y preside la vida común (1 Tim 2,1; 5,1-6,2). La institucionalización del ministerio está al servicio de la preservación de la doctrina; la tradición queda asegurada por una cadena de transmisores legiti­ma­dos para ello; la imposición de manos consagra la asunción de la responsabilidad eclesial. El elemento carismático ha cedido su lugar al principio ministerial; el gobierno eclesial, de ser servicio comunitario, pasa a oficio instituido (1 Tim 1,18; 4,14; 2 Tim 1,6).
La iglesia ya no es principal­mente comunidad local, es institución salvífica; su organi­zación garantiza el depósito de la fe, concebido éste como algo fijo y transmisible; la autoridad apostólica pasa a sus sucesores, elegidos para asegurar la transmi­sión de la fe y el orden en la vida común; el ministerio eclesial, de función carismática, pasa a ser institución permanente; la comunidad ha de sustentar a sus ministros (1 Tim 1,18; 3,1-8.8-13; 4,14; 5,17-22; 2 Tim 1,6; 2,1-2; Tit 1,5-9), quienes deben comportarse de forma decente (1 Tim 3,7.10; 5,8.14; Tit 2,5.8).
 
3.5. Huérfanos de Cristo en un mundo hostil
En las últimas décadas del siglo primero la comunidad joánica compartía parecidos retos a los que estaba afrontando la tercera generación cristiana; básicamente eran dos: la ruptura consuma­da con el judaísmo, ad extra, con el consiguiente exilio de la legalidad jurídica romana (Jn 9,22; 16,2), y los primeros fenómenos de escisión por motivos cristológi­cos, ad intra, (1 Jn 2,18-19; 1 Jn 7), que fomentaron, como antídoto, tendencias al aislamiento del entorno y al entusiasmo intimista.
La comunidad reaccionó de forma tan singular y única que su respuesta no cuadra cómodamente con el pensamiento y las instituciones del primer cristianismo. Según una hipótesis plausible, habría pasado por varias etapas. En su origen, antes incluso de la puesta por escrito del evangelio, hubo un grupo de judíos, radicados posiblemente en Palestina, que aceptaron el mesianismo davídico de Jesús; se habían agrupado en torno a un personaje carismático que había conocido a Jesús durante su ministerio público y le había seguido; a él, o posiblemente a sus inmediatos seguidores, se remonta el enigmático discípulo al que Jesús amaba (Jn 13,23-25; 19,25-26; 20,2-10; 21,20-23); este maestro, que gozó de enorme autoridad, alentó una formulación de la tradición evangélica muy personal, y la supo expresar con inusitada libertad. Al grupo inicial, en el que habría discípulos del Bautista (Jn 1,35-40), se unieron pronto judíos críticos con el Templo que misionaron Samaria, e impulsaron una cristología más desarrollada, afirmando la preexistencia y divinidad de Jesús y, por ello, sufrieron la expulsión del judaísmo oficial; en esta etapa, y a consecuencia de lo vivido, el grupo optó por ver las expectativas escatológicas realizadas en Jesús Resucitado.
El evangelio refleja, en efecto, una situación comunitaria donde se ha consumado la separación con el judaísmo (Jn 9,22; 12,42-43; 16,2), que se convierte cada vez más en símbolo de la resis­ten­cia a la fe (Jn 8,44) que en realidad histórica: los judíos son prototipos de la incredulidad (Jn 12,37-40) y la comunidad tiene que abrir a los gentiles (Jn 12,20-23). Es mientras se está dando este cambio de comprensión que la comunidad se muda a la diáspora (Jn 7,35) y escribe el evangelio, cuyos términos semíticos traduce a sus lectores; se advierte una tendencia al aislamiento progresivo de la comunidad dentro de su entorno (Jn 17, 15-16; 14,30; 16,33) y de las demás comunidades cristianas, que no comparten su cristología (Jn 6,67-69; 10,16; 17,11). Frente a los judíos insiste en la presencia de Dios en Cristo, que lleva a la superación de las fiestas y suplantación del Templo. Polemiza, asimismo, con cristianos por su judaísmo larvado, su tibieza en la profesión de la fe, o su incapacidad para confesar la preexistencia de Cristo; en la época más reciente, criticará, además, a cuantos no afirman la realidad humana de Jesús. La experiencia cristiana está profundiza­da y se expresa como un cierto intimismo cristocéntrico (Jn 10,14; 15,1-8); la vivencia común de la fe es una preocupación sentida (Jn 6,53); el amor mutuo, exigencia característica (Jn 13,34; 15,12.17).
