Desde hace bastante tiempo voy notando que mi ser cristiano se apaga. Tengo la sensación de que mis vivencias íntimas se alejan cada vez más de las expresiones públicas de nuestra fe. Las eucaristías me aburren, a las reuniones de grupo les faltan experiencias vitales, los sacramentos parecen guiones de teatro sin apenas autenticidad. Las expresiones de los que presiden y celebran me resultan cada vez más vacías y caducas, como desconectadas de la realidad que vivimos. No me siento implicado y tampoco convencido. Últimamente si me preguntasen si soy cristiano, creo que hasta dudaría al responder, y si me preguntasen si serlo me sirve de algo, lo haría más aún.
Pero ayer tuve una experiencia inesperada que ha hecho cambiar esta negativa percepción. Una tía de mi mujer sufre un cáncer terminal y se está muriendo. Ayer fuimos parte de la familia a visitarla y a acompañarla en este momento tan difícil. Cada uno se acercaba a su manera, pero todos lo hacíamos de forma rápida, enseguida hablando con unos y otros, como para eludir llorar o afectarse por la triste imagen de la vida apagándose. Con nosotros vino un sacerdote amigo, nos acompañaba con el difícil encargo de “administrar” el sacramento de la extrema unción. Reconozco que cuando escuché la propuesta me mostré un poco escéptico, para mis adentros pensé que seguíamos con tradiciones de otra época y además qué ganas de pasar un mal trago. Llegado el momento me fui retirando sutilmente, pensando que el cura buscaría un lugar algo más íntimo que la mesa del salón para realizar el acto al que la verdad yo nunca había asistido. Pero cuál fue mi sorpresa cuando aquel sacerdote de mediana edad, ataviado únicamente con una sencilla estola, una especie de pequeño relicario y una biblia de bolsillo; nos llamó a todos y nos invitó a sentarnos en torno a la mesa, alrededor de la tía, madre, hermana y abuela de los que estábamos allí. Y además nos dijo que llamásemos a los niños y adolescentes de la familia; a los que habíamos enviado a jugar al patio para que no rompiesen la intimidad del momento y también pensando que no era un acto adecuado para su edad (dicen que la enfermedad y la proximidad de la muerte son cosa de adultos). De pronto lo que previsiblemente iba ser un breve encuentro a puerta cerrada se convirtió en una especie de celebración pública. El sacerdote explicó sencillamente el significado de lo que íbamos a compartir, lo entendimos fácilmente adultos y niños, creyentes y agnósticos (que eran la mayoría de los presentes). Se trataba de reconocer el sufrimiento que genera la enfermedad y la necesidad humana de encontrar fuerzas para afrontarlo. Y empezó el “ritual” que yo solo conocía de oídas; el aceite en las manos, la señal de la cruz en la frente, la comunión y el padre nuestro. Paradójicamente la vida que se estaba escapando llenaba de sentido el ritual que previamente yo había menospreciado, lo estaba inundando de fuerza. Los allí presentes nos dimos cuenta de que tenía un sentido profundo, que nos ayudaba a afrontar el misterio de la muerte, de la fragilidad humana. Porque la razón y la ciencia no nos dan consuelo ante la enfermedad y la pérdida, a los seres humanos nos viene muy bien la transcendencia para aceptarlas. Estuvimos pidiendo juntos fuerzas para la que sufre, pero también estuvimos compartiendo con naturalidad las fuertes emociones este hecho nos produce a los demás. Con la presencia de lo “espiritual” que nos recordaba el sacerdote, las lágrimas y los abrazos tenían un lugar en el que reposar, estaban recogidas por algo diferente que nos unía en aquel momento a todos por igual. Entonces sentí que el “ritual” estaba plenamente entroncado con lo humano, con esa necesidad básica de consuelo y fuerza que todos experimentamos, pero de la que nos aleja esta sociedad tan utilitarista y excesivamente racionalista en la que vivimos. Ante algunas situaciones sobran las razones y necesitamos un poco de “magia”, un pequeño ritual que nos ayude a enfrentarnos a ellas sintiéndonos acompañados, porque son demasiado difíciles de digerir en soledad. Para mí, de nuevo tenía sentido ser cristiano, sin dudarlo valía la pena y servía para algo muy importante. El sencillo sacramento había sido sanador y terapéutico, además había generado unión, tolerancia y apertura entre los presentes (recuerdo que la mayoría no eran creyentes); una buena noticia que necesitamos y que no tendríamos que esconder. También fue pedagógico, en cierta medida nos enseñó a todos mayores y pequeños que la vida es finita, que somos limitados y no podemos adueñarnos de ella. Y eso es algo a lo que no estamos acostumbrados y menos dispuestos a aceptar. Lo de ayer fue muy duro, pero a diferencia de otras despedidas fue reconfortante. Para mi ayer fue un brote de esperanza, la fe cristiana no está del todo desfasada, no es una cuestión de otra época. Si la conectamos con las experiencias humanas más profundas, nos sirve y nos ayuda afrontar de forma diferente los misterios de la vida.
Nolo Tarín