Hacia una nueva pastoral de la familia

1 noviembre 2001


PIE DE AUTOR
Manuel de Uncitiescritor y periodista; su última obra: «Teología en vaqueros».
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
«Todo gira en torno al hombre… La evangelización está toda ella en función del hombre y para que el hombre sea». Una vez orientado «el porqué y el para qué de la evangelización», el autor entra a considerar la situación y el futuro de la pastoral y praxis cristiana familiar, necesitadas –en principio y ante las particulares dificultades del momento que vivimos– de una especie de «ministerio de la consolación». Tras considerar la peculiar identidad de las jóvenes generaciones, el artículo apuesta por una evangelización y pastoral familiares vinculadas a la comunicación que abre a la solidaridad y al compromiso con los problemas y urgencias de los hombres y pueblos de hoy.
 
 

  1. «Lo de Dios» gira en torno al hombre

 
¿Será un exceso de osadía disentir un tanto así de la «Evangelii Nuntiandi» cuando dice que “no hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios”? Cientos, si no miles, de misioneros y misioneras consumen sus vidas por causa del Reino de Dios en el seno de sociedades musulmanas en las que les está absolutamente prohibido anunciar el Nombre de Jesús; y, sin embargo, ellos mismos –y con ellos la Iglesia entera– se consideran verdaderos evangelizadores.
Otros apóstoles, mucho más numerosos, gastan toda su existencia asistiendo a deficientes mentales, a niños y niñas menores de edad, a enfermos terminales o, simplemente, dando clases de química o de matemáticas en algún colegio o en alguna universidad sin que, en ninguna de esas hipótesis, les sea dado decir «Jesús es Señor». ¿Habrá que retirárseles el título y el honor de ser auténticos evangelizadores?
 
Lo son, sin duda; pero no solo porque su «testimonio sin palabras» constituya “ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva» o porque en su actividad y, sobre todo, en sus vidas haya «un gesto inicial de evangelización» –expresiones todas éstas que obran en la citada exhortación apostólica de Pablo VI– sino porque concurrir a que la vida de los hombres sea más feliz, libre y responsable, más dueña de sí misma, más plenamente hecha, más justa y más solidaria, es avanzar hacia los objetivos que persigue la evangelización.
El Mensaje del Reino de Dios nos ha sido dado en el testimonio de vida y en la palabra libertadora de Jesús de Nazaret con miras a que el hombre –todos los hombres– se realice lo más plenamente posible y cumpla a manos llenas la vocación que le es propia, la que le pertenece y le define. Al calificar de totalmente gratuita la plural relación de Dios con el mundo de los hombres, se está diciendo que la epifanía de Dios es epifanía del hombre; que Dios se ha manifestado en su Hijo y en los Profetas para que el hombre quede patente a sí mismo, para que el hombre se conozca y se comprenda.
Dios no se ha revelado para darse a conocer y hacer notorio su Nombre sino para que el hombre, conociendo a Dios como su origen primero y su destino definitivo, sea capaz de encontrar en la sabiduría revelada sobre Dios los datos mayores y más radicales de su propia condición humana, de su propia misión terrenal y su meta más última en la salvación para la que fue creado.
 
Todo gira en torno al hombre. Dios, en Cristo Jesús, se despoja de su rango divino y se pone al servicio del hombre. El «anonadamiento» de Dios en Jesús de Nazaret está en función de la asunción de la condición de siervo por parte del mismo Dios. La evangelización no persigue primariamente no se sabe bien qué presumible beneficio para Dios; toda ella está en función del hombre y para que el hombre sea. Y en esto, precisamente, en el hecho de que los hombres lleguen a ser lo que les es propio por naturaleza y por gracia, consiste lo que denominamos gloria de Dios. Dios es glorificado cuando la obra de sus manos –y de su amor– alcanza su mayor realización.
 