Cuando aparecen las cartas, unos años después, el evangelista había concluido ya su obra, aunque el evangelio no habría conocido aún su última edición. Las cartas, escritas por otra(s) persona(s), reflejan una situación comunitaria diversa: el problema con los judíos está ya superado. Ahora las tensiones nacen en el seno mismo de la comunidad (1 Jn 2,18-19; 2 Jn 7), debido tanto a divergencias cristológicas como a diferencias en la gestión de la vida común. Se advierte en ellas los inicios de una organiza­ción monárquica de la comunidad local (Jn 21,15-17), no muy bien soportada por los líderes carismáticos itinerantes (3 Jn) ni suficientemente aceptada dentro de la comunidad (1 Jn 4,1-6); la persisten­cia del apostolado misionero ambulante causa problemas a las comunidades locales. Los antagonis­tas son ya cristianos, autoridades de comunidades locales, o herejes, creyentes que interpretan diversamente la misma tradición. Las tres cartas habrían sido redactadas en un corto período de tiempo.
La comunidad del apocalipsis está, en cambio, bajo la presión de la persecución política y mira al mundo con desconfianza y desafecto. La insistencia en una escatología futura la separa netamente de la escatología realizada del cuarto evangelio. La imaginería simbólica proviene de la apocalíptica judía. La tradición joánica ha sido asumida aquí muy libremente; aunque las coincidencias temáticas y de vocabulario sean obvias, mayores son las diferen­cias. La comunidad del apocalipsis representa, probablemente, una desviación temprana de la tendencia joánica.
Una literatura tan plural no ha surgido de la mano y mente de un autor único; más probable es que se deba a un grupo o escuela de pensamiento que coincide en conceder una relevancia inusitada a la persona de su líder, un esmerado cuidado – culto casi – de la tradición a él debida, el ideal de amistad entre los creyentes y la confrontación con el mundo externo que tipifican la vida de comunidad. Sea quien fuere el iniciador, la comunidad productora de esa literatura tuvo una larga vida y un espacio de implantación amplio, rasgos ambos que la diferencian de Pablo y de su herencia.
Demorado indefinidamente el regreso del Señor Jesús y decaído el fervor de su espera, el presente de la comunidad adquiere una inusitada importancia. La salvación es una experiencia actual, más que objeto de anhelo. En esta situación acecha el peligro de acoger en el cristianismo, aún inicial, formas y contenidos del entorno cultural y religioso, donde la más sincera búsqueda de la salvación se unía a la valorización única del presente como tiempo salvífico: surge la tentación gnóstica. La comunidad joánica responde de modo creativo: asumiendo imaginería y sensibilidad gnósticas elabora un evangelio donde la realidad de la salvación cristiana queda a salvo; aquí el revelador entrará en la historia, al hacerse hombre (Jn 1,14; 1 Jn 4,2-3). Y cuando éste deje huérfanos a los suyos, les mandará al Espíritu, auténtico abogado defensor (Jn 14,16-17), que, además de asistirlos, les introducirá en la verdad (Jn 16,13-14). La comunidad de los creyentes se enraíza y permanece en Cristo, como el racimo en la vid (Jn 15,4-5) y convive con hermanos que ha de considerar amigos (Jn 15,12): el amor mutuo, imaginado y medido según el amor de Cristo Jesús, es la forma constitutiva de la vida común (Jn 15,17).
La teología joánica es, eminentemente, cristológica, subrayando la afirmación de la divinidad de Jesús y su preexis­tencia; esta cristología alta, tan típica del cuarto evangelio y una de las razones de su popularidad, fue pronto causa de tensiones e, incluso, divisiones intraco­muni­tarias (1 Jn 4,2; 2 Jn 7). Por desgracia, una cristología tan elevada acabaría por no poder sostener la unidad eclesial (2 Jn 10; 3 Jn 9-10); 1 Jn ya consideraba el evangelio como tradición autorizada y recibida (1 Jn 1,5; 3,11), que no necesita ser ni citada ni definida (2 Jn 1-4; 3 Jn 1.3.8.12). La comunicación oral, mediante una predicación que no se mantuvo siempre dentro de la fe común (1 Jn 2,18-19), no bastaba; sólo lo escrito podría mantener la comunión. A través de él se tuvo que intervenir, de forma enérgica, para salvar la unidad entre las comunidades (2 Jn y 3 Jn). Mientras un buen grupo evolucionó hasta el gnosticismo, el resto se integró en la iglesia universal, católica, según la expresión de Ignacio (Esm 8,2).
 
