La vida sin la muerte

1 noviembre 1997

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Quiero hablar de la importancia de la muerte. Al ser ella raída se lleva consigo una buena porción la importancia de la vida. E! progreso, no más que técnico (el hombre total no ha progresado), mueve a creer en una especie de omnipotencia frente a la enfermedad y sus secuelas: el personal dotado para curar -así se ha demostrado con la humillación del sida- se halla poco dispuesto a aceptar el fracaso de sus conocimientos a los pies de !a muerte. En segundo lugar, el poder material ha movido a identificar la culminación del ser humano con la posesión y el enriquecimiento, olvi­dando el espíritu y negándose a considerar la muerte, radical prueba de nuestro último desvalimien­to. Y, por fin, habitamos un área de cultura en que el triunfo del cuerpo, la exaltación de su juventud y su belleza, su utilización en la moda y en la publicidad, tan contagiosa, se dirigen sobre todo a abolir la presencia de la muerte y a reputarla como algo impensable, casi perseguible del oficio. En nuestra sociedad se juzga ofensivo morir. De ahí que se aparte a los agonizantes, se les destierre de nuestra cercanía, se exilien los cadáveres a los tanatorios, se maquillen los muertos y se procure convertir el tema en una idea vaga, lejana y desde luego ajena. Sólo mueren los otros, por próximos que sean a nuestra intimidad.

Hemos dejado de hacernos las preguntas primigenias: el sentido o la esencia de la vida, la forma de su utilización, nuestro concepto de la solidaridad, que entendemos por trascendencia… Cuando sufrí mi muerte clínica, vi en un efecto un sincopado muestrario de mi vida; pero no como una pelí­cula, sino como un retablo en el que se cuentan escenas simultáneas de la historia de Jesús o de un santo, Lo sorprendente, sin embargo, fue que aquellas secuencias no retrataban ninguno de los momentos que yo tenía por importantes y reveladores: eran gestos cotidianos, modestos, olvidables los que en aquel trance se me recordaban. Porque lo peor no es que apartemos los ojos de la muer­te sino que la desintegremos de la vida. si lo conseguimos del todo habremos conseguido no estar en realidad vivos. La verdad inicial, sobre las que las otras se construyen, es nuestra temporalidad: ella nos hace humanos. Y nadie nos iluminará que no lo sea, ni seremos iluminados si nosotros no lo somos.

La consciencia de la mortalidad es lo que diferencia la madurez del infantilismo. Se crea o no en una vida póstuma. Porque haba los cristianos en general han perdido la idea de la gracia divina: los sacramentos y sus rituales se practican por la mayoría de un modo marginado y superficial, a la manera de un niño que recita, dormido e medias, una oración mecánica. De ahí que no hayan perdi­do el temor a la muerte: no como un horror vacui o un salto en la tiniebla -cuando para ellos debería de ser la llegada a! regazo de Dios-, sino por el abandono de la vida, de esta vida, con la única que parecen contar. No obstante, la intensidad vital la fruición con que se han de exprimir las horas, no se conseguirá si no se posee la idea de la muerte. Y, por el contrario, costará menos dejar una vi­da usada bien y mucho que otra consumida en ilusiones bobas: la que transcurrió sin apoyar los pies en el incentivador suelo de la muerte, que tanto urge y que tanto estimula. Sólo en presencia de ella el mundo alcanza su más hondo significado, y el hoy merece la pena ser vivido con independencias de mañana improbable

Antonio Gala

”El País Semanal”, 28.1.97

 

PARA HACER

 

  1. Comparar y comentar las opinionesde Marie de Hennezelsobre la muerte (“Ver Opinión”) con las de Antonio Gala. ¿Qué conclusiones sacamos?
  2. Imaginarnos a punto de morir: decir de qué hechos de nuestra vida nos sentimos orgullosos.

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