 

  1. El porqué y el para qué de la evangelización

 
Este apretado puñado de elementales consideraciones está dando, sin más, razón del porqué y del para qué de la evangelización. No es ocioso subrayarlo. Existe a veces, en efecto, la sensación de que la evangelización es un bien en sí misma o –lo que sería peor– un bien para el mismísimo Dios. Hay quienes se constituyen en generosos evangelizadores obsesionados con la idea de que a todo hombre ha de ofrecérsele la Buena Nueva de la salvación, lo que es, sin duda, un buen empeño; pero esa su generosidad, quizá un tanto nerviosa o atolondrada, no les permite detenerse un tiempo y preguntarse qué utilidad o qué beneficio podrá obtener el hombre con la evangelización que se le brinda. ¿De qué va a valerle conocerla y, sobre todo, adherirse a ella? Porque no es de recibo evangelizar por evangelizar ni evangelizar sin algún objetivo preciso.
 
Tampoco lo es lo que se decía en tiempos ya idos: la Iglesia tiene la responsabilidad de evangelizar a todos los hombres porque Dios quiere que su Mensaje de salvación llegue a conocimiento de todos para que lo acepten por la fe y puedan por ello ser salvados. La voluntad de Dios no es sin más el último punto de apelación. El voluntarismo divino ha sido desautorizado por el magisterio de la Iglesia. Las cosas no son buenas porque Dios las quiera sino que Dios las quiere porque son buenas. Y cuando Dios quiere que su Mensaje salvador llegue a la inteligencia y al corazón de cada hombre, ese querer divino tiene que arrancar de la consideración de los beneficios que la difusión del Mensaje tiene para los hombres, sus destinatarios.
 
La evangelización es para el hombre; no el hombre para la evangelización. Dios se ha manifestado «pro mundi vita», por el bien de los hombres. Los evangelizadores lo saben o han de saberlo. Evangelizan para que el hombre asuma conscientemente todas las dimensiones y todas las posibilidades de su propia vida; y para que las asuman más y más cada día con los ojos puestos en la plenificación de las mismas. La evangelización persigue poner ante los ojos y ante la conciencia de los hombres todas esas posibilidades y todas esas dimensiones, incluida –claro está– la dimensión de su final trascendente o de salvación sin fin. La Iglesia evangeliza cuando coopera a hacer que el hombre sea como corresponde a su naturaleza humana y al don de la gracia salvadora de Dios.
La «Evangelii Nuntiandi» atribuye, por eso, a la evangelización que realiza la Iglesia el cometido de «transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación». Según esto, ya se está evangelizando cuando se va consiguiendo que los modos de pensar y actuar de los hombres y de las sociedades resulten afines al ideal del Evangelio, aunque por parte de los así evangelizados no haya una conciencia clara de tal sintonía o afinidad.
 
 

  1. Pastoral familiar y «ministerio de la consolación»

 
Estas elementales consideraciones precedentes podrían en buena hora iluminar las conciencias de tantas y tantas familias cristianas que sufren lo indecible al constatar a diario la atonía religiosa –el indiferentismo, el agnosticismo– de sus hijos, de los más de sus hijos o, al menos, de algunos de sus hijos.
¡Qué dramas los de algunos –muchos– hogares cristianos que tienen que asistir, impotentes, al apartamiento de sus hijos de todo lo que suene a Iglesia: ni participación en la liturgia dominical, ni casamiento por la Iglesia, ni bautizo de los nuevos retoños que enriquecen la familia… «Si se cae la parroquia algún día, de seguro que a mi hijo no le cogerá el derrumbe», comentan padres y madres con un tono de humor negro que a duras penas consigue velar un tanto el dolor profundo que padecen. «No sabemos qué ha podido ocurrir, nosotros, sus padres, hemos tratado de educarlos cristianamente, en casa no han visto sino buenos ejemplos; pero…».
 