 

  1. Reflexión final

En tiempos del NT no hubo una forma homogénea de vivir en común la fe, que pueda arrogarse el derecho de ser ‘canónica’, la única legítima. La pluralidad aquí reseñada es un somero recuento de las más importantes. Puede decirse con seguridad que ni siquiera fueron las únicas, aunque sean, sí, las que han quedado mejor documentadas.
Recién estrenada, la fe en Cristo condujo a su vivencia en común. De ello no hay duda: el encuentro con el Resucitado fue el paso obligado para reencontrarse con la comunidad de testigos (Lc 24,35). Pero si la fe en Cristo Jesús impuso la vida común, los creyentes se sintieron libres a la hora de proyectar y organizar sus comunidades. La multiplicidad de formas de vivir la fe, en este período constituyente de la experiencia cristiana, no privilegia ninguna de ellas: el origen y las urgencias sentidas por los diversos grupos cristianos y la necesaria acomodación a situaciones cambiantes, en entornos sociales diversos, hizo emerger comunidades que, sin abdicar de la única experiencia fundante, la vivieron y concretizaron en diferentes maneras.
Los modelos de comunidad que el NT atestigua son antes palabra de Dios para las iglesias que derecho canónico, criterio de discernimiento para la vida eclesial y no ley de obligado cumplimiento. Es normativo que quien quiera vivir la salvación en Cristo ha de vivirla en común, no lo es que, por haber sólo salvación en Cristo, tenga que ser vivida uniformemente. Más aún, la uniformidad en la vida común cristiana, si es que es posible, no es deseable, por no ser fiel al modelo, o mejor modelos, de comunidad en el NT. Que se dieran varias formas de vivir en común la única fe es una invitación al creyente en Cristo para que “encuentre” la comunidad cristiana en la que mejor “se encuentre” con Cristo, su Señor.
 

Juan J. Bartolomé

 
 
El cuarto evangelio, en cambio, parece conocer sólo a ocho: Jn 1,35-51; 6,7; 12,21-22; 14,22; 21,1-2.
Mc 2,18; Mt 22,16: discípulos de los fariseos; Mc 2,18; Mt 9,14: discípulos de Juan Bautista; Jn 9,28: discípulos de Moisés.
Pero ya que se dio una continuidad básica entre el grupo de Jesús antes de Pascua y el grupo de creyentes en el Resucitado, la comunidad histórica de discípulos de Jesús no tardó en ser idealizada como inspiración y modelo de la comunidad cristiana: la tradición evangélica, la sinóptica en particular, es prueba irrefutable.
Abreviatura de Quelle, fuente en alemán. Se supone que estaría a la base de buena parte del material discursivo que Mateo y Lucas tienen en común; de ahí, que la investigación científica bautizara el supuesto documento como Spruchquelle o Logienquelle, fuente de sentencias atribuibles a Jesús de Nazaret.
De hecho, es a partir de estos evangelios escritos, de la tradición común que comparten y que Marcos desconoce, que pudo pensarse en su existencia y reconstruir sus contenidos.
Y de hecho a lo largo de toda la historia de la Iglesia no han dejado de surgir en su seno movimientos carismáticos, no el de menos significación la vida consagrada, en los que, algo al margen de la institución a menudo y siempre sirviendo nuevas necesidades apostólicas, se ha refugiado el radicalismo de los inicios.
Aunque desapareciera como realización histórica, el modelo subsistió en comunidades que muy pronto se dieron una estructura monárquica de gobierno, como fue – en los inicios del siglo II – Antioquía, origen histórico del cristianismo en el Asia Menor y, sobre todo, Roma – desde mediado el siglo II – por estar en el centro geográfico y hegemónico del Imperio y hospedar la memoria del martirio de Pedro y Pablo.
En lugares públicos: en Éfeso (Hch 19,9-10), en Roma (Hch 28,16.30). Huéspedes de cristianos o simpatizantes: de Judas, en Damasco (Hch 9,11), de Lidia en Filipos (Hch 16,14-15.40), de Jasón, en Tesalónica (Hch 17,5-7), del matrimonio Aquila y Priscila, en Éfeso (1 Cor 16,19; Hch 18,18-19; Rom 16,3), de Ticio Justo y Cayo, en Corinto (Hch 18,2-3.7).
Juan J. Bartolomé, Pablo de Tarso. Una introducción a la vida y a la obra de un apóstol de Cristo (Madrid: CCS, 1999) 126.
O. c., 126.
O.c., 279-280.
Hablar de comunidad joánica es una forma cómoda de referirse al grupo cristiano donde surgió el cuarto evangelio y las tres cartas; en realidad, “no podemos hablar de una ciudad definida, ni siquiera podemos referirnos a una región concreta. Por otra parte tampoco acaba de ser claro si estamos ante una comunidad urbana o rural. Y por si todo esto fuera poco no sabemos si se trata de un comunidad única o de un grupo de comunidades que se reúne esporádicamen­te” (J. O. Tuñí, Las comunidades joánicas. Particularidades y evolución de una tradición cristiana especial 10).
No en vano necesitó para expresarse la mayoría de los géneros literarios presentes en el NT. Pero a pesar de las diferencias que existen entre ellos, tienen en común un origen tradicional y un substrato cultural homogéneo: una comunidad local, posiblemente poco estructurada aún y con escasa vinculación con las restantes iglesias.
La precisa identificación del fundador de este grupo joánico es cuestión aún abierta. La investigación más seria sigue proponiendo a Juan el apóstol, el discípulo amado, Juan el presbítero, el presbítero autor de 2-3 Jn.
Cf. Juan J. Bartolomé, Cuarto evangelio. Cartas de Juan. Introducción y comentario (Madrid: CCS, 2002) 15-28.
Caracteriza a la obra joánica haber encontrado, desde su primera difusión en la iglesia, éxito rápido y temprano lo mismo que recelo y rechazo, tanto en sectores ortodoxos como en los heterodoxos. La popularidad que Jn y Ap obtuvieron en círculos gnósticos contribuyó a retrasar su aceptación eclesial en amplios sectores, mientas que la tendencia antidoceta de 1 Jn favoreció su popularidad en círculos ortodoxos. Aunque hoy siga despertando entusiasmo, la literatura joánica no resulta de fácil acceso a la mayoría de los cristianos y cuando logra encandilar no siempre es bien entendida. Donde es acogida, suele estimular una forma de vida común radicada en Cristo e intimista, con cierta tendencia a aislarse del mundo.