Hay familias que, en medio de esta tristeza, tratan de paliarla pensando que sus hijos no son ninguna excepción sino que «todos los muchachos de su edad» se comportan del mismo modo. Se aplican a sí mismas eso tan socorrido de que «mal de muchos es consuelo de tontos» sí, «pero al fin y al cabo consuelo». Y en su voluntad de exculpar en lo posible a sus hijos añaden que éstos no se meten con nadie, que van a los suyo, que viven su vida y dejan vivir a los demás…
Otras familias se expresan con un acento más positivo. «Nuestros hijos, dicen, son buenísimos, cariñosos, trabajadores, responsables, amigos de sus amigos. Colaboran con una ONG y se interesan mucho por los pobres del Tercer Mundo. Pero, ay, no quieren tener ningún contacto con la Iglesia. Dicen que son cristianos, pero poco lo demuestran».
 
La Pastoral familiar tiene que comenzar al presente por lo que bien podría llamarse «el ministerio de la consolación». Urge liberar a las familias cristianas del sentimiento de culpabilidad que padecen. No deben inculparse lo más mínimo si en la educación religiosa de sus hijos han actuado lo mejor que han sabido o que les ha sido posible. Hay que hacerles notar, por eso, que en la formación de los hijos no está presente únicamente el influjo de la familia sino la presencia activa de otras muchas influencias: amigos, colegios, estudios, libros, películas, televisiones… Y recordarles, además y por otro lado, que lo que se recibe en el seno de la familia es de capitalísima, de vital importancia y que está como marcado con un cierto carácter de indeleble. Más tarde o más pronto, en el curso de la vida, reverdece el legado familiar, caso de haberse agostado prematuramente…
Todas estas consideraciones pueden aportar, ciertamente, ese punto de paz que muchos hogares cristianos necesitan hoy; son, con todo, reflexiones insuficientes. La verdadera tranquilidad solo les será dada cuando esos mismos padres descubran que evangelizar es algo más –aunque parezca menos– que hacer hombres religiosos. ¿Qué ha perseguir, pues, la evangelización de las familias o qué metas han de perseguir los padres en la educación cristiana de sus hijos? Vale la pena dedicarles un momento de atención a estos interrogantes.
 
 

  1. Evangelización de la familia y educación cristiana de los hijos

 
En el punto opuesto a la evangelización se encuentra el individualismo de esos muchachos de los que sus padres dicen –sin advertir la inmensa torpeza de este su juicio– que son muchachos buenos, que van a lo suyo y no se meten con nadie ni en ningún lío. Si no resultara muy descortés, cabría decirles a estos padres: «No se duela de que su hijo no pise la iglesia; agradézcaselo, a él y a Dios». Porque desde una muy elemental óptica evangélica nada hay de más ajeno a la fe en el Dios de Jesús de Nazaret que el encantonamiento de cada cual en sus propios intereses sin cuidarse para nada de las urgentes necesidades de los demás y de la promoción del bien de sus prójimos.
El hombre está desalojando a Dios de su propia vida en la medida en que ésta se vuelve de espaldas a los demás hombres. Y el hombre que se comportara de este modo –cainítico, sin duda– infligiría un grave mal a la causa del Evangelio si pretendiera bautizar su individualismo con algunas prácticas religiosas. Estaría desacreditando la fe y el Nombre de Jesús. Los labios que se preguntan a sí mismos y que dicen a los demás «¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?», no son labios que puedan abrirse con autenticidad a la plegaria del Padrenuestro. En este caso es obligado reconocer que la evangelización, familiar y extrafamiliar, ha fracasado rotundamente. Educar para la apertura social, para el diálogo, para la participación, para la solidaridad… es –ha de ser– el objetivo primero de la tarea evangelizadora. Si se falla en este punto, de poco o de nada vale todo lo demás.
 
4.1. Familia y juventud
 
Distinta, muy distinta, es la condición de esos padres que se duelen de la falta de dimensión religiosa de la vida de sus hijos, pero que aseguran que los ven entregados a la amistad, al compañerismo, al servicio gratuito, a la participación ciudadana. Hay que decirles a estos padres que su obra de evangelización ha conseguido los mejores frutos o, al menos, los frutos –sin duda– más importantes. ¡Allá es nada el poder ofrecer a la sociedad unos hombres hechos y derechos cuyas vidas responden al modelo querido por Dios! Cabe remitirles a la parábola del juicio final. La sentencia de salvación no se fundamenta en el número mayor o menor de misas «oídas» o en la frecuencia más o menos intensa con que se ha pasado por el confesionario.
El hombre recibe la calificación de bienaventurado, de bendito del Padre, cuando en su haber cuenta con muchas soledades acompañadas, con muchos vasos de agua fresca ofrecidos a viandantes sedientos, con muchos panes compartidos con los otros que necesitaban comer… Es palabra de Jesús: «No el que diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos sino el que cumpla la voluntad de mi Padre». Las familias que consiguen hacer de sus hijos unos hombres de pro y unos ciudadanos en los que todos los demás pueden confiar, unos hombres y mujeres amantes de la libertad y de la justicia, capaces de perdonar a sus enemigos, solidarios y fraternos, son familias que pueden sentirse satisfechas aunque tengan que lamentarse de la deserción religiosa que protagonizan sus hijos. A partir de la llegada de éstos a una determinada edad –entre los 16 y los 18– poco es lo que pueden hacer los padres cristianos para contenerla o enmendarla.
 
Y es que tal deserción arranca de la base cultural que caracteriza a la juventud de hoy: los jóvenes sintonizan poco, tarde y mal con las instituciones; y de manera muy particular con las que tratan de reglamentar sus vidas o imponerse a su libertad de movimientos y a sus criterios. Es, sin duda, el caso de la Iglesia. La juventud de este tiempo entiende mal que la vivencia del Evangelio se compagine con el espeso barroquismo de la legislación canónica y con la inflexibilidad de las normas litúrgicas.
El joven de hoy se encuentra desplazado en los imponentes templos que, lejos de acercarle a Dios, parecen alejarle de Él. Abierto a la participación democrática en los más diversos niveles, huye de unas estructuras eclesiales en que –se diga lo que se diga– obra un como abismo entre los que mandan y los que tienen que obedecer.
 
Consciente de su dignidad personal, el joven gusta muy poco de una institución en la que predomina el magisterio. En sus aspiraciones de futuro, la tradición se le antoja una rémora. Y, ya en el campo de la moral y más concretamente –aunque no exclusivamente– en el de la moral sexual, tiende a considerar que su conciencia es no solo el último y definitivo punto de referencia sino el primero y único, si es que no apela –lo que ocurre con excesiva frecuencia– a que él piensa y juzga como piensan y juzgan los chicos de hoy. ¡Es curioso constatar cómo una juventud marcada por el individualismo y el anti-institucionalismo recurre tan fácilmente a la autoridad moral del grupo comprendido como la auténtica institución a la que pertenece por derecho propio!
¡Es curioso… aunque no tanto! La amistad con los demás jóvenes es un valor afirmado por la juventud moderna y la aceptación, consciente o inconsciente, de las normas por las que se rige el grupo juvenil, les sirve a los jóvenes de sustitutivo de las instituciones organizadas y dirigidas por «los otros», los antiguos o los viejos. Por lo que parece, resulta más fácil sentirse individualista que vivir sin el abrigo y el apoyo de demás. La denominada «cultura de la noche» tiene mucho que ver con este talante propio del espíritu juvenil de hoy.
 
4.2. Educación cristiana y pastoral
 
No les va a resultar nada fácil a los hogares cristianos convencer a sus hijos que vuelvan a las prácticas religiosas. No les vale la pena librar batalla alguna a este respecto; la tienen perdida de entrada. Cabe, a lo sumo, que los padres propicien de vez en cuando la participación de toda la familia en algunos actos litúrgicos de mayor notoriedad o en días en que el hogar celebra un cumpleaños o el aniversario de algún acontecimiento familiar.
No se trata con esto de volver a los muchachos «al buen camino», que diría alguna madre. Se trata –por seguir con la expresión materna– de que los hijos no olviden del todo el camino que lleva a la iglesia. Es una «operación memoria», «operación recuerdo» que puede traer al primer plano de las conciencias las vivencias religiosas de los tiempos idos. Se facilitará con este fácil expediente la posibilidad de que los jóvenes de hoy redescubran, llegados a su plena madurez, la dimensión religiosa en la que fueron formados. Pero nada más… aunque no sería poco.
 
La Pastoral familiar no ha de consistir, según este apunte, en empujar a los hijos hacia la liturgia dominical o hacia los sacramentos. La comunidad eclesial se resiste a levantar acta notarial de la defunción del precepto que tradicionalmente se enunciaba «oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar». Cada día serán más numerosos los hombres y mujeres que harán caso omiso de este mandamiento de la Iglesia. Y por muchas razones que los pastoralistas y los sociólogos conocen de sobra. La evangelización en general y la evangelización de la familia, en particular, no podrán apoyarse, de aquí en adelante, en esta práctica litúrgica. Confiar la evangelización de los jóvenes de hoy a la participación de éstos en el culto de la liturgia dominical, es soñar despiertos. A la Iglesia le corresponde intentar otros medios.
 
Lo que se afirma sobre la misa de los domingos puede rubricarse –y aún con mayor acento– de todos los demás sacramentos. El de la reconciliación es ya un caso perdido. El del matrimonio se encuentra aquejado de graves dolencias. El sacramento de la confirmación está marcando, desgraciadamente, la hora en que el muchacho se separe de la comunidad parroquial. El de la unción de los enfermos apenas si existe… Así las cosas, ¿qué puede hacer un hogar cristiano para potenciar la evangelización de todos los miembros de la familia?
Se dice con mucha intención eso «de todos los miembros de la familia». Ya lo había destacado la «Evangelii Nuntiandi». «Todos los miembros de la familia, dice, evangelizan y son evangelizados». Y dice bien.
 
Muchos de los fracasos que experimenta actualmente el empeño evangelizador de los padres en relación a sus hijos, se deben, según parece, a una falta de puesta al día de la fe de los padres. En su vivencia de la fe hay mucho de ritualismo y mucho de credulidad. Hay mucho de devocionismo interesado y mucho de mercadeo en relación a Dios y a los santos. Los hijos de hoy se rebelan y con toda razón contra todas esas prácticas, presuntamente cristianas, de promesas y votos que en el fondo no son sino expresión de una «compra» del favor de Dios y de los santos de Dios. El encendido de velas y candelas ante las imágenes de los santos más populares o de las vírgenes más milagrosas, ha apagado en muchos casos la fe de las nuevas generaciones. Las familias que así proceden, lejos de evangelizar están desevangelizando. Les preside una buena intención, no les acompaña el acierto.
 
La inflexibilidad con la que algunas familias cristianas se atienen a las normas y las leyes de la Iglesia, puede provocar en más un caso el rechazo de los hijos a todo lo que suene a parroquia, curas, obispos y Papa. Hogares hay que, en su voluntad de ser muy cristianos, se olvidan de que a Dios se le ha de servir con alegría y con humanismo no como por la fuerza o por «cumplir» con Él, como se oye decir. ¿Cuántos muchachos y muchachas se han ido alejando de la práctica religiosa porque sus padres les entorpecieron un día de vacación o de enriquecimiento cultural porque ante todo y sobre todo se debía ir a misa? ¿Cuántos no se han enfado con la Iglesia por la contrariedad que se les impuso en el hogar de guardar la ley del ayuno y la abstinencia?
 
Los padres necesitan ser evangelizados si quieren de verdad ser evangelizadores. Tienen los más ellos necesidad urgente de una puesta al día en la lectura de la Biblia, en la liturgia, en la moral. Y sus hijos pueden ser en más de una ocasión quienes les brinden la oportunidad de replantearse la propia fe desde coordenadas que sintonicen más con la cultura contemporánea. La Pastoral familiar ha de agudizar, por eso, la escucha de los padres a la voz de sus hijos, a esa voz que denuncia determinadas rigideces –rituales y morales– de la Iglesia y que se escandaliza del paganismo vigente en no pocas prácticas pretendidamente religiosas de sus progenitores.
El dicho de Jesús «No oréis como oran los paganos» debería ser recordado frecuentemente en el seno de los hogares que quieren ser cristianos y que desean evangelizar a los hijos. Ciertos rezos de las abuelas acaban necesariamente con la plegaria de los nietos… Y nada se diga de las familias que con la mejor intención de este mundo se empeñan en fomentar la piedad de los hijos mediante la devoción a apariciones y mensajes, ofertas de salvación con cadencia matemática de nueve primeros viernes de mes o de cinco primeros sábados. Puede que este devocionismo sirviera de algo o de mucho para la evangelización de otras generaciones; para las de hoy, toda esta parafernalia de milagritos y revelaciones con secreto incluido, se convierte en invitación a desertar de la Iglesia. La afirmación del Vaticano II sobre cómo ciertas imágenes de Dios que los creyentes ofertamos al mundo han servido de impulso al ateísmo contemporáneo, vale casi punto por punto para algunos concretos medios de la acción evangelizadora que desarrollan algunas familias. ¡Qué dolor!
 
 

  1. Familia, evangelización y compromiso

 
Y ¿entonces?
Los padres evangelizarán a sus hijos cuando éstos les vean comprometidos con los problemas y las urgencias de los hombres y de los pueblos de hoy. Cuando les vean participar con interés en las asociaciones del barrio o en la comunidad de vecinos, tomarse en serio las convocatorias de elecciones locales, autonómicas y nacionales, estar pendientes de las informaciones que aportan los diarios y los telediarios sobre los incidentes mayores de la actualidad…
Los padres evangelizan cuando abren sus manos en favor de los pobres, cuando emplean parte de su tiempo libre en visitar a quienes se encuentran en soledad o crucificados al lecho por alguna enfermedad grave; cuando comparten los trabajos de «Cáritas» o de alguna ONG que se desvive por el Tercer Mundo; cuando ayudan en las actividades de la comunidad parroquial…
 
5.1. Evangelio y «pastoral del día a día»
 
Con tacto, sin avasallar, sin pegarse pegote alguno, los padres han de poner en común con sus hijos las experiencias vividas, las conversaciones mantenidas en algunos encuentros, el sacrificio que les ha supuesto determinado compromiso, lo mucho que en una determinada situación difícil les ha valido el ejemplo de Jesús de Nazaret o de alguno de los santos de la Iglesia. Para evangelizar en el hogar, los padres cristianos no tienen por qué poner paño al púlpito. Ni montar algo parecido a una clase de catecismo. Basta con que, en la sobremesa, comenten lo que han vivido en relación con sus prójimos, lo que han aprendido de los demás, los problemas que han constatado en algunas periferias espirituales o sociales, las peticiones de ayuda a las que han podido responder y a las que, ay, no han podido hacerlo.
Hay que conceder una importancia muy alta a los comentarios que pueden articularse al filo de alguna imagen o de algún programa de la televisión. Los muchachos y los jóvenes viven pendientes de la pequeña pantalla y, guste más guste menos, el caso es que las programaciones televisivas intervienen como convidados permanentes de muchísimos hogares. Los padres saben que no queda más remedio que dar por bienvenida esta intromisión en la intimidad del hogar. Los más de los hijos no entenderían que su casa se pusiera de espaldas a la televisión.
 
Pero muchos padres se lamentan –y con toda razón– de que cuando se enciende la televisión se apaga la conversación. Algo se puede hablar para comentar algún que otro incidente, pero esos comentarios improvisados distraen y no dejan oír. Son molestos y fuente de tensiones en el hogar. Pese a esto, los padres comprometidos con la evangelización de sus hijos deberían aprender a servirse la televisión para la educación social y ética de los jóvenes. La pequeña pantalla posibilita un apertura al mundo, a los logros de la modernidad y a los problemas de los pueblos. Las imágenes de la televisión aportan nuevas visiones, criterios novedosos, comportamientos insólitos, modos de vida hasta ahora inéditos… Es natural que la juventud se vuelque sobre tanta novedad. Por regla general, cuando se apaga la tele por la noche, todo el mundo se va a la cama.
¿No podrán los padres sacar a colación al día siguiente algo de lo que vieron y oyeron todos los de la casa en la sesión televisiva? ¿No podrán sugerir un criterio moral con el que juzgar un bombardeo, una relación amorosa, un comportamiento sexual, un rifirrafe de los mercados internacionales o nacionales? ¿No podrán comentar alguna imagen del último viaje del Papa sabe Dios a qué tierras?
 
La cultura televisiva tiene el gran inconveniente de que pasa por el mismo rasero todas las realidades. Luego de presentar unas imágenes tristísimas, valga por caso, de un campamento de refugiados palestinos, a continuación la pequeña pantalla puede iluminarse con los brillos de un desfile de modelos en la pasarela más de moda. Este tránsito en minutos del negro al blanco, de la muerte al esplendor de la vida, del drama a la frivolidad, relativiza la gravedad y la importancia de los problemas del mundo contemporáneo e impide que las cabezas –y sobre todo las conciencias– puedan interrogarse sobre la parte de responsabilidad que nos compete en las tragedias actuales y sobre nuestra obligación de forzar alguna solución humana y humanizante.
La ética del Evangelio ha de iluminar con sus criterios todo este espléndido y humillado mundo de hoy. Será ésta la primera y más trascendental aportación a la evangelización en la familia. Han de iniciarla los padres que quieren evangelizar a sus hijos; han de prolongarla éstos aportando sus puntos de vista; y entre los criterios de los unos y de los otros puede levantarse un diálogo enriquecedor para todos. A veces podrá irrumpir la tensión de los debates: los criterios de los más jóvenes no coincidirán en más de una ocasión con los de sus padres; pero ¡qué higiénico, qué saludable es que cada cual ponga sobre la mesa lo que piensa, lo que pide a esta hora, lo que propone para el porvenir!
 
5.2. Pastoral y convivencia solidaria
 
La Pastoral de la familia mira a socializar a los que conforman las nuevas generaciones. La familia evangelizadora ha de afirmarse y reafirmarse en el papel socializador inicial y radical que compete a la que llamamos «célula primera de la sociedad».
Mira a descentrar a unos y otros frente a los narcisismos del individualismo imperante en la cultura nueva de hoy. La familia educa para convivir con los ajenos a la propia familia y para compartir con los otros las peripecias gozosas y trágicas del mundo de hoy. El punto de mira de la familia evangelizadora está puesto en las realidades de puertas afuera. Ha de crear un hogar que ama la intemperie de la vida.
 
Y ¿no tendrá que decir también el Nombre de Jesús? Desde una clara conciencia de que ya se está pronunciando ese Nombre salvador en medida en que la familia va formando hombres según el modelo querido por Dios, desde esa clara conciencia –y solo desde ella y con ella– es dado que los padres puedan dar razón ante sus hijos del porqué de su esperanza. Cuanto el testimonio de vida los padres fuerce a los hijos a formularse los «interrogantes irresistibles» –expresión de la «Evangelii Nuntiandi»– que dan sentido a la vida, entonces será posible la superación del anti-institucionalismo que caracteriza a la juventud de estos días y la aceptación –pese a mil pesares de la historia y aun de hoy– de la comunidad eclesial. n
 

Manuel de Unciti

estudios@misionjoven.org